Existencia “positiva” o Co-existencia
Existir (algo) según el modo positivo, equivale a coexistir este algo con otros términos que, a su vez, coexistirán con el de referencia (o con terceros). Coexistir no es una relación categorial, si suponemos que no cabe un término previo a la coexistencia capaz de recibir esa relación, puesto que esa coexistencia lo constituye (en términos escolásticos: la coexistencia es una relación transcendental o secundum dici). Podrá objetarse que incurrimos en círculo vicioso puesto que definimos la existencia de a por su coexistencia con b y esta por la de a. Pero no hay tal círculo, puesto que no estamos pretendiendo definir, por vía sintética, a la experiencia (construirla, lo que sería absurdo, porque la existencia nos ha de ser dada), sino determinar o definir analíticamente las coordenadas en que se nos da: estamos analizando, más que construyendo la idea de existencia.
Cualquier co-existencia habrá de poder ofrecérsenos, ya sea en la perspectiva de la estructura de lo (co)-existente [149], ya sea en la perspectiva de su génesis [150]. Por lo demás, el concepto de existencia positiva puede aplicarse, como un caso particular, a la existencia lógica o matemática sin necesidad de apelar a mundos posibles o reales extralógicos o extramatemáticos, pues el propio mundo algebraico de los símbolos constituye un contexto suficiente.
Co-existencia desde la perspectiva de la estructura
Desde la perspectiva de la estructura de la coexistencia de algo [148] diremos que “existir a” equivale a “existir junto con otros términos” y, concretamente, con otros términos enclasados; en particular, existir es “existir en algún lugar” y, por tanto, tener la posibilidad de co-existir con otras clases o en otros lugares, por tanto, de componerse con otros, de moverse. Más aún: la posibilidad sobre la que se apoya la existencia de a no es tampoco la posibilidad absoluta de a sino la composibilidad de a existente con otros existentes. “El Sol existe” significará “el Sol existe allí”, y el problema es que en el allí fenoménico el Sol ya no existe astronómicamente (pues existió allí hace ocho minutos).
La existencia dice, por tanto, contingencia (pues “existir allí” es contingente; puede variar o al menos puede variar el sujeto corpóreo observador). Por tanto, existir algo se define también por la no existencia de otros lugares o clases. Aquello que existiera en “todos los lugares y tiempos” no soportaría la idea de existencia, al menos originariamente.
Co-existencia desde la perspectiva de la génesis
Desde esta perspectiva existir [148], es “no estar absorbido” por otros términos del contexto (ex-sistere, concretamente extra-causas); en el claustro materno no existe aún la persona aunque exista el embrión.
Existencia absoluta como concepto límite
La existencia absoluta puede introducirse como un límite de la idea de coexistencia [148], derivado de la reflexivización de esa idea de coexistencia: existencia absoluta de A con A (lo que es absurdo). Desde este punto de vista, consideramos la existencia absoluta como un límite dialéctico (similar al concepto de distancia 0), porque la coexistencia de A con A es precisamente la no coexistencia (“solo con el Solo”). Sin embargo, esta idea límite no es siempre metafísica o teológica y puede aplicarse (en la forma de límite revertido) al conjunto del “mundo de las cosas existentes” diciendo que el mundo existe (aunque no coexista con otros mundos). En cambio, la existencia absoluta del sujeto (al modo del cogito cartesiano) ha de estimarse como metafísica: el sujeto pensante no es un absoluto; coexiste con otros sujetos, no sólo humanos, sino animales.
