(b) Escritores paganos
Al testimonio de estos Padres de las épocas apostólica y apologética, añadimos algunos testimonios de escritores contemporáneos paganos. Plinio (año 107) escribió a Trajano que los cristianos tenían costumbre de reunirse antes de amanecer y cantar alabanzas “a Cristo como Dios” (Epist. 10, 97). El emperador Adriano (año 117) escribía a Serviano que muchos egipcios se habían hecho cristianos, y que los conversos al Cristianismo estaban “obligados a adorar a Cristo”, puesto que era su Dios (ver Saturnino, c. vii). Luciano se burla de los cristianos porque han sido persuadidos por Cristo “a renunciar a los dioses de los griegos y a adorarle a Él atado a una cruz” (De Morte Peregrini, 13). Aquí se puede mencionar también el conocido graffito que caricaturiza la adoración del Crucificado como Dios. Esta importante contribución a la arqueología se encontró, en 1857, en una pared del Paedagogium, una parte interior de la Domus Gelotiana del Palatino, y está ahora en el Museo Kircher de Roma. Tras el asesinato de Calígula (año 41) esta parte interior de la Domus Gelotiana se convirtió en una escuela de formación de pajes de la corte, llamada el Paedagogium (ver Lanciani, “Ruinas y Excavaciones de la antigua Roma”, ed. Boston, 1897, p. 186). Este hecho y el lenguaje del graffito conduce a considerar que el paje que se burló de la religión de uno de sus compañeros se ha convertido así en un testigo importante de la adoración cristiana de Jesús como Dios en el Siglo I o, como muy tarde, II. El graffito representa a Cristo en una cruz y en plan de burla le dota de una cabeza de asno; un paje está toscamente esbozado de rodillas y con las manos extendidas en actitud de plegaria; la inscripción dice “Alexamenos adora a su Dios” (Alexamenos sebetai ton theon). Celso acusa a los cristianos precisamente sobre la base de que creen que Dios se hizo hombre (ver Orígenes, “Contra Celsum”, IV, 14; P.G., XI, 1043). Arístides escribió al emperador Antonino Pío (años 138-161) lo que parece haber sido una apología en pro de la Fe de Cristo: “El mismo se llamó Hijo de Dios; y ellos enseñan de Él que bajó del cielo y se hizo carne de una virgen hebrea” (ver “Theol. Quartalschrift”, Tübingen, 1892, p. 535).
(c) Testimonio de los Concilios
El primer concilio ecuménico de la Iglesia fue convocado para definir la divinidad de Jesucristo y condenar a Arrio y su error (ver ARRIO). Antes de esa época, los herejes habían negado este gran dogma fundamental de la Fe; pero los Padres habían sido unánimes en la tarea de refutar el error y resistir la marea de la herejía. Ahora la marea de la herejía era tan fuerte como para necesitar de la autoridad de la Iglesia universal para resistirla. En su “Thalia”, Arrio enseñaba que la Palabra no era eterna (en pote ote ouk en) ni engendrada por el Padre, sino creada de la nada (ex ouk onton hehonen ho logos); y aunque fue antes de que el mundo existiera, aun así era algo hecho, una cosa creada (poiema o ktisis). Contra esta audaz herejía, el Concilio de Nicea (325) definió el dogma de la Divinidad de Cristo en los términos más claros: “Creemos... en un solo Señor Jesucristo, Hijo de Dios, el Unigénito, engendrado por el Padre (hennethenta ek tou patros monogene), esto es, de la sustancia del Padre, Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado no creado, de la misma naturaleza que el Padre (homoousion to patri) por Quien todo fue hecho” (ver Denzinger, 54).
