LA OCEANOGRAFÍA .-
Asia y Australia desprenden grandes archipiélagos e islas en dirección al levante, entre ellos Taiwán, Japón, Filipinas, Indonesia, Nueva Guinea y Nueva Zelandia. Las cadenas insulares se desmenuzan a medida que progresan hacia el centro de la cuenca, todo el conglomerado integra la dispersa e inmensurable Oceanía. El extremo occidental de este continente marítimo lo configura la apartada Isla de Pascua engalanada con monumentales y enigmáticos moais. En tanto, la vertiente americana despide escasas proyecciones insulares al interior del Pacífico, entre las extensiones más importantes destacan las Aleucianas, Galápagos, Desventuradas y Juan Fernández.
Un inmenso rosario de volcanes rodea la cuenca del Pacífico, se le conoce con la siniestra denominación Cinturón de Fuego del Pacífico: “El Gran Océano está circundado por una enorme geoclasa, o zona de rotura de las capas superficiales de la Tierra. Como consecuencia, según la ley de Suess respecto a la tectónica terrestre, se sitúan las zonas volcánicas cerca de las roturas; por eso el océano mayor del planeta se ve rodeado por una alineación pavorosa de bocas volcánicas. De antiguo conocido el hecho, aunque no totalmente explicado, se ha dicho con acertada hipérbole que el Pacífico se ve rodeado por un cinturón de fuego”. En síntesis, los cráteres se ubican en las proximidades de las regiones donde se produce la subducción de las placas tectónicas. Las colosales tensiones generadas por el fenómeno telúrico se descargan súbitamente causando sismos, algunos con desmedido poder destructor. Lo anterior, se añade a los considerables perjuicios provocados por la actividad volcánica con sus violentas y eventuales erupciones como las de Chaitén. Un desastre de carácter semejante ocasionó uno de los mayores cataclismos recordado por la historia reciente. El volcán Krakatoa, ubicado en un islote de 45 Km2 entre Java y Sumatra, se activó en mayo de 1883. El 27 de agosto, el drama culminó con una cadena de estampidos coronada por una explosión apocalíptica haciendo desaparecer todo vestigio de la isla en la superficie del mar. Las sordas reverberaciones del estruendo se escucharon en Madagascar y Australia a 4.800 kilómetros de distancia. Una densa columna de polvo y cenizas se elevó hasta 80 Kms. de altura y perduró por años en la atmósfera. Un tsunami, con olas de 30 mts. barrió las costas vecinas y se percibió en Sudáfrica. La catástrofe costó la vida a más de 36 mil personas además de cuantiosos daños materiales.
Las profundidades oceánicas merecen ser catalogadas como “las grandes ignoradas” por el mundo científico. Hoy, se conocen con mucho más detalle las remotas superficies de la luna y planetas vecinos que el cercano fondo marítimo. La paradoja radica en la impermeabilidad del agua a las inquisitivas ondas electromagnéticas incluyendo la luz. El único sensor disponible por milenios, consistió en el útil pero limitado escandallo, en verdad, un bastón para no videntes. El primer sondaje profundo lo ejecutó el Capitán John Ross en 1840, utilizó una cuerda de manila para medir 2.425 brazas (4.435 mts.); la faena se demoró horas. Pasado el tiempo, el cáñamo se reemplazó por un delgado y flexible cable de acero, haciendo la operación de sondaje profundo más expedita. Aún así, las sondas superiores a 2.000 mts. alcanzaban sólo a 7 mil a fines del siglo XIX. La desmedrada situación comenzó a cambiar con la invención del ecosonda durante la Primera Gran Guerra. En el transcurso de la breve tregua entre guerras mundiales, la investigación oceanográfica se reanudó con timidez, las potencias marítimas estaban más preocupadas del rearme naval. El norteamericano William Beebe diseñó y construyó un ingenio submarino, llamado Batisfera y se sumergió a 906 mts. el 11 de Agosto de 1934.
Sistema de sonar multihaz a bordo del patrullero Cabrales
Concluida la Segunda Guerra Mundial le sucedió la Guerra Fría, tortuosa pugna por el dominio universal. La sorda confrontación impulsó la investigación de los océanos, había explícitos intereses estratégicos y económicos que la justificaban. El mar sería el campo de batalla resolutivo en la eventual lucha intercontinental gracias al tráfico militar y la presencia de submarinos lanzadores de aniquiladores misiles nucleares. Asimismo, en las honduras de las cuencas probablemente existirían inapreciables recursos vivos y no vivos.
En ese tiempo ya se contaba con la tecnología y los instrumentos adecuados para el levamiento de las entrañas acuáticas. Buques oceanográficos, batíscafos y diversos ingenios submarinos –cada día más complejos y especializados- zarparon con múltiples tareas de exploraciones y labores de inteligencia. La mayoría de los buques provistos con batitermógrafos y equipos complementarios se dedicó a establecer las condiciones de propagación del sonido, dato primordial para las operaciones antisubmarinas. Otros, buscaron depósitos de hidrocarburos con novedosos métodos sísmicos. Algunos, se ocuparon en la determinación de la biomasa de las aguas en demanda de nuevos caladeros. Los menos, prospectaron los fondos abisales escudriñando la existencia de minerales los fondos marinos, aunque con extensos vacíos. El suelo oceánico se caracteriza por lo sorprendentemente accidentado de su confi guración física y dinamismo, en sus abisales tinieblas se genera nueva corteza terrestre y sus inmensas placas se hallan en constante, aún cuando imperceptible, movimiento cambiando la fisonomía del planeta en el largo plazo.
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