LA TEOLOGÍA DE LOS ESCRITOS JOÁNICOS I
Entre los escritos joánicos hay que contar, además del cuarto evangelio, las tres cartas de Juan. A este grupo no pertenece el llamado Apocalipsis de Juan; aquellos escritos sólo tienen con él puntos de contacto muy lejanos, por ello se explicarán aparte en su momento. La relación del evangelio con las cartas es una cuestión muy discutida; la discusión toca de forma especial al problema del autor, o los distintos autores, y al orden en que se compusieron estos escritos. En términos generales se piensa que, tanto en el caso del evangelio como en el de las cartas, hubo varios autores. Por lo que respecta a la sucesión cronológica de los distintos escritos, la mayoría de autores se muestra más favorable a la prioridad del evangelio; con todo, esta opinión ha sido objeto de duras críticas en época reciente. Sin duda resulta exagerado leer 1, Jn como un comentario al evangelio o afirmar que 1, Jn sería totalmente ininteligible sin el evangelio. Lo que más llama la atención son los puntos de contacto del prólogo de la carta con el prólogo del evangelio. Es cierto que ni en el susodicho prólogo ni en el resto de la carta se hallan citas expresas del evangelio, lo cual hace difícil emitir un juicio al respecto. La perspectiva general de la carta es muy próxima a la segunda parte del evangelio, especialmente a los discursos de adiós, pues tanto aquí como en la carta se habla al círculo de los partidarios y de los discípulos. Los problemas citados toman otro cariz si se parte de que los escritos joánicos nacieron en una escuela. Esto no excluye la existencia de un autor individual, pero supone afirmar que las ideas y tradiciones asumidas en dichos escritos fueron repensadas y examinadas, e incluso pre-formuladas y expresadas antes en el seno de un grupo. El lenguaje y la misma teología de los escritos joánicos poseen una llamativa consistencia propia, que en último término sólo puede explicarse satisfactoriamente recurriendo a una "escuela joánica". Ello justifica que expongamos juntamente el evangelio y las cartas. En toda esta problemática se debe contar con que hubo una evolución. Así, por ejemplo -y nos conformamos con mencionar sólo este problema-, en el caso de 1 Jn hay que convenir claramente en que la escatología ha sido remitida al futuro. Pero también dentro del mismo evangelio ha habido evolución. El capítulo 21, por ejemplo, se debe considerar un capítulo adicional. Es posible que, al componer su carta, el autor de 1 Jn no conociera el citado capítulo con su visión eclesial universalista. Lo cual vuelve a mostrar lo complejo que resulta determinar la sucesión cronológica de cada uno de los escritos. Pero con ello entramos en la cuestión de los materiales preexistentes.
I. LOS MATERIALES PREEXISTENTES
1. El problema
Resulta muy difícil determinar los materiales preexistentes al evangelio de Juan recogidos en esta obra. En este punto concreto han comenzado a tambalearse recientemente postulados que hasta hace muy poco eran ampliamente aceptados. Bultmann, por ejemplo, consideraba que además de la historia de la Pasión había dos fuentes escritas: el contenido de la primera habrían sido los milagros joánicos (fuente de los signos), y el de la otra, los discursos de revelación. La fuente de los discursos ya se ha abandonado mayoritariamente; pero también se cuestiona cada vez con más fuerza la existencia de una fuente de los signos, cuyo contenido hubieran sido los siete signos joánicos y posiblemente otros materiales (como el relato sobre Juan el Bautista). Cuestionar la existencia de esta fuente parece plenamente justificado. Las historias son tan diferentes entre sí, que resulta difícil imaginar que todas ellas procedan de una fuente común única. Ninguno de los dos milagros realizados en Caná (el segundo tiene su paralelo en Mt 8, 5-13 y par.) va seguido de un discurso de revelación, cosa que sí ocurre en el caso de los otros signos. Es verdad que el milagro de la multiplicación y el de Jesús caminando sobre las aguas aparecen juntos como en Mc 6, 30-52 y par. Los dos milagros de Caná pudieron muy bien haber sido transmitidos conjuntamente, aunque esta cuestión no tiene mayor importancia teológica. Es muy probable que el "evangelio" de Juan fuera configurado como evangelio siguiendo un modelo sinóptico, que pudo haber sido el evangelio de Marcos. ¿O conocía el redactor final los otros dos sinópticos?
