GUERRA ANGLO-ESPAÑOLA DE 1585-1604 :
La Armada Invencible (1588):
Felipe II meditaba sobre una expedición contra Inglaterra para castigar los repetidos ataques piráticos de Drake y la mala voluntad de Isabel I hacia España y sus establecimientos. Para ello llamó al marino más reputado de aquel tiempo, Alvaro de Bazán, marqués de Santa Cruz, para pedirle su opinión y éste consideró que el efectuar la invasión de Inglaterra era no sólo empresa posible, sino fácil. Ofrecía encargarse del mando de la Armada y de dirigir la invasión, porque era conveniente que todo dependiera de una sola persona. Aunque se comenzó a tratar el asunto a raíz de la expedición deDrake contra Florida (1586), se aplazó su ejecución para no dejar a España expuesta a ataques de igual clase en caso de un fracaso. La ejecución de María Estuardo en 1587 hizo que se volviera a pensar en la empresa y como, mientras se preparaba, murió Bazán, quizá del pesar que le produjeran ciertas palabras poco meditadas del rey (enero 1588), éste pudo poner al frente de la Armada al duque de Medinasidonia, incapaz de dirigirla, pero que no se opuso a que Alejandro Farnesio tomara el mando de las tropas en tierra, que era lo que siempre quiso Felipe II.
Felipe II meditaba sobre una expedición contra Inglaterra para castigar los repetidos ataques piráticos de Drake y la mala voluntad de Isabel I hacia España y sus establecimientos. Para ello llamó al marino más reputado de aquel tiempo, Alvaro de Bazán, marqués de Santa Cruz, para pedirle su opinión y éste consideró que el efectuar la invasión de Inglaterra era no sólo empresa posible, sino fácil. Ofrecía encargarse del mando de la Armada y de dirigir la invasión, porque era conveniente que todo dependiera de una sola persona. Aunque se comenzó a tratar el asunto a raíz de la expedición deDrake contra Florida (1586), se aplazó su ejecución para no dejar a España expuesta a ataques de igual clase en caso de un fracaso. La ejecución de María Estuardo en 1587 hizo que se volviera a pensar en la empresa y como, mientras se preparaba, murió Bazán, quizá del pesar que le produjeran ciertas palabras poco meditadas del rey (enero 1588), éste pudo poner al frente de la Armada al duque de Medinasidonia, incapaz de dirigirla, pero que no se opuso a que Alejandro Farnesio tomara el mando de las tropas en tierra, que era lo que siempre quiso Felipe II.
Carlos de Effingham Howard (1536-1624), conde de Nottingham, era el almirante de la marina inglesa desde 1585. Mandó la escuadra inglesa desde la nave capitana Ark Royal. Era sobrino de Isabel I y no tan buen navegante como sus subordinados el vicealmirante Sir Francis Drake y John Hawkins. En 1596, junto con Robert Devereux mandaría la expedición que saqueó Cádiz.
La Armada parte de Lisboa (20 mayo 1588):
La Armada, de 130 buques, con 8.253 marinos y 2.088 remeros, más 19.295 hombres de guerra, zarpó de Lisboa; pero sus barcos, a propósito para la ruta de las Indias, no podían resistir los temporales de los mares europeos. La flota inglesa era más ligera y mejor artillada que la española: en el primer encuentro (21 julio) se advirtió su superioridad en maniobrar. El mar no fue favorable a la Invencible: ya una tormenta cerca del cabo Finisterre perjudicó a sus buques. El 22 de julio salió, por segunda vez, de la Coruña y con sus grandes buques parecía una fortaleza flotante. El viento era favorable. Si hubiera atacado entonces a la escuadra inglesa, hubiera vencido, pero Medinasidonia declaró a sus capitanes, deseosos de luchar, que el rey le había mandado no dar la batalla hasta que se reuniera con Farnesio. Este mandato fue la segunda equivocación que hizo fracasar la empresa por perderse ocasión tan favorable. El 23, en ligero combate, se perdió el buque insignia de Recalde. La armada se refugió en Calais. Farnesio se negó a embarcar mientras el mar no estuviera despejado de buques holandeses e ingleses que vigilaban la costa del canal. En éste, los pequeños y ligeros buques ingleses fueron los que dominaron la situación. No hubo realmente un combate decisivo entre ingleses y españoles en el estrecho sino un desgaste continuo de la "Invencible", batida por la superioridad de los ingleses y dispersada por las furias del mar, que aquellas pesadas fortalezas flotantes eran inhábiles para eludir.
