Testimonio de los Libros Proféticos
Los profetas claramente afirman que el Mesías es Dios. Isaías dice: “Vendrá Él mismo y os salvará” (35, 4); “Preparad el camino de Yahvéh” (40, 3); “Adonai Yahvéh vendrá con fortaleza” (40, 10). Que Yahvéh es aquí Jesucristo está claro por la utilización del pasaje por San Marcos (1, 3). El gran profeta de Israel da a Cristo un nuevo y especial nombre divino: “Será llamado Emmanuel” (Is. 7, 14). Este nuevo nombre divino San Mateo lo refiere como realizado en Jesús, e interpreta que significa la divinidad de Jesús. “Se le pondrá por nombre Emmanuel, que quiere decir, Dios con nosotros” (Mat., 1, 23). También en 9, 6, Isaías llama al Mesías Dios: “Un niño nos ha nacido... será llamado Maravilloso Consejero, Dios Fuerte, Padre Perpetuo, Príncipe de la Paz”. Los católicos explican que el mismo niño es llamado Dios Fuerte (9, 6) y Emmanuel (7, 14); la concepción del niño es profetizada en el último versículo, el nacimiento del mismo niño se profetiza en el primero. El nombre Emmanuel (Dios con nosotros) explica el nombre que traducimos como “Dios Fuerte”. Es acrítico y prejuicioso por parte de los racionalistas salir de Isaías y buscar en Ezequiel (32, 21) el significado “más poderoso entre los héroes” para una palabra que en todos los demás lugares de Isaías es el nombre de “Dios Fuerte” (ver Is. 10, 21). Teodocio traduce literalmente theos ischyros; los Setenta lo hacen por “mensajero”. Nuestra interpretación es la comúnmente admitida por los católicos y por los protestantes de la escuela de Delitzsch (“Profecías Mesiánicas”, p. 145). Isaías también llama al Mesías “retoño de Yahvéh” (4, 2), esto es, que el que ha brotado de Yahvéh es de la misma naturaleza que Él. El Mesías es “Dios nuestro rey” (Is. 52, 7), “el Salvador enviado por nuestro Dios” (Is. 52, 10, donde la palabra que traducimos por Salvador es la forma abstracta de la palabra que traducimos por Jesús); “Yahvéh el Dios de Israel” (Is. 52, 12): “El que es tu hacedor, Yahvéh de los ejércitos es su nombre” (Is. 54, 5).
Los demás profetas son tan claros como Isaías, aunque no tan detallados, en su predicción de la divinidad del Mesías. Para Jeremías, es “Yahvéh nuestra Justicia” (23, 6; también 33, 16). Miqueas habla de la doble venida del Niño, su nacimiento en el tiempo en Belén y su procesión en la eternidad del padre (5, 2). El valor mesiánico de este texto se prueba por su interpretación en Mateo (2, 6). Zacarías hace que Yahvéh hable del Mesías como “mi compañero”; pero un compañero está en pie de igualdad con Yahvéh (13, 7). Malaquías dice: “He aquí que envío a mi mensajero, y él preparará el camino delante de mí, y enseguida el Señor, a quien buscáis, y el ángel de la alianza, a quien deseáis, vendrán a su templo” (3, 1). El mensajero del que se habla aquí es ciertamente San Juan el Bautista. Las palabras de Malaquías se interpretan como dichas respecto del Precursor por el propio Nuestro Señor (Mat., 11, 10). Pero el Bautista preparó el camino delante de Jesucristo. De ahí que sea Cristo el que hablaba por medio de las palabras de Malaquías. Pero las palabras de Malaquías son pronunciadas por Yahvéh, el gran Dios de Israel. De ahí que Cristo o el Mesías y Yahvéh sean una y la misma Persona divina. El argumento se hace más forzoso incluso por el hecho de que no sólo es el que habla, Yahvéh Dios de los ejércitos, uno y el mismo aquí que el Mesías delante del cual iba el Bautista: sino que la venida del Señor al templo aplica al Mesías un nombre que siempre se reserva para solo Yahvéh. Ese nombre aparece siete veces (Ex. 23, 17; 34, 23; Is. 1, 24; 3, 1; 10, 16 y 33; 19, 4) fuera de Malaquías, y es clara su referencia al Dios de Israel. El último de los profetas de Israel da testimonio claro de que el Mesías es el mismo Dios verdadero de Israel. Este argumento de los profetas en favor de la divinidad del Mesías es más convincente si se recibe a la luz de la revelación cristiana, a cuya luz lo presentamos. La fuerza acumulada del argumento está bien expuesta en “Cristo en símbolo y profecía” de Maas.