Teoría de la visión natural: Apariencias apotéticas / Apariencias introspectivas / Conformación previa del Mundo
Las Ideas de Apariencia y Verdad (como todas las Ideas [783]) proceden de determinadas experiencias técnicas, tecnológicas, etológicas o políticas y, más en particular, de experiencias surgidas a raíz del trato con dispositivos o ingenios orientados a manejar las luces y las sombras. Cada nuevo instrumento óptico (antorchas, lupas, cámara oscura, microscopio, estereoscopio de Wheatstone, telémetro, cámara fotográfica, cámara cinematográfica y, desde luego, la televisión [687-701]) habría dado lugar a una teoría filosófica de la visión y, con ella, a nuevas determinaciones de las Ideas de Apariencia y Verdad. Una de las cuestiones filosóficas más profundas de todos los tiempos es la de la formación de la visión a través de la acción del órgano “teleceptor” que pone a algunos organismos vivientes (a los hombres, entre ellos) enfrente de las apariencias apotéticas que constituyen los mundos entorno-prácticos [702].
La visión orgánica no puede explicarse si nos circunscribimos al análisis de los procesos que tienen lugar en el interior del organismo durante el intervalo temporal que se extiende desde el instante en el que un rayo de luz hiere la primera capa de conos y bastones (en número de ciento veinticinco millones por cada retina) hasta el instante en el que un músculo estriado se mueve como consecuencia directa o indirecta del foto estímulo retiniano. La visión apotética, en efecto, no puede explicarse como un acto que nos pone inmediatamente en presencia de un mundo de objetos. La visión apotética solo puede explicarse, cuando, asumiendo una suerte de “dialelo”, presuponemos ya un Mundo conformado (si bien no necesariamente del mismo modo a como está conformado nuestro mundo óptico).
En particular, será preciso apelar a procesos orgánicos que tienen lugar antes y después del intervalo temporal al que nos hemos referido. Las apariencias apotéticas a las que nos dan acceso los teleceptores, y en especial el órgano de la visión, no son directamente “reveladas” por el ojo, sino que presuponen una realidad estructurada preópticamente sobre la cual podrá ejercerse la propia visión natural. El problema filosófico de la visión, así planteado, puede verse concretado, en el llamado “problema de Molyneux”: un ciego de nacimiento, que ha formado por el tacto el concepto de bola esférica, ¿reconocerá, al serle devuelta la vista, tras una operación quirúrgica, la bola esférica táctil en la imagen óptica que obtiene al mirarla? Este problema, aunque circunscrito al problema concreto de un proceso de fusión de percepciones visuales y táctiles, remueve en realidad la cuestión de las relaciones entre la percepción apotética de la bola (y no solo en cuanto a su morfología esférica, sino en cuanto a la situación apotética, de presencia a distancia, que ella ocupa “en el escenario”) y la percepción táctil de la misma bola.
La característica de una visión madura consiste en ser percepción apotética (απὄ = a lo lejos; θέσις = posición), a lo lejos, de objetos distantes por evacuación (vaciamiento) de medios interpuestos. Pero este vacío es “aparente” [682] porque está realmente lleno de materia transparente a la luz o a otro tipo de ondas electromagnéticas o gravitatorias. Lo que significa que las más genuinas apariencias serán los vacíos ópticos que rodean a las cosas mutuamente distantes de nuestro mundo (como el Sol, la Luna o las estrellas). Pero los espacios ópticamente vacíos son, sin embargo, las apariencias que hacen posible la percepción apotética (visual y auditiva).
Ahora bien, una cosa es la percepción apotética a distancia absoluta, indefinida, y otra es la percepción a distancia relativa de otras distancias dadas. En lo que se refiere a las distancias relativas podría darse la razón a Berkeley, cuando dice que la percepción a distancia no puede ser innata, sino resultado de la “experiencia”. Una experiencia, agregaríamos por nuestra parte, que implica la experiencia del tiempo o anamnesis [233], a través de la cual se produce el objeto apotético como prólepsis [234] práctica (predictiva u operatoria). La percepción visual o auditiva de la distancia absoluta, sin relación a otras distancias relativas (como percibe la Luna el niño cuando quiere cogerla con sus manos, como si se tratase del globo que ayer colgaba en su cuna), requiere la intervención del tacto y de su recuerdo (y muchas experiencias de Piaget pueden interpretarse en este sentido). Nuestra referencia al tacto no quiere abundar en la antigua tesis que defiende la génesis táctil del sentido de la vista, es decir, la antigua metafísica de la visión como “tacto a distancia” (que es un “círculo cuadrado”). Queremos insistir en el reconocimiento de la necesidad que la percepción visual tiene de la experiencia táctil previa en cuanto conformadora de la morfología de los objetos lejanos, a través de un tiempo conductual.
