viernes, 18 de noviembre de 2016

Poemas por autor

Manuel Acuña
Manuel Acuña Narro
(1849 - 1873)
Médico y poeta, nació en la ciudad de Saltillo, Coahuila, el 27 de agosto de 1849. Vivió en una época en que la sociedad mexicana era dominada por una intelectualidad filosófico-positivista, además de una tendencia romántica en la poesía. Hijo de Francisco Acuña y Refugio Narro. Recibió de sus padres las primeras letras. Estudia posteriormente en el Colegio Josefino de la ciudad de Saltillo y alrededor de 1865 se trasladó a la México, donde ingresó en calidad de alumno interno al Colegio de San Ildefonso, donde estudia Matemáticas, Latín, Francés y Filosofía. Posteriormente, en enero de 1868 inicia sus estudios en la Escuela de Medicina. Fue un estudiante  distinguido aunque inconstante. Cuando muere, en 1873 sólo había concluido el cuarto año de su carrera. En los primeros meses de sus estudios médicos vivía en un humilde cuarto del ex-convento de Santa Brígida, de donde se trasladó al cuarto número 13 de corredor bajo del segundo patio de la Escuela de Medicina, el mismo, que años antes habitara otro infortunado poeta mexicano, Juan Díaz Covarrubias.

Allí se reunían muchos de los escritores jóvenes de la época, Juan de Dios Peza, Manuel M. Flores, Agustín F. cuenca, Gerardo M. Silva, Javier Santamaría, Juan B. Garza, Miguel Portilla, Vicente Morales y otros. Allí fue donde, una tarde de julio de 1872, algunos de los poetas del grupo inscribieron sobre un cráneo, como sobre un álbum, pensamientos y estrofas.

En 1868 inició Acuña su breve carrera literaria. Dióse a conocer con una elegía a la muerte de su compañero y amigo Eduardo Alzúa. En el mismo año, impulsado por el renacimiento cultural que siguió al triunfo de la República, participó, junto con Agustín F. Cuenca y Gerardo Silva, entre otros intelectuales, fundando la Sociedad Literaria Nezahualcóyotl, en el seno de la cual dio a conocer sus primeros versos. Los trabajos presentados en la sociedad publicáronse en la revista "El Anáhuac" (México 1869) y en un folletín del periódico La Iberia intitulado Ensayos literarios de la Sociedad Nezahualcóyotl. Este folleto puede considerarse como una de las obras de Acuña, ya que contiene, además de trabajos de otros escritores, once poemas y un artículo en prosa suyos.

Tenía 24 años y había probado ya la miel de la gloria el 9 de mayo de 1871... En esa fecha se estrenó "El Pasado", drama de su inspiración que recibió una buena acogida por parte del público. Además la crítica ya le había reconocido un sitio destacado como poeta. Rosario de la Peña fue la mujer que estuvo más íntimamente ligada a sus últimos años, fue el gran amor de su vida y según parece, pesó tanto en su ánimo que mucho tuvo que ver con su trágica muerte. De hecho, el atractivo de esta mujer queda reservado como uno de los misterios de la historia, pues fue ella la misma Rosario que despertó por igual la desesperada pasión de Acuña, el deseo de Flores, la senil adoración de Ramírez y el cariño devoto de Martí.

Los extremos poéticos de estos cuatro hombres de letras eran motivo de satisfacción y halago para ella, cuya casa era frecuentemente convertida en tertulia donde cada uno exponía sus nuevos versos, se hablaba y debatía de filosofía o de bibliografía. Manuel Acuña fue un apasionado de Rosario de la Peña. Su inmenso y desenfrenado amor por ella fue la causa, o al menos la razón mejor fundamentada, de que quedara trunca su existencia cuando ya en los círculos intelectuales era reconocido su genio, su calidad como escritor y nadie dudaba de su exitoso futuro.

¿Qué era lo que pasaba por su mente o por su atribulado corazón aquel 6 de diciembre de 1873? Es un secreto que se llevó a la tumba luego de ingerir cianuro de potasio para cortar su existencia. El cadáver del poeta, de cuyos cerrados ojos, se dice, estuvieron brotando lágrimas según él mismo lo había anticipado:

"como deben llorar en la última hora
los inmóviles párpados de un muerto"

Fue velado por sus amigos en la Escuela de Medicina, fue sepultado el día 10 de diciembre en el Cementerio del Campo Florido, con la asistencia de representaciones de las sociedades literarias y científicas, además de "un inmenso gentío" Las elegías y oraciones fúnebres con que se honró su memoria fueron nutridísimas destacándose las de Justo Sierra, que expresó con singular fortuna, en la primera estrofa de su poema, el sentimiento de dolorosa pérdida que experimentaba la concurrencia:

Palmas, triunfos, laureles, dulce aurora
de un porvenir feliz, todo en una hora
de soledad y hastío
cambiaste por el triste
derecho de morir, hermano mío.

