lunes, 11 de febrero de 2019

SONETOS


A Corina en sus días
de Juan Nicasio Gallego 


 Id, mis suspiros, id sobre el ligero   
 plácido ambiente que el abril derrama;   
 id a los campos fértiles do brama   
 en ancho cauce el orgulloso Duero.   
 

 Id de Corina al pie sin que el severo  
 ceño temáis del cano Guadarrama,   
 pues el ardor volcánico os inflama   
 que en mí incendió la hermosa por quien muero.   
 

 Saludadla por mí; su alegre día   
 gozad ufanos, y el cruel tormento  
 recordadle del triste que os envía;   
 

 y en pago me traed del mal que siento   
 un ¡ay! que exhale a la memoria mía   
 empapado en el ámbar de su aliento. 




A Cosme de Aldana, su hermano de Francisco de Aldana 
Cual sin arrimo vid, cual planta umbrosa viuda del ruiseñor que antes solía con dulce canto, al parecer del día, invocar de Titón la blanca esposa;[1]
cual navecilla en noche tenebrosa do el gobierno faltó que la regía, cual caminante que perdió su guía en selva oscura, horrible y temerosa;
cual nube de mil vientos combatida, cual ave que atajó la red su vuelo, cual siervo fugitivo y cautivado,
cual de peso infernal alma afligida, o cual quedó tras el diluvio el suelo: tal quedé yo sin vos, hermano amado.
A Cristo de Baltasar del Alcázar 
Cansado estoy de haber sin Ti vivido,  que todo cansa en tan dañosa ausencia.  Mas, ¿qué derecho tengo a tu clemencia,  si me falta el dolor de arrepentido? 
Pero, Señor, en pecho tan rendido  algo descubrirás de suficiencia  que te obligue a curar como dolencia  mi obstinación y yerro cometido. 
Tuya es mi conversión y Tú la quieres;  tuya es, Señor, la traza y tuyo el medio  de conocerme yo y de conocerte. 
Aplícale a mi mal, por quien Tú eres,  aquel eficasísimo remedio  compuesto de tu sangre, vida y muerte. 
A Cristo crucificado de Anónimo 
No me mueve, mi Dios, para quererte  el cielo que me tienes prometido;  ni me mueve el infierno tan temido  para dejar por eso de ofenderte. 
Tú me mueves, Señor; muéveme el verte  clavado en una cruz y escarnecido;  muéveme ver tu cuerpo tan herido;  muévenme tus afrentas y tu muerte. 
Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera  que aunque no hubiera cielo, yo te amara,  y aunque no hubiera infierno, te temiera. 
No me tienes que dar porque te quiera,  pues aunque cuanto espero no esperara,  lo mismo que te quiero te quisiera.
A Cristóbal Colón de Rafael María Baralt 
 ¿Quién La fiereza insulta de mis olas?   ¿Quién del rumbo apartado y de la orilla,   entre cielos y abismos hunde la quilla   de tristes naves, náufragas y solas?     Las banderas triunfantes que enarbolas,   en la mojada arena con mancilla   miedo al mundo serán, no maravilla   y el casco de tus naves española.     Rugiendo el mar clamó; pero sonora   ¡Colón! dijo una voz, y al fuerte acento   inclina la cerviz, besa la prora.     Cruje el timón, la lona se hincha al viento   y, Dios guiando, el nauta sin segundo   a los pies de Isabel arroja un mundo.

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