Así, pues, si la búsqueda de fuentes pre-joánicas no parece adecuada, en el estado actual de los debates sobre el cuarto evangelio el intento de reconstruir la composición de¡ evangelio de Juan en hipotéticas redacciones más o menos sucesivas se halla marcado por una gran incertidumbre. Además, ese intento tampoco tiene por qué conducir a resultados positivos, pues el proceso a que nos venimos refiriendo tiene mucho que ver con los debates mantenidos dentro de la escuela joánica; y en esta cuestión la susodicha escuela de las tradiciones garantiza tanto la continuidad como la independencia. Hay que contar con que en ese proceso de debate existen tensiones y desarrollos. Si éstos tienen importancia teológica, hay que señalarlo. Pero, en ese caso, no se puede hablar de materiales preexistentes en sentido estricto.
2. Lo sinóptico
Si dedicamos un tratamiento exclusivo a "lo sinóptico", seguimos estando en el evangelio, es decir, entramos en un complicado terreno de debate. Al abordar este punto no pretendemos determinar las relaciones del evangelio de Juan con los sinópticos. Categorías tales como "ampliación" o "sustitución" de los sinópticos por parte de Juan parecen muy poco adecuadas al problema; pero tampoco conducen a nada los esfuerzos por reconstruir "fuentes" sinópticas -o más exactamente: textos que tuvieran paralelos en los evangelios sinópticos-. Ello se debe sobre todo a que esos textos han sido completamente repensados y reelaborados. Nuestra pretensión es ofrecer en este apartado un intento de subrayar líneas teológicas de interpretación que habrían actuado en ese proceso de reflexión y de reelaboración. Así podremos lograr además introducirnos en el pensamiento y en el plan teológico del evangelista. Escogemos algunos ejemplos, renunciando positivamente a la pretensión de abarcar todo el material.
El texto más cercano a los sinópticos es ciertamente la serie de relatos constituida por la multiplicación de los panes y Jesús que camina sobre las aguas. En el evangelio de Marcos estos pasajes se hallan insertos entre los muchos hechos ocurridos entre el retorno de los discípulos tras el envío y la concentración de grandes muchedumbres con sus enfermos en torno a Jesús (Mc 6, 30s. 53-56); la frase de revelación "yo soy" sólo se muestra eficaz después de que ha pasado cierto tiempo. El alcance de¡ texto en el relato joánico es mucho mayor; en él, introduce y determina una nueva sucesión de hechos y de discursos. En Jn 6, 1 ss. comienza algo nuevo. La historia de la multiplicación arroja su luz sobre el discurso del pan que le sigue y sobre la parte eucarística de ese discurso, y se resiste a una consideración aislada. Su sentido se descubre únicamente cuando se la contempla en el conjunto de¡ capítulo sexto; y viceversa, el relato ilumina el sentido del discurso, lo saca a la luz. De modo que lo característico de la concepción del cuarto evangelio es el paso de la actuación milagrosa al discurso revelador. La labor literaria -aun cuando no sea totalmente perfecta debido al manejo de material tradicional, que a veces entorpece el desarrollo- adquiere peso teológico. El milagro se convierte en signo. Y sólo si se entiende como tal se entiende adecuadamente.
