martes, 18 de septiembre de 2018

LEYENDAS POR CULTURA - EUROPA

EN ESPAÑA

Gila Giraldo, más conocida como La Serrana de la Vera (Gargantalaolla, último tercio del siglo XV - Plasencia, primer tercio del siglo XVI), fue una asesina en serie de la historia española que inspiró numerosas leyendasromances y piezas teatrales del Siglo de Oro.
Según la leyenda era natural de Gargantalaolla, a pocas leguas de Plasencia. En tiempos de los Reyes Católicosllegó a la lugar don Lucas de Carvajal, capitán de armas, en busca de soldados. Pidió alojamiento en casa de los Giraldo. Gila se negó y lo persiguió por todo el pueblo encañonado con su escopeta de cazadora hasta echarlo de él. Don Lucas juró volver y vengarse con engaño de Gila, lo que cumplió al burlarla y ganar su honra. Descubierto el engaño, Gila se vengó a su vez despeñando a Don Lucas por un barranco. Huyó a las montañas, donde sobrevivió en una cueva como serrana cuidando ganado. Cuando algún viajero se perdía, era acogido por ella en la caverna, y tras una comida y bebida copiosas y actos sexuales para que se fatigara y se durmiera, era decapitado, de suerte que, al fondo de la cueva, podían verse distintas osamentas. Hasta aquí la leyenda según la versión de Luis Vélez de Guevara y los romances; históricamente pudo representar a una mujer real, Isabel de Carvajal.
Los hechos históricos reales se mezclaron probablemente con las leyendas y mitos extremeños de serranas, unas mujeres que vivían en las montañas y llevaban una vida de elemental rusticidad.
Gila fue apresada y murió con gallardía y serenidad ajusticiada en la plaza de Plasencia. El personaje protagoniza no menos de veintiuna versiones de romances y posteriormente es tratado en sendas piezas teatrales de Luis Vélez de Guevara (1613), Lope de Vega (1617) y una versión "a lo divino" de José de Valdivielso.


La serrana de la Vera .- ..............:http://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/la-serrana-de-la-vera--0/html/fede2c54-82b1-11df-acc7-002185ce6064_2.html












La Guajona o Lumia es un monstruo mitológico de la tradición oral de Cantabria.

Etimología[editar]

Guajona es un aumentativo de Guaja, presente también en la vecina mitología asturiana como Guaxa. El origen de Guaja o Guaxa podría estar en el árabe clásico وحش wahsh, con el significado de "fiera".1

Historia[editar]

La creencia estima que es una vieja delgada tapada de la cabeza a los pies con un manto negro; sus manos son sarmentosas y los pies patas de ave; su cara es amarilla, consumida, rugosa, peluda y con verrugas; sus ojos son diminutos y brillantes como estrellas, la nariz aquilina y la boca provista de un único diente negro, largo y afilado que le llega hasta debajo de la barbilla y utiliza para sorber sangre. Sólo sale de noche ocultándose entre las sombras y se desconoce dónde duerme de día, aunque se sospecha que se esconde bajo tierra. Entra en las casas sin hacerse notar y se acerca en silencio a los niños y jóvenes sanos dormidos para chuparles la sangre clavándoles en vena su diente, aunque no los mata, sino que los deja casi exangües, de forma que se despiertan fatigados, pálidos y descoloridos por la mañana. No ataca a los viejos o adultos. Se trata de uno de los escasos mitos o leyendas sobre vampiros que existen en España.










Juan el Soldado o Juan Soldado es el héroe de diferentes cuentos de tradición popular presentes en el mundo hispanoparlante, que narran las peripecias de un soldado retirado.

Trama[editar]

Juan después de mucho tiempo sirviendo en el ejército, se licencia y corre aventuras con el poco dinero que le queda de paga. Tras diferentes vericuetos acaba rico.

Juan y el diablo[editar]

En algunas versiones, las aventuras de Juan empiezan con un trato con el diablo. El diablo le promete grandes riquezas si le demuestra que es valiente. Si se acobarda, perderá el alma. Juan tiene que vestirse de diablo y hacer el bien durante diez años. Tras enfrentarse a gigantes y plagas sin cometer ninguna mala acción, el diablo le devuelve su uniforme y lo colma de riquezas.1

Juan y los santos[editar]

Tras licenciarse, Juan se cruza con San Pedro y reparte con él lo poco que tiene en tres ocasiones. A cambio recibe una bolsa mágica donde guarda aquello que quiere con tan solo decir "al morral". Sus buenas acciones le quitan algunas almas a Lucifer, que enfadado intenta retenerlo en los Infiernos, pero Juan se libra de su amenaza y se dirige al Cielo. Cuando San Pedro le niega la entrada lo mete en la bolsa mágica hasta que promete dejarle entrar.










