En quinto lugar, sólo podemos dar un resumen de otras utilizaciones del título Hijo de Dios con relación a Jesús. El ángel Gabriel anuncia a María que su hijo “será llamado Hijo del Altísimo” (Lucas 1, 32); “el Hijo de Dios” (Lucas 1, 35); San Juan habla de Él como “Hijo único del Padre” (Juan 1, 14); en el Bautismo de Jesús y en su Transfiguración, una voz del cielo exclama: “Este es mi hijo muy amado” (Mt. 3, 17; Mc. 1, 11; Lc. 3, 22; Mt. 17, 3); San Juan declara como auténtico propósito de su Evangelio “que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios” (Jn. 20, 31).
En sexto lugar, en el testimonio de Juan, Jesús se identifica absolutamente con el Padre divino. Según Juan, Jesús dice: “el que me ve a mí, ve al Padre” (ibíd. 14, 9). San Atanasio enlaza este claro testimonio a otro testimonio de Juan: “El Padre y Yo somos uno” (ibíd. 10, 30); y establece por tanto la consustancialidad del Padre y el Hijo. San Juan Crisóstomo interpreta el texto en el mismo sentido. Una última prueba de Juan está en las palabras que cierran su primera Epístola: “ Sabemos que el Hijo de Dios ha venido y nos ha dado inteligencia para que conozcamos al verdadero Dios, y estemos en su verdadero Hijo. Este es el verdadero Dios y la vida eterna” (I Jn. 5, 20). Nadie niega que “el Hijo de Dios” que ha venido es Jesucristo. Este Hijo de Dios es el “verdadero Hijo” del “verdadero Dios”; de hecho, este verdadero hijo del Verdadero Dios, esto es, Jesús, es el verdadero Dios y es la vida eterna. Tal es la exégesis de este texto dada por todos los Padres que lo han interpretado (ver Corluy, “Spicilegium Dogmatico-Biblicum”,ed. Gandavi, 1884, II, 48). Todos los Padres que han interpretado o citado este texto, refieren outos a Jesús, e interpretan “Jesús es el verdadero Dios y la vida eterna”. Surge la cuestión de que la frase “verdadero Dios” (ho alethismos theos) siempre se refiere, en Juan, al Padre. Sí, la frase está consagrada al Padre, y aquí se usa precisamente por eso, para demostrar que el Padre que es, en este mismo versículo, llamado en primer lugar “el verdadero Dios”, es uno con el Hijo que es llamado en segundo lugar “el verdadero Dios” en el mismísimo versículo. Esta interpretación se realiza mediante el análisis gramatical de la frase; el pronombre este (outos) se refiere por necesidad al sustantivo más próximo, esto es, su verdadero Hijo Jesucristo. Además, el Padre no es llamado nunca “vida eterna” por Juan; mientras que el término se lo asigna él a menudo al Hijo (Jn. 11, 25; 14, 6; I Jn. 1, 2; 5, 11-12). Estas citas prueban más allá de toda duda que los Evangelistas dan testimonio de la filiación natural y real divina de Jesucristo.
Fuera de la Iglesia Católica, está hoy de moda intentar explicar todas estas utilizaciones de la frase Hijo de Dios, como si, en realidad, no significaran la filiación divina de Jesús, sino, presumiblemente su filiación adoptiva – una filiación debida bien a su pertenencia a la raza judía o bien derivada de su carácter mesiánico. Contra ambas explicaciones se alzan nuestros argumentos; contra la última explicación se alza el hecho de que en ningún lugar del Antiguo Testamento se da la expresión Hijo de Dios como nombre peculiar al Mesías. Los protestantes avanzados de este Siglo XX no están satisfechos con este último y anticuado intento de explicar el título de Hijo de Dios asumido. Para ellos sólo significa que Jesús era un judío (un hecho que es ahora negado por Paul Haupt). Ahora tenemos que afrontar la extraña anomalía de ministros del Cristianismo que niegan que Jesús sea el Cristo. Antiguamente se consideraba un atrevimiento que un unitariano se llamara cristiano y negara la divinidad de Jesús; ahora se encuentran “ministros del Evangelio” que niegan que Jesús es Cristo, el Mesías (ver artículos en el Hibbert Journal para 1909, por el Reverendo Mr. Roberts, también los artículos reunidos bajo el título”¿Jesús o Cristo?” Boston, 19m.). Dentro de los límites de la Iglesia también, no faltan algunos que siguieron la tendencia del Modernismo en medida tal como para admitir que en ciertos pasajes, la expresión “Hijo de Dios” en