domingo, 9 de agosto de 2020

FILOSOFÍA - ÍNDICE SISTEMÁTICO

 

Causalidad finita / Causalidad infinita

La modificación que el determinante causal X [137] determina en el esquema material y procesual de identidad H [136], determina también necesariamente alguna modificación de X por H, lo que implica que el efecto Y sólo pueda ser pensado conjuntamente con un co-efecto en X. Pero si la conexión de X con H no estuviese, a su vez, acompañada de una desconexión de X respecto de otros procesos reales, no podría haber relación causal, puesto que en cada proceso causal habría que iniciar un regressus de concatenaciones ad infinitum, que haría intervenir la totalidad del universo, en contra del principio de discontinuidad que está implícito en el axioma platónico de la symploké [54]. Mario Bunge, ignorando este principio, y desechada la primera causa, se ve por ello obligado a aceptar la regresión infinita. Lo que equivaldría a entender la función de la causa en términos puramente subjetivos, relativos a los cortes artificiosos dados por el cognoscente en la infinita cadena de causas. Es preciso, por tanto, si no se quiere disolver la propia causalidad finita, no ya iniciar el regressus ad infinitum para detenerlo en un punto ad hoc (la causa primera de los tomistas, con las dificultades consiguientes del concurso previo a las causas segundas) que comprometa su misma posibilidad causal sino evitar su iniciación, para lo cual habrá que incluir a X dentro de un contexto A tal (llamado “armadura de X”) que determine, no solamente la conexión de X con H sino también la desconexión de H con otros procesos del mundo que, sin embargo, sea principios suyos.

Por ejemplo, si tomamos como efecto el levantamiento Y de una piedra H mediante una barra-palanca X, el regressus ad infinitum se produciría al tener que pasar de la barra que levanta la piedra al brazo que presiona la barra, o al ATP almacenado en los músculos que mueven el brazo, a los alimentos que suministra la materia del ATP, al Sol que produce los alimentos, etc.; para evitar esta concatenación universal infinita que, por vía análoga a los argumentos de Zenón contra el movimiento, haría imposible hablar de que la barra es causa instrumental del levantamiento de las piedras, consideraremos el concepto de armadura de la fuerza X comunicada por el brazo a la barra, en tanto ésta funciona como un automatismo, una suerte de dispositivo conmutador, capaz de neutralizar, por sustitución, los canales que alimentan X, por otros diferentes. La desconexión operada por A ya no ha de entenderse, por tanto, como una interrupción energética (existencial) de X, lo que sería absurdo, cuanto como una segregación esencial [63]. En el ejemplo, la armadura estaría constituida por la barra A(X) en tanto traduce la fuerza F (antropomorfa) aplicada a su momento (F b), es decir, en tanto estimamos dada la transformación de X en una cuantía y dirección determinada por la estructura de la barra y de su movimiento. En efecto, el momento indica que hay una recomposición objetiva interna de la fuerza F aplicada que depende no ya tanto de la génesis específica (humana) de F sino de la estructura de la barra que segrega “lo humano” de F de cualquier otro origen y, por tanto, desconecta esencialmente del origen antropomórfico y permite su conmutación por otro origen de F que puede aplicarse a b (puesto que b está sinecoidalmente [37] vinculada a F). Diremos, según esto, que no es la fuerza F del brazo aquello que mueve la piedra por medio de la entidad vital comunicada al instrumento, sino que lo que mueve a la piedra es el momento de F, al cual le es indiferente esencialmente que F proceda del brazo o de un motor mecánico. {FGB 224-225}


http://www.filosofia.org/filomat/df139.htm






Fórmula factorial del núcleo no binario de la relación causal

Teniendo en cuenta que el coefecto [139] obliga a dotar también a X de un esquema de identidad, es decir, a considerar E(X) y de una armadura H, a(H) tendremos, como fórmula factorial del núcleo no binario de la relación de causalidad, al siguiente:

Y (H,X) = [f EH (H), AX (X)], [EX (X) AH (H)]


http://www.filosofia.org/filomat/df140.htm







Desarrollo de la relación causal

El núcleo factorial de la idea de causa (A, E, H, X) [140] es susceptible de ser desarrollado según dos criterios principales, el primero de los cuales se refiere a los mismos factores constitutivos X, Y, H; el segundo, a los contextuales A, E.

Respecto del primero: [142] cada dos factores se considerarán vinculados por el tercero según tres líneas de desarrollo que atiendan a los grados de mayor o menor participación del tertium desde la participación 0 a la participación 1; por lo que el tertium se nos muestra como responsable del nexo entre los otros dos términos. En estos límites la misma idea de causa se desvanece, transformándose en otra idea –la de sustancia, la de esencia– a la manera como la idea de hipérbola, cuando el plano secante contiene al eje del cono, se transforma en un par de rectas.