La ajorca de oro es el título de una leyenda escrita por Gustavo Adolfo Bécquer, publicada originalmente en el periódico El Contemporáneo el 28 de marzo de 1861.1​ La narración, descrita como «directa y sobria —dramática— hasta la angustia»,2​ forma parte de las Leyendas de Bécquer.

Trama[editar]

Vista del Tajo
Narra la historia de un joven llamado Pedro, que un día encuentra a su amada María llorando, Pedro le pregunta el porqué de su llanto y ella le responde que se había quedado muy impresionada y que desearía obtener la ajorca de oro que poseía la Virgen del Sagrario, patrona de Toledo. Él le dijo que era capaz de hacer cualquier otra cosa, otro delito, pero robarle a su santa patrona no. Pero después, de tanto ver a su amada sufrir, decide aceptar.
Estando ya en la catedral de Toledo, Pedro subió a la primera grada de la capilla mayor y pudo ver la tumba de los reyes. Se acercó al altar y comenzó a subir. La imagen de la Virgen estaba iluminada por una lámpara. Pedro sintió un temor muy extraño; así que cerró los ojos para no ver el rostro de la Virgen y le arrancó la ajorca de oro, la cual era una ofrenda del obispo y que valía una gran fortuna. Pedro ya tenía la ajorca de oro en la mano, pero le daba miedo abrir los ojos y ver la imagen.
Imagen de la Virgen del Sagrario en la catedral de Toledo
Cuando al fin los abrió, un grito sordo salió de su boca. Miró a su alrededor y la iglesia estaba llena de estatuas de santos, monjas, ángeles, demonios, damas, pajes y villanos (todas adornaban la catedral) avanzando hacia él, así que ya no pudo resistir más y se desmayó.
Al siguiente día vinieron los encargados de la iglesia y encontraron a Pedro a los pies del altar y entre sus brazos la ajorca de oro y Pedro, al ver que se acercaban, exclamó en dirección a la Virgen: “¡Suya, suya!”. Pedro había enloquecido.

Personajes[editar]

  • Pedro Alfonso de Orellana: es un joven que haría todo por hacer feliz a su amada María, por eso se atreve a robar la ajorca de oro. Al final, se vuelve loco.
  • María Antúnez: es una joven caprichosa que se había quedado muy impresionada por la ajorca de oro de la virgen y provocó con su llanto que Pedro la robase.

Temas principales[editar]

  • El amor que es capaz de hacer todo, así sean acciones negativas (propio del Romanticismo).
  • El amor a la patria, pues a Pedro le cuesta más por el hecho de ser la patrona de su ciudad, en vez de cualquier otro lugar (propio del Romanticismo).
  • La mujer es la causante de la locura del protagonista (tema en muchas de las leyendas de Bécquer).