Hablaron también Juan de Dios Peza, su gran amigo, Gustavo Baz y Eduardo F. Zárate, entre otros.
Posteriormente sus restos fueron trasladados a la Rotonda de los Hombres Ilustres del Cementerio de Dolores, donde se le erigió un monumento. En octubre de 1917, el estado de Coahuila reclamó las cenizas de Acuña que, tras de haber sido honradas con una ceremonia en la Biblioteca Nacional, fueron trasladadas a Saltillo, su ciudad natal, donde el escultor Jesús E. Contreras había realizado un notable grupo escultórico a la memoria del poeta.

De entre los versos de Manuel Acuña es bien conocido el "Nocturno" (dedicado justamente a su amada Rosario, que ha pasado de generación en generación como un canto al amor y al desengaño), o "Ante un Cadáver", que representa toda una reflexión acerca de la vida y la muerte desde el punto de vista de la materia misma y su transformación.
Manuel Acuña destacó durante su juventud, pero privó a los amantes de la poesía de ver su evolución y comprobar que estaba destinado a ser uno de los grandes en las letras mexicanas.
Prólogo de Juan de Dios Peza a las obras de Acuña:

Todo se va, todo se muere. A medida que se avanza en el camino del mundo, se van dejando pedazos del corazón sobre la fosa de cada uno de de los seres queridos que nos abandonan para siempre. Hoy es un triste aniversario para las letras nacionales: hace veinticuatro años—¡parece que fue ayer!—que el poeta más inspirado de la generación de entonces, puso fin a sus días cegado por no sabemos qué internas y pavorosas sombras. Vivíamos él y yo tan ligados, fuimos tan íntimos amigos, que puedo asegurar, sin jactancia, que pocos le estudiaron como yo tan de cerca, por lo cual juzgo un deber narrarlo sobre su vida y sobre su muerte, en esta tristísima fecha, no sólo porque a través de los años se ha adulado su historia, sino también porque muchos se interesan cuando leen sus versos en saber con toda la verdad posible cómo era, cómo vivió y cómo murió el infortunado poeta. Así es que refundiendo antiguos apuntamientos, enlazando recuerdos que todavía están frescos en mi memoria, y juzgando con mayor experiencia lo que en aquella época no pude apreciar, si encuentro ocasión oportuna para escribir un artículo en que han de campear la verdad y la justicia.

* *

Manuel Acuña nació en el Saltillo, capital del Estado de Coahuila, el año 1849, y vino de catorce años, o poco menos, a esta ciudad de México, entrando como alumno interno en el colegio de S. Ildefonso. Hace él tiernísima referencia a su salida de la tierra de su padre; «Sus brazos me estrecharon Y después a los pálidos reflejos Del sol que en el crepúsculo se hundía, Sólo vi una ciudad que se perdía Con mi cuna y mis padres a lo lejos» Cursó con notorio talento los años de latinidad, matemáticas y filosofía y pasó a esa histórica Escuela de Medicina de donde han salido tantas lumbreras de las letras y de las ciencias. Lo recuerdo como si lo viera en la víspera de su fin trágico. Delgado de contextura, con la frente limpia y tersa sobre la cual se alzaba rebelde el obscuro cabello echado hacia atrás y que parecía no tener otro peine que la mano indolente que solía mesarlo; cejas arqueadas, espesas y negras, ojos grandes y salientes como si se escaparan de las órbitas; nariz pequeña y afilada; boca chica, de labio inferior grueso y caído, ornada por un bigote recortado en los extremos; barba aguzada y con hoyuelos; siempre vestido con levita obscura de largos faldones, rápido en el andar y algo dificultoso en su palabra.

Triste en el fondo pero jovial y punzante en sus frases, sensible como un niño y leal como un caballero antiguo; le atormentaban los dolores ajenos y nadie era más activo que él para visitar y atender al amigo enfermo y pobre. Vivía en el corredor bajo del segundo patio de la Escuela de Medicina, en el cuarto número 13, el mismo cuarto que ocupó Juan Díaz Covarrubias y del cual salió para ser infamemente fusilado en Tacubaya el 11 de Abril de 1859.—Acuña tenía siempre en su derredor un cortejo de amigos que lo amábamos sin doblez, sin rencillas, sin envidia de su genio, sin censurar sus extravagancias, evitándole todos los disgustos y siendo los primeros en aplaudir sus obras. De ese cortejo han muerto Agustín F. Cuenca, Gerardo M. Silva, y viven, Javier Santa María, Juan B. Garza, Gregorio Oribe, Francisco Ortiz, Miguel Portillo, Antonio Coellar y Argomaniz, Juan de Dios Villalón y Vicente Morales que ha sido Secretario de nuestras Legaciones en Washington y en Italia. Nosotros habíamos presenciado de cerca los trabajos de aquel adolescente sublime; con las lágrimas en los ojos le vimos salir a la escena en medio de aplausos atronadores, conducido por el eminente José Valero y por Salvadora Cairón, en la noche del estreno de su drama El Pasado; temblando de gozo le admiramos cuando hizo en unos funerales estremecerse a los viejos y sabios maestros diciendo:

«La muerte no es la nada
Sino para la chispa transitoria
Cuya Luz ignorada
Pasa sin alcanzar una mirada
De la pupila augusta de la historia.»