su aplicación a Jesús, presuntamente sólo significa la filiación adoptiva de Dios. Contra estos escritores se publicó la condena de la proposición: “En todos los textos de los Evangelios, el nombre Hijo de Dios es meramente el equivalente del nombre Mesías, y no significa en manera alguna que Cristo sea el Hijo verdadero y natural de Dios” (ver decreto “Lamentabili”, S. Off., 3-4 de Julio de 1907, proposición xxxii). Este decreto no afirma ni siquiera implícitamente que toda utilización del nombre “Hijo de Dios” en los Evangelios signifique Filiación natural y verdadera de Dios. Los teólogos católicos defienden generalmente la proposición de que cuantas veces, en los Evangelios, se usa el nombre “Hijo de Dios” en singular, de manera absoluta y sin ninguna explicación adicional, como nombre propio de Jesús, significa invariablemente la Filiación Divina natural y verdadera de Jesucristo (ver Billot, “De Verbo Incarnato”, 1904, p. 529). Corluy un estudioso muy prudente de los textos originales y de las versiones de la Biblia, declaraba que, cuantas veces se da a Jesús en el Nuevo Testamento el título de Hijo de Dios, este título tiene la significación inspirada de Filiación natural divina; por este título se dice que Jesús tiene la misma naturaleza y sustancia que el Padre celestial (ver Spicilegium, II, p. 42).
Jesús es Dios
San Juan afirma con claras palabras que Jesús es Dios. El propósito determinado por el anciano discípulo era enseñar la divinidad de Jesús en el Evangelio, las Epístolas y el Apocalipsis que nos ha dejado; fue incitado a la acción contra los primeros herejes que atacaban a la Iglesia. “Salieron de entre nosotros, pero no eran de los nuestros. Pues si hubieran sido de los nuestros, sin duda habrían permanecido con nosotros” (I Jn. 2, 19). No confesaban a Jesucristo con esa confesión que tenían obligación de hacer (I Jn. 4, 3). El Evangelio de Juan nos da la más clara confesión de la divinidad de Jesús. Podemos traducir del texto original:”En el principio era la Palabra, y la Palabra estaba con Dios y la Palabra era Dios” (Jn. 1, 1). Las palabras ho theos (con el artículo) significan en el griego de Juan, el Padre. La expresión pros ton theon recuerda forzosamente al to pros ti de Aristóteles. Esta forma aristotélica de expresar relación encuentra su semejante en la filosofía platónica, neoplatónica y alejandrina; y fue la influencia de esta filosofía alejandrina en Éfeso y en otros lugares la que Juan se dispuso a combatir. Era, entonces, totalmente natural que Juan adoptara algo de la fraseología de sus enemigos, y por la expresión ho logos en pros ton theon diera a entender el misterio de la relación entre el Padre y el Hijo:“la Palabra estaba con el Padre”, esto es, incluso en el principio. De cualquier modo la oración theos en ho logos significa “la Palabra era Dios”. Este significado se subraya, en la irresistible lógica de San Juan, por el siguiente versículo: “Todo se hizo por ella”. La Palabra, entonces, es la Creadora de todas las cosas y es verdadero Dios. ¿Quién es la Palabra? Se hizo carne y habitó entre nosotros (versículo 14); y de esta Palabra dio testimonio Juan el Bautista (versículo 15). Pero ciertamente fue Jesús, según Juan el Evangelista, quien habitó entre nosotros en la carne y de quien el Bautista dio testimonio. De Jesús dice el Bautista: “Este es aquel de quien dije: Viene un hombre detrás de mí que se ha puesto delante de mí” (versículo 30). Este testimonio y otros pasajes del Evangelio de San Juan son tan claros que los racionalistas modernos se protegen de su fuerza afirmando que todo el Evangelio es una contemplación mística y en absoluto una narración de hechos (ver JUAN, EVANGELIO DE SAN). Los católicos no pueden sostener esta opinión que niega la historicidad de Juan. El Santo Oficio, en el decreto “Lamentabili”, condenó la siguiente proposición: “Las narraciones de Juan no son historia propiamente dicha sino una contemplación mística del Evangelio: los discursos contenidos en su Evangelio son meditaciones teológicas sobre el misterio de la salvación y están desprovistas de verdad histórica” (ver prop. 16).
