miércoles, 9 de agosto de 2017

CUADROS POR PAÍSES


Vieja friendo huevos es un cuadro de juventud de Velázquez, pintado en Sevilla en 1618, solo un año después de su examen como pintor. Se encuentra en la Galería nacional de Escocia, en Edimburgo, desde 1955, adquirido a los herederos de sir Francis Cook por 57 000 libras.

Historia[editar]

El cuadro aparece mencionado por primera vez junto con otros bodegones de Velázquez en 1698 en el inventario de las pinturas de Nicolás de Omazur, comerciante flamenco establecido en Sevilla y amigo de Murillo, donde se describe como lienzo de una vara de alto sin marco con «una vieja friendo un par de huebos (sic), y un muchacho con un melón en la mano».1​ A comienzos del siglo XIX se encontraba ya en Inglaterra, en la colección de John Woollett, subastada en Christie's de Londres el 8 de mayo de 1813. En 1883 Charles B. Curtis (Velázquez and Murillo: A descriptive and historical catalogue) publicó el cuadro por primera vez como obra de Velázquez, una atribución que fue unánimemente acogida por la crítica posterior. Tras pasar por distintas colecciones británicas, en 1955 ingresó en el museo de Edimburgo. Al procederse a su limpieza apareció en 1957 la fecha (16.8) en el ángulo inferior derecho, la misma que lleva otra obra del pintor, Cristo en casa de Marta de María, con la que comparte el modelo de la mujer anciana y algunos de los objetos de bodegón en primer plano.2

Descripción[editar]

El cuadro pertenece al género del bodegón, según lo entendía Francisco Pacheco, como escena de cocina o de mesón con figuras a veces ridículas o, cuando menos, vulgares, pero estimables «sí son pintados como mi yerno los pinta alzándose con esta parte sin dexar lugar a otros», pues por esta vía «halló la verdadera imitación del natural».3
La escena se desarrolla en el interior de una cocina poco profunda, iluminada con fuertes contrastes de luz y sombra. La luz, dirigida desde la izquierda, ilumina por igual todo el primer plano, destacando con la misma fuerza figuras y objetos sobre el fondo oscuro de la pared, de la que cuelgan un cestillo de mimbre y unas alcuzas o lámparas de aceite. Una anciana con toca blanca cocina en un anafe u hornillo un par de huevos, que pueden verse en mitad del proceso de cocción flotando en líquido dentro de una cazuela de barro gracias al punto de vista elevado de la composición. Con una cuchara de madera en la mano derecha y un huevo que se dispone a cascar contra el borde de la cazuela en la mano izquierda, la anciana suspende la acción y alza la cabeza ante la llegada de un muchacho que avanza con un melón de invierno bajo el brazo y un frasco de cristal. Delante de la mujer y en primer término se disponen una serie de objetos vistos con el mismo punto de vista elevado: una jarra de loza vidriada blanca junto a otra vidriada de verde, un almirez con su mano, un plato de loza hondo con un cuchillo, cebollas y guindillas. Apoyado en el anafe brilla un caldero de bronce.
Los objetos han sido estudiados de forma individual, maravillosos en su singularidad pero mal integrados en el conjunto.4​ Ciertos problemas de perspectiva y alguna incongruencia en las sombras que proyectan no impiden, sin embargo, apreciar la sutileza en el tratamiento de sus texturas por el sabio manejo de la luz, que es parcialmente absorbida por los cacharros cerámicos y se refleja en los metálicos, casi alternamente dispuestos. El interés de Velázquez por los efectos ópticos y su tratamiento pictórico se pone de manifiesto en los huevos flotando en el líquido —aceite o agua— en los que «logra mostrar el proceso de cambio por el cual la transparente clara del huevo crudo se va tornando opaca al cuajarse», detalle que indica el interés del pintor en captar lo fugaz y efímero, deteniendo el proceso en un momento concreto.5
Pero más allá de la atención prestada a estos objetos y a su percepción visual, Velázquez ha ensayado una composición de cierta complejidad, en la que la luz juega un papel determinante, conectando figuras y objetos en planos entrecruzados. La relación entre los dos protagonistas del lienzo resulta, sin embargo, ambigua. Sus miradas no se cruzan: el muchacho dirige la suya hacia el espectador mientras la mirada de la anciana parece perderse en el infinito, creando con ello cierto aire de misterio que ha hecho pensar que lo representado en el lienzo no sea una simple escena de género.6
Lejos de ser «figuras ridículas» para provocar risa, como decía Pacheco a propósito de los protagonistas de los bodegones más convencionales, anciana y joven están tratados con severa dignidad. El escorzo de la cabeza del muchacho coincide con el del adolescente que recibe la copa en El aguador de Sevilla, adoptando un gesto reconcentrado, como transido por la importante responsabilidad que desempeña en la cocina. El mismo muchacho no deja de recordar al más joven de los Tres músicos, pero la incidencia de la luz, más matizada, y la expresión seria le dotan de una dignidad y atractivo que no tenía aquel. La repetición del modelo hace creíble, aunque no haya forma de comprobarlo, que se trate del «aldeanillo aprendiz» que, según Pacheco, Velázquez tenía cohechado para que le sirviese de modelo. El tipo humano de la vieja, con su mirada perdida, es probablemente el mismo de la anciana que aparece en Cristo en casa de Marta y María, en el que algunos críticos han querido ver un retrato de la suegra del pintor.7
Julián Gállego llamó la atención sobre la quietud que el cuadro desprende, alejada del dinamismo de las obras de Caravaggio, con el que algunos críticos lo han relacionado por el tratamiento del claroscuro, «quietud desconcertante» que sólo encontraría paralelo en algunos pintores nórdicos, como Louis Le Nain o Georges de La Tour.8​ Las acciones de los personajes —agitar la cuchara para que no se pegue la clara, cascar el huevo, acercar la jarra de vino— han sido sorprendidas en un instante y los actores de ellas han quedado inmovilizados, sin comunicación entre sí. Jonathan Brown entiende por ello que Velázquez ha hecho de sus personajes objetos y los ha tratado de igual modo que hace con estos, con distanciamiento y objetividad.9