O cuando con su brindis titulado «Un rasgo de buen humor» hizo que lo miraran sonriendo aquellos sabios severos que se llamaron Río de la
Loza, Vertiz y Barreda. Nosotros recogíamos con cuidado fraternal cada periódico en que aparecían sus versos, guardábamos los párrafos en que lo elogiaban y nos sentíamos felices con mirarle recibir cartas de su hogar lejano, y después de leerlas, besar la firma de su madre diciendo: «¡Hace muchos años que no la veo! ¡Pobrecita! Ya sólo me conoce en retrato.» Esa ausencia lo mataba. Leed su poesía «Entonces y hoy,» escrita con las lágrimas más tiernas del fondo de su pecho y veréis que es una verdad la que os digo. El viernes 5 de Diciembre de 1873, anduvimos juntos desde la mañana y nos fuimos por la tarde a la Alameda. El viento arrancaba las hojas
amarillentas de los fresnos y de los chopos que al caer bajo los pies del poeta atraían sus miradas de mayor tristeza. «Mira—me dijo mostrándome una de esas hojas que aún guardo seca por haber señalado con ella un capítulo del libro que leíamos aquella tarde;—Les feuilles d' Au- tomne» de Víctor Hugo—mira: ¡una ráfaga helada la arrebató del tronco antes de tiempo! Allí me recitó la poesía «El Génesis de mi vida» que alguien extrajo de sus papeles el día de su muerte. Era una poesía lindísima de la cual vagamente recuerdo uno que otro verso. Ya sentados en una banca de piedra me dijo: «Escribe* y me dictó el soneto «A un arroyo» poniéndome después de su puño y letra una cariñosa dedicatoria. Este soneto es el último que escribió; muchos creen que el «Nocturno» es su obra postrera, pero sus amigos nos sabíamos de memoria esos versos desde tres meses antes de aquel día a que me refiero. A propósito del «Nocturno» haré una digresión interesante. Una mañana estando en Saltillo, salimos muy temprano Jesús M. Eábago y yo, pues íbamos de expedición fuera de la ciudad. La parroquia da su espalda al Oriente, así es que el sol se alzaba detrás de la torre y enfrente, rumbo al Ocaso, se extiende una calle en que Acuña vivió cuando era niño. Al fijarse en esto me dijo Rábago: Vea V. cómo es verdad aquello de:

«El sol de la mañana
detrás del campanario, y abierta allá á lo lejos
la puerta del hogar.»

Pero reanudemos el hilo de los acontecimientos. Abandonamos la Alameda a la hora del crepúsculo, lo dejé en la puerta de una casa de la calle de Santa Isabel y me dijo al despedirnos:

—Mañana a la una en punto te espero sin falta.
—¿En punto?—le pregunté.
—Si tardas un minuto más...
—¿Qué sucederá?
—Que me iré sin verte.
—¿Te irás adónde?
—Estoy de viaje... sí... de viaje... lo sabrás después.

Estas últimas palabras cayeron sobre mi alma como gotas de fuego. Quise preguntarle más; pero él se metió en aquella casa y yo me fui triste y malhumorado como si hubiera recibido una noticia infausta. Yo sólo sabía que aquel gigantesco espíritu estaba enfermo y temía una crisis. Acuña llegó algo tarde a la Escuela en aquella noche; rompió y quemó muchos papeles que tenía guardados; escribió varias cartas listadas de negro, una para su ausente madre, otra para Antonio Coellar, otra para Gerardo Silva, dos para unas amigas íntimas. Dicen que al día siguiente se levantó tarde, arregló su habitación, se fue después a dar un baño, volvió a su cuarto a las doce, y sin duda en esos momentos, con mano segura y firme escribió las siguientes líneas:  «Lo de menos será entrar en detalles sobre la causa de mi muerte, pero no creo que le importe a ninguno; basta con saber que nadie más que yo mismo es el culpable— Diciembre 6 de 1873.—Manuel Acuña»