(2) La Naturaleza Humana de Jesucristo
Los gnósticos enseñaban que la materia era por su propia naturaleza mala, algo así como en la actualidad los seguidores de la Ciencia cristiana enseñan que es un “error de la mente mortal”; por tanto Cristo como Dios no ha tenido un cuerpo material, y su cuerpo era sólo aparente. Estos herejes, llamados doketae incluían a Basílides, Marción, los maniqueos y otros. Valentín y otros admitían que Jesús tuvo un cuerpo, pero algo celestial y etéreo; por tanto Jesús no nació de María, sino que su cuerpo aéreo pasó a través de su cuerpo virginal. Los apolinaristas admitían que Jesús tuvo un cuerpo ordinario, pero le negaban un alma humana; la naturaleza divina tomó el lugar de la mente racional. Contra todas estas diversas formas de herejía que niegan que Cristo sea verdadero hombre se alzan incontables y clarísimos testimonios de la Palabra escrita y no escrita de Dios. El título característico de Jesús en el Nuevo Testamento es Hijo del Hombre; aparece unas ochenta veces en los Evangelios; era el título que acostumbraba a darse a Sí mismo. La frase es aramea, y parecería ser una forma idiomática de decir “hombre”. La vida, muerte y resurrección de Cristo sería todo una mentira si Él no fuera un hombre; y nuestra Fe sería vana (I Cor. 15, 14). “Porque hay un solo Dios y también un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús hombre” (I Tim. 2, 5). Por eso Cristo incluso enumera las partes de su cuerpo: “Mirad mis manos y mis pies, soy Yo mismo; palpadme y ved que un espíritu no tiene carne y huesos como veis que Yo tengo” (Lc. 24, 39). San Agustín dice sobre este asunto: “Si el Cuerpo de Cristo era una fantasía, entonces Cristo erró; y si Cristo erraba, no es la Verdad. Pero Cristo es la Verdad; por tanto su Cuerpo no es una fantasía” (QQ lxxxiii, q. 14; P.L. XL, 14). Respecto al alma humana de Cristo, la Escritura es igualmente clara. Sólo un alma humana puede haber estado triste y turbada. Cristo dice: “Mi alma está triste hasta la muerte” (Mt. 26, 38). “Ahora mi alma está turbada” (Jn. 12, 27). Su obediencia al Padre celestial y a María y José supone un alma humana (Jn. 4, 34; 5, 30; 6, 38; Lc., 22, 42). Finalmente Jesús nació realmente de María (Mt. 1, 16), nacido de mujer (Gál. 4, 4), después de que el ángel prometió que sería concebido por María (Lc. 1, 31); esta mujer es llamada la madre de Jesús (Mt. 1, 18; 2, 11; Lc. 1, 43; Jn. 2, 3); de Cristo se dice que es realmente la descendencia de Abraham (Gál. 3, 16), el hijo de David (Mt.1,1) nacido del linaje de David según la carne (Rom. 1, 3), y descendiente de la sangre de David (Hech. 2, 30). Tan claro es el testimonio de la Escritura sobre la perfecta naturaleza humana de Jesucristo, que los Padres sostienen como principio general que cualquier cosa que la Palabra no hubiera asumido no se salvaría, esto es, no recibiría los efectos de la Encarnación.
(3) La unión hipostática de la naturaleza divina y la naturaleza humana de Jesús en la persona divina de Jesucristo
Aquí consideramos esta unión como un hecho; la naturaleza de esta unión será analizada después. Ahora nuestro propósito es probar que la naturaleza divina estaba real y verdaderamente unida con la naturaleza humana de Jesús, esto es, que una y la misma persona, Jesucristo, era Dios y hombre. No hablamos aquí de una unión moral, ni de unión en sentido figurado de la palabra; sino de una unión que es física, una unión de dos sustancias o naturalezas de forma que hagan una persona, una unión que signifique que Dios es hombre y que el hombre es Dios en la persona de Jesucristo.
A. El Testimonio de la Sagrada Escritura
San Juan dice: “La Palabra se hizo carne” (1, 14), esto es, el que era Dios en el Principio (1, 2) y por quien todo fue hecho (1, 3), se hizo hombre. Según el testimonio de San Pablo, la misma persona, Jesucristo, “siendo de condición divina [en morphe Theon hyparxon] ... se despojó de sí mismo, tomando condición de siervo [morphe doulou labon]” (Filip. 2, 6,7)Es siempre una y la misma persona, Jesucristo, de quien se dice es Dios y Hombre, o se le atribuyen predicados que denotan su naturaleza humana y divina. Del autor de la vida (Dios) se dice que ha sido muerto por los judíos (Hech. 3, 15); pero no podía ser muerto si no fuera hombre.