En la susodicha labor literaria se han tejido determinados hilos entre el milagro y el discurso, algunos de los cuales vamos a mencionar. En primer término tenemos lógicamente la palabra clave "pan". El don del pan se convierte en el pan de vida, que es el mismo Jesús; según 6, 27, el pan apunta además a un don que se promete para el futuro y que dará el Hijo del hombre. El valor del milagro como signo no se revela únicamente en el discurso explicativo, sino también en la actitud de rechazo por parte de la muchedumbre, que se queda en el terreno del milagro, es decir, en la necesidad de saciar el hambre material, y no puede elevarse a la ulterior comprensión del signo (6, 26). En esta misma línea se orienta el tema de la incomprensión (6, 5-7), que introduce el evangelista cuando se pasa a la revelación -y a su rechazo-. La incomprensión alcanza a todos, incluso a los discípulos. Para entender el signo es preciso que alguien nos introduzca en su sentido. Todo ello tiene que ver con la revelación que acontece en Jesús; y en el evangelio de Juan esa revelación se articula expresamente en la frase de revelación "yo soy". Al "yo soy (eso)" del relato del milagro se le tiene que conceder toda la importancia de la frase joánica de revelación. Dicha importancia la asegura el contexto: por una parte, mediante la presencia repetida de esta fórmula (absoluta) de revelación en el evangelio y, por otra, mediante la fórmula (relativa) metafórica de revelación "yo soy el pan de vida" (6, 35), con la que guarda cierta relación. Además las numerosas imágenes vinculadas a las distintas fórmulas-yo-soy se reducen a una unidad. Si se quiere descubrir una tendencia básica en las adaptaciones de la tradición "sinóptica" en Jn 6, habría que verla en la idea de revelación, es decir, en la cristología. El desarrollo de la cristología no es fin en sí mismo, es decir, no se limita sólo a Cristo; tal desarrollo tiene que ver además con la salvación del hombre. El aspecto soteriológico es irrenunciable. La reelaboración del signo puede acentuar este aspecto. Como el pan, también la revelación/el revelador transmite vida.
También en el evangelio de Marcos aparecen al principio la historia del Bautista y la vocación de los primeros discípulos. Pero en el cuarto evangelio se descubren hilos que entretejen ambos relatos más estrechamente, pues se nos cuenta que los primeros discípulos de Jesús procedían del Bautista; es más, que el Bautista los encaminó hacia Jesús. El Bautista aparece como un personaje dotado de sabiduría, como alguien que, por inspiración divina, ha llegado a saber que Jesús es el Hijo de Dios (1, 34). También él desconocía este hecho al principio, como los demás; efectivamente, en dos ocasiones se subraya que no conocía a Jesús (1, 31.33). Este desconocimiento se refiere a lo esencial de su ser. Tras haber recibido el don del conocimiento, es capaz de dar a conocer a Jesús en Israel (1, 31). Comparada con los sinópticos, la exposición joánica aparece sustancialmente transformada. En Juan no se halla la menor huella de la predicación escatológica del Bautista sobre el juicio. Su actividad se orienta exclusivamente a dar a conocer a Jesús entre el pueblo. Por ello, dicha actividad aparece claramente reducida, queda relegada frente a la actuación de Jesús. El Bautista actúa sólo para Israel. Su misión no es revelar, sino dar a conocer. Sólo Cristo puede pronunciar la fórmula de revelación "yo soy". Lo único que puede decir el Bautista es "yo no soy", y lo tiene que hacer acentuadamente (1, 20). Él es como una lámpara que arde algún tiempo, Cristo no depende de su testimonio; si esto ocurre así es por causa de los hombres (5, 34s.). Es el amigo del novio, que no tiene la esposa. Él tiene que disminuir, aquél, crecer (3, 29s.).
