La primera cruzada inició el complejo fenómeno histórico de campañas militares, peregrinaciones armadas y asentamiento de reinos cristianos que buscaron recuperar las tierras perdidas siglos atrás ante el avance musulmán. Este prolongado paréntesis de la Edad media convulsionó la región entre los siglos XI y XIII y es denominado por la historiografía como las cruzadas.
Aprovechando la llamada de auxilio del emperador bizantino Alejo I Comneno, enfrentado con los turcos selyúcidas, el papa Urbano II predicó en 1095 en los diferentes países cristianos de la Europa Occidental la conquista de la llamada Tierra Santa. Al intento fallido de Pedro el Ermitaño, siguió la movilización de un ejército organizado, inspirado por el ideal de la guerra santa y liderado por nobles principalmente provenientes del reino de Francia y del Sacro Imperio Romano Germánico, que fue nutriéndose en su avance de caballeros, soldados y numerosa población, hasta transformarse en un fenómeno de migración masiva. Los cruzados penetraron en el llamado Sultanato de Rüm y avanzando hacia el sur, fueron apoderándose de diversas ciudades y rechazando las fuerzas enviadas en su contra por los gobernadores divididos en sus disputas internas, hasta que adentrándose en los territorios de la dinastía Fatimí, conquistaron el 15 de julio de 1099 la ciudad de Jerusalén, formando el Reino de Jerusalén.
La primera cruzada supuso políticamente la constitución de los Estados Latinos de Oriente y la recuperación para el Imperio bizantino de algunos territorios, a la vez que significó un punto de inflexión en la historia de las relaciones entre las sociedades del área mediterránea, marcado por un periodo de expansión del poder del mundo occidental y por el uso del fervor religioso para la guerra. También permitieron aumentar el prestigio del papado y el resurgir, tras la caída del Imperio romano, del comercio internacional y del incremento de los intercambios que favorecieron la revitalización económica y cultural del mundo medieval.
Trasfondo histórico[editar]
Los orígenes de las cruzadas en general, especialmente la primera cruzada, provienen de los acontecimientos más tempranos de la Edad Media. La consolidación del sistema feudal en Europa occidental tras la caída del Imperio carolingio, combinada con la relativa estabilidad de las fronteras europeas tras la cristianización de los vikingos y magiares, había supuesto el nacimiento de una nueva clase de guerreros alfa (la caballería feudal) que se encontraban en continuas luchas internas, suscitadas por la violencia estructural inherente al propio sistema económico, social y político.
Por otra parte, a comienzos del siglo VIII, el califato de los Omeyas había logrado conquistar de forma muy rápida Egipto y Siria de manos del cristiano Imperio bizantino, así como el norte de África. Las conquistas se habían extendido hasta la península ibérica, acabando con el reino visigodo. Desde el mismo siglo VIII se pone freno en Occidente a esa expansión, con las batallas de Covadonga (722) y de Poitiers (732), y el establecimiento de los reinos cristianos del norte peninsular y del Imperio carolingio, en lo que supusieron los primeros esfuerzos de los caudillos cristianos por capturar territorios perdidos frente a los gobernantes musulmanes, y que se expresarían ideológicamente a partir del corpus cronístico astur-leonés en lo que más tarde se denominó Reconquista Española. A partir del siglo XII tuvo factores comunes con las cruzadas orientales (bulas papales, órdenes militares, presencia de cruzados europeos).
El factor desencadenante más visible que contribuyó al cambio de la actitud occidental frente a los musulmanes de oriente ocurrió en el año 1009, cuando el califa fatimí Huséin al-Hakim Bi-Amrillah ordenó destruir la iglesia del Santo Sepulcro.
Otros reinos musulmanes que emergieron tras el colapso de los Omeya, como la dinastía aglabí, habían invadido Italia en el siglo IX. El estado que surgió en esa región, debilitado por las luchas dinásticas internas, se convirtió en una presa fácil para los normandos que capturaron Sicilia en 1091. Pisa, Génova y el Reino de Aragón comenzaron a luchar contra los reinos musulmanes en la búsqueda del control del mar Mediterráneo, ejemplos de lo cual podemos encontrar en la campaña Mahdia y en las batallas que tuvieron lugar en Mallorca y en Cerdeña.