Ensayos de interpretación del significado[editar]

Conforme a la interpretación tradicional de los primeros bodegones de Velázquez, en los que se apuntaban paralelismos con la novela picaresca, el cuadro se ha visto como una ilustración de un pasaje del Guzmán de Alfarache, donde Mateo Alemán presentaba a una vieja friendo huevos para un muchacho. Pero la «inquietante atmósfera psicológica» del cuadro, según lo describe Jonathan Brown, y la mirada perdida de la anciana, o la propia formación cultural del pintor en el taller de Pacheco, han motivado la búsqueda de unas intenciones simbólicas con las que Velázquez estaría dignificando el género del bodegón, desdeñado por los teóricos precisamente por carecer de «asunto», como de forma más explícita hace en Cristo en casa de Marta y María o en La mulata con la cena de Emaús de Dublín, verdaderos «bodegones a lo divino».
En esta dirección Julián Gállego sugirió que el cuadro pudiera ser interpretado como una representación del sentido del gusto, y aunque él mismo se decía no convencido con esa explicación,10​ Fernando Marías ha profundizado de forma original en la relación con los sentidos corporales, que encuentra aludidos en otros bodegones, en los que «las referencias literarias —por ejemplo con respecto a la novela picaresca— brillan por su ausencia».11​ El repertorio de objetos magistralmente descritos por Velázquez en sus varios colores y brillos, con los que se hacen reconocibles las diferentes texturas y calidades táctiles, pueden ser reconocidos por el espectador, como también por el muchacho que con la mirada llama su atención, mediante el sentido de la vista, en tanto la anciana, con la mirada perdida, «con expresión de ciega» según Gállego, parece tantear con la cuchara la distancia a la cazuela. En la vieja, acaso ciega, Velázquez parece reflexionar sobre las dos formas de conocimiento de una misma realidad, la proporcionada por el sentido de la vista y la que proporciona el tacto.12
Una interpretación distinta ofrece Manuela Mena, para quien no sería casual la semejanza entre esta anciana y la dueña que aparece en Cristo en casa de Marta y María. De la mirada de la anciana, que «roza» al niño pero no se fija en él, «se desprende una extraña sugerencia de sabiduría y de experiencia». Las alcuzas que cuelgan de la pared del fondo, símbolo barroco de la Vigilancia, completarían el significado de esa mirada, inteligente y no ciega, capaz de ver desde la experiencia el pasado y el futuro.









La Virgen de la Servilleta es un cuadro de Bartolomé Esteban Murillo en que se representa a la Virgen María con el Niño Jesús. Fue realizada en 1666 con destino a la Iglesia de los Capuchinos de Sevilla (España) y mide 67 x 72 cm. Es una de las representaciones más populares de la Virgen María y se encuentra expuesta en el Museo de Bellas Artes de Sevilla.1

Historia y descripción[editar]