¿Y de qué manera podremos comprender esa intervención del tacto en la formación apotética de la visión? La única inteligible es la que apela a modelos operatorios. Porque las operaciones, en lo que tienen de “operaciones quirúrgicas”, así como las acciones preoperatorias, implican siempre desplazamientos relativos de cuerpos [68], separaciones y contactos, tactos, por consiguiente. Y en operaciones con instrumentos, el sujeto operatorio, animal o humano, habrá de percibir de algún modo, por sus “sensores propioceptores”, no tanto la resistencia al desplazamiento que el objeto opone acaso en el extremo del instrumento (en la punta del bastón, en el ejemplo cartesiano), cuanto de las variaciones de la inercia o peso del instrumento al aplicarse a las diversas partes del cuerpo operado que le resisten, diferenciando así la distancia a él. Pero los haces de rayos luminosos que llegan al ojo procedentes de fuentes precisas tienen también su propia inercia relacionada con la intensidad de su choque con el ojo; el propio ojo, sobre todo en la visión binocular, al moverse, al acomodarse y orientarse hacia el objeto luminoso, percibirá esas variaciones inerciales. Estas variaciones de los rayos del haz (asociados a un objeto luminoso) más que señales que, por vía electromagnética, se imprimen en la retina, permitirán comenzar a percibir las distancias absolutas cuando el mecanismo de “filtro” (kenosis) haga posible prescindir o abstraer los cuerpos interpuestos haciéndolos “transparentes”. La percepción óptica la concebimos, según esto, como resultado de la abstracción de los objetos físicos que han de llenar el vacío óptico interpuesto. Dicho de otro modo: la visión de los objetos según sus morfologías definidas en el espacio óptico, habría de ser considerada como una conceptualización estricta. Lo que la tradición espiritualista (desde Aristóteles y santo Tomás, hasta Kant o Hegel) llama “entendimiento”, como facultad distinta y aun superior a la “percepción sensible”, no podría definirse como la “facultad de los conceptos” (frente a las meras percepciones ópticas, auditivas o táctiles), sino como un nivel de operaciones inter-conceptuales que “reflexionan” sobre conceptos previamente conformados en la percepción (reflexionan en el sentido de proyectar los unos sobre los otros, y no el entendimiento sobre ellos), pero sin crearlos.
La constatación más importante, desde el punto de vista filosófico, que tenemos que hacer es la siguiente: que las “imágenes” de los objetos reales que se forman en el cerebro de los sujetos operatorios, según el proceso (progressus) por el que se desarrollan los fotones reflejados en la púrpura retiniana y en el cerebro, no permiten entender el regressus desde el cerebro hasta los objetos reales correspondientes, en su condición apotética. Estos objetos han de postularse como dados previamente, aunque se sostenga la idea de que están siendo perpetuamente reconstruidos. Y la prueba más evidente es esta: que lo que reconstruimos es una imagen inmanente al cráneo del sujeto operatorio, y no el objeto percibido. Comúnmente se da por supuesto un mecanismo de “proyección”. Pero esta metáfora es simple fantasía, y obliga a situaciones absurdas. Entre ellas la necesidad de introducir una especie de superposición de la imagen cerebral O’, “saliendo de paseo fuera del cráneo”, hacia el objeto O, que habría sido su punto de partida. Es la distinción que “epistemólogos” establecen entre el “objeto de conocimiento” y el “objeto conocido” [87].