La idea de la guerra santa contra los musulmanes finalmente caló en la población y resultó una idea atractiva para los poderes tanto religiosos como seculares de la Edad Media europea, así como para el público en general. En parte, esta situación se vio favorecida por los éxitos militares de los reinos europeos en el Mediterráneo. A la vez, surgió una nueva concepción política que englobaba a la cristiandad en su conjunto, lo cual suponía la unión de los distintos reinos cristianos por primera vez y bajo la guía espiritual del papado y la creación de un ejército cristiano que luchase contra los musulmanes. Muchas de las tierras islámicas habían sido anteriormente cristianas, y sobre todo aquellas que habían formado parte del Imperio romano tanto de oriente como de occidente: Siria, Egipto, el resto del norte de África, Hispania, Chipre y Judea. Por último, la ciudad de Jerusalén, junto con el resto de tierras que la rodeaban y que incluían los lugares en los cuales Cristo había vivido y muerto, eran especialmente sagradas para los cristianos.
En cualquier caso, es importante aclarar que la primera cruzada no supuso el primer caso de guerra santa entre cristianos y musulmanes inspirada por el papado. Ya durante el papado de Alejandro II, este predicó la guerra contra el infiel musulmán en dos ocasiones. La primera ocasión fue durante la guerra de los normandos en su conquista de Sicilia, en 1061, y el segundo caso se enmarcó dentro de las guerras de la Reconquista española, en la cruzada de Barbastro de 1064. En ambos casos el papa ofreció la Indulgencia a los cristianos que participaran.3
En 1074, el papa Gregorio VII llamó a los milites Christi («soldados de Cristo») para que fuesen en ayuda del Imperio bizantino. Este había sufrido una dura derrota en la batalla de Manzikert (1071) a manos de los turcos selyúcidas4 que abrió las puertas de Anatolia a los turcos, que establecieron varios sultanatos en la península. La conquista de Anatolia había cerrado las rutas terrestres a los peregrinos que se dirigían a Jerusalén. Su llamada, si bien fue ampliamente ignorada e incluso recibió bastante oposición, junto con el gran número de peregrinos que viajaban a Tierra Santa durante el siglo XI, sirvió para enfocar gran parte de la atención de occidente en los acontecimientos de oriente.5 Algunos monjes como Pedro de Amiens el Ermitaño o Walter el indigente, que se dedicaron a predicar los abusos musulmanes frente a los peregrinos que viajaban a Jerusalén y otros lugares sagrados de oriente, azuzaron todavía más el fuego de las cruzadas.
Alejo Comneno, que ya había empleado anteriormente a mercenarios normandos y de otros países de occidente, escribió una carta al papa Urbano II, solicitándole su apoyo y el envío de nuevos mercenarios que lucharan por Bizancio contra los turcos.
Finalmente, sería el propio Urbano II quien extendió entre el público la primera idea de una cruzada para capturar la Tierra Santa. Tras su famoso discurso en el concilio de Clermont (1095), en el que predicó la primera cruzada, los nobles y el clero presente comenzaron a gritar las famosas palabras, Deus vult! (en latín, «¡Dios lo quiere!»).6
La predicación de Urbano II provocó un estallido de fervor religioso tanto en el pueblo llano como en la pequeña nobleza (no así en los reyes, que no participaron en esta primera expedición).
Oriente a finales del siglo XI[editar]
Hacia el este, el vecino más cercano de la cristiandad occidental era la cristiandad oriental: el Imperio bizantino, un imperio cristiano que desde el Cisma de Oriente de 1054 había roto explícitamente sus vínculos con el papa de Roma, cuya autoridad dejó de reconocerse (de hecho, nunca se había aceptado más que como la de una primum inter pares junto a los patriarcas). Sutiles diferencias dogmáticas (la cláusula Filioque y la eucaristía acimita o procimita) permitieron definir la oposición entre la Iglesia católica occidental y la Iglesia ortodoxa oriental. Las últimas derrotas militares del Imperio bizantino frente a sus vecinos habían provocado una profunda inestabilidad que solo se solucionaría con el ascenso al poder del general Alejo I Comneno como basileus (emperador). Bajo su reinado, el imperio estaba confinado en Europa y la costa oeste de Anatolia y se enfrentaba a muchos enemigos, con los normandos al oeste y los selyúcidas al este. Más hacia el este, Anatolia, Siria, Palestina y Egipto se encontraban bajo el control musulmán, aunque hasta cierto punto fragmentadas por cuestiones culturales en la época de la primera cruzada. Este hecho contribuyó al éxito de esta campaña.
