Constitución de Verdades a través de las apariencias televisivas
Las apariencias televisivas podrán constituir verdades [697], si por “verdades” entendemos alguna de las modulaciones de la Idea de Verdad [684] que hemos reseñado, a saber:
(1) Verdades de apercepción. La televisión puede ofrecer este tipo de verdades en la medida en que defendemos la tesis de que la pantalla 𝔈(P) [693] no “reproduce” propiamente por sí misma el escenario original 𝔈(C) o 𝔈(C’), siempre que el montaje S(m) se reduzca a cero. Las imágenes de la pantalla no son tanto re-producción sino las mismas imágenes de la telecámara, que habrá que considerar a su vez, como un efecto determinista del escenario original [692]. Las imágenes de un huracán transmitido en directo, antes que una “reproducción pictórica” del huracán, habrían de ser consideradas como el huracán mismo, como un “desarrollo” suyo según sus efectos sobre las cámaras y, por consiguiente, sobre las telepantallas acopladas a ellas. La posibilidad que la televisión tiene de ofrecer apercepciones verdaderas [699] no asegura, por sí misma, la realidad efectiva en cada caso.
(2) Verdades productivas. Difícilmente podría entenderse cómo la telepantalla puede ofrecernos la posibilidad de alcanzar verdades productivas en primera persona, al menos en las situaciones en las cuales un televidente no puede intervenir con sus manos en la constitución del verum factum correspondiente. Sin embargo, es obligado referirse aquí a las situaciones en las que pueda tener lugar la interactividad del televidente con el escenario original, como es el caso del cirujano que “opera a distancia” o al menos dirige por televisión una operación de corazón o de pulmón con resultados aceptables. En cualquier caso, un programa de televisión puede ya co-operar con el sujeto operatorio que manipula el automóvil a través, por ejemplo, de una pista nevada.
(3) Verdades prácticas del tipo verum actum. Son muy importantes las capacidades de la televisión para constituir, y en primera persona, verdades de este tipo. Una convocatoria, una orden de la policía, capaz de afectar al televidente, relativa a la perentoria necesidad de desalojar un edificio con amenaza de bomba, una promesa política, constituyen otras tantas incitaciones a la acción que puede llegar a hacerse verdadera. El llamado “efecto oráculo”, forma parte de estas capacidades. La eficacia de la televisión en la consecución de la eutaxia [563] de algunas sociedades contemporáneas (incluso a través de mecanismos de tranquilización, o de “opio del pueblo”) demuestra su capacidad para constituir verdades pragmáticas.
(4) Verdades de resolución. Consideraciones análogas cabría hacer a propósito de las verdades de resolución abiertas por una televisión que va guiando a un avión o a un barco por medio de mapas de situación.
(5) Verdades lógico-materiales. Dudamos de la capacidad de la televisión para constituir estas verdades. La indiscutible virtualidad de la televisión en el campo didáctico no debe confundirse con su estricta capacidad demostrativa.
(6) Verdades predictivas. No debe confundirse tampoco la capacidad de la televisión para establecer verdades predictivas de carácter genérico (astronómicas o sociales), con la capacidad de establecer verdades predictivas específicas suyas. Acaso las más características son las predicciones meteorológicas, que casi nunca nos son ofrecidas como verdades, sino como probabilidades; aun cuando suelen ser interpretadas, bien sea como afirmaciones gratuitas o aleatorias, bien como verdades. Y aun cuando su verdad solamente puede ser retrospectiva, habrá que reconocer que suelen ser tomadas como verdades anunciadas, cuando intervienen en la organización de nuestra conducta.
(7) Verdades soteriológicas. Como tales podrán ser interpretadas, por sus seguidores al menos, las intervenciones del profeta o del telepredicador; también alcanza un valor de verdad soteriológica, para los creyentes católicos, la misa, cuando la eucaristía televisada sea acreditada como equivalente a la eucaristía presenciada en el templo.
(8) Verdades consenso. Se dan cuando la verdad va referida al trasfondo de las ideologías que envuelven a las personas emisoras y a las receptoras que intervienen en el proceso televisivo.