Esta exposición menguada de la actividad del Bautista tiene su explicación. El grupo de sus discípulos siguió existiendo y evolucionó hasta el punto de que, hacia finales del siglo I, consideraba que su maestro era el Mesías. Era necesario corregir tal orientación. En el evangelio se vuelve a situar al Bautista en un evidente segundo plano, de modo que, en su irrepetible actividad histórica, aparece como testigo y como creyente ejemplar. La perícopa del bautismo de Jesús, tan importante para los sinópticos, pasa a segundo plano. Nada se dice del bautismo de Jesús por Juan. Sólo ha quedado la manifestación celestial de la venida del Espíritu Santo, concomitante al hecho del bautismo; en la contemplación de esa venida se implica al Bautista -frente a Mc 1, 10-, convirtiéndose para él en un signo para conocer a Jesús (Jn 1, 33). De este modo se vuelve a poner de relieve la idea de la revelación; una idea cristológicamente determinada y central en el relato. El revelador tiene que darse a conocer. Pues, de otro modo, seguiría siendo el desconocido entre los hombres (cf. 1, 26). La iniciativa la tiene el revelador, sobre todo en relación con la posibilidad de que se dé el reconocimiento individual de Jesús como Hijo de Dios. Lo que se le concedió al Bautista tiene además amplia significación pues muestra que el acceso a Jesús es un don. Y ello no porque cada vez tengan que ocurrir cosas extraordinarias, sino más bien porque el acceso a Jesús implica un proceso de conocimiento, para el cual el hombre no se halla capacitado de por sí y es preciso que se le revele. Algo semejante parece indicar la extraña referencia a la higuera en el encuentro con Natanael (1, 47s.), y tal vez la misma indicación sobre la visión de la escalera celeste (1, 51). Con ello se toca el hecho de ir a Jesús, la estructura joánica de la fe, la relación entre fe y conocimiento. Volveremos a ello más adelante.
Si se comparan las historias joánicas de vocación (1, 35-53) con las que aparecen en Marcos (Mc 1,16-20), llaman la atención, además de los nombres, las confesiones de fe que aparecen al final de cada una de aquéllas. También aquí se ha introducido el interés cristológico: "Hemos encontrado al Mesías" (1, 41) o, lo que es lo mismo: "Hemos encontrado a Aquel de quien han escrito Moisés y los Profetas" (1, 45) o "Tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel" (1, 49). A las personas en cuestión se les otorga el conocimiento ya en su primer encuentro con Jesús. Jesús se les da a conocer, lo mismo que él conoce completamente a los hombres; a Simón lo llama por su nombre en el primer encuentro (1, 42). Aparece aquí una relación referencial a la alegoría de¡ buen pastor, que conoce a las ovejas de su rebaño y las llama por su nombre (10, 3). Natanael es reconocido como verdadero israelita (1, 47). A diferencia de lo que ocurre en los sinópticos, junto a la orden de seguirle (1, 43) aparece la terminología de la búsqueda y el hallazgo. Las primeras palabras del Cristo joánico, dichas a los dos discípulos de¡ Bautista que se dirigían hacia él, suenan así: "¿Qué buscáis?" (1, 38). En relación con estas palabras hay que leer la -feliz- indicación hecha anteriormente de que ellos lo encontraron. Con ello se toca la búsqueda del sentido de la vida, fundado en cada hombre, y que se halla con la misma terminología en la literatura sapiencial: "Quien me busca, me encuentra" (Prov 8, 17). "Quien me encuentra, halla la vida y encontrará la complacencia del Señor" (Prov 8, 35). Partimos de que la terminología sapiencia¡ sirvió de modelo. Ya aquí se ve claramente que una parte esencial de la cristología joánica lleva el cuño sapiencial, de modo que Cristo aparece como personificación de la sabiduría. En él se cumple el destino de la sabiduría, es decir, que quien la busca, la encuentra; pero también el destino en relación con quien la rechaza.
En el mismo contexto de la historia de vocaciones se puede aludir a otra característica del lenguaje joánico. Se trata del hecho de concretarse de forma peculiar en un lenguaje concentrado, circular, que se expresa a veces en datos sobre números, tiempos y lugares. El encuentro se produjo a la hora décima (las 16 horas, según nuestro cómputo horario). En relación con estas indicaciones numéricas se plantea siempre la pregunta de si tras ellas no se esconde un sentido simbólico. Aunque nosotros no podamos descubrir siempre ese sentido oculto, el medio lingüístico de¡ cuarto evangelio induce a creerlo. Para los primeros destinatarios no debía de tratarse de un sentido oculto. Tal vez sea el diez el número de la plenitud, el tiempo del encuentro.