B. Pruebas del Nuevo Testamento
Daremos el testimonio de los cuatro Evangelistas y de San Pablo. El argumento del Nuevo Testamento tiene un peso acumulado que es abrumador en su efectividad, una vez que se prueban la inspiración del Nuevo Testamento y el carácter de enviado divino de Jesús (ver INSPIRACIÓN; CRISTIANISMO). El proceso de construcción dogmática y apologética católico es lógico y sin fisuras. Los teólogos católicos establecen primero el organismo de enseñanza al que Cristo dio su depósito de verdad revelada, para tener, guardar y transmitir ese depósito sin error ni defecto. Este organismo de enseñanza nos da la Biblia; y nos da el dogma de la divinidad de Cristo en la Palabra de Dios escrita y no escrita, esto es, la tradición y la escritura. Cuando la comparamos con la postura protestante de “la Biblia, toda la Biblia y nada más que la Biblia” – no, ni siquiera algo que nos diga qué es y qué no es la Biblia – la postura católica del organismo de enseñanza establecido por Cristo, indefectible, sin errores, es inexpugnable. La debilidad de la postura protestante se evidencia en el asunto de esta misma cuestión de la divinidad de Jesucristo. La Biblia es la única y sola regla de fe de los Unitarianos, que niegan la divinidad de Jesús; de los protestantes modernistas, que hacen de su divinidad una evolución de su conciencia interior; de todos los demás protestantes, sean los que sean sus pensamientos sobre Cristo. La fuerza de la postura católica resultará clara para cualquiera que haya seguido la evolución del Modernismo fuera de la Iglesia y la supresión del mismo dentro de ella.
(a) Testimonio de los Evangelistas
Aquí damos por supuesto que los Evangelios son auténticos, documentos históricos que nos han sido dados por la Iglesia como la Palabra inspirada de Dios. Renunciamos a plantear la cuestión de la dependencia de Mateo respecto de los Logia, del origen de Marcos a partir de “Q”, de la dependencia literaria o de otro tipo de Lucas respecto de Marcos; todas estas cuestiones se tratan en sus lugares apropiados y no pertenecen al proceso de la teología dogmática y apologética. Aquí tratamos de los cuatro Evangelios como la Palabra inspirada de Dios. El testimonio de los Evangelios sobre la divinidad de Cristo es de diversas clases.
Jesús es el Mesías Divino
Los Evangelistas, como hemos visto, refieren las profecías de la divinidad del Mesías como cumplidas en Jesús (ver Mateo 1, 23; 2, 6; Marcos 1, 2; Lucas 7, 27).
Jesús es el Hijo de Dios
Según el testimonio de los Evangelistas, el propio Jesús dio testimonio de su filiación divina. Como enviado divino no podía dar falso testimonio. En primer lugar, preguntó a sus discípulos en Cesarea de Filipo, “¿Quién dice la gente que es el Hijo del Hombre?” (Mt. 16, 13). Este nombre Hijo del Hombre era normalmente usado por el Salvador respecto de Sí mismo; testimoniaba su naturaleza humana y unidad con nosotros. Los discípulos contestaron que los demás decían que era uno de los profetas. Cristo les apremió. “Pero vosotros, ¿quién decís que soy yo?” (ibíd. 15) Pedro, como portavoz, replicó: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo” (ibíd. 16). A Jesús le satisfizo esta respuesta; le colocaba por encima de todos los profetas que eran hijos adoptados de Dios; le hacía Hijo natural de Dios. Pedro no tenía necesidad de especial revelación para conocer la filiación adoptiva divina de todos los profetas. Esta filiación natural divina le fue dada a conocer al jefe de los apóstoles sólo por una revelación especial. “Ni la carne ni la sangre te han revelado esto, sino mi Padre que está en los cielos” (ibíd. 17). Jesús claramente asume este importante título en este sentido enteramente nuevo y especialmente revelado. Admite que es el Hijo de Dios en el pleno sentido de la palabra.