Ella era hermosa, hermosa con esa hermosura que inspira el vértigo, hermosa con esa hermosura que no se parece en nada a la que soñamos en los ángeles y que, sin embargo, es sobrenatural; hermosura diabólica, que tal vez presta el demonio a algunos seres para hacerlos sus instrumentos en la tierra.
El la amaba; la amaba con ese amor que no conoce freno ni límite; la amaba con ese amor en que se busca un goce y sólo se encuentran martirios, amor que se asemeja a la felicidad y que, no obstante, diríase que lo infunde el Cielo para la expiación de una culpa.
Ella era caprichosa, caprichosa y extravagante, como todas las mujeres del mundo; él, supersticioso, supersticioso y valiente, como todos los hombres de su época. Ella se llamaba María Antúnez; él, Pedro Alonso de Orellana. Los dos eran toledanos, y los dos vivían en la misma ciudad que los vio nacer.
La tradición que refiere esta maravillosa historia acaecida hace muchos años, no dice nada más acerca de los personajes que fueron sus héroes.
Yo, en mi calidad de cronista verídico, no añadiré ni una sola palabra de mi cosecha para caracterizarlos; mejor.
II
El la encontró un día llorando, y la preguntó:
—¿Por qué lloras?
Ella se enjugó los ojos, lo miró fijamente, arrojó un suspiro y volvió a llorar.
Pedro, entonces, acercándose a María le tomó una mano, apoyó el codo en el pretil árabe desde donde la hermosa miraba pasar la corriente del río y tornó a decirle:
¿Por qué lloras?
El Tajo se retorcía gimiendo al pie del mirador, entre las rocas sobre las que se asienta la ciudad imperial. El sol trasponía los montes vecinos; la niebla de la tarde flotaba como un velo de gasa azul, y sólo el monótono ruido del agua interrumpía el alto silencio.
María exclamó: —No me preguntes por qué lloro, no me lo preguntes, pues ni yo sabré contestarte ni tú comprenderme. Hay deseos que se ahogan en nuestra alma de mujer, sin que los revele más que un suspiro; ideas locas que cruzan por nuestra imaginación, sin que ose formularlas el labio, fenómenos incomprensibles de nuestra naturaleza misteriosa, que el hombre no puede ni aun concebir. Te lo ruego, no me preguntes la causa de mi dolor; si te la revelase, acaso te arrancaría una carcajada.
Cuando estas palabras expiraron, ella tornó a inclinar la frente y él a reiterar sus preguntas.
La hermosa, rompiendo al fin su obstinado silencio dijo a su amante con voz sorda y entrecortada:
—Tú lo quieres; es una locura que te hará reír; pero no importa; te lo diré, puesto que lo deseas.
Ayer estuve en el templo. Se celebraba la fiesta de la Virgen, su imagen, colocada en el altar mayor sobre un escabel de oro, resplandecía como un ascua de fuego; las notas del órgano temblaban, dilatándose de eco en eco por el ámbito de la iglesia, y en el coro los sacerdotes entonaban el Salve, Regina.
Yo rezaba, rezaba absorta en mis pensamientos religiosos, cuando maquinalmente levanté la cabeza y mi vista se dirigió al altar. No sé por qué mis ojos se fijaron, desde luego, en la imagen; digo mal; en la imagen, no; se fijaron en un objeto que, hasta entonces, no había visto, un objeto que, sin que pudiera explicármelo, llamaba sobre sí toda mi atención... No te rías...; aquel objeto era la ajorca de oro que tiene la Madre de Dios en uno de los brazos en que descansa su Divino Hijo... Yo aparté la vista y torné a rezar... ¡Imposible! Mis ojos se volvían involuntariamente al mismo punto. Las luces del altar, reflejándose en las mil facetas de sus diamantes, se reproducían de una manera prodigiosa. Millones de chispas de luz rojas y azules, verdes y amarillas, volteaban alrededor de las piedras como un torbellino de átomos de fuego, como una vertiginosa ronda de esos espíritus de las llamas que fascinan con su brillo y su increíble inquietud... Salí del templo; vine a casa, pero vine con aquella idea fija en la imaginación. Me acosté para dormir; no pude... Pasó la noche, eterna con aquel pensamiento... Al amanecer se cerraron mis párpados, y, ¿lo creerás?, aún en el sueño veía cruzar, perderse y tornar de nuevo una mujer, una mujer morena y hermosa, que llevaba la joya de oro y pedrería; una mujer, sí, porque ya no era la Virgen que yo adoro y ante quien me humillo; era una mujer, otra mujer como yo, que me miraba y se reía mofándose de mí. ¿La ves? parecía decirme, mostrándome la joya. ¡Cómo brilla! Parece un círculo de estrellas arrancadas del cielo de una noche de verano. ¿La ves? Pues no es tuya, no lo será nunca, nunca... Tendrás acaso otras mejores, más ricas, si es posible; pero ésta, ésta, que resplandece de un modo tan fantástico, tan fascinador..., nunca, nunca. Desperté; pero con la misma idea fija aquí, entonces como ahora, semejante a un clavo ardiendo, diabólica, incontrastable, inspirada sin duda por el mismo Satanás... ¿Y qué?... Callas, callas y doblas la frente... ¿No te hace reír mi locura?