El relato de la Pasión coincide en sus estaciones fundamentales con el de Marcos y tiene algunos puntos llamativos de contacto con Lucas. Juan empieza con el prendimiento de Jesús en el huerto del Monte de los Olivos (18, 1ss.); esto podría constituir un indicio de que un primitivo relato de la Pasión anterior a todos los evangelios habría comenzado también de ese modo. Así, pues, si partimos de estas dependencias -sean cuales sean los modos en que se produjeran-, nos interesan determinados elementos de la configuración joánica. Faltan dos perícopas sinópticas significativas: la agonía de Jesús en Getsemaní y el proceso ante el Sanedrín. Juan ha prescindido de ellas por razones teológicas. La humillante agonía no encajaba con la imagen de Cristo que impregna su historia de la Pasión, es decir, con la imagen de un rey cuya majestad se refleja precisamente en su Pasión y muerte. En lugar de esto, ha convertido el prendimiento en una escena epifánica, en la que Jesús se da a conocer mediante la frase "yo soy". Las turbas retroceden y caen a tierra (18, 5-8). Que Juan conocía la perícopa de Getsemaní se deduce del hecho de que elabora algunos de sus elementos ubicándolos en otro sitio (cf. 12, 27 con Mc 14, 34s.).
Algo parecido ocurrió con el proceso ante el Sanedrín. Encontramos elementos del relato de Marcos sobre el proceso introducidos en otros contextos. el logion sobre la destrucción y reconstrucción del Templo en 2, 19 (cf. Mc 14, 58); la pregunta de si Jesús es el Cristo en 10, 24 (cf. Mc 14, 61); la acusación de blasfemia en relación con su pretensión de ser Hijo de Dios en 10, 36 (cf. Mc 14, 61-64). Pero el evangelista ha actuado de forma aún más sustancial. Pudo renunciar al proceso ante el Sanedrín, pues toda la actividad pública de Jesús la había situado en el horizonte de un enfrentamiento procesual con los judíos. Éste comienza con el interrogatorio de Juan el Bautista por parte de los sacerdotes y levitas de Jerusalén (1, 19ss.), continúa en los repetidos interrogatorios hechos a personas que fueron curadas por Jesús (5, 10ss.; 9, 13ss.), las decisiones de darle muerte (5, 18; 7, 1; 8, 37.40; 11, 53), las medidas judiciales contra quienes lo confiesan (9, 22; 12, 42), las tensiones entre el pueblo (7, 43; 9, 16; 10, 19), hasta llegar a los interrogatorios hechos directamente a Jesús, algunos de los cuales hemos mencionado más arriba. Quienes llevan adelante este proceso son los judíos. Y en ese sentido es en primer término un proceso que contempla y se limita a la relación de Jesús con su pueblo. Pero el proceso no acaba con el final de su actividad pública.