B. Testimonio de la Tradición
Las primeras formulaciones del credo hacen todas profesión de fe, no en un Jesús que es Hijo de Dios y en otro Jesús que es hombre y fue crucificado, sino “en un solo Señor Jesucristo, el Unigénito del Padre, que se hizo hombre por nosotros y fue crucificado”. Las fórmulas varían, pero la sustancia de cada credo invariablemente atribuye a uno y el mismo Jesucristo los predicados de la esencia divina y de hombre (ver Denzinger, “Enchiridion”). Franzelin (tesis xvii)llama especialmente la atención al hecho de que, mucho antes de la herejía de Nestorio, según Epifanio (Ancorat., II, 123, en P.G., XLII, 234), fuera costumbre en la Iglesia Oriental proponer a los catecúmenos un credo que era mucho más detallado que el propuesto a los fieles; y este credo decía: “Creemos... en un Señor Jesucristo, Hijo de Dios, engendrado por Dios Padre...que es de la sustancia del Padre...que por nosotros los hombres descendió y se hizo carne, esto es, fue perfectamente engendrado de María siempre Virgen por el Espíritu Santo; que se hizo hombre, esto es, tomó perfecta naturaleza humana, alma y cuerpo y mente y todo lo que es humano salvo el pecado, sin la semilla del hombre; no en otro hombre, sino en sí mismo Él se hizo carne en una santa unidad [eis mian hagian henoteta]; no como inspiró, habló y obró en los profetas, sino que se hizo perfectamente hombre; pues la Palabra se hizo carne, no porque experimentara un cambio ni intercambiara su divinidad por la humanidad, sino porque unió a su carne en una única santa totalidad y divinidad [eis mian ...heautou hagian teleioteta te kai theoteta]” “La única santa totalidad”, considera Franzelin, significa personalidad, una persona que es un sujeto individual y completo de actos racionales. Este credo de los catecúmenos atribuye incluso la divinidad a la totalidad, esto es, el hecho de que la persona individual de Jesús es una persona divina y no humana. De esta intrincada cuestión hablaremos más adelante.
El testimonio de la tradición respecto al hecho de la unión de las dos naturalezas en la única persona de Jesús está clara no sólo por los símbolos o credos en uso antes de la condena de Nestorio, sino también por las palabras de los Padres anteriores a Nicea. Ya hemos dado las citas clásicas de San Ignacio Mártir, San Clemente de Roma, San Justino Mártir, en todas las cuales se atribuyen a una persona, Jesucristo, las acciones o atributos de Dios y del hombre. Melitón, obispo de Sardes (hacia 176), dice: “Puesto que el mismo (Cristo) era al mismo tiempo Dios y hombre perfecto, hizo evidentes para nosotros sus dos naturalezas; su naturaleza divina por los milagros que obró durante los tres años después de su bautismo; su naturaleza humana por los treinta años que vivió antes, durante los cuales la modestia de la carne cubría y escondía todos los signos de la divinidad, aunque era al mismo tiempo verdadero y eterno Dios” (Frag. vii en P.G., V, 1221). San Ireneo, hacia el final del Siglo II, alega: “Si una persona sufría y otra persona permanecía incapaz de sufrir; si una persona nació y otra persona descendió sobre el que había nacido y tiempo después lo dejó, se comprueba que no era una sino dos personas... mientras que el apóstol sólo conoció a uno que nació y que sufrió” (“Adv. Haer.”, III, xvi, n.9, en P.G., VII, 928). Tertuliano aporta un firme testimonio: ¿No fue Dios realmente crucificado? ¿No murió realmente como realmente fue crucificado?” (“De Carne Christi”, c.v, en P.L. II, 760).