Pedro, con un movimiento convulsivo, oprimió el puño de su espada, levantó la cabeza, que, en efecto, había inclinado, y dijo con voz sorda:
—¿Qué Virgen tiene esa presea?
—La del Sagrario murmuró María.
—¡La del Sagrario! —repitió el joven con acento de terror—. ¡La del Sagrario de la Catedral!...
Y en sus facciones se retrató un instante el estado de su alma, espantada de una idea.
—¡Ah! ¿Por qué no la posee otra Virgen? —prosiguió con acento enérgico y apasionado—. ¿Por qué no la tiene el arzobispo en su mitra, el rey en su corona o el diablo entre sus garras? Yo se la arrancaría para ti, aunque me costase la vida o la condenación. Pero a la Virgen del Sagrario, a nuestra Santa Patrona, yo..., yo, que he nacido en Toledo, ¡imposible, imposible!
—¡Nunca! —murmuró María con voz casi imperceptible—. ¡Nunca!
Y siguió llorando.
Pedro fijó una mirada estúpida en la corriente del río; en la corriente, que pasaba y pasaba sin cesar ante sus extraviados ojos, quebrándose al pie del mirador, entre las rocas sobre las que se asienta la ciudad imperial.
III
¡La Catedral de Toledo! Figuraos un bosque de gigantescas palmeras de granito que al entrelazar sus ramas forman una bóveda colosal y magnífica, bajo la que se guarece y vive, con la vida que le ha prestado, el genio, toda una creación de seres imaginarios y reales.
Figuraos un caos incomprensible de sombra y luz, en donde se mezclan y confunden con las tinieblas de las naves los rayos de colores de las ojivas donde lucha y se pierde con la oscuridad del santuario el fulgor de las lámparas.
Figuraos un mundo de piedra, inmenso como el espíritu de nuestra religión, sombrío como sus tradiciones, enigmático como sus parábolas, y todavía no tendréis una idea remota de ese eterno monumento del entusiasmo y de la fe de nuestros mayores, sobre el que los siglos han derramado a porfía el tesoro de sus creencias; de su inspiración y de sus artes.
En su seno viven el silencio, la majestad, la poesía del misticismo y un santo honor que defiende sus umbrales contra los pensamientos mundanos y las mezquinas pasiones de la tierra. La consunción material se alivia respirando el aire puro de las montañas; el ateísmo debe curarse respirando su atmósfera de fe.
Pero si grande, si imponente se presenta la catedral a nuestros ojos a cualquier hora que se penetra en su recinto misterioso y sagrado, nunca produce una impresión tan profunda como en los días en que despliega todas las galas de su pompa religiosa, en que sus tabernáculos se cubren de oro y pedrería; sus gradas, de alfombras, y sus pilares, de tapices.
Entonces cuando arden despidiendo un torrente de luz sus mil lámparas de plata; cuando flota en el aire una nube de incienso, y las voces del coro y la armonía de los órganos y las campanas de la torre estremecen el edificio desde sus cimientos más profundos hasta las más altas agujas que lo coronan, entonces es cuando se comprende, al sentirla, la tremenda majestad de Dios, que vive en él, y lo anima con su soplo, y lo llena con el reflejo de su omnipotencia.
El mismo día en que tuvo lugar la escena que acabamos de referir se celebraba en la catedral de Toledo el último de la magnífica octava de la Virgen.
La fiesta religiosa había traído a ella una multitud inmensa de fieles; pero ya ésta se había dispersado en todas direcciones, ya se habían apagado las luces de las capillas y del altar mayor, y las colosales puertas del templo habían rechinado sobre sus goznes para cerrarse detrás del último toledano, cuando de entre las sombras, y pálido, tan pálido como la estatua de la tumba en que se apoyó un instante mientras dominaba su emoción, se adelantó un hombre que vino deslizándose con el mayor sigilo hasta la verja del crucero. Allí, la claridad de una lámpara permitía distinguir sus facciones.
Era Pedro.