Juan ha completado ampliamente el juicio ante Pilato. Como en Mc 15, 2, el centro lo ocupa la pregunta de si Jesús es el rey de los judíos (18, 33). Pero, a diferencia de su fuente, el texto desarrolla la basileia Cristou, su señorío. El relato adquiere así rasgos "mundanos", mundiales, universales. Aunque su reino no es de este mundo, él ha venido al mundo para dar testimonio de la verdad y todo aquel -¡en el mundo!- que sea de la verdad, escucha su voz (18, 36s.). En este contexto universal vuelven a entrar en escena los judíos. Como ya ocurría en el texto de Mc 15, 9-15, ellos se distancian de su rey, del rey de los judíos, lo cual alcanza su expresión acabada en el grito del pueblo: "No tenemos otro rey que al César" (19, 15). Esta concomitancia y conjunción de pueblo y mundo, de rey de los judíos y rey que ha venido al mundo, define el espacio donde acontece la salvación aportada por Cristo. La problemática de pueblo y mundo, judíos y cosmos nos volverá a ocupar más adelante. Elemento determinante es la mirada al mundo. Sin embargo, ello no abre el paso hacia un universalismo indiscutido, pues también el mundo es un concepto cargado de negatividad. Jesús es presentado por Pilato con las palabras "He aquí el hombre" (19, 5); y esto se debe entender en el horizonte de este concepto del mundo. La corona de espinas y el manto de púrpura lo confirman. El título Hijo de Dios se añade a la serie de los predicados cristológicos: "Se ha hecho Hijo de Dios" (19, 7), lo cual significa dar un paso hacia el título que para el evangelista sobresale por encima de los otros. En el resto de la historia de la Pasión no sigue ningún título cristológico, no encontrarnos ninguna , a fin de que todos creyeran por medio de él. No era él la luz, sino que vino para dar testimonio de la luz" (1, 6-8). Pero previo a este testimonio de Juan y enmarcándolo hay un texto sobre el Logos, sobre su origen y procedencia divina, así como sobre su encarnación. Una importancia singular tiene la pregunta sobre la función que cumple este texto sobre el Logos en relación con la historia de Cristo, que comienza con la referencia a Juan Bautista. En el fondo se trata de la relación del texto del Logos con el evangelio. De las numerosas opiniones, entresacamos dos que atribuyen gran importancia al versículo 14.
Para Rudolf Bultmann, con la frase "Y el Verbo se hizo carne" se ofrece el tema del evangelio. Con esa frase, la cristología joánica queda determinada desde el principio como una cristología de la encarnación. Prescindiendo una vez más de las distintas posibilidades de interpretar esta frase, Bultmann considera que con ella la revelación queda cualificada en el sentido de que el revelador aparece en su acontecer en un estado de "pura humanidad"; la frase introduce así un escándalo que sólo se puede superar desde la fe. En cualquier caso, según esta opinión, la idea de la encarnación del Logos se sitúa intencionadamente en el comienzo de la concepción del evangelio y de su cristología. M. Theobald ve las cosas en una línea opuesta. Para él la cristología de la encarnación supone el final de un proceso de desarrollo cristológico. Una confirmación de esta opinión la ve, entre otras cosas, en el hecho de que la cristología de la encarnación no halla eco alguno en el cuerpo del evangelio -salvo en algunos añadidos redaccionales (6, 51c-58; 12, 44-50)-. La cristología tiene un sello diferente en el resto del evangelio; está determinada por la idea de Cristo como enviado de Dios, como Hijo del hombre, que ha venido del Padre y ha vuelto a él. La inclusión del versículo 14 y, con este versículo, de la cristología de la encarnación se ha hecho para oponerse a una interpretación que negaba que Cristo "hubiera venido en carne" y que se explicita en las cartas joánicas (1 Jn 4, 2s.; 2 Jn 7). Theobald habla de una cristología del bautismo, cuyo contenido es que el Logos divino habría venido al hombre Jesús en el bautismo, abandonándolo antes de la crucifixión. Theobald atribuye también una función correctora o amplificadora a la idea de la creación (1, 1-3) y al testimonio ocular, que -salvo los insertos de la redacción (1, 34; 19, 35; 21)- no vuelven a aparecer como tales en el evangelio; además considera que el prólogo es el "comentario más antiguo" de¡ evangelio, porque resume y resalta lo fundamental.
En cualquier caso, es evidente que el texto previo del Logos asumido por el evangelista y reelaborado hasta formar el prólogo es de capital importancia para la cristología. En esta afirmación general se da también una coincidencia total entre las dos opiniones referidas. Resultan poco convincentes las interpretaciones según las cuales no hay continuidad entre el prólogo y el evangelio. De la opinión de Theobald vamos a decir algo más.