(b) Testimonio de San Pablo
No es propósito determinado de San Pablo, fuera de la Epístola a los Hebreos, probar la divinidad de Jesucristo. El gran apóstol da por asegurado este principio fundamental del Cristianismo. Aun así, tan claro es el testimonio de Pablo sobre este hecho de la divinidad de Cristo, que los racionalistas y los luteranos racionalistas de Alemania se han esforzado en escapar de la fuerza del testimonio del apóstol rechazando su forma de Cristianismo como no acorde con el Cristianismo de Jesús. De ahí que exclamen: Los von Paulus, züruck zu Christus”; esto es, “Lejos de Pablo, vuelta a Cristo” (Ver Jülicher, “Paulus und Christus” ed. Mohr, 1909). Damos por supuesta la historicidad de la Epístolas de Pablo; para un católico, el Cristianismo de San Pablo es uno y el mismo que el Cristianismo de Cristo. (Ver PABLO, SAN). A los Romanos, Pablo escribe: “Dios habiendo enviado a su propio Hijo, en una carne semejante a la del pecado” (8, 3). A su propio Hijo (ton heautou) envía el padre, no a un Hijo por adopción. Los ángeles son por adopción hijos de Dios; participan de la naturaleza del Padre por los dones que libremente Él les ha concedido. No así el propio Hijo del Padre. Como hemos visto, Él es más el vástago del Padre que lo son los ángeles ¿Cuánto más? En cuanto que es adorado como es adorado el Padre. Tal es el argumento de Pablo en el primer capítulo de la Epístola a los Hebreos. Por tanto, en la teología de San Pablo, el propio Hijo del Padre, a quien los ángeles adoran, que fue engendrado en el hoy de la eternidad, que fue enviado por el Padre, claramente existía antes de su manifestación en la carne, y es, como cuestión de hecho, el gran “Yo soy el que soy” – el Yahvéh que habló a Moisés en el Horeb. Esta identificación de Cristo con Yahvéh parecería ser indicada, cuando San Pablo habla de Cristo como ho on epi panton theos, “el que está por encima de todas las cosas, Dios bendito por los siglos” (Rom. 9, 5). Esta interpretación y puntuación son sancionadas por todos los padres que han utilizado el texto; todos refieren a Cristo las palabras “El que es Dios sobre todo”. Petavius (De Trin. 11,9, n.2) cita quince, entre los que están Ireneo, Tertuliano, Cipriano, Atanasio, Gregorio de Nisa, Ambrosio, Agustín, e Hilario. La versión Peshitta tiene la misma traducción que hemos dado. Alford, Trench, Westcott y Hort, y la mayor parte de los protestantes son unánimes con nosotros en esta interpretación.
Esta identificación de Cristo con Yahvéh es más clara en la Primera Epístola a los Corintios. De Cristo se dice que fue el Yahvéh del Éxodo: “Y todos bebieron la misma bebida espiritual (pues bebieron de la roca espiritual que les seguía, y la roca era Cristo)” (10, 4). Fue a Cristo a quien algunos de los israelitas “tentaron, y perecieron por las serpientes” (10, 10); fue contra Cristo contra quien “algunos de ellos murmuraron, y perecieron bajo el exterminador” (10, 11). San Pablo toma la traducción de los Setenta de Yahvéh como ho kyrios, y hace de este título distintivo de Jesús. Los Colosenses están amenazados de engaño por la filosofía (2, 8). San Pablo les recuerda que creen según Cristo; “porque en Él reside toda la plenitud de la Divinidad (pleroma tes theotetos) corporalmente” (2, 9); y no deben rebajarse tanto como para dar a los ángeles a los que no ven la adoración que sólo se debe a Cristo (2, 18,19). “Porque en Él fueron creadas todas las cosas en los cielos y en la tierra, las visibles y las invisibles, los tronos, las dominaciones, los principados y potestades; todas las cosas fueron creadas por Él y para Él” (eis auton). Él es la causa y el fin de todas las cosas, incluso de los ángeles a quienes los colosenses estaban tan extraviados como para preferirle a Él (1, 16). Los cultos macedonios de Filipos son enseñados que en “el nombre de Jesús toda rodilla se doble, en los cielos, en la tierra y en los abismos; y que toda lengua confiese que Cristo Jesús es Señor en la gloria de Dios padre” (2, 10,11). Esta es la misma genuflexión que se ordena hacer a los romanos ante el Señor y a los judíos ante Yahvéh (ver Rom. 14, 6; Is. 14, 24). El testimonio de San Pablo podría darse con mucha mayor extensión. Estos textos son sólo los principales entre muchos otros que aportan el testimonio de Pablo sobre la divinidad de Jesucristo.
C. Testimonio de la Tradición
Las dos fuentes principales de donde extraemos nuestra información sobre la Tradición, o Palabra de Dios no escrita, son los Padres de la Iglesia y los concilios ecuménicos.