¿Qué había pasado entre los dos amantes para que se arrestara, al fin, a poner por obra una idea que sólo al concebirla había erizado sus cabellos de horror? Nunca pudo saberse. Pero él estaba allí, y estaba allí para llevar a cabo su criminal propósito. En su mirada inquieta, en el temblor de sus rodillas, en el sudor que corría en anchas gotas por su frente, llevaba escrito su pensamiento.
La catedral estaba sola, completamente sola y sumergida en un silencio profundo. No obstante, de cuando en cuando se percibían como unos rumores confusos: chasquidos de madera tal vez, o murmullos del viento, o, ¿quién sabe?, acaso ilusión de la fantasía, que oye y ve y palpa en su exaltación lo que no existe; pero la verdad era que ya cerca, ya lejos, ora a sus espaldas, ora a su lado mismo, sonaban como sollozos que se comprimen, como roce de telas que se arrastran, como rumor de pasos que van y vienen sin cesar.
Pedro hizo un esfuerzo para seguir en su camino; llegó a la verja y siguió la primera grada de la capilla mayor. Alrededor de esta capilla están las tumbas de los reyes, cuyas imágenes de piedra, con la mano en la empuñadura de la espada, parecen velar noche y día por el santuario, a cuya sombra descansan por toda una eternidad. ¡Adelante!, murmuró en voz baja, y quiso andar y no pudo. Parecía que sus pies se habían clavado en el pavimento. Bajó los ojos, y sus cabellos se erizaron de horror; el suelo de la capilla lo formaban anchas y oscuras losas sepulcrales.
Por un momento creyó que una mano fría y descarnada lo sujetaba en aquel punto con una fuerza invencible. Las moribundas lámparas, que brillaban en el fondo de las naves como estrellas perdidas entre las sombras, oscilaron a su vista, y oscilaron las estatuas de los sepulcros y las imágenes del altar, y osciló el templo todo, con sus arcadas de granito y sus machones de sillería.
¡Adelante!, volvió a exclamar Pedro como fuera de sí, y se acercó al ara; y trepando por ella, subió hasta el escabel de la imagen. Todo alrededor suyo se revestía de formas quiméricas y horribles; todo era tinieblas o luz dudosa, más imponente aún que la oscuridad. Sólo la Reina de los cielos, suavemente iluminada por una lámpara de oro, parecía sonreír tranquila, bondadosa y serena en medio de tanto horror.
Sin embargo, aquella sonrisa muda e inmóvil que lo tranquilizara un instante concluyó por infundirle temor, un temor más extraño, más profundo que el que hasta entonces había sentido.
Tornó empero a dominarse, cerró los ojos para no verla, extendió la mano, con un movimiento convulsivo, y le arrancó la ajorca, la ajorca de oro, piadosa ofrenda de un santo arzobispo, la ajorca de oro cuyo valor equivalía a una fortuna.
Ya la presea estaba en su poder; sus dedos crispados la oprimían con una fuerza sobrenatural; sólo restaba huir, huir con ella; pero para esto era preciso abrir los ojos, y Pedro tenía miedo de ver, de ver la imagen, de ver los reyes de las sepulturas, los demonios de las cornisas, los endriagos de los capiteles, las fajas de sombras y los rayos de luz que, semejantes a blancos y gigantescos fantasmas, se movían lentamente en el fondo de las naves, pobladas de rumores temerosos y extraños.
Al fin abrió los ojos, tendió una mirada, y un grito agudo se escapó de sus labios. La catedral estaba llena de estatuas, estatuas que, vestidas con luengos y no vistos ropajes, habían descendido de sus huecos y ocupaban todo el ámbito de la iglesia y lo miraban con sus ojos sin pupila.
Santos, monjes, ángeles, demonios, guerreros, damas, pajes, cenobitas y villanos se rodeaban y confundían en las naves y en el altar. A sus pies oficiaban, en presencia de los reyes, de hinojos sobre sus tumbas, los arzobispos de mármol que él había visto otras veces inmóviles sobre sus lechos mortuorios, mientras que, arrastrándose por las losas, trepando por los machones, acurrucados en los doseles, suspendidos en las bóvedas ululaba, como los gusanos de un inmenso cadáver, todo un mundo de reptiles y alimañas de granito, quiméricos, deformes, horrorosos.
Ya no pudo resistir más. Las sienes le latieron con una violencia espantosa; una nube de sangre oscureció sus pupilas; arrojó un segundo grito, un grito desgarrador y sobrehumano, y cayó desvanecido sobre el ara.
Cuando al otro día los dependientes de la iglesia lo encontraron al pie del altar, tenía aún la ajorca de oro entre sus manos, y al verlos aproximarse exclamó con una estridente carcajada:—
—¡Suya, suya!
El infeliz estaba loco.

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