(9) Verdades de acuerdo. Se abren camino, sobre todo, en los debates televisados que versan sobre asuntos de actualidad.
(10) Verdades revelación (o coactivas). Se producen en las manifestaciones de líderes carismáticos, a través de los cuales el “efecto realidad” [700] toma el aspecto de un “efecto confianza” (en la autoridad de la persona revelante, más que en escenas apercibidas).
(11) Verdades-coherencia. Han ido constituyéndose como una condición de la estructura misma de las secuencias, del proceder sucesivo de los presentadores, de la ausencia de contradicción entre los informadores (por ejemplo, cuando dos o más predicciones meteorológicas se contradicen entre sí, la duda en la verdad de ambas se funda precisamente en la falta de coherencia, que habría que exigir a los hombres del tiempo).
Verdad del alunizaje del Apolo XI como ejemplo de televisión formal / Conformación previa del Mundo
Entre las prácticamente innumerables realizaciones de la televisión formal [689], cabrá siempre recordar por su brillantez y significación histórica la realización del reportaje en directo de los acontecimientos que tuvieron lugar en la Luna el día 20 de julio de 1969, con ocasión del alunizaje del Apolo XI. Es evidente que el significado de esta realización de la televisión formal está indisolublemente vinculado a la cuestión de la verdad [697]. ¿Cómo probar que las apariencias ofrecidas en tal ocasión por las pantallas eran apariencias veraces, momentos de realidades procesuales que se manifestaban a través de ellas, y no apariencias falaces? [681] De hecho, muchos espectadores llegaron a persuadirse de que se trataba solo de un montaje. Se reproducían así, aunque desplazados al contexto de una tecnología artificial, los debates que, a propósito de la percepción visual natural tuvieron lugar en los siglos XVII y XVIII; debates en los que participaron Descartes, Malebranche, Berkeley o Hume. Pero, ahora, no será preciso apelar a la “veracidad divina” (Descartes) o a la “creación del Mundo” (Berkeley). Será suficiente y necesario apelar al Mundo exterior en cuanto realidad previamente constituida [694]. Porque no se trata de explicar o justificar la “construcción del Mundo” a partir de la inmanencia del ego; se trata de explicar (o de justificar) la constitución de algunas partes del Mundo (como pudieran serlo los sucesos que tuvieron lugar en la superficie lunar el 20 de julio de 1969) en función de los sucesos ocurridos en otras partes del mismo Mundo, por ejemplo, en las pantallas de televisión. Ahora bien: Si bien no es posible pasar de las apariencias de la telepantalla a las apariencias 𝔈(C’) registradas por la cámara 𝔈(S), es posible, en cambio, pasar de las apariencias 𝔈(C,C’) a las apariencias de la telepantalla.
Tenemos que partir del Mundo real [702] y de los sucesos que en una parte de este mundo (en la Luna), ocurrieron el 20 de julio de 1969, para poder establecer la veracidad de las apariencias que de esos sucesos parecían reflejarse en las pantallas. La “apercepción” [698] del alunizaje (si no se está dispuesto a permanecer en el terreno de la magia) implicaba también el conocimiento, de algún modo, de los procesos y los mecanismos relativos a la física y tecnología que englobamos en el contexto 𝔉 [692]. Así también, implicaba el conocimiento histórico de la sucesión de acontecimientos promovidos por el propio proyecto Apolo, y los demás programas espaciales, incluyendo los de la Unión Soviética (el alunizaje del Apolo XI no era un suceso aislado, inaudito, inverosímil, sino que formaba parte de una serie de sucesos previos admitidos ya como reales, y que venían teniendo lugar hacía más de diez años).