Salió después á los corredores, estuvo conversando de asuntos indiferentes, y cerca de las doce y media volvió a meterse a su cuarto. Fácil es presumir lo que sucedió entonces. Yo llegué a visitarlo a la una y minutos, porque un amigo me detuvo en la puerta de la Escuela. Encontré sobre la mesa de noche una bujía encendida y a Acuña tendido en su cama con la expresión natural del que duerme. Toqué su frente guiado por extraño presentimiento y la encontré tibia; alcé en uno de sus ojos un párpado y la expresión de la pupila me aterró; volví entonces con sobresalto el rostro hacia la mesa de noche y me encontré en ella, junto a la vela, un vaso en que se apoyaba el papel que antes he copiado. Me incliné para leerlo y un acre olor de almendras amargas me descorrió el velo de aquel misterio. Aturdido, loco, llamé a los entonces estudiantes y hoy médicos Vargas, Villamil y Oribe, que vivían en el cuarto de junto. Oribe se precipitó sobre el cadáver queriendo volverlo a la vida y le hizo una insuflación de boca a boca, a tiempo que Vargas movía el tórax para producir la respiración artificial. Todo fue en vano. Oribe cayó presa de un vértigo intoxicado por el olor del cianuro, pues Acuña había apurado cerca de dos dracmas de esta substancia. La fatal noticia circuló instantáneamente en la Escuela. El prefecto del establecimiento, Dr. Manuel Domínguez, los médicos y los alumnos que a esa hora estaban allí, acudieron al lugar del siniestro y rivalizaron en empeño y actividad para tratar de devolverle la vida ¡la vida que una hora antes le había abandonado! Llegó a pocos momentos mi amigo Francisco Sosa, y a las cuatro de la tarde el Sr. Gaxiola, Juez en turno, que dictó las medidas oportunas, concediendo que fuera en la Escuela de Medicina y no en el Hospital de San Pablo donde se hiciera la autopsia del cadáver.

Los miembros todos de la «Bohemia literaria» visitaron por la tarde al poeta muerto, que al anochecer fue colocado en la ex capilla de la Escuela. Alejandro Casarin acompañado del inolvidable Alamilla, sacó en yeso blando la mascarilla del rostro, para hacer un busto y trazó a lápiz un magnifico retrato. El cadáver estuvo constantemente velado por los alumnos de la Escuela, quienes lo inyectaron a todo costo y con todas las reglas de la ciencia. El miércoles, diez, fue el entierro, que tuvo una pompa y una majestad inusitadas. A las nueve de la mañana un inmenso gentío llenaba la plazuela de Santo Domingo, en tanto que en el interior de la Escuela de Medicina se agrupaban los representantes de las sociedades científicas, literarias y de obreros. Los hombres más notables, los profesores más distinguidos, estaban allí dispuestos a acompañar al infortunado soñador de veinticuatro años. El gran Ignacio Ramírez había dicho al saber la muerte de Acuña: «Es una estrella que se apaga.» Altamirano que lo distinguía y mimaba como a un hijo, habíase sentido enfermo de pesar con la triste noticia, y el sabio Río de la Loza a pesar de sus arraigadas convicciones religiosas, ordenó como director de la Escuela, que no se omitieran gastos para enterrar a Acuña como lo exigía su talento. Para no mutilar aquel cadáver querido, se extrajo del estómago el veneno con una bomba exofagiana, y después lo inyectaron cuidadosamente los más inteligentes alumnos. Durante el tiempo que estuvo tendido y expuesto al público en la ex capilla de la Escuela, se recibieron multitud de coronas y de ramilletes remitidos por corporaciones y admiradores particulares. Sea por el efecto del embalsamiento, sea porque los tejidos se estrecharon por la rigidez, el hecho es que de los cerrados ojos del poeta estuvieron brotando lágrimas constantemente: lloraba, como lo había dicho en una estrofa:

«¡Cómo deben llorar en la última hora
Los inmóviles párpados de un muerto!»


A las diez los amigos íntimos de Acuña cargamos en hombros su cadáver y salimos de la Escuela en medio de un silencio y de una consternación profunda. Detrás de nosotros iban los comisionados de las Sociedades Literarias presidiendo las del «Liceo Hidalgo,» la «Concordia» y el «Porvenir;» de las científicas presididas por la de Geografía y Estadística y la Filoiátrica, una diputación del Gran Círculo de Obreros y después todos los invitados. Por detrás iba el carro fúnebre más elegante de la capital llevando en su remate una lira de oro con las cuerdas rotas y sobre ella la corona alcanzada por el poeta en el estreno de su drama. En pos del carro fúnebre iban más de cien carruajes particulares. El cortejo recorrió las calles de la Cerca de Santo Domingo, Esclavo, Manrique, San José el Real, San Francisco, San Juan de Letrán y Hospital Real, continuando en línea recta hasta el cementerio del Campo Florido. Allí, bajo un cobertizo de madera en donde se puso una tribuna se le tributaron los últimos honores. Los alumnos Manuel Rocha, Porfirio Parra y Francisco Frías y Camacho hablaron en nombre de la Sociedad Filoiátrica y Gustavo Baz en nombre del Liceo Hidalgo. En seguida ocupó la tribuna Justo Sierra.—Acuña quería con profunda ternura a Justo, le miraba como a hermano sabio y erudito y la aparición de éste en aquellos instantes causó inmensa sensación en todos los presentes. Dice Franz Cosmes en una crónica de entonces, al hablar de Justo Sierra, lo siguiente: «Sólo los que hayan oído alguna vez esa palabra poderosa, hija de un cerebro de luz y de un corazón de fuego, podrán concebir hasta donde se remontó esa imaginación audaz, llorando sobre el cadáver de su hermano. No era un dolor común el que expresaba, era el grito de desesperación de la humanidad por la pérdida de uno de sus apóstoles, el sollozo trémulo de la poesía por la muerte de uno de sus hijos.»