Anatolia y Siria se hallaban bajo dominio de los selyúcidas suníes, que antiguamente habían formado un gran imperio, pero que en ese momento estaban divididos en Estados más pequeños. El sultán Alp Arslan había derrotado al Imperio bizantino en la batalla de Manzikert, en 1071, y había logrado incorporar gran parte de Anatolia al imperio.4 Sin embargo, el imperio se dividió tras su muerte al año siguiente. Malik Shah I sucedió a Alp Arslan y continuaría reinando hasta 1092, periodo en el que el imperio selyúcida se enfrentaría a la rebelión interna. En el Sultanato de Rüm, en Anatolia, Malik Shah I sería sucedido por Kilij Arslan I, y en Siria por su hermano Tutush I, que murió en 1095. Los hijos de este último, Radwan y Duqaq, heredaron Alepo y Damasco, respectivamente, dividiendo Siria todavía más entre distintos emires enfrentados entre ellos y enfrentados también con Kerbogha, el atabeg de Mosul.7 Todos estos Estados estaban más preocupados en mantener sus propios territorios y en controlar los de sus vecinos que en cooperar entre ellos para hacer frente a la amenaza cruzada.
En otros lugares de lo que nominalmente era territorio selyúcida se había consolidado también la dinastía artúquida. En particular, esta nueva dinastía dominaba el noroeste de Siria y el norte de Mesopotamia, y también controló Jerusalén hasta 1098. Al este de Anatolia y al norte de Siria se fundó un nuevo Estado, gobernado por la que se conocería como la dinastía de los danisméndidas por haber sido fundada por un mercenario selyúcida conocido como Danishmend. Los cruzados no llegaron a tener ningún contacto significativo con estos grupos hasta después de la cruzada. Por último, también hay que tener en cuenta a los nizaríes, que por entonces estaban comenzando a tener cierta relevancia en los asuntos sirios.8
Mientras la región de Palestina estuvo bajo dominio persa y durante la primera época islámica, los peregrinos cristianos fueron, en general, tratados correctamente. Uno de los primeros gobernantes islámicos, el califa Umar ibn al-Jattab, permitía a los cristianos llevar a cabo todos sus rituales salvo cualquier tipo de celebración en público.9 No obstante, a comienzos del siglo XI, el califa fatimí Huséin al-Hakim Bi-Amrillah empezó a perseguir a los cristianos en Palestina, persecución que llevaría, en 1009, a la destrucción del templo más sagrado para ellos, la iglesia del Santo Sepulcro. Más adelante suavizó las medidas contra los cristianos y, en lugar de perseguirles, creó un impuesto para todos los peregrinos de esa confesión que quisiesen entrar en Jerusalén. Sin embargo, lo peor estaba todavía por llegar: Un grupo de turcos musulmanes, los selyúcidas, muy poderosos, agresivos y fundamentalistas en cuanto a la interpretación y cumplimiento de los preceptos del islam, comenzó su ascenso al poder. Los selyúcidas veían a los peregrinos cristianos como contaminadores de la fe, por lo que decidieron terminar con ellos. En ese momento empezaron a surgir historias llenas de barbarie sobre el trato a los peregrinos, que fueron pasando de boca en boca hasta la cristiandad occidental. Estas historias, no obstante, en lugar de disuadir a los peregrinos, hicieron que el viaje a Tierra Santa se tiñese de un aura mucho más sagrada de la que ya tenía con anterioridad.