El mundo interno de la visión, el mundo del cerebro óptico es un “mundo real” cuya actividad es la causa y razón de la formación del mundo de las apariencias del Mundo real. Y, sin embargo, hay que reconocer que este mundo interno del cerebro solo se manifiesta a través de las apariencias; de suerte que podría afirmarse que está determinado por ellas. En efecto, se dice, que el cerebro es el ámbito de un mundo subjetivo y privado, que se opone al mundo exterior y público, al mundo real. En el mundo subjetivo y privado se desplegarán los contenidos que el materialismo filosófico engloba en la Idea de materialidad segundogenérica [72]. En cualquier caso, el campo segundogenérico ni siquiera tiene una estructura individual o privada: los apetitos o sentimientos son, en general, alotéticos [52] respecto de otros sujetos y, por consiguiente, solo en función de experiencia interindividual o grupal del grupo pueden haberse conformado.
Ahora bien: debemos tener en cuenta que, desde la perspectiva del anatomista, del fisiólogo o del neurólogo del cerebro, o del sistema nervioso general, todos los contenidos segundogenéricos delimitados (“cartografiados”) por vía supuestamente introspectiva habrán de merecer la condición de apariencias o de fenómenos. Apariencias o fenómenos que corresponden, en el mundo del cerebro, a los fenómenos mundanos. La reducción de tales apariencias a sus respectivos correlatos reales tomará la forma de un regressus desde esas apariencias introspectivas hasta los correlatos orgánicos o procesuales cerebrales. Un regressus que comenzó a llevar a cabo, de modo grosero y precientífico, la frenología de Gall o de Spurtzheim, y que en nuestros días se practica sistemáticamente con las actuales técnicas de investigación de los procesos de la percepción visual (implantación de microelectrodos en las células de la corteza visual, cortes paralelos en la superficie cortical, que se colorean con citocromo oxidasa para poner en evidencia la actividad metabólica de la célula; tomografías por emisión de positrones o PET-scanner, etc.). Merced a estos movimientos de regressus incesantes se irán determinando los circuitos neuronales que intervienen en cada ocasión, y estas determinaciones permitirán controlar (reprimir, modular, estimular) diversos “sentimientos”, apetitos o percepciones. Es entonces cuando puede tener lugar la que llamaremos “ilusión de la realidad en el regressus de las apariencias”: la creencia de que, partiendo de las áreas o circuitos localizados, podremos, en el progressus pertinente (estimulaciones, etc.), reconstruir las apariencias desde sus fundamentos. La ilusión radica en no advertir que las delimitaciones de las diferentes realidades cerebrales (áreas, circuitos, etc.) no se han llevado a cabo desde el propio cerebro, sino precisamente desde las apariencias. Es la cartografía de las apariencias (de los sentimientos, de los afectos, de los apetitos…, identificados a través del lenguaje) la que nos conduce a la cartografía del cerebro. Y es una ilusión creer que es la cartografía del cerebro la que nos conduce a la cartografía de las apariencias. Por tanto, las formas del “mundo cerebral” están siendo delimitadas desde las apariencias que nos ofrece el Mundo exterior, y en este sentido, las formas del cerebro siguen estando determinadas por ellas. Estamos ante un dialelo característico. Si distingo en V4 diferentes áreas especializadas en la percepción de los colores, puedo tener la impresión de que, controlando las neuronas de esta área, V4, estoy “construyendo” los colores. Lo que ocurre es que si previamente no tuviese ya diferenciados los contenidos cromáticos no podría obtener el concepto de esas áreas, que, por sí mismas, nada nos dirían acerca de los colores. El mundo del cerebro real no es independiente, en su morfología, del Mundo de las apariencias, y aun presupone este Mundo.