«El sólo pudo comprender esas aspiraciones sin límites del poeta que en un mundo raquítico se ahogaba.»
En efecto, sólo Sierra condensó la vida del poeta en admirables versos captándose la respetuosa veneración del auditorio desde que comenzó
diciendo:

«Palmas, triunfos, laureles, dulce aurora
De un porvenir feliz, todo en una hora
De soledad y hastío,
Cambiaste por el triste
Derecho de morir, hermano mío!»

Hablaron después en nombre de la sociedad «El Porvenir» los señores Ramírez de Arellano y Francisco de A. Lerdo; luego el inspirado José Rosas Moreno leyó una poesía hermosísima; ocuparon la tribuna Eduardo E. Zarate y José Rafael Alvarez por la Sociedad Literaria «La Concordia;» Pedro Porrez, Vicente Fuentes, Alberto del Frago que leyó unos versos de José María Valenzuela y Becerril, José Carrillo, Julián Montiel y el último el que estas líneas escribe. Hablé en nombre de los amigos íntimos de Manuel: tenía yo entonces veintiún años y hablé llorando... A las doce del día el primer puñado de tierra cayó sobre el ataúd, la piqueta del sepulturero resonó huecamente en aquel sitio y todos nos separamos conmovidos.

«¡Ay! de aquella mañana a esta mañana,
de aquel sol a este sol.»

Como dice el poeta, han corrido fugaces veinticuatro años.
    Debajo de la tierra en que ya han brotado flores nuevas, ocultos por un manto de fresco césped sobre el cual arrastra el viento las hojas secas, durmiendo están para no despertar nunca, muchos de los maestros, de los amigos y de los compañeros del poeta: Ignacio Ramírez, Ignacio M. Altamirano, Vicente Riva Palacio, Flores, Rosas, Moreno, Francisco Lerdo, Plaza, Alamilla, Manuel Oca Ranza, pero sería larga e interminable la lista de los que han bajado a la eterna sombra.

Los versos de Acuña han recorrido todos los dominios de la lengua castellana y en todas partes los admiran y los repiten, pues entre ellos hay muchos que bastan para revelar su genio. Acuña fue victima del hastío, de la nostalgia moral, de esa enfermedad sin nombre que marchita las flores del alma cuando apenas están en capullo. En sus últimos días vivía de una manera extraña: sus vigilias eran constantes; leía y escribía hasta el amanecer; gustaba de tomar un café espeso, al que llamaba Manuel Flores «el néctar negro de los sueños blancos» y aparentaba una jovialidad que servía de antifaz a su secreta tristeza. Su trágica muerte es el resultado de un extravío cerebral: nadie aparece como causa de ella y son consejas triviales las que corren en boca del vulgo. En el Saltillo han honrado su memoria construyendo un precioso teatro que lleva su nombre y que tiene el patio en forma de lira. En México, debido al constante empeño de algunos de sus amigos especialmente de Luis A. Escandón y de Agapito Silva, se le construyó un monumento qne en esta fecha está concluído ya en el cementerio de Dolores, a donde han sido con orden de la Autoridad trasladados sus restos. Dicen que al exhumar los restos en la mañana del veintinueve de Noviembre, encontraron intacta la ropa, cubriendo los huesos; tenía todo el cabello que cayó del cráneo al primer impulso del aire, y el Dr. Abel F. González le encontró en la bolsa del chaleco una peseta del año de 1830. Acuña «si tan prematuramente no se roba a su propia gloria» como me dice hablando de él el inspirado Núñez de Arce, sería hoy una de las más altas personalidades literarias de México. Las composiciones que dejó escritas revelan todo lo que pudo llegar a ser: el destino apagó la llama de su vida, pero no logrará extinguir su imperecedera memoria.