En segundo lugar, encontramos que permitió a los demás darle este título y demostrar mediante el acto de adoración efectiva que ellos interpretaban como real la filiación. Los posesos caían y le adoraban y el espíritu inmundo gritaba “Tú eres el Hijo de Dios” (Mc. 3, 12). Sus discípulos le adoraban y decían, “Verdaderamente eres el Hijo de Dios” (Mt. 14, 33). Y no sugería Él que se equivocaban al darle el homenaje debido a solo Dios. El centurión en el Calvario (Mt. 27, 54; Mc. 15, 39), el evangelista San Marcos (1, 1), el hipotético testimonio de Satán (Mt. 4, 3) y de los enemigos de Cristo (Mt. 27, 40) todos muestran que Jesús fue llamado y estimado como el Hijo de Dios. El propio Jesús claramente asume el título. Constantemente habla de Dios como “Mi Padre” (Mt. 7, 21; 10, 32; 11, 27; 15, 13; 16, 17, etc.).
En tercer lugar, el testimonio de Jesús sobre su filiación divina está bastante claro en los Sinópticos, como vemos por los argumentos precedentes y veríamos por la exégesis de otros textos; pero es aún quizá más evidente en Juan. Jesús indirecta pero claramente asume el título cuando dice: “¿Cómo decís que aquél a quien el Padre ha santificado y enviado al mundo blasfema por haber dicho Yo soy el Hijo de Dios?...el Padre está en Mí y Yo en el Padre” (Juan 10, 36,38). Un testimonio incluso más claro se da en la narración de la curación del ciego en Jerusalén. Jesús dice: “¿Crees tú en el Hijo de Dios?” Él respondió, diciendo: “¿Quién es, Señor, para que crea en Él? Y Jesús le dijo: Le has visto; el que está hablando contigo. Y él dijo: Creo, Señor. Y postrándose, le adoró” (Juan, 9, 35-38). Aquí como en otros lugares, el acto de adoración es permitido, y de este modo se da asentimiento implícito a la afirmación de la filiación divina de Jesús.
En cuarto lugar, igualmente ante sus enemigos, Jesús hizo indudable profesión de su filiación divina en el sentido real y no en el figurado de la palabra; y los judíos entendieron que decía que era realmente Dios. Su manera de hablar ha sido algo esotérica. A menudo hablaba en parábolas. Quería entonces, como quiere ahora, que la fe sea “la evidencia de las cosas que no se ven” (Heb. 11, 1). Los judíos intentaban hacerle caer en una trampa, para lo que hacían que hablara abiertamente. Le encontraron en el pórtico de Salomón y dijeron: “¿Hasta cuando nos vas a tener en vilo? Si tú eres el Cristo, dínoslo abiertamente” (Juan 10, 24). La respuesta de Jesús es típica. Los desconcierta durante un rato; y al final les dice la tremenda verdad: “El Padre y Yo somos uno” (Juan 10, 30). Ellos traen piedras para matarlo. Él les pregunta por qué. Les hace admitir que le han comprendido bien. Responden: “ No queremos apedrearte por ninguna buena obra, sino por blasfemia; porque tú, siendo hombre, te haces a ti mismo Dios” (ibíd. 33). Estos mismos enemigos hacen una clara afirmación de la pretensión de Jesús la última noche que Él pasó en la tierra. Dos veces comparece ante el Sanedrín, la suprema autoridad de la esclavizada nación judía. La primera vez el sumo sacerdote, Caifás, se levantó y le preguntó: “Te conjuro por Dios vivo a que nos digas si tú eres el Cristo, el Hijo de Dios” (Mt. 26, 63). Jesús antes había guardado silencio. Ahora su misión pedía una respuesta. “Tú lo has dicho” (ibíd. 64). La respuesta fue probablemente –a la manera semítica – una repetición de la pregunta con tono de afirmación en vez de interrogación. San Mateo registra esa respuesta de una forma que podría dejar alguna duda en nuestras mentes, si no tuviéramos el relato de San Marcos de la misma respuesta. Según San Marcos, Jesús responde clara y simplemente: “Yo soy” (Mc. 14, 62). El contexto de San Mateo aclara la dificultad respecto al significado de la respuesta de Jesús. Los judíos comprendían que se hacía igual a Dios. Probablemente se habrían reído y mofado de su pretensión. Él continuó: “Sin embargo os declaro que a partir de ahora veréis al Hijo del hombre sentado a la derecha del poder de Dios, y venir sobre las nubes del cielo” (Mt. 26, 64). Caifás desgarró sus vestiduras y acusó a Jesús de blasfemia. Todos se unieron condenándolo a muerte por la blasfemia de la que ellos le acusaban. Claramente entendían que Él afirmaba ser el verdadero Hijo de Dios; y Él les permitió entenderlo así, y condenarle a muerte por esta interpretación y rechazo de su afirmación. Sería estar ciego a la verdad evidente negar la fuerza de este testimonio a favor de que Jesús afirmó ser el verdadero Hijo de Dios. La segunda comparecencia de Jesús ante el Sanedrín fue como la primera; por segunda vez se le preguntó para que dijera claramente: “¿Eres tú el Hijo de Dios?” Él respondió: “Vosotros lo decís: Yo soy”. Ellos comprendieron que hacía una afirmación de divinidad. “¿Qué necesidad tenemos ya de testigos?, pues nosotros mismos lo hemos oído de su propia boca” (Lucas 22, 70,71). Este doble testimonio es especialmente importante, en cuanto que se hace ante el Gran Sanedrín, y en cuanto que es causa de la sentencia de muerte. Ante Pilatos, los judíos presentan al principio un mero pretexto. “Hemos encontrado a éste alborotando, prohibiendo pagar tributo al César y diciendo que él es Cristo Rey” (Lucas 23, 2) ¿Cuál fue el resultado? ¡Que Pilatos no encontró causa de muerte en Él! Los judíos buscaron otro pretexto. “Solivianta al pueblo... desde Galilea hasta aquí” (Ibíd. 5). Este pretexto fracasa. Pilatos remite el caso de sedición a Herodes. Herodes no encuentra la acusación de sedición digna de seria consideración. Una vez más los judíos presentan un nuevo subterfugio. Una vez más Pilatos no encuentra causa en Él. Al final los judíos declaran su motivo real contra Jesús. Al decir que se ha proclamado rey y promovido una sedición y rehusado el tributo al César, se esfuerzan en hacer creer que ha violado la ley romana. El motivo real de su queja no era que Jesús violaba la ley romana, sino que ellos le acusaban como violador de la ley judía. ¿Cómo? “Nosotros tenemos una ley; y según esa ley debe morir, porque se tiene por Hijo de Dios” (Juan 19, 7). La acusación era muy seria; motivó que el gobernador romano incluso “se atemorizase aún más”. ¿A qué ley se referían aquí? No hay duda. Es la terrible ley del Levítico: “El que blasfeme el nombre de Yahvéh será muerto; toda la comunidad le lapidará. Sea forastero o nativo, si blasfema el Nombre, morirá” (Lev. 24, 16). En virtud de esta ley, los judíos estuvieron a menudo a punto de lapidar a Jesús; en virtud de esta ley, le reprendieron a menudo por blasfemo, cuantas veces se presentó Él como Hijo de Dios; en virtud de esta misma ley, pedían ahora su muerte. Está simplemente fuera de cuestión que estos judíos tuvieran intención de acusar a Jesús de la asunción de esa filiación adoptiva de Dios que todo judío tenía por sangre y todo profeta había tenido por especial don gratuito de la gracia de Dios.
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