En resolución: el camino que lleva desde el alunizaje real a las apariencias de las pantallas, no era unidireccional; partiendo de las pantallas de las que disponían las “muchedumbres televidentes” sería imposible llegar a ninguna afirmación cierta sobre la Luna. Era preciso partir del supuesto de la realidad del alunizaje. Una realidad que habría que suponer probada, por tanto, por vías que no se reducen a las que la televisión podía ofrecernos. La única estrategia de prueba efectiva consistiría, prácticamente, en reconstruir, segundo a segundo, sin solución de continuidad, la trayectoria del Apolo XI, desde su lanzamiento en Florida, a las 9:32 horas del 16 de julio de 1969 hasta el alunizaje; seguir las incidencias que tuvieron lugar en las salas de la NASA, así como las incidencias relativas al retorno físico de los astronautas. La demostración de una verdad requiere recorrer el círculo completo de su campo, el “ámbito de presente” de sus componentes. La verdad del alunizaje no era una “parcial adecuación” entre las imágenes y la realidad; era un proceso de identificación de las imágenes aparecidas (en cuanto efectos) con los sucesos que estaban acaeciendo en la Luna (en cuanto causas de aquella apariencias) y con otras series de sucesos, operaciones, procesos, etc., que antecedían y sucedían no solo al alunizaje, sino al lanzamiento de la nave. Solo cuando presuponemos actuando al complejo heterogéneo de todos estos componentes, lo que se vio en las pantallas del 20 de julio de 1969, podrá retrospectivamente, interpretarse como la apercepción del alunizaje. Dicho de otro modo: solo después de la “justificación” (que incluye, acaso, las “revelaciones” que los astronautas hicieron a la vuelta), el descubrimiento (en este caso: el des-cubrimiento ofrecido por las telepantallas), podrá considerarse tal.
Y, en esto, ya no difiere la apercepción televisiva de la apercepción natural [679]. Tampoco las cosas del “Mundo” que me rodean se me hacen presentes en el momento de abrir los ojos. Un inmenso cúmulo de antecedentes biográficos, físicos, psicológicos, cerebrales y sociales han debido tener lugar para poder apercibirme de que “esto que tengo aquí y ahora (en este ámbito del presente) y enfrente es un árbol”; un largo curso de experiencias ontogenéticas y filogenéticas han debido también tener lugar, para que haya podido formarse la propia morfología del árbol que estoy ahora percibiendo.
Retina social de la audiencia: Esse est percipi / Dictadura de la audiencia
El Mundo que envuelve [693], como una atmósfera imprescindible al Ente televisivo, está formado por la “fase emisora” (que incluye al mundo cósmico y social, y al mundo de los actores y actantes que intervienen ante las cámaras y aparecen en las pantallas) y la “fase receptora” (la audiencia). Pero el “mundo de la audiencia” no se reduce a un sujeto individual aislado, ni una multiplicidad o colectivo de sujetos individuales yuxtapuestos. Esta es otra de las apariencias [694] más significativas que la televisión genera: la apariencia de que cada televidente es un ciudadano independiente, libre, aislado o aislable de los demás cuando se encierra en su cuarto de estar; se supondrá, además, que está dotado de juicio propio, cuando se sienta ante la pantalla.
El “mundo de la audiencia” es una multiplicidad de totalidades atributivas (cuyos elementos son los sujetos individuales) entre las cuales existen “soluciones de continuidad” A través de muy diversos mecanismos, principalmente de comunicación no verbal (gestos, miradas); pero también verbales: comentarios “a pie de pantalla” entre los componentes del grupo que la contempla; comentarios lejos de la pantalla, ofrecidos por la prensa o por la radio) las “células individuales” que componen la audiencia llegan, directa o indirectamente, a interaccionar mutuamente dando lugar a la “retina social de la audiencia”. Por ello, la proposición “lo que no está en el mundo tampoco está en la telepantalla” [692] comienza a significar algo relativamente preciso: “lo que no está incorporado a la audiencia, a la estructura de la ‘retina social’, es decir, lo que no está en el mundo del público, tampoco podrá aparecer en la pantalla”. No nos referimos ahora a la génesis de esta implicación: una cosa es aparecer en la pantalla y otra cosa es poder ser incorporado a la estructura de la “retina social” de una audiencia, según los lapsos de tiempo que se estimen significativos en cada caso. En efecto: para el político en campaña electoral ser es ser percibido a través de la pantalla; pero así como no todo lo que incide sobre el cristalino es percibido por la retina (y menos aún incorporado al área óptica occipital), tampoco todo lo que incide sobre la cámara, y es transmitido a la pantalla, es percibido por la retina social de la audiencia y menos aún incorporado a su estructura. La “retina social” de una audiencia no es un simple espejo o “arcilla dócil” preparada para ser moldeada por la pantalla en funciones de dator formarum. Una audiencia de televisión tiene una estructura ideológica y social de génesis muy compleja y diversificada; cada audiencia específica-k actuará en realidad como un filtro eficaz para seleccionar las formas y las secuencias que las pantallas le van ofreciendo, para asimilar aquellas que contribuyen a fortificar y hacer crecer la masa de su estructura, y para rechazar aquellas otras que la repelen. Por tanto, para el político, para el arista, para el sacerdote…, “ser es ser percibido”, pero siempre que ese “ser percibido”, y de un modo determinado, no se reduzca al aparecer en la pantalla, y aún a ser percibido por la retina orgánica. “Ser percibido” significa aquí ser percibido por la “retina social” específica de cada audiencia.