¡Y bien! aqui estás ya... sobre la plancha
donde el gran horizonte de la ciencia
la extensión de sus límites ensancha.
Aqui donde la rígida experiencia
viene a dictar las leyes superiores
a que está sometida la existencia.
Aquí donde derrama sus fulgores
ese astro a cuya luz desaparece
la distinción de esclavos y señores.
Aquí donde la fábula enmudece
y la voz de los hechos se levanta
y la superstición se desvanece.
Aquí donde la ciencia se adelanta
a leer la solución de ese problema
cuyo sólo enunciado nos espanta.
Ella que tiene la razón por lema
y que en tus labios escuchar ansía
la augusta voz de la verdad suprema.
Aquí está ya... tras de la lucha impía
en que romper al cabo conseguiste
la cárcel que al dolor te retenía.
La luz de tus pupilas ya no existe,
tu máquina vital descansa inerte
y a cumplir con su objeto se resiste.
¡Miseria y nada mas! dirán al verte
los que creen que el imperio de la vida
acaba donde empieza el de la muerte.
Y suponiendo tu misión cumplida
se acercarán a ti, y en su mirada
te mandarán la eterna despedida.
Pero, ¡no!... tu misión no está acabada,
que ni es la nada el punto en que nacemos
ni el punto en que morimos es la nada.
Círculo es la existencia, y mal hacemos
cuando al querer medirla le asignamos
la cuna y el sepulcro por extremos.
La madre es sólo el molde en que tomamos
nuestra forma, la forma pasajera
con que la ingrata vida atravesamos.
Pero ni es esa forma la primera
que nuestro ser reviste, ni tampoco
será su última forma cuando muera.
Tú sin aliento ya, dentro de poco
volverás a la tierra y a su seno
que es de la vida universal el foco.
Y allí, a la vida en apariencia ajeno,
el poder de la lluvia y del verano
fecundará de gérmenes tu cieno.
Y al ascender de la raíz al grano,
irás del vergel a ser testigo
en el laboratorio soberano;
Tal vez, para volver cambiado en trigo
al triste hogar donde la triste esposa
sin encontrar un pan sueña contigo.
En tanto que las grietas de tu fosa
verán alzarse de su fondo abierto
la larva convertida en mariposa;
Que en los ensayos de su vuelo incierto
irá al lecho infeliz de tus amores
a llevarle tus ósculos de muerto.
Y en medio de esos cambios interiores
tu cráneo lleno de una nueva vida,
en vez de pensamientos dará flores,
en cuyo cáliz brillará escondida
la lágrima tal vez con que tu amada
acompañó el adiós de tu partida.
La tumba es el final de la jornada,
porque en la tumba es donde queda muerta
la llama en nuestro espíritu encerrada.
Pero en esa mansión a cuya puerta
se extingue nuestro aliento, hay otro aliento
que de nuevo a la vida nos despierta.
Allí acaban la fuerza y el talento,
allí acaban los goces y los males
allí acaban la fe y el sentimiento.
Allí acaban los lazos terrenales,
y mezclados el sabio y el idiota
se hunden en la región de los iguales.
Pero allí donde el ánimo se agota
y perece la máquina, alli mismo
el ser que muere es otro ser que brota.
El poderoso y fecundante abismo
del antiguo organismo se apodera
y forma y hace de él otro organismo.
Abandona a la historia justiciera
un nombre sin cuidarse, indiferente,
de que ese nombre se eternice o muera.
El recoge la masa únicamente,
y cambiando las formas y el objeto
se encarga de que viva eternamente;
La tumba sólo guarda un esqueleto
mas la vida en su bóveda mortuoria
prosigue alimentándose en secreto.
Que al fin de esta existencia transitoria
a la que tanto nuestro afán se adhiere,
la materia, inmortal como la gloria,
cambia de formas; pero nunca muere.



UNA LIMOSNAA mi querido amigo A.F. Cuenca.
¡Entrad!... en mi aposento
donde sólo se ven sombras,
está una mujer muriendo
entre insufribles congojas...
Y a su cabecera tristes
dos niñas bellas que lloran,
y que entrelazan sus manos
y que gimen y sollozan.
Y la infeliz ya no mira
ni tiene aliento en la boca,
y cuando habla sólo dice
con voz hueca y espantosa:
"¡Yo tengo hambre! ¡Yo tengo hambre!
Por piedad ¡Una limosna!"
Y calla... y las niñas gimen...
y calla... y el viento sopla...
y llora... y nadie la escucha,
¡que nadie escucha al que llora!
...........................................
¿Y la oís? - ¡Ay!, hijas mías
vanse por fin a quedar solas...
solas... y sin una madre
que os alivie y que os socorra...
solas... y sin un mendrugo
que llevar a vuestra boca...
Adiós... adiós... ya me muero...
ya no tengo hambre...
y la mísera expiraba ¡"Una limosna"!
entre angustias y congojas,
mientras que las pobres niñas
casi locas, casi locas
la besaban y lloraban
envueltas entre las sombras.
Después... temblando de frío
bajo sus rasgadas ropas,
caminaban lentamente
por la calle oscura y sola,
exclamando con voz triste
al divisar una forma;
..."¡Me muero de hambre!"
Y la otra...
...¡"Una limosna"!

Enero de 1869.
ADIÓ S A MÉXICO
Escrita para la Sra. Cayrón y leída por ella
en una función de despedida.