II. LA NATURALEZA DE LA ENCARNACIÓN
Hemos tratado del hecho de la Encarnación, esto es, el hecho de la naturaleza divina de Jesús, el hecho de la naturaleza humana de Jesús, el hecho de la unión de estas dos naturalezas en Jesús. Ahora abordamos la cuestión crucial de la naturaleza de este hecho, la manera de este tremendo milagro, la forma de unirse la naturaleza divina con la humana en una y la misma persona. Arrio había negado el hecho de esta unión. Ninguna otra herejía quebró y desgarró el cuerpo de la Iglesia en tan gran medida en esta cuestión de hecho tras la condena de Arrio en el Concilio de Nicea (325). Pronto surgió una nueva herejía en la explicación del hecho de la unión de las dos naturalezas en Cristo. Nicea había, en realidad, definido el hecho de la unión; no había definido explícitamente la naturaleza de ese hecho; no había dicho si la unión era moral o física. El concilio había implícitamente definido la unión de las dos naturalezas en una hipóstasis, una unión llamada física en oposición a la mera yuxtaposición o conjunción de las dos naturalezas llamada una unión moral. Nicea había profesado fe en “Un solo Señor Jesucristo... Dios verdadero de Dios verdadero... que se hizo carne, se hizo hombre y sufrió”. Esta fe era en una persona que era al mismo tiempo Dios y hombre, esto es, tenía al mismo tiempo naturaleza divina y humana. Tal enseñanza era una definición implícita de todo lo que más tarde fue negado por Nestorio. Encontraremos al gran Atanasio, durante cincuenta años el decidido enemigo del heresiarca, interpretando el decreto de Nicea justo en este sentido; y Atanasio debe haber conocido el sentido pretendido por Nicea, en donde fue el antagonista del hereje Arrio.
(1) Nestorianismo
A despecho de los esfuerzos de Atanasio, Nestorio, que había sido elegido Patriarca de Constantinopla (428), encontró una excusa para evitar la definición de Nicea. Nestorio llamaba a la unión de las dos naturalezas una misteriosa e inseparable conjunción (synapheian), pero no admitía que la unidad (enosin) en el estricto sentido de la palabra fuera el resultado de esta conjunción (ver “Serm.”, ii, n. 4; xii, n.2, en P.L., XLVIII). La unión de las dos naturalezas no es física (physike) sino moral, una mera yuxtaposición en el estado de ser (schetike); la Palabra habita en Jesús como Dios habita en el justo (loc. cit.); la forma de habitar de la Palabra en Jesús es, sin embargo, más excelente que la forma de habitar Dios en el hombre justo por la gracia, puesto que la forma de habitar la Palabra se propone la Redención de toda la humanidad y la más perfecta manifestación de la actividad divina (Serm. vii, n. 24); como una consecuencia, María es la Madre de Cristo (Christotokos), no la Madre de Dios (Theotokos). Como es habitual en estas herejías orientales, el refinamiento metafísico de Nestorio era falaz, y le condujo a la negación práctica del misterio que él mismo se había propuesto explicar. Durante la discusión que suscitó Nestorio, se esforzó en explicar que su teoría de la habitación (enoikesis) era enteramente suficiente para mantenerlo dentro de las exigencias de Nicea; insistió en que “el hombre Jesús debía ser co-adorado con la unión divina y Dios todopoderoso [ton te theia synapheia to pantokratori theo symproskinoumenon anthropon]” (Serm., vii, n.35); forzosamente negaba que Cristo fueran dos personas, pero lo proclamaba como una persona (prosopon) hecha de dos sustancias. La unicidad de la persona era sin embargo sólo moral, y en absoluto física. A despecho de lo que Nestorio dijo como pretexto para salvarse de la etiqueta de herejía, continua y explícitamente negaba la unión hipostática (enosin kath hypostasin, kata physin, kat ousian), esa unión de entidades físicas y sustancias que la Iglesia defiende en Jesús; él afirmaba una yuxtaposición en autoridad, dignidad, energía, relación y estado de ser (synapheia kat authentian, axian, energeian, anaphoran, schesin); y mantenía que los Padres de Nicea en ningún momento habían dicho que Dios hubiera nacido de la Virgen María (Sermo v, nn.5 y 6).