(a) Los Padres de la Iglesia
Los Padres son prácticamente unánimes en enseñar explícitamente la divinidad de Jesucristo. El testimonio de muchos ha sido dado en nuestra exégesis de los textos dogmáticos que prueban que Cristo era Dios. Tomaría demasiado espacio citar adecuadamente a los Padres. Nos limitaremos a los de las épocas apostólica y apologética. Al unir estos testimonios a los de los Evangelistas y de San Pablo, podemos ver claramente que el Santo Oficio tenía razón al condenar estas proposiciones del Modernismo: “La divinidad de Cristo no está probada por los Evangelios sino que es un dogma que la conciencia cristiana ha desarrollado a partir de la noción de un Mesías. Se puede dar por seguro que el Cristo que nos muestra la historia es muy inferior al Cristo que es objeto de la Fe” (ver prop. 27 y 29 del Decreto “Lamentabili”).
San Clemente de Roma (años 93-95, según Harnack), en su primera epístola a los corintios, 16, 2, habla del “Señor Jesucristo, el Cetro del Poder de Dios” (Funk, “Patres Apostolici”, ed.Tübingen, 1901, p. 118), y describe, citando a Isaías 3, 1-12, la humillación que fue predicha y vino a suceder en la autoinmolación de Jesús. Como los escritos de los Padres Apostólicos son muy escasos, y en absoluto apologéticos, sino más bien devotos y exhortativos, no buscaremos en ellos esa clara y llana defensa de la divinidad de Cristo que se evidencia en los escritos de los apologistas y Padres posteriores.
El testimonio de S. Ignacio de Antioquía (años 110-117, según Harnack) es casi el de la época apologética, en cuyo espíritu parece haber escrito a los efesios. Puede muy bien ser que en Éfeso estuvieran haciendo estragos las mismas herejías que unos diez años antes o, según la cronología de Harnack, en la misma época, San Juan había tratado de destruir escribiendo su Evangelio. Si esto es así, comprendemos la audaz confesión de la divinidad de Jesucristo que este gran confesor de la Fe formula en sus salutaciones, al principio de su carta a los efesios. “Ignacio... a la Iglesia...que está en Éfeso... en la voluntad del Padre y de Jesucristo Nuestro Dios (tou theou hemon)”. Dice: “El Médico en Uno, de la carne y del espíritu, engendrado y no engendrado, que fue Dios en carne (en sarki genomenos theos)... Jesucristo Nuestro Señor” (c. vii; Funk, I, 218). “Pues Nuestro Dios Jesucristo fue llevado en el vientre por María” (c. xviii, 2; Funk, I, 226). A los romanos escribe: “Pues Nuestro Dios Jesucristo, que permanece en el Padre, es incluso más manifiesto” (c. iii, 3; Funk, I, 256).
El testimonio de la carta de Bernabé: “He aquí, de nuevo, que Jesús no es el hijo del hombre sino el Hijo de Dios, hecho manifiesto en forma de carne. Y puesto que los hombres iban a decir que Cristo era hijo de David, el mismo David, temiendo y comprendiendo la malicia de los inicuos, profetizó: Dijo el Señor a mi Señor...He aquí como David le llama el Señor y no hijo” (c. xiii; Funk, I, 77).
En la época apologética, San Justino Mártir (Harnack, año 150) escribía: “Puesto que la Palabra es el primogénito de Dios, es también Dios” (Apol. 1, n. 63; P.G., VI, 423). Es evidente por el contexto que Justino entiende por la Palabra a Jesucristo; ya había dicho que Jesús era la Palabra antes de hacerse hombre, y utilizaba para manifestarse la forma de fuego o de alguna otra imagen incorpórea. San Ireneo prueba que Jesucristo es correctamente llamado el único y solo Dios y Señor, en cuanto que se dice que todas las cosas han sido creadas por Él (ver “Adv. Haer.”, III, viii, n.3; P.G., VII, 868; libro IV, 10, 14, 36). El Deutero-Clemente (Harnack, año 166; Sanday, año 150) insiste: “Hermanos, creemos en Jesucristo como en el mismo Dios, como Juez de los vivos y los muertos” (ver Funk, I, 184). San Clemente de Alejandría (Sanday, año 190) habla de Cristo como “verdadero Dios sin controversia alguna, el igual del Señor de todo el universo, puesto que es el Hijo y la Palabra está en Dios” (Cohortatio ad Gentes, c. x; P.G., VIII, 227).
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