Egipto y buena parte de Palestina Sur se encontraban bajo el control del califato fatimí, de origen árabe y de la rama chií del islam. Su imperio era significativamente más pequeño desde la llegada de los selyúcidas, y Alejo I llegó incluso a aconsejar a los cruzados que trabajasen conjuntamente con los fatimíes para enfrentarse a su enemigo común, los selyúcidas. Por entonces, el califato fatimí era gobernado por el califa al-Musta'li (aunque el poder real estaba en manos del visir al-Afdal Shahanshah), y tras haber perdido la ciudad de Jerusalén frente a los selyúcidas en 1076, la habían recuperado de manos de los artúquidas en 1098, cuando los cruzados ya estaban en marcha. Los fatimíes, en un principio, no consideraron a los cruzados como una amenaza, puesto que pensaron que habían sido enviados por los bizantinos, y que se contentarían con la captura de Siria, y dejarían Palestina tranquila. No enviaron un ejército contra los cruzados hasta que éstos no llegaron a Jerusalén.8
Convocatoria e inicio de la primera cruzada. La cruzada de los pobres[editar]
Concilio de Clermont[editar]
En marzo de 1095, Alejo I Comneno envió mensajeros al Concilio de Piacenza para solicitar al papa Urbano II ayuda frente a los turcos. La solicitud del emperador se encontró con una respuesta favorable de Urbano, que esperaba reparar el Cisma de Oriente y Occidente, ocurrido cuarenta años antes, y reunificar a la Iglesia bajo el mando del papado como «obispo jefe y prelado en todo el mundo» (según sus palabras en Clermont),10 mediante la ayuda a las iglesias orientales en un momento de necesidad.
Al Concilio de Piacenza, que permitió asentar la autoridad papal en Italia en un periodo de crisis, asistieron unos 3000 clérigos y aproximadamente treinta mil laicos, así como embajadores bizantinos que imploraban toda «la ayuda de la cristiandad contra los no creyentes». Habiendo asegurado su autoridad en Italia, el papa se encontraba libre para concentrarse en la preparación de la cruzada que le habían pedido los embajadores orientales. Urbano también sabía que Italia no iba a ser la tierra que «se despertase a una explosión de entusiasmo religioso» a las convocatorias de un papa que, además, tenía un título discutido. Sus intenciones de persuadir «a muchos para prometer, mediante juramento, ayudar al emperador lo más fielmente posible y tan lejos como pudieran contra los paganos» no llegaron a muchos.
La invitación a una cruzada masiva contra los turcos arribaría en forma de embajadas francesas e inglesas a las cortes de los reinos medievales más importantes: Francia, Inglaterra, Alemania y Hungría, que no habría podido enlistarse en las primeras cruzadas por el luto que se guardaba tras la muerte del rey san Ladislao I de Hungría (1046-1095), que duraría cerca de tres años.11 El papa Urbano II eventualmente consideró a Ladislao I como un candidato apropiado para comandar la primera cruzada, puesto que el rey húngaro era ampliamente conocido por su porte caballeresco y sus luchas contra los invasores cumanos; sin embargo, este falleció escasos meses antes, mientras llevaba a cabo una campaña militar contra el reino de Bohemia en 1095.12
El anuncio formal sería en el Concilio de Clermont, que se reunió en el corazón de Francia el 27 de noviembre de 1095; el papa Urbano pronunció un inspirado sermón frente a una gran audiencia de nobles y clérigos franceses. Hizo un llamamiento a su audiencia para que arrebatasen el control de Jerusalén de las manos de los musulmanes y, para enfatizar su llamamiento, explicó que Francia sufría sobrepoblación, y que la tierra de Canaán se encontraba a su disposición rebosante de leche y de miel. Habló de los problemas de la violencia entre los nobles y que la solución era girarse para ofrecer la espada al servicio de Dios: «Haced que los ladrones se vuelvan caballeros».10 Habló de las recompensas tanto terrenales como espirituales, ofreciendo el perdón de los pecados a todo aquel que muriese en la misión divina. Urbano hizo esta promesa investido de la legitimidad espiritual que le daba el cargo papal, y la multitud se dejó llevar en el frenesí religioso y en el entusiasmo por la misión interrumpiendo su discurso con gritos de ¡Deus vult! («¡Dios lo quiere!») que habría de convertirse en el lema de la primera cruzada.