Pues que del destino en pos
débil contra su cadena,
frente al deber que lo ordena
tengo que decirte adiós;

Antes que mi boca se abra
para dar paso a este acento,
la voz de mi sentimiento
quiere hablarte una palabra.

Que muy bien pudiera ser
que cuando de aquí me aleje,
al decirte adiós, te deje
para no volverte a ver.

Y asi entre el mal con que lucho
y y que en el dolor me abisma,
quiero decirte yo misma,
sepas que te quiero mucho.

Que enamorada de tí
desde antes de conocerte,
yo vine sólo por verte,
y al verte te puse aquí.

Que mi alma reconocida
te adora con loco empeño,
porque tu amor era el sueño
más hermoso de mi vida.

Que del libro de mi historia
te dejo la hoja mas bella,
porque en esa hoja destella
tu gloria más que mi gloria.

Que soñaba en no dejarte
sino hasta el poster momento,
partiendo mi pensamiento
entre tu amor y el del arte.

Y que hoy ante esa ilusión
que se borra y se deshace,
siento ¡ay de mí! que se hace
pedazos mi corazón...

Tal vez ya nunca en mi anhelo
podré endulzar mi tristeza
con ver sobre mi cabeza
el esplendor de tu cielo.

Tal vez ya nunca a mi oído
resonará en la mañana,
la voz del ave temprana
que canta desde su nido.

Y tal vez en los amores
con que te adoro y admiro
estas flores que hoy aspiro
serán las últimas flores...

Pero si afectos tan tiernos
quiere el destino que deje,
y que me aparte y me aleje
para no volver a vernos;

Bajo la luz de este día
de encanto inefable y puro
al darte mi adiós te juro,
¡oh dulce México mío!

Que si él con sus fuerzas trunca
todos los humanos lazos,
te arrancará de mis brazos
pero de mi pecho, nunca!
MISTERIO
Si tu alma pura es un broche
que para abrirse a la vida
quiere la calma adormecida
de las sombras de la noche;

Si buscas como un abrigo
lo más tranquilo y espeso,
para que tu alma y tu beso
se encuentren sólo conmigo;

Y si temiendo en tus huellas
testigos de tus amores,
no quieres ver más que flores,
más que montañas y estrellas;

Yo sé muchas grutas, y una
donde podrás en tu anhelo,
ver un pedazo de cielo
cuando aparezca la luna.

Donde a tu tímido oído
no llegarán otros sones
que las tranquilas canciones
de algún ruiseñor perdido.

Donde a tu mágico acento
y estremecido y de hinojos,
veré abrirse ante mis ojos
los mundos del sentimiento.

Y donde tu alma y la mía,
como una sola estrechadas,
se adormirán embriagdas
de amor y melancolía.

Ven a esta gruta y en ella
yo te daré mis desvelos,
hasta que se hunda en los cielos
la luz de la última estrella.

Y antes que el ave temprana
su alegre vuelo levante
y entre los álamos cante
la vuelta de la mañana.

Yo te volveré al abrigo
de tu estancia encantadora,
donde el recuerdo de esa hora
vendrás a soñar conmigo...

Mientras que yo en el exceso
de la pasión que me inspiras
iré a soñar que me miras,
e iré a soñar que te beso.