La obra formó parte del retablo de la citada iglesia de los frailes capuchinos durante más de 150 años. En la Guerra de la Independencia estuvo a punto de ser requisada por el mariscal francés Jean de Dieu Soult, un gran admirador de Murillo, pero los religiosos sabedores del valor de la obra, consiguieron trasladarla junto con otras pinturas en 1810 a Gibraltar, donde permaneció a salvo de la rapiña del ejército francés hasta el término de la guerra en 1814.
En 1836 con motivo de la desamortización de los bienes eclesiásticos decretada por el gobierno presidido por el ministro Mendizábal, pasó a ser propiedad del estado y se integró en el recién constituido Museo de Bellas Artes.2
El nombre con el que se designa a la virgen proviene de una leyenda que fue recogida por primera vez en el año 1833 en A Dictionary of Spanish Painting , redactado por O´Neill. Existen dos versiones de la misma.
Según la primera de ellas, los frailes capuchinos se percataron de que había desaparecido una servilleta de su ajuar doméstico, pero unos días más tarde les fue devuelta por el propio Murillo con el dibujo de la Virgen. En la segunda versión fue un fraile del convento el que le solicitó a Murillo una representación de la Virgen con el Niño para poder orar privadamente en su celda. Murillo aceptó, pero solicitó un lienzo para realizar la pintura, el fraile sin embargo carecía de recursos económicos y le entregó una servilleta en la que Murillo realizó el trabajo.2
La escena mueve a la piedad, el niño parece intentar salirse del cuadro, mientras que la mirada de la Virgen conecta con la del espectador y le transmite ternura e intimismo.
Se ha querido ver en este cuadro la influencia de varios artistas admirados por Murillo. Los colores vivos y la delicadeza de las formas recuerdan la pintura de Rafael, mientras que la imperceptible atmósfera denota el conocimiento de las obras de Velázquez y Rubens.

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El lienzo de la Virgen del Rosario, ubicado en la capilla del mismo nombre, en la Catedral de Málaga, es obra del pintor, escultor, arquitecto y diseñador granadino Alonso Cano (1601-1667), el cual residió en la capital malagueña entre 1664 y 1666 aproximadamente, período en el que ostentaba el cargo de racionero de la Catedral. En estos casi dos años, el pintor granadino solo llevó a cabo una obra pictórica, que responde a un encargo del entonces obispo de MálagaFray Alonso de Santo Tomás, el lienzo de la Virgen del Rosario.
Este lienzo cuenta con una importante carga de valores artísticos, históricos y culturales, que lo destacan del conjunto de bienes muebles que componen el programa decorativo e iconográfico de la catedral malagueña, motivo por el cual está incluido de forma individual en el Catálogo General de Patrimonio Histórico Andaluz como Bien de Interés Cultural.

Descripción[editar]

La obra pictórica de la Virgen del Rosario tiene unas dimensiones de 3,56 x 2,18 metros, y responde a la técnica de óleo sobre lienzo. La pintura es una composición triangular con dos niveles diferenciados jerárquicamente. En la parte inferior se representa el mundo terrenal y en la superior, el celestial.
La zona inferior está presidida por Santo Domingo, ataviado con el hábito de la orden, barbado y tonsurado. Con su brazo izquierdo se apoya en San Francisco, uno de los bastiones de la Iglesia Católica, ataviado con el hábito gris y cordón a la cintura, quien a su vez se apoya sobre el hombro de Santo Domingo. La escena se completa con la representación de San Ildefonso y Santa Teresa, en el lado derecho, y Santo Tomás de Aquino y Santa Catalina de Siena, en el izquierdo. Todos ellos contemplan asombrados la visión celestial de la Virgen María con el Niño.
La parte superior, por tanto, está presidida por la Virgen María con el Niño, sobre un trono de nubes que descansa sobre dos fustes estriados, y rodeada por cinco angelotes que portan los atributos de los cuatro santos que componen la escena terrenal. Los ángeles del centro hacen entrega del Rosario y la Cruz a Santo Domingo y a San Francisco. San Ildefonso y Santa Teresa reciben el báculo y la pluma, y Santo Tomás y Santa Catalina, la pluma y la corona.
La escena celestial se representa en una atmósfera de tonos vibrantes y dorados, en la que destacan la túnica y el manto de la Virgen, propio en las obras de Alonso Cano, y ello en fuerte contraste con la escena terrenal en la que predominan los tonos grises y pardos. En esta obra, realizada en sus últimos años de vida, durante su etapa de madurez, se aprecia claramente la influencia de la pintura renacentista, fruto de su estancia en la Corte madrileña, sobre todo en la simetría de la composición, la pincelada suelta y la gama cromática.
Existen varias interpretaciones acerca del significado de esta obra. Rosario Camacho sostiene que podría tratarse de una advocación de la Virgen de las Calamidades o de la Peste, a causa de los desastres que habían asolado la ciudad. Otra interpretación estaría relacionada con la Virgen del Patrocinio, advocación fomentada por el rey Felipe IV, y ratificada por bula del Papa Alejandro VII. Sin embargo, Juan Antonio Sánchez interpreta el lienzo como una evocación del texto eclesiástico de la doctrina inmaculadista.

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