Respecto del segundo, diremos tal criterio nos permite introducir, a título de esquemas E de identidadestructuras apotéticas [143] dentro de los tipos de sistemas causales. Por ejemplo, en lugar de analizar el desvío de la trayectoria inicial rectilínea de un galgo a la carrera persiguiendo a una liebre, en la dirección de una perdiz que le haya salido al paso, diciendo que es el cerebro, la mente o la conciencia del galgo aquello que mediante sus imágenes interiores, determinadas por el exterior, pero eventualmente endógenas, desencadenan las nuevas conexiones nerviosas que controlan los músculos abductores, diremos que es la perdiz la causa objetiva apotética de la variación del movimiento del galgo. Esto supone definir el sistema causal a partir de un sujeto H (el galgo) cuyo esquema de identidad E(H) contiene ya un objeto apotético O. {FGB 226}

http://www.filosofia.org/filomat/df141.htm







Modos de desarrollo de la idea de causalidad según el primer criterio

A título de ilustración de los desarrollos que admite la Idea de Causalidad [141] propuesta por el materialismo filosófico, consideraremos como desenvolvimiento de la idea según la primera línea, a saber, la conexión (H) mediante la positiva intervención de X. Conexión es aquí tanto como principio de desvío o transformación de H hacia Y. Un primer modo conceptualizará los procesos causales en los cuales el sujeto H no “evoluciona” espontáneamente hacia Y, ni lo contienen de ningún modo prefigurado, puesto que la transición (H,Y) tiene lugar enteramente gracias a la intervención de X pero no ya como mera razón existencial (energética) sino cuanto relación esencial (dirección del vector). Es el caso de las causas del desvío de las órbitas elípticas de los planetas respecto de las estrellas fijas: no hay una causa ad hoc para Mercurio, pero la causa es el campo. H es ahora causa material.

En un segundo modo, X se reduce a su función energética (en su caso a un módulo), puesto que ponemos en H la determinación esencial misma hacia Y. La conocida tipología propuesta por Bergson (L'evolution creatrice, 17ª ed., París, Alcan, p. 79) basándose en la distinción entre cantidad y cualidad (primer tipo: la cantidad y cualidad del efecto dependen de la cantidad y cualidad de la causa; segundo tipo: la cantidad del efecto depende de la cantidad de la causa no de su cualidad, etc.) puede considerarse como una división de la idea de causa según lo que hemos llamado su primera línea; pues Bergson se situaba en la perspectiva de la intervención positiva y esencial de X en la configuración del efecto Y. {FGB 226-227}






Modo de desarrollo de la Causalidad según el segundo criterio: la Idea de Influencia

En general el término influencia se utiliza en el contexto de los procesos causales que tienen lugar por la mediación de sujetos operatorios (animales o humanos) en cuanto tales, lo que es tanto como decir por “canales apotéticos” [141] siempre que (como ocurre con la liebre percibida apotéticamente por el galgo) tengan efectos sobre sujetos operatorios. Debemos advertir que estos canales apotéticos de la causalidad no tienen que ver con la “acción a distancia” cuando ésta tiene lugar con abstracción de los sujetos operatorios. Los canales apotéticos, aunque implican “nexos a distancia” (por ejemplo, la liebre influyendo en el galgo a la carrera) no implican la acción a distancia de unos objetos físicos en otros, porque al intercalar el sujeto operatorio partimos, como de un esquema ya dado de la conexión entre el objeto apotético y el sujeto (por ejemplo, de la liebre percibida apotéticamente por el galgo) de suerte que al introducir otro objetivo apotético la desviación o efecto que éste determina tiene lugar en el mismo espacio perceptual. Adviértase que tampoco puede confundirse esta situación con la disposición ofrecida por los experimentos de Michotte en donde se nos dan nexos aparentemente causales entre objetos apotéticos al margen de cualquier intervención formal de sujetos operatorios. Los procesos de influencia se vinculan en general con las conductas propositivas [120] y son analizables desde diferentes perspectivas que permiten distinguir modos de influencia diferentes. Es interesante advertir que la idea de influencia aunque puede ir referida a la acción causal del agente A(X) (“Hernán Cortés tuvo gran influencia en la Corte de Carlos V”) suele ir, sin embargo, referida al efecto (Y) obtenido sobre un E(H) [136] más o menos delimitado. Las líneas de la influencia pueden pasar entre sujetos humanos (influencias circulares: políticas, sociales, etc.; o angulares) y también pueden pasar por los momentos objtuales del proceso (hablaremos de las influencias que en una obra arquitectónica, El Escorial, por ejemplo, constatamos al considerar que determinadas morfologías –columnas, arcos, etc.– “reflejan” morfologías de edificios grecorromanos, del Panteón de Agripa, por ejemplo). El concepto de influencia está aquí referido, ante todