¿Qué resta al infeliz que acongojado
en alma y cuerpo, ni una sola hora
espera de descanso o de mejora
cual malhechor a un poste aherrojado?
Por el dolor y la endeblez atado
me ofrece en vano en arrebola Aurora,
y el sol en vano el ancho mundo dora:
tal gozo inmole, en vida sepultado.
¡Infeliz! ¿Qué hago aquí? ¿Por qué no abrigo
del sepulcro una voz que dice: «Abierta
tienes la cárcel en que gimes: vente».
¿Por qué? pregunto. Porque en tierno amigo,
en imagen vivísima a la puerta
se alza, y llorando, dice: «No detente».
La ilusión dulce de mi edad primera,
del crudo desengaño la amargura,
la sagrada amistad, la virtud pura
canté con voz ya blanda, ya severa.
No de Helicón la rama lisonjera
mi humilde genio conquistar procura;
memorias de mi mal y mi ventura,
robar al triste olvido sólo espera.
A nadie, sino a ti, querido Albino,
debe mi tierno pecho y amoroso
de sus afectos consagrar la historia.
Tú a sentir me enseñaste, tú el divino
canto y el pensamiento generoso:
Tuyos mis versos son y esa es mi gloria.
¡Sombra y honor bajo tus pliegues dame,
santo pendón de Cristo y de Castilla!
Tu ley, que juro, hincada la rodilla,
en generoso ardor mi pecho inflame.
No más estérilmente se derrame
mi vida en torpe amor y vil mancilla...
Roja está de la patria la mejilla...
¡Despierte el corazón de su ocio infame!
De un naufragio entre lágrimas y errores
salva mi fe, que combatida muere
por enemigo viento y mar contrario...
Sé tú el manto que envuelva mis dolores,
mi tienda en el desierto; y si cayere
en la revuelta lid... ¡sé mi sudario!
¡Mudo EL cañón, del campo fratricida
el suelo en sangre tinto; la bandera
que triunfadora el orbe recorriera,
por española menos abatida!
¡Oh Pizarro! ¡Oh dolor! Si aquí blandida
tu centelleante espada reluciera,
del mundo de Colón señora fuera,
no de mis propios hijos, ¡ay!, vencida.
Así, sobre los Andes, real matrona,
el manto desprendido, adusto el ceño,
con llanto de furor su mal pregona.
Y al ver un mundo en manos de otro dueño,
a la vencida tropa, por desdoro,
lanza en pedazos mil el centro de oro.
Estos que levantó de mármol duro
sacros altares la ciudad famosa,
a quien del Ebro la corriente undosa
baña los campos y el soberbio muro,
serán asombro en el girar futuro
de los siglos, basílica dichosa,
donde el Señor en majestad reposa,
y el culto admite reverendo y puro.
Don que la fe dictó, y erige, eterno,
religiosa nación a la divina
Madre que adora en simulacro santo:
por él, vencido el odio del Averno,
gloria inmortal el cielo la destina,
que tan alta piedad merece tanto.
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