Si partimos de que el texto previo sobre el Logos abarca 1, 1-16 -las indicaciones sobre Juan Bautista en 6-8 y 15 son inserciones y, como veremos, no son las únicas-, el evangelista habría asumido con él la confesión de fe de la comunidad. Su evangelio quedó así determinado por esta confesión; él, por su parte, se adhiere a ella, pese a que aquel texto contenía novedades frente al evangelio. Pero además de esa perspectiva, hay que hacer valer la otra. No se trata únicamente de que el prólogo es un comentario introductorio al evangelio, sino además de que el evangelio es, por su parte, un comentario al prólogo. También en el comienzo de otros escritos del Nuevo Testamento (Rom, Col, Heb) encontramos -mutatis mutandis- una confesión de fe, que luego se interpreta en el resto de¡ documento.
Es indudable que, con el texto del Logos, que él transformó en un prólogo, el Evangelista quiso crear un auténtico comienzo a su obra. La indicación inicial "Al principio" está tomada de Gén 1, 1, es decir, estaba acuñada como inicio de un libro; y, como Génesis, I, 1, se refiere al momento de la creación, que es el inicio de¡ tiempo. Resulta absurdo dudar de que la referencia temporal contempla el momento de la creación y, viendo las cosas desde 1, 6ss., relacionar ya 1, 1ss. con el Logos encarnado. En su preexistencia, el Logos participó en la creación de todo sin excepción como mediador de la creación (1, 3). Esta afirmación monista acerca de la creación, que en definitiva lo remite todo a Dios, no vuelve a repetirse en el evangelio. Pero se sitúa en la línea de la tradición bíblica, en la que también se halla el evangelista. Sin embargo, más importante que la afirmación sobre la creación sería para Theobald la implicación cristológica de aquella afirmación. En su preexistencia, el Cristo-Logos oyó y vio todo lo que comunicó luego a los hombres en su manifestación histórica, como asegura más tarde el evangelio una y otra vez. Lo mismo que en la creación lo reveló todo, así también en su manifestación histórica constituye la única revelación del Padre. Luz y vida, que él ya poseía (1, 4), no son ahora el resultado de una revelación "natural" -como se podría suponer que afirmaba el precedente himno a la sabiduría-, sino de la revelación comunicada históricamente.
También se historiza el rechazo de la luz, por cuya causa surgen las tinieblas (1, 5). Al hacerlo, el Evangelista se aleja de un problema especulativo sobre el origen del mal y asume la postura característica del evangelio, según la cual sólo en el encuentro con la luz, es decir, sólo con la revelación se perciben las tinieblas como tinieblas. Si aceptamos la opinión de que los versículos 9s. pertenecen a la redacción, hay que concluir que ya aquí el redactor hace valer su concepción del mundo. "Mundo" es una palabra con tintes negativos y significa el mundo enemistado de Dios por la historia de los hombres. En cualquier caso, repitiendo la idea del versículo 3a, constata que el mundo ha llegado a existir por la palabra; es decir, mantiene las posibilidades históricas, en medio de las cuales el hombre puede optar con libertad. Por ello concede importancia a la mención de la fe (1, 12b.13), hacia la cual conduce también en definitiva el Logos. Al realizar una reducción a muy pocos imperativos, la fe adquiere una importancia de primer orden. Pues es la fe la que transmite la nueva vida, el nacimiento desde Dios. Con ello se precisa el don salvífico de la vida. Se distingue de la vida terrena, que se concibe por la voluntad de los hombres. En esta oposición, la vida terrena aparece como una vida impropia. En 5, 25 se llega a afirmar que los que viven una vida terrena están muertos. Puesto que nacer de Dios otorga una vida divina, permanente, la zwe aiwnios, ya aquí se revela la perspectiva escatológica del evangelista (escatología de presente). Lo definitivo se ha hecho ya presente en su plenitud. Para entender lo que significa esa vida hay que tener en cuenta la oposición, establecida ya en este texto, frente a la vida concebida por voluntad humana.