Nestorio con esta distorsión del sentido de Nicea claramente iba en contra de la tradición de la Iglesia. Antes de que negara la unión hipostática de las dos naturalezas en Jesús, esa unión había sido enseñada por los más grandes Padres de su tiempo. San Hipólito (hacia 230) enseñaba: “la carne [sarx] separada del Logos no tenía hipóstasis [oude... hypostanai edynato, era incapaz de actuar como principio de actividad racional], pues su hipóstasis estaba en la Palabra” (Contra Noet., n. 15, en P.G. X, 823). San Epifanio (hacia 365): “El Logos unió cuerpo, mente, y alma en una totalidad e hipóstasis espiritual” (“Haer.”, xx, n.4, en P.G., XLI, 277). “El Logos hizo que la carne subsistiera en la hipóstasis del Logos [eis heauton hypostesanta ten sarka]” (“Haer.”, cxxvii, n.29, en P.G., XLII, 684). San Atanasio (hacia 350): “Yerran quienes dicen que hay una persona que es el Hijo que sufrió, y otra que no sufrió...; la carne se hizo propia de Dios por naturaleza [kata physin], no porque se hiciera consustancial con la divinidad del Logos como si con eso se hiciera coeterna, sino que se hizo carne propia de Dios por su misma naturaleza [kata physin]”. En todo este discurso (“Contra Apollinarium”, I, 12, en P.G., XXXVI, 1113), San Atanasio ataca directamente los especiosos pretextos de los arrianos y los argumentos que Nestorio más tarde asumió, y defiende la unión de dos naturalezas físicas en Cristo [kata physin], como opuesta a la mera yuxtaposición o conjunción de las mismas naturalezas [kata physin]. San Cirilo de Alejandría (hacia 415) hace uso de la misma fórmula más a menudo incluso que los demás Padres; llama a Cristo “la Palabra unida en naturaleza con la carne [ton ek theou Patros Logon kata physin henothenta sarki] (“De Recta Fide”, n. 8, en P.G., LXXVI, 1210). Para otras y muy numerosas citas, ver Petavius (111, 4). Los Padres siempre explican que esta unión física de las dos naturalezas no significa el entremezclarse de las naturalezas, ni tal unión implicaría cambio en Dios, sino sólo tal unión como era necesaria para explicar el hecho de que una Persona Divina tuviera naturaleza humana como su propia naturaleza verdadera junto con su naturaleza divina.
El Concilio de Éfeso (431) condenó la herejía de Nestorio, y definió que María era madre en la carne de la Palabra de Dios hecha carne (canon I). Anatematizó a todo el que negara que la Palabra de Dios Padre se unió con la carne en una hipóstasis (kath hypostasin); a todo el que negara que hay un solo Cristo con carne que es suya propia; a todo el que negara que el mismo Cristo es Dios y hombre al mismo tiempo (canon II). En los restantes diez cánones, redactados por San Cirilo de Alejandría, el anatema está directamente dirigido a Nestorio. “Si en el único Cristo alguien divide las sustancias, después de que han sido unidas, y las pone juntas meramente por medio de una yuxtaposición [mone symapton autas synapheia] de honor o de autoridad o de poder y no más bien por una unión en una unidad física [synode te kath henosin physiken], sea condenado” (canon III). Estos doce cánones condenan por partes los diversos subterfugios de Nestorio. San Cirilo veía la herejía que acechaba en frases que parecían bastante inocentes a los confiados. Incluso la teoría de la co-adoración es condenada como un intento de separar en Jesús la naturaleza divina de la humana dando a cada una una hipóstasis separada (ver Denzinger, “Enchiridion” ed. 1908, nn. 113-26).