La Armada, de 130 buques, con 8.253 marinos y 2.088 remeros, más 19.295 hombres de guerra, zarpó de Lisboa; pero sus barcos, a propósito para la ruta de las Indias, no podían resistir los temporales de los mares europeos. La flota inglesa era más ligera y mejor artillada que la española: en el primer encuentro (21 julio) se advirtió su superioridad en maniobrar. El mar no fue favorable a la Invencible: ya una tormenta cerca del cabo Finisterre perjudicó a sus buques. El 22 de julio salió, por segunda vez, de la Coruña y con sus grandes buques parecía una fortaleza flotante. El viento era favorable. Si hubiera atacado entonces a la escuadra inglesa, hubiera vencido, pero Medinasidonia declaró a sus capitanes, deseosos de luchar, que el rey le había mandado no dar la batalla hasta que se reuniera con Farnesio. Este mandato fue la segunda equivocación que hizo fracasar la empresa por perderse ocasión tan favorable. El 23, en ligero combate, se perdió el buque insignia de Recalde. La armada se refugió en Calais. Farnesio se negó a embarcar mientras el mar no estuviera despejado de buques holandeses e ingleses que vigilaban la costa del canal. En éste, los pequeños y ligeros buques ingleses fueron los que dominaron la situación. No hubo realmente un combate decisivo entre ingleses y españoles en el estrecho sino un desgaste continuo de la "Invencible", batida por la superioridad de los ingleses y dispersada por las furias del mar, que aquellas pesadas fortalezas flotantes eran inhábiles para eludir.
Retirada hacia el mar del Norte:
El 28, ante la superioridad inglesa y el temor a los brulotes incendiarios (pequeñas naves incendiadas) que se les lanzaba, así como la incapacidad de la artillería española, la Armada se internó en el mar del Norte. En la noche del 8 al 9 de agosto, los brulotes ingleses sembraron la confusión en la Armada, que perdió 15 buques y 5000 hombres. La tormenta empujó a los otros hacia el Norte y Medinasidonia no se atrevió a regresar por el canal: navegó alrededor de las islas británicas, sembrando el mar y sus costas con los restos de sus navíos. Muchos de los navíos naufragaron en los arrecifes de las costas de Irlanda, de Escocia o de Inglaterra. Millares de hombres se ahogaron y no hubo piedad para los que conseguían llegar a nado a las playas.
El 28, ante la superioridad inglesa y el temor a los brulotes incendiarios (pequeñas naves incendiadas) que se les lanzaba, así como la incapacidad de la artillería española, la Armada se internó en el mar del Norte. En la noche del 8 al 9 de agosto, los brulotes ingleses sembraron la confusión en la Armada, que perdió 15 buques y 5000 hombres. La tormenta empujó a los otros hacia el Norte y Medinasidonia no se atrevió a regresar por el canal: navegó alrededor de las islas británicas, sembrando el mar y sus costas con los restos de sus navíos. Muchos de los navíos naufragaron en los arrecifes de las costas de Irlanda, de Escocia o de Inglaterra. Millares de hombres se ahogaron y no hubo piedad para los que conseguían llegar a nado a las playas.