¿Pero cómo hay que entender, según el evangelista, la afirmación de] versículo 14 sobre la encarnación? ¿Como paradoja de la fe, que permite contemplar la gloria divina en el simple hombre Jesús (Bultmann)? ¿O -resaltando en último término la afirmación sobre la encarnación- en el sentido de un "docetismo ingenuo", según el cual la carne es sólo la envoltura de la divinidad plena (E. Käsemann)? ¿O como correctivo de una cristología bautismal insuficiente, según la cual el Logos divino habría descendido sobre el hombre Jesús en el bautismo y que, en el marco de esta confrontación, fundamentaría la idea de la encarnación (Theobald)? Formalmente hablando, queremos suponer que la afirmación sobre la encarnación formaba parte del texto ya existente sobre el Logos. Conviene recordar que dicha afirmación se encuentra también en otro antiguo texto hímnico del Nuevo Testamento (Flp 2, 7). No se puede excluir ciertamente que el texto del Logos poseyera cierta tendencia crítica indirecta. Ésta se habría introducido debido a la polémica con los herejes en 1 Jn 4, 2s.; 2 Jn 7. Sin embargo, el versículo 14a supone una clarificación frente al versículo 11 –"(el Logos) vino a lo suyo"-, que contempla ya su entrada histórica en el mundo. Esta relación singular de competencia del versículo 14 frente al versículo 11 podría ser un indicio de que se trata de una corrección objetiva.
Pero no se puede afirmar que la idea de que Dios se hizo hombre en Jesús aparece por primera vez en ese versículo. Pese al predominio de la cristología del Enviado, dicha idea se hace también presente, en cuanto al sentido, en otros momentos. La confesión de fe de Tomás: "Señor mío y Dios mío" (20, 28), que, en cuanto confesión de fe conclusiva del cuarto evangelio tiene el mismo valor que la confesión de fe del centurión en Mc 15, 39, no se puede integrar en la cristología del Enviado. A aquella confesión se opone el humilde origen humano de Jesús, que provoca tanto escándalo, su procedencia de Nazaret (1, 46), el hecho de que sus padres sean conocidos (6, 42). El escándalo de la revelación se mantiene totalmente y además se expresa. A Jesús se le reprocha que, pese a ser un hombre, se haga Dios (10, 33; cf. 5, 18). Así, pues, la encarnación de Dios no se introduce por primera vez en 1, 14; lo que se hace en ese versículo es conceptualizarla.
La reelaboración redaccional del texto del Logos en la última parte del prólogo se concentra en la unicidad del Revelador. Esto se lleva a cabo distinguiéndolo una vez más de Juan Bautista (1, 15), de Moisés y de la antigua economía salvífica - probablemente con la ayuda de una afirmación tradicional- (1, 17), pero también presentando a Jesús como el "Unigénito del Padre" (1, 14). Precisamente a esta preocupación sirve la frase conclusiva, que es además una afirmación de paso hacia el cuerpo del evangelio: en ella se le atribuye a Jesús, que se halla ahora en el seno del Padre, el papel de ser para los hombres el exegeta del Dios invisible (1, 18).
Por último, el Evangelista aceptó fácilmente los conceptos de gracia y plenitud/pleroma (1, 14.16) usados en el prólogo -el contenido del último es muy próximo al del término "gracia"-, que extrañamente no vuelven a aparecer en el evangelio. También tenía interés en señalar que, en el acceso a la fe, Dios precede a los hombres (cf. por ejemplo, 6, 44). Un grupo, constituido por un nosotros anónimo que confiesa su fe (1, 14b), es responsable del capítulo añadido por la redacción (cf. 21, 24). "Gloria" (doxa) es un término de revelación importante para Juan, y equivale a afirmar la presencia de Dios en Jesucristo. Según 1, 14 ahora se ha hecho posible contemplar su gloria (la del Encarnado). Según 2, 11 dicha posibilidad tiene que ver con la aceptación creyente de sus signos (cf. 11, 4). En 12, 41; 17, 24 dicha posibilidad se remite al mundo de Dios. Sin embargo, también aquí existe una conexión entre el texto del Logos y el evangelio.
Al configurar el prólogo, el evangelista ha emprendido notables cambios de orientación en el texto del Logos que había recogido. Tales cambios constituyen para nosotros el punto de partida para exponer su concepción teológica.
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