(2) Monofisismo
La condena de la herejía de Nestorio salvó para la Iglesia el dogma de la Encarnación, “el gran misterio de piedad” (I Tim. 3, 16), pero le hizo perder una porción de sus hijos que, aunque reducidos a cantidades insignificantes, aún permanecen separados de su guarda. La unión de las dos naturalezas en una persona se salvó. La batalla por el dogma aún no estaba ganada. Nestorio había postulado dos personas en Jesucristo. Pronto empezó una nueva herejía. Postulaba una sola persona en Jesús, y esa era la persona divina. Fue aún más lejos. Fue demasiado lejos. La nueva herejía defendía una sola naturaleza, además de una persona en Jesús. El jefe de esta herejía era Eutiques. Sus seguidores fueron llamados monofisitas. Divergían en sus formas de explicarse. Unos pensaban que las dos naturalezas estaban entremezcladas en una. De otros se dice que han elaborado una especie de conversión de lo humano en divino. Todos fueron condenados en el Concilio de Calcedonia (451). Este Cuarto Concilio Ecuménico de la Iglesia definió que Jesucristo permaneció, tras la Encarnación, “perfecto en divinidad y perfecto en humanidad... consustancial con el Padre según su divinidad, consustancial con nosotros según su humanidad... uno y el mismo Cristo, el Hijo, el Señor, el Unigénito, ha de ser reconocido en dos naturalezas no entremezcladas, no cambiadas, no divisibles, no separables” (ver Denzinger, n. 148). Por esta condena del error y definición de la verdad, el dogma de la Encarnación fue una vez más salvado para la Iglesia. Una vez más una amplia porción de fieles de la Iglesia Oriental se perdieron para su madre. El monofisismo dio lugar a las Iglesias nacionales de Siria, Egipto y Armenia. Estas iglesias nacionales siguen siendo heréticas, aunque en los últimos tiempos se han constituido ritos católicos llamados ritos sirios, coptos y armenios católicos. Los ritos católicos, como los caldeos católicos, son menos numerosos que los heréticos.
(3) Monotelismo
Uno supondría que no había más espacio para la herejía en la explicación de la naturaleza de la Encarnación. Siempre hay espacio para la herejía en materia de explicación de un misterio, si uno no oye al organismo de enseñanza infalible al cual y únicamente al cual Cristo confió sus misterios para tenerlos y guardarlos y enseñarlos hasta el fin de los tiempos. Tres Patriarcas de la Iglesia Oriental dieron origen, por lo que sabemos, a la nueva herejía. Estos tres heresiarcas fueron Sergio, el Patriarca de Constantinopla, Ciro, el Patriarca de Alejandría, y Atanasio, el Patriarca de Antioquía. San Sofronio, el Patriarca de Jerusalén, permaneció fiel y denunció a sus colegas patriarcas ante el Papa Honorio. Su sucesor en la sede de Pedro, San Martín, valerosamente condenó el error de los tres patriarcas orientales, que admitían los decretos de Nicea, Éfeso y Calcedonia; defendían la unión de dos naturalezas en una Persona Divina, pero negaban que esta Persona Divina tuviera dos voluntades. Su principio se expresó por las palabras, en thelema kai mia energeia, por lo que parece que querían decir que tenía una voluntad y una actividad, esto es, sólo un principio de acción y de pasión en Jesucristo y ese único principio divino. Estos herejes fueron llamados monotelistas. Su error fue condenado por el Sexto Concilio Ecuménico (el Tercer Concilio de Constantinopla, 680). Éste definió que en Cristo había dos voluntades naturales y dos actividades naturales, la divina y la humana, y que la voluntad humana no era en absoluto contraria a la divina, sino más bien perfectamente sujeta a ésta. (Denzinger, n. 291). El emperador Constante envió a San Martín al exilio al Quersoneso. Sólo tenemos noticias de un grupo de monotelitas. Los maronitas, alrededor del monasterio de Juan Maron, se convirtieron del monotelismo en la época de las Cruzadas y han sido fieles a la fe desde entonces. Los demás monotelitas parecen haber sido absorbidos en el monofisismo, o más tarde en el cisma de la Iglesia Bizantina.
El error del monotelismo es claro a la luz tanto de la escritura como de la Tradición. Cristo hizo actos de adoración (Jn. 4, 22), humildad (Mt. 11, 29), reverencia (Heb. 5, 7). Estos actos son los de una voluntad humana. Los monotelitas negaban que hubiera una voluntad humana en Cristo. Jesús oró: “Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lc. 22, 42). Aquí es cuestión de dos voluntades, la del Padre y la de Cristo. La voluntad de Cristo estaba sujeta a la voluntad del Padre. “Como el Padre me ha ordenado, obro yo” (Jn. 14, 31). Se hizo obediente hasta la muerte (Filip. 2, 8). La voluntad divina en Jesús no podía estar sujeta a la voluntad del padre, con la que realmente se identificaba.