 
Poesía leída en la velada literaria
que celebró la Sociedad "El Porvenir"
la noche del 3 de mayo de 1873.
Pues, señor, dije yo, ya que es preciso
puesto que asi lo han dicho en el programa,
que rompa ya la bendecida prosa
que preparado para el caso había,
y que escriba en vez de ella alguna cosa
asi, que parezca poesía,
pongámonos al punto,
ya que es forzoso y necesario, en obra,
sin preocuparnos mucho del asunto,
porque al fin el asunto es lo que sobra.
Así dije, y tomando
no el arpa ni la lira
que la lira y el arpa
no pasan hoy de ser una mentira,
sino una pluma de ave
con la que escribo yo generalmente
violenté las arrugas de mi frente
hasta ponerla cejijunta y grave
y pensando en mi novia, en la adorada
por quien suspiro y lloro sin sosiego,
mojé mi pluma en el tintero, y luego
puse ocho letras: "A mi amada."
Su retrato, un retrato
firmado por Valleto y compañía,
se alzaba junto a mi plácido y grato,
mostrándome las gracias y recato
que tanto adornan a la amada mía;
y como el verlo sólo
basta para que mi alma se emocione,
que Apolo me perdone
si, dije aqui que me sentí un Apolo.
Ella no es una rosa
ni un ser ideal, ni cosa que lo valga;
pero en verso o en prosa
no seré yo el estúpido que salga
con que mi novia es fea,
cuando puedo decir que es muy hermosa
por más que ni ella misma me lo crea;
así es que en mi pintura
hecha en rasgos por cierto no muy fieles,
aumenté de tal modo su hermosura
que casi resultaba una figura
digna de ser pintada por Apeles.
Después de dibujarla como he dicho,
faltando a la verdad por el capricho,
iba yo a colocar el fondo negro
de su alma inexorable y desdeñosa,
cuando al hacerlo me ocurrió una cosa
que hundió mi plan, y de lo cual me alegro;
porque, en último caso,
como pensaba yo entre las paredes
de mi cuarto sombrío,
¿qué les importa a ustedes
que mi amada me niegue sus mercedes,
ni que yo tenga el corazón vacío?
Si mi vida vegeta en la tristeza
y el yugo del dolor ya no soporta,
caeré de referirlo en la simpleza
para que alguien me diga en su franqueza:
¡"¿si viera usted que a mi nada me importa?..."!
No, de seguro, que antes
prefiero verme loco por tres días,
que imitar a ese eterno Jeremías
que se llama el señor de Cervantes.
Y convencido de esto,
ya que era conveniente y necesario,
borré el título puesto,
y buscando a mi lira otro pretexto
escrbí este otro título: El Santuario.
¡El santuario!... exclamé; pero y ¿qué cosa
puedo decir de nuevo sobre el caso,
cuando en cada volumen de poesías,
en versos unos malos y otros buenos,
sobre templos, santuarios y abadías?
Para entonar sobre esto mis cantares,
a mas de que el asunto vale poco,
¿Qué entiendo yo de claustros ni de altares,
ni qué se yo de sacristán tampoco?
No, en la naturaleza
hay asuntos mas dignos y mejores,
y mas llenos de encantos y de belleza,
y que he de escribir, haré una pieza
que se llame: Los prados y las flores.
Hablaré de la incauta mariposa
que en incesante y atrevido vuelo,
ya abandona el cielo por la rosa;
ya abandona la rosa por el cielo,
del insecto pintado y sorprendente
que de esconderse entre las hierbas trata,
y de el ave inocente que lo mata,
lo cual prueba que no es tan inocente;
hablaré... pero y luego que haya hablado
sacando a luz el boquirrubio Febo,
me pregunto, señor, ¿qué habré ganado,
si al hacerlo no digo nada nuevo?...
Con que si esto tampoco es un asunto
digno de preocuparme una sola hora,
dejemos sus inútiles detalles,
ya que no hay ni un señor ni una señora
que no sepa muy bien lo que es la aurora
y lo que son las flores y los valles...
Coloquemos a un lado estas materias
que valen tan poco para el caso,
y pues esto se ofrece a cada paso
hablemos de la vida y sus miserias.
Empezaré diciendo desde luego,
que no hay virtud, creencias ni ilusiones;
que en criminal y estúpido sosiego
ya no late la fe en los corazones;
que el hombre imbécil, a la gloria ciego,
sólo piensa en el oro y los doblones,
y concluiré en estilo gemebundo:
¡Que haya un cadáver mas que importa al mundo!
Y me puse a escribir, y asi en efecto,
lo hice en ciento cincuenta octavas reales,
cuyo único defecto,
como se ve por lo que dicho queda,
era que en vez de ser originales
no pasaba de un plagio de Espronceda.
Como era fuerza, las rompí en el acto
desesperado de mi triste suerte,
viendo por fin que en esto de poesía
no hay un solo argumento ni una idea
que no peque de fútil, o no sea
tan vieja como el pan de cada día.
En situación tan triste
y estando la hora ya tan avanzada,
¿qué hago, dije yo, para salvarme
de este grave y horrible compromiso,
cuando ningún asunto puede darme
ni siquiera un adarme
de novedad, de encanto, o de un hechizo?
¿Hablaré de la guerra y de la gente
que enardecida de las cumbres baja
desafiando al contrario frente a frente,
y habré de convertirme en un valiente
yo que nunca he empuñado una navaja?
No, señor, aunque estudio medicina
y pertenezco a esa importante clase
que no hay pueblo y lugar en donde no pase
por ser la mas horrible y asesina,
aparte de que en esto hay poco cierto,
como lo prueba y mucho la experiencia,
yo, a lo menos hasta hoy, me hallo a cubierto
de que se alce la sombra de algún muerto
a turbar la quietud de mi conciencia.
Sobre los libros santos, se podría
con meditar y con plagiar un poco,
arreglar o escribir una poesía;
pero ni esto es muy fácil en un día
ni para hablar sobre esto estoy tampoco;
porque en fiestas como esta
donde el saber está en su templo,
salir con el Diluvio, por ejemplo,
fuera casi querer aguar la fiesta;
y como yo no quiero que se diga
que he venido a tal cosa,
ya que en mi numen agotado me hallo
el asunto y el plan a que yo aspiro
rompo mi humilde cítara, me callo,
y con perdón de ustedes me retiro.

No hay comentarios:

Publicar un comentario