Extensión del desastre:
Sólo regresaron a España 66 de éstos y 10.000 hombres. Felipe II dijo al recibir la noticia del fracaso: "Doy gracias a Dios por haberme dado medios para poder sufrir fácilmente un pérdida semejante y porque todavía estoy en situación de volver a construir otra flota tan grande. Una rama ha sido cortada, pero todavía está verde el tronco y puede producir otras nuevas". (Eugenio Sarrablo)
Sólo regresaron a España 66 de éstos y 10.000 hombres. Felipe II dijo al recibir la noticia del fracaso: "Doy gracias a Dios por haberme dado medios para poder sufrir fácilmente un pérdida semejante y porque todavía estoy en situación de volver a construir otra flota tan grande. Una rama ha sido cortada, pero todavía está verde el tronco y puede producir otras nuevas". (Eugenio Sarrablo)
Las pérdidas para España fueron 20.000 hombres, 40 millones de ducados y 100 navíos.
La Inglaterra de Isabel no se dio cuenta de su victoria hasta pasado algún tiempo. La catástrofe española había sido tan fragmentaria y dispersa que los vencedores no pudieron calcular su magnitud y temieron que los navíos se hubieran refugiado en un puerto seguro. Las pérdidas inglesas también fueron grandes, aumentadas por la peste que se difundió entre marinos y soldados. Algunos meses más tarde, en abril de 1589, Isabel, dándose cuenta del significado de la ruina de la "Invencible", quiso sacar partido de ello atacando a Lisboa para instaurar a don Antonio de Portugal, prior de Crato. La expedición dirigida por lord Norreys fue un tremendo fracaso.
Del desastre de la Invencible dependieron muchas aventuras del futuro próximo y lejano: la imposibilidad de reducir a los neerlandeses, la recuperación de Francia como gran potencia europea, la ya insoslayableseparación de Portugal. (Vicens Vives)
Su fracaso asegura a las naciones del Norte, hasta entonces mediocres, su porvenir marítimo. Triunfo del protestantismo y del capitalismo al mismo tiempo. El edificio mundial del poderío ibérico no podrá ya durar mucho (Vilar)
Las consecuencias de la derrota no se hicieron esperar: contrariedades en Flandes; el asedio de La Coruña por la escuadra de Drake; la intentona del prior de Crato que, auxiliado por los ingleses, desembarcó en Belem... La situación de Portugal volvió a ser difícil; una victoria definitiva sobre los ingleses hubiera contribuido poderosamente al afianzamiento de la unidad ibérica; por el contrario, la victoria de Inglaterra intensificó la desunión y fomentó el deseo de revancha. (I.Ubeda)
Actitud pesimista general:
La bancarrota de 1596 significaba también el fin de los sueños imperiales de Felipe II. Desde hacía algún tiempo era evidente que España estaba perdiendo su batalla contra las fuerzas del protestantismo internacional. El primer aviso, y el más abrumador, lo dio la derrota, en 1588, de la Armada Invencible. La conquista de Inglaterra había llegado a significarlo todo, tanto para Felipe II como para España, desde que el marqués de Santa Cruz sometió por primera vez su gran proyecto al rey, en 1583. Para Felipe, una invasión de Inglaterra, que Santa Cruz creía de éxito seguro mediante un gasto de poco más de 3.500.000 ducados, parecía ofrecer la mejor, y quizá la única, probabilidad de doblegar a los holandeses. Mientras en el Escorial el rey perfeccionaba, día tras días, sus planes y se llevaban a cabo, lentamente, los complicados preparativos, los curas desde sus púlpitos arratraban al país a un frenesí de fervor patriótico y religioso, denunciando las iniquidades de la herética reina de Inglaterra y evocando de modo vívido las gloriosas cruzadas del pasado español. Que, cierto, juzgo que [esta empresa] es la más importante que ha habido en muchos siglos atrás en la Iglesia de Dios, escribía el jesuita Ribadeneyra, autor de una enardecedora exhortación a los soldados y capitanes enrolados en la expedición. En esta jornada, señores, se encierran todas las razones de justa y santa guerra que puede haber en el mundo... Pero si bien se mira hallaremos que es guerra defensiva, en la cual se defiende nuestra sagrada religión y santísima fe católica romana; se