(4) La fe católica
Hasta aquí tenemos lo que es de Fe en esta cuestión de la naturaleza de la Encarnación. Las naturalezas divina y humana están unidas en una Persona Divina de forma tal que siguen siendo exactamente las que eran, a saber, naturalezas divina y humana con actividades propias distintas y perfectas. Los teólogos van más lejos en su intento de dar alguna explicación del misterio de la Encarnación, de forma tal que, al menos, muestren que no hay en ello contradicción, nada a lo que la recta razón no pueda con seguridad adherirse. Esta unión de las dos naturalezas en una persona ha sido llamada durante siglos unión hipostática, esto es, una unión en la Hipóstasis Divina. ¿Qué es una hipóstasis? La definición de Boecio es clásica: rationalis naturae individua substantia (P.L., LXIV, 1343), un todo completo cuya naturaleza es racional. Este libro es un todo completo; su naturaleza no es racional; no es una hipóstasis. Una hipóstasis es un todo racional individual. Santo Tomás define la hipóstasis como substantia cum ultimo complemento (III: 2:3, ad 2um), una sustancia en su integridad. La Hipóstasis añade a la noción de sustancia racional esta idea de integridad; la idea de sustancia racional no incluye esta noción de integridad. La naturaleza humana es el principio de las actividades humanas; pero sólo una hipóstasis, una persona, puede ejercer estas actividades. Los escolásticos discuten la cuestión de si la hipóstasis tiene algo más de realidad que la naturaleza humana. Para entender la discusión, uno necesita estar versado en Filosofía escolástica. Sea lo que sea en el caso de la naturaleza humana que no está unida con la divina, la naturaleza humana que está unida hipostáticamente con la divina, esto es, la naturaleza humana que la Hipóstasis o Persona Divina asume en Sí misma, tiene ciertamente más realidad unida a ella que la que tendría la naturaleza humana de Cristo si no estuvieran hipostáticamente unidas en la Palabra. El Logos divino identificado con la naturaleza divina (Unión Hipostática) significa entonces que la Hipóstasis Divina (o Persona, o Palabra, o Logos) se apropia Ella misma de la naturaleza humana, y toma desde todos los puntos de vista el lugar de la persona humana. De esta manera, la naturaleza humana de Cristo, aunque no una persona humana, no pierde nada de la perfección del hombre perfecto; pues la Persona Divina ocupa el lugar de la humana.
Ha de recordarse que, cuando la Palabra se hizo carne, no hubo cambio en la Palabra; todo el cambio fue en la carne. En el momento de la concepción, en el vientre de la Santísima Madre, por medio de la fuerza de la actividad de Dios, no sólo fue creada el alma humana de Cristo sino que la Palabra asumió al hombre que era concebido. Cuando Dios creó al mundo, el mundo cambió, esto es, pasó del estado de no entidad al estado de existencia; y no hubo cambio en el Logos o Palabra Creadora de Dios Padre. Ni hubo cambio en ese Logos cuando empezó a concluir la naturaleza humana. Sobrevino una nueva relación, sin duda; pero esta nueva relación no implicaba nueva realidad en el Logos, ningún cambio real; toda la nueva realidad, todo el cambio real, estaba en la naturaleza humana. Quienquiera desee adentrarse en esta intrincadísima cuestión de la forma de la Unión Hipostática de las dos naturalezas en la única Personalidad Divina, puede con gran provecho leer a Santo Tomás (III: 4: 2); a Escoto (en III, Dist., i); (De Incarnatione, Disp. II, sec.3); Gregorio de Valencia (en III, D. i, q. 4). Cualquier texto moderno de teología dará diversas opiniones respecto a la forma de la unión de la Persona que asume con la naturaleza asumida.
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