La cuestión central, gira siempre en torno a la necesidad del dialelo que consiste en partir de una previa experiencia conformadora de la realidad, según algún género de apariencias, para poder dar cuenta de la visión apotética de ese mismo conjunto de apariencias que se nos ofrecen como inmediatas. De hecho, el mecanismo de la visión natural, propia de los animales superiores, suele ser analizado dando ya por supuesta la conformación de los contenidos del mundo entorno de ese animal, utilizando un inevitable dialelo. Lo que se trata de explicar no son los efectos de los torbellinos de fotones que, reflejados sobre “algo” (un árbol) que suponemos situado a 20 m, recaen sobre nuestra retina y comienzan descomponiendo la rodoxina de sus bastoncitos para dar lugar a un impulso nervioso que se propaga, a través de las fibras ópticas, a otras partes del cerebro: son los efectos de esos torbellinos recayendo sobre la morfología del árbol presupuesto. La cuestión es cómo llevar a cabo el regressus de este supuesto árbol reproducido en mi cerebro, hasta este árbol apotético real. Y este regressus parece imposible si intentamos llevarlo a cabo sin salirnos de la “inmanencia” de los procesos ópticos.
A nuestro juicio, solo es posible alcanzar este regressus si admitimos que la apariencia de los objetos apotéticos no se produce tanto como resultado de una “proyección” en la “pantalla exterior” de formas interiores ópticamente conformadas por el cerebro, cuando como resultado de admitir su condición de objetos independientes del espacio óptico que se habrán “alejado del ojo” en virtud de procesos de “evacuación de los contenidos”. Sin duda, el vacío así obtenido, no existe, en sentido físico absoluto, es una apariencia; y, por este motivo, no podría decirse que los objetos se “reproducen” ópticamente en las imágenes retinianas o en los cerebros de quienes los percibe. Y si no existe tal reproducción, de lo que podrá hablarse es de un proceso causal, es de decir, de un efecto (sinalógico) [36] que el objeto, a través de otros sujetos, determina en el sujeto que lo percibe. Es el mismo objeto aquel que estará obrando en el sujeto percipiente, en cuanto miembro, a su vez, de un grupo de sujetos percipientes interconectados. El árbol que un animal percibe a través de sus ojos no es algo que pueda derivarse dentro del contexto de la relación del organismo animal con el árbol, sino que ha de explicarse como el resultado de un proceso que habrá de partir de una conformación previsual previa de objetos que estarán en el contexto de un grupo de animales; el grupo de sujetos cuyas operaciones puedan ser mutuamente identificadas por referencia a la forma del árbol. Las reacciones del cerebro (“imágenes”) producidas por los objetos exteriores nos permiten dar una interpretación del Mundo externo como una realidad que debiera haber sido previamente experimentada a través de las actividades de los sujetos operatorios ligadas a los desplazamientos de los organismos dotados de teleceptores. Un trabajo secular, a lo largo de la evolución orgánica, ha debido ir ajustando (para referirnos al “problema de Molyneux”) la esfera conformada por el tacto, a la imagen “esférica” conformada por el ojo.
Y, si esto es así, cuando pasamos al plano anatomo-fisiológico, habrá que incorporar, para explicar la visión apotética, el proceso mismo del “trabajo” de las áreas visuales de asociación en cuanto implicadas con las fibras efectoras (fibras piramidales o extrapiramidales) que controlan los movimientos de los músculos. Se sabe que todas las fibras visuales se terminan en el cuerpo geniculado lateral, que constituye la única estación de parada donde va a realizarse la articulación de la neurona retiniana y encefálica con la neurona diencéfalo cortical. Pero en cada función de las áreas visuales de asociación habrá que investigar la intervención de conexiones con neuronas motoras, aferentes y eferentes; habrá que esperar que las neuronas selectivas de movimientos, en el área V5, tengan mucho que ver con las que determinan los movimientos de aprehensión de objetos exteriores a través de las extremidades del animal. No se trata, por tanto, de una apelación al concepto de “coordinación óptico-manual”. Este implica un “dialelo vicioso” (supuesto el objeto k, será preciso que tanto la vista como el tacto “coordinen” sus impresiones adaptándose al objeto mismo k presupuesto). No hay propiamente coordinación óptico manual en torno al objeto k previamente dado, sino constitución de este objeto k.
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