El sermón pronunciado por Urbano se encuentra entre los discursos más importantes de la historia europea. Existen cinco versiones de su discurso en distintos escritos, pero es difícil saber con exactitud sus verdaderas palabras puesto que todos esos escritos proceden de épocas en las que Jerusalén ya había sido capturada. Por ese motivo, no es posible distinguir con claridad entre los hechos verídicos y aquellos que fueron recreados a la luz del resultado exitoso de la cruzada. En cualquier caso, lo que sí está claro es que la respuesta al discurso fue mucho más amplia de la que se esperaba. Durante los años 1095 y 1096, Urbano extendió el mensaje a lo largo y ancho de Francia, mientras que urgía a sus obispos y legados para que extendiesen sus palabras por cualquier otro rincón de Francia, así como de Alemania y de Italia. Urbano intentó prohibir a ciertas personas (incluyendo a mujeres, monjes y enfermos) que se unieran a la cruzada, pero se encontró con que esto era imposible.
Para entender el éxito de la convocatoria a la primera cruzada, debe tenerse en cuenta también la situación en la que se encontraban por aquel entonces los miembros de la nobleza europea. Su estilo de vida, guerreando continuamente unos contra otros, y enfrentados de forma más o menos habitual con diversas instituciones eclesiásticas (con las que por otra parte estaban estrechamente vinculados, dada la común condición privilegiada de ambos estamentos y la identidad familiar entre alto clero y nobleza), suponía para ellos una amenaza espiritual muy seria, pues todos se veían en mayor o menor medida incursos en comportamientos que la Iglesia calificaba de pecados castigados con las penas eternas del infierno, y que en ocasiones acarreaban la más inmediata y visible pena terrenal de la excomunión, equivalente a la muerte civil. La cruzada significaba para ellos una vía de salvación a través de una actividad que conocían y dominaban: la guerra. En ese sentido, el historiador Pierre Tucoo-Chala escribe lo siguiente:
Que algunos señores hayan tenido el pensamiento de a la vez asegurarse la salvación en el más allá y de obtener en estas tierras lejanas una suerte más envidiable que la tenían antes de partir es una evidencia. No fue seguramente el caso del vizconde de Bearn. (...) Es probable que su fe profunda haya sido confortada por la ocasión que se presentaba por fin por vez primera a los milites (caballeros) de poner su estilo de vida al servicio de sus convicciones religiosas.(...) Los eclesiásticos no tenían palabras suficientemente fuertes para condenar la vida practicada por estos guerreros. Para ellos milites, militia, implicaba malitia, maldad.(...)
A mediados del siglo XV, los potentes (poderosos) se han convertido en dueños de castillos especializados en el combate a caballo y persiguen asegurarse los ingresos necesarios para dedicarse únicamente al arte de la guerra. Para ello oprimen a sus campesinos y acaparan los bienes del clero, que denuncia su violencia incontrolada. Para intentar limitarla, la Iglesia había desarrollado la Paz de Dios y después la Tregua de Dios. (...) A pesar de estas iniciativas el clérigo manifestaba aun una gran desconfianza hacia su estilo de vida.
Finalmente, la mayoría de los que contestaron a su llamada no eran caballeros, sino campesinos sin riquezas y con muy poca preparación militar. Por otra parte, era en este público en el que más calaba un mensaje que no solo les ofrecía la redención de sus pecados, sino que también les aportaba una forma de escapar a una vida llena de privaciones, en lo que acabaría siendo una explosión de fe que no fue fácilmente manejable para la aristocracia.14
De resultas de esta explosión de fe, muchos abandonaron sus posesiones y se pusieron en marcha hacia Oriente. A los nobles, la Iglesia les prometía que sus bienes serían respetados hasta su vuelta, si bien, para armar un ejército, muchos de los cruzados poderosos (así llamados por la cruz que se tejían en sus vestiduras) tuvieron efectivamente que liquidar sus bienes y prepararse para un viaje sin retorno. Mucha gente humilde, en cambio, se limitó a ponerse en marcha, llevando consigo a sus familias y todas sus escasas posesiones. Estos fueron los primeros en partir.
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