Pero si la retina social percibe algo es porque ese algo existe previamente, conjuntamente con otras cosas. Dicho de otro modo: el ser (el esse) no se deriva del percibir (del percipi), sino, por el contrario, es el percibir o el ser percibido (el percipi) el que se deriva del ser, del esse; y esto ya lo sabía el propio Berkeley, aunque tantos intérpretes, empezando el Credo por Poncio Pilatos, lo olvidan. Pero Berkeley comienza por poner nada menos que a Dios como causa del ser que es capaz de percibir, es decir, como causa del ser del sujeto percipiente. Solo a través de ese sujeto podría considerarse a Dios como causa de los objetos percibidos por el sujeto previamente creado por Dios.
En un régimen de televisión libre, de múltiples canales opcionales, la tesis que pone en la audiencia televidente el principio de una “dictadura de la televisión” resulta mucho más probable. La dictadura de la audiencia posee como instrumento ejecutivo principal de su poder (en el supuesto de una sociedad de consumo en la que los programas de televisión se financian por la publicidad, que depende a su vez del audímetro) el mecanismo del zapping. Si, por ejemplo, a una audiencia determinada (a su mayoría, y, a veces, sus élites más influyentes) le repugnan o simplemente le aburren las pantallas que ofrezcan debates sobre los milagros de Cristo, sobre la existencia de Dios, sobre el Papa, o sobre la partitocracia, o sobre la fusión fría, podemos tener la seguridad de que todas esas “ofertas” irán siendo cada vez más escasas y terminarán por desaparecer tragadas por la criba de la selección natural. Diríamos que tales ofertas no tienen “validez ecológica” suficiente para subsistir en la pantalla. Por ello, más que hablar de la “autocensura” de los directores de programas, habría que hablar de “censura de la audiencia”. Como responsables de la programación, por ejemplo, como responsables de la “televisión basura” habría que considerar no tanto a los directores de los programas sino el estado de sus audiencias respectivas. De este modo podríamos decir que cada público tiene la televisión que se merece. Por tanto, podríamos llegar por esa vía a la conclusión de que “lo que no está (con fuerza activa, de arrastre) en el mundo de la audiencia, tampoco estará en la pantalla de la televisión”. Dicho de otra manera, si algún personaje, alguna obra, etc., tuviera reconocida alguna importancia en el Mundo, aparecería en la pantalla; y si es cierto que pueden ocasionalmente aparecer en pantalla algunas cosas o personas en función de “golpes de mano” cometidos por algún “amigo emisor”, también es cierto que esta comparecencia sería efímera y pronto será olvidada.
El llamado “efecto realidad” (la supuesta tendencia de los televidentes comunes, motivada por la veracidad de las imágenes, a “dar un crédito inicial” a todo cuanto les es presentado en la pantalla) actuará, por tanto, selectivamente sobre cada “segmento social” (amas de casa, jóvenes de buenas familias, escritores, científicos, “plebe frumentaria”, fieles de una confesión o secta religiosa, simpatizantes o militantes de un partido político) que quiera reforzar un tipo de bienes o de valores con los que ya cuenta. Dicho de otro modo: lo que está en televisión, dotado de “efecto realidad”, es aquello que ya estaba en el mundo [701].
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