miércoles, 31 de diciembre de 2014

HISTORIA DE LA VIDA DE JESUCRISTO

III. EFECTOS DE LA ENCARNACIÓN
(1) Sobre el propio Cristo
A. En el Cuerpo de Cristo
¿Eliminó la unión con la naturaleza divina todas las imperfecciones corporales? Los monofisitas estaban divididos en dos partidos por esta cuestión. Los católicos sostienen que, antes de la Resurrección, el Cuerpo de Cristo estaba sujeto a todas las debilidades corporales a las que la naturaleza humana no asumida está sujeta universalmente; tal como el hambre, la sed, el dolor, la muerte. Cristo tuvo hambre (Mt., 4, 2), sed (Jn. 19, 28), se fatigó (Jn. 4, 6) sufrió el dolor y la muerte.”No tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas: sino uno probado en todo como nosotros, excepto en el pecado” (Heb. 2, 18). Todas estas debilidades corporales no fueron producidas milagrosamente por Jesús; eran el resultado natural de la naturaleza humana que Él asumió. Claro que podían haber sido impedidas y fueron libremente queridas por Cristo. Eran parte de la oblación libre que comenzó en el momento de la Encarnación. “Por eso al entrar en este mundo, dice: Sacrificio y oblación no quisiste; pero me has formado un cuerpo” (Heb. 10, 5). Los Padres niegan que Cristo asumiera la enfermedad. No hay mención en la escritura de ninguna enfermedad de Jesús. La enfermedad no es una debilidad que corresponda necesariamente a la naturaleza humana. Es verdad que la mayor parte de la humanidad sufre enfermedades. No es verdad que alguna enfermedad específica sea sufrida por toda la humanidad. No todos los hombres han de haber pasado el sarampión. Ninguna enfermedad concreta pertenece universalmente a la naturaleza humana; por tanto ninguna enfermedad concreta fue asumida por Cristo. San Atanasio da la razón de que sería indecoroso que pudiese curar a los demás el que no se curó a Sí mismo (P.G., XX, 133). Las debilidades debidas a la vejez son comunes a la humanidad. Si Cristo hubiera vivido hasta la vejez, habría sufrido tales debilidades tal como sufrió las debilidades que son comunes a la infancia. La muerte por vejez le habría llegado a Jesús, si no hubiera sido muerto violentamente (ver San Agustín, “De Peccat.”, II, 29; P-L-, XLIV, 180). El carácter razonable de estas imperfecciones corporales en Cristo es claro a partir del hecho de que Él asumió la naturaleza humana para dar satisfacción por el pecado de esa naturaleza. Ahora bien, para dar satisfacción por el pecado de otro hay que aceptar la pena de ese pecado. De ahí que sea adecuado que Cristo asumiera sobre Sí todas las penas del pecado de Adán que son comunes al hombre que se adecuan, o al menos no son inapropiadas a la Unión Hipostática. (Ver Summa Theologica III: 14 para otros razones). Igual que Cristo no tomó sobre Sí la enfermedad, así no tuvo otras imperfecciones, que no son comunes a la humanidad. San Clemente de Alejandría (III Paedagogus, c. 1), Tertuliano (De Carne Christi, c. ix), y algunos otros autores enseñaban que Cristo era deforme. Malinterpretaban las palabras de Isaías: “No tenía apariencia, ni presencia; le vimos y no tenía aspecto que pudiésemos estimar” etc. (53, 2). Las palabras se refieren sólo al Cristo sufriente. Los teólogos ahora son unánimes en la opinión de que Cristo fue de porte noble y constitución hermosa, tal como un hombre perfecto debe ser; pues Cristo era, en virtud de su Encarnación, un hombre perfecto (ver Stentrup, “Cristología”, tesis lx, lxi).
B. Sobre el Alma humana de Cristo
(a) En la voluntad
Impecabilidad
El efecto de la Encarnación sobre la voluntad humana de Cristo fue dejarla libre en todo excepto sólo el pecado. Era absolutamente imposible que mancha alguna de pecado pudiera ensuciar el alma de Cristo. Ni acto pecaminoso de la voluntad ni hábito pecaminoso del alma están en armonía con la Unión Hipostática. El hecho de que Cristo nunca pecó es un artículo de fe (ver Concilio de Éfeso, canon X, en Denzinger, 122, en donde la impecabilidad de Cristo está implícita en la definición de que no se ofreció a Sí mismo por Sí mismo, sino por nosotros). Este hecho de la impecabilidad de Cristo es evidente en la Escritura. “No hay pecado en Él” ( I Jn. 3, 5). “A quien no conoció pecado, lo hizo pecado por nosotros”, esto es, una víctima por el pecado (II Cor. 5, 21). La imposibilidad de un acto pecaminoso de Cristo es enseñada por todos los teólogos, pero explicada diversamente. Günther defendía una imposibilidad consiguiente solamente a la previsión divina de que no pecaría (Vorschule, II, 441). Esto no es imposibilidad en absoluto. Cristo es Dios. Es absolutamente imposible, antecedente a la previsión divina, que Dios permitiera a su carne pecar. Si Dios permitiera pecar a su carne, podría pecar, esto es, podría rechazarse a Sí mismo, ser infiel a sus atributos divinos. Los escotistas enseñan que esta imposibilidad de pecar, antecedente a la previsión divina, no se debe a la Unión Hipostática, sino que es como la imposibilidad de pecar de los bienaventurados, y se debe a una Providencia divina especial (ver Escoto, en III, d. 13, Q. I). Santo Tomás (III: 15: 1) y todos los tomistas, Suárez (d. 33, 2), Vázquez (d. 11, c. 3) de Lugo (d. 26, 1, n. 4) y todos los teólogos de la Compañía de Jesús enseñan la ahora casi universalmente admitida explicación de que la absoluta imposibilidad de un acto pecaminoso por parte de Cristo se debía a la unión hipostática de su naturaleza humana con la divina.
Libertad
La voluntad de Cristo siguió siendo libre tras la Encarnación. Esto es un artículo de fe. La Escritura es muy clara en este punto. “Después de probarlo, no quiso beber” (Mt. 27, 34). “Quiero, queda limpio” (Mt. 8, 3). La libertad de Cristo fue tal como Él la merecía. “Se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte, y muerte de cruz. Por lo cual Dios lo exaltó “ (Filip. 2, 8). “El cual en lugar del gozo que se le proponía, soportó la cruz” (Heb. 12, 2). Que Cristo fue libre en la cuestión de la muerte, es la enseñanza de todos los católicos; de otro modo el no habría merecido ni satisfecho por nosotros con su muerte. Precisamente cómo reconciliar esta libertad de Cristo con la imposibilidad suya de cometer pecado ha sido siempre una cruz para los teólogos. Se han dado unas diecisiete explicaciones (ver Summa Theologica III: 47: 3, ad. 3; Molina, “Concordia”, d. 53, membr. 4).
(b) En el intelecto
Los efectos de la Unión Hipostática en el conocimiento de Cristo se tratarán en un artículo específico.
(c) Santidad de Cristo
La humanidad de Cristo fue santificada por una doble santidad: la gracia de unión y la gracia santificante. La gracia de unión, esto es, la Unión Sustancial e Hipostática de las dos naturalezas en la Palabra Divina, es llamada la santidad sustancial de Cristo.
San Agustín dice: “Tunc ergo sanctificavit se in se, hoc est hominem se in Verbo se, quia unus est Christus, Verbum et homo, sanctificans hominem in Verbo” (Cuando la Palabra se hizo carne entonces, en realidad, se santificó a Sí misma en Sí misma, esto es, Ella misma como hombre en Ella misma como Palabra; puesto que Cristo es una Persona, Palabra y Hombre, y hace santa su naturaleza humana en la santidad de su naturaleza divina). (In Johan. Tract. 108, n. 5, en P.L. XXXV, 1916). Aparte de esta santidad sustancial de la gracia de la Unión Hipostática, había en el alma de Cristo la santidad accidental llamada gracia santificante. Esta es la enseñanza de San Agustín, San Juan Crisóstomo, San Cirilo de Alejandría, y en general de los Padres. La Palabra estaba “llena de gracia” (Jn. 1, 14), y “de su plenitud hemos recibido todos, y gracia por gracia” (Jn. 1, 16). La Palabra no estaría llena de gracia, si le faltara alguna gracia que fuera adecuada a su naturaleza humana. Todos los teólogos enseñan que la gracia santificante es una perfección adecuada a la humanidad de Cristo. El Cuerpo Místico de Cristo es la Iglesia de la que es Cabeza Cristo (Rom. 12, 4; I Cor. 12, 11; Ef. 1, 20; 4, 4; Col. 1, 18; 2, 10). En este sentido específico es en el que decimos que la gracia fluye de la Cabeza a través de los canales o sacramentos de la Iglesia – a través de las venas del Cuerpo de Cristo. Los teólogos generalmente enseñan que desde el mismo comienzo de su existencia, Él recibió la plenitud de gracia santificante y otros dones sobrenaturales (excepto la fe, la esperanza y la virtud moral de la penitencia); y que nunca aumentó esos dones ni esa gracia santificante. Pues aumentarlo sería hacerse más agradable a la Divina Majestad, y esto era imposible en Cristo. De ahí que San Lucas lo que quiere decir (2, 52) es que Cristo mostraba cada vez más día tras día los efectos de la gracia en su apariencia externa.