defiende la reputación importantísima de nuestro Rey y Señor y de nuestra Nación; se defienden todas las haciendas y bienes de todos los Reinos de España, y con ellos, nuestra paz, sosiego y quietud. Sólo unos meses más tarde Ribadeneyra escribía una apesadumbrada carta a un privado de Su Majestad (probablemente don Juan de Idiáquez), en la que intentaba explicarle lo aparentemente inexplicable: porque Dios había prestado oídos sordos a las oraciones y súplicas de sus piadosos servidores. Aunque Ribadeneyra encontraba una explicación suficiente en los pecados españoles, por omisión y por comisión, y pleno consuelo en los mismos males enviados por el Altísimo para probar al pueblo elegido, las consecuencias psicológicas del desastre fueron terribles para Castilla. Por un momento, el shock fue demasiado violento para ser inmediatamente acusado y el país necesitó algún tiempo para comprender todas sus implicaciones. Pero el optimismo inconsciente engendrado por los éxitos fantásticos de los cien años anteriores se desvaneció, según parece, de la noche a la mañana. Si hay un año que señale la división entre la España triunfante de los primeros Austrias y la España derrotista y desilusionada de sus sucesores, es el de 1588. (Elliott)
La bancarrota de 1596 significaba también el fin de los sueños imperiales de Felipe II. Desde hacía algún tiempo era evidente que España estaba perdiendo su batalla contra las fuerzas del protestantismo internacional. El primer aviso, y el más abrumador, lo dio la derrota, en 1588, de la Armada Invencible. La conquista de Inglaterra había llegado a significarlo todo, tanto para Felipe II como para España, desde que el marqués de Santa Cruz sometió por primera vez su gran proyecto al rey, en 1583. Para Felipe, una invasión de Inglaterra, que Santa Cruz creía de éxito seguro mediante un gasto de poco más de 3.500.000 ducados, parecía ofrecer la mejor, y quizá la única, probabilidad de doblegar a los holandeses. Mientras en el Escorial el rey perfeccionaba, día tras días, sus planes y se llevaban a cabo, lentamente, los complicados preparativos, los curas desde sus púlpitos arratraban al país a un frenesí de fervor patriótico y religioso, denunciando las iniquidades de la herética reina de Inglaterra y evocando de modo vívido las gloriosas cruzadas del pasado español. Que, cierto, juzgo que [esta empresa] es la más importante que ha habido en muchos siglos atrás en la Iglesia de Dios, escribía el jesuita Ribadeneyra, autor de una enardecedora exhortación a los soldados y capitanes enrolados en la expedición. En esta jornada, señores, se encierran todas las razones de justa y santa guerra que puede haber en el mundo... Pero si bien se mira hallaremos que es guerra defensiva, en la cual se defiende nuestra sagrada religión y santísima fe católica romana; se defiende la reputación importantísima de nuestro Rey y Señor y de nuestra Nación; se defienden todas las haciendas y bienes de todos los Reinos de España, y con ellos, nuestra paz, sosiego y quietud. Sólo unos meses más tarde Ribadeneyra escribía una apesadumbrada carta a un privado de Su Majestad (probablemente don Juan de Idiáquez), en la que intentaba explicarle lo aparentemente inexplicable: porque Dios había prestado oídos sordos a las oraciones y súplicas de sus piadosos servidores. Aunque Ribadeneyra encontraba una explicación suficiente en los pecados españoles, por omisión y por comisión, y pleno consuelo en los mismos males enviados por el Altísimo para probar al pueblo elegido, las consecuencias psicológicas del desastre fueron terribles para Castilla. Por un momento, el shock fue demasiado violento para ser inmediatamente acusado y el país necesitó algún tiempo para comprender todas sus implicaciones. Pero el optimismo inconsciente engendrado por los éxitos fantásticos de los cien años anteriores se desvaneció, según parece, de la noche a la mañana. Si hay un año que señale la división entre la España triunfante de los primeros Austrias y la España derrotista y desilusionada de sus sucesores, es el de 1588. (Elliott)
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