(d) Gustos y antipatías
La Unión Hipostática no privaba al alma humana de Cristo de sus gustos y antipatías. Los afectos de un hombre, las emociones de un hombre fueron suyas en tanto en cuanto fueran adecuadas a la gracia de unión, en tanto en cuanto no fueran desordenadas. San Agustín lo argumenta bien: “Los afectos humanos no estaban fuera de lugar en Aquel en quien había real y verdaderamente un cuerpo humano y un alma humana” (De Civ. Dei, XIV, ix, 3). Encontramos que estaba expuesto a la ira contra la ceguera de corazón de los pecadores (Mc. 3, 5); al temor (Mc. 14, 33); a la tristeza (Mt. 26, 37): a las afecciones sensibles de esperanza, de deseo, y de alegría. Estos gustos y aversiones estaban bajo el entero control de la voluntad de Cristo. El fomes peccati, el combustible del pecado – esto es, esos gustos y aversiones que no están bajo absoluto y pleno control de la recta razón y del fuerte poder de la voluntad – no podía, como es obvio, haber estado en Cristo. Él no podía ser tentado por tales gustos y antipatías para pecar. Si hubiera asumido esta culpa de pecado no habría estado en armonía con la absoluta y sustancial santidad que está implícita por la gracia de la unión en el Logos.
C. Sobre el Dios-Hombre (Deus-Homo, theanthropos)
Uno de los efectos más importantes de la unión de la naturaleza divina y de la naturaleza humana en una Persona es un intercambio mutuo de atributos, divino y humano, entre Dios y el hombre, la Communicatio Idiomatum. El Dios-Hombre es una Persona, y a Él en concreto se pueden aplicar los predicados que se refieren a la Divinidad tanto como los que se refieren a la humanidad de Cristo. Podemos decir que Dios es hombre, que nació, murió, fue enterrado. Estos predicados se refieren a la Persona cuya naturaleza es humana, tanto como divina; a la Persona que es hombre, tanto como a Dios. No queremos decir que Dios, en cuanto Dios, naciera; pero Dios, que es hombre, nació. No podemos predicar la Divinidad en abstracto de la humanidad en abstracto, ni la Divinidad en abstracto del hombre concreto, ni viceversa; ni el Dios concreto de la humanidad abstracta, ni viceversa. Predicamos lo concreto de lo concreto: Jesús es Dios; Jesús es hombre; el Dios-Hombre estuvo triste; el Hombre–Dios fue muerto. Algunas formas de hablar no deben emplearse, no porque no puedan ser explicadas correctamente, sino porque pueden fácilmente ser malinterpretadas en un sentido herético.
(2) La adoración de la humanidad de Cristo
La naturaleza humana de Cristo, hipostáticamente unida con la naturaleza divina, es adorada con el mismo culto que la naturaleza divina (ver ADORACIÓN). Adoramos la Palabra cuando adoramos al hombre Cristo; pero la Palabra es Dios. La naturaleza humana de Cristo no es en absoluto la razón de nuestra adoración a Él; la razón es sólo su naturaleza divina. El objeto íntegro de nuestra adoración es la Palabra Encarnada; el motivo de la adoración es la Divinidad de la Palabra Encarnada. El objeto parcial de nuestra adoración puede ser la naturaleza humana de Cristo: el motivo de la adoración es el mismo motivo de adoración que se extiende al objeto entero. Por tanto, el acto de adoración de la Palabra Encarnada es el mismo acto absoluto de adoración que abarca a la naturaleza humana. La Persona de Cristo es adorada con el culto llamado de latría. Pero el culto que se debe a una persona se le debe en similar manera a toda la naturaleza de esa persona y a todas sus partes. De ahí que, puesto que la naturaleza humana es la verdadera y real naturaleza de Cristo, esa naturaleza humana y todas sus partes sean objeto del culto llamado de latría, esto es, adoración. Aquí no entraremos en la cuestión de la adoración del Sagrado Corazón de Jesús. (Para la Adoración de la Cruz, CRUZ Y CRUCIFIJO, subtítulo II).
(3) Otros efectos de la Encarnación
Los efectos de la Encarnación en la Santísima Madre y en nosotros, se encontrarán tratados en sus respectivas materias específicas (Ver GRACIA; JUSTIFICACIÓN, Inmaculada Concepción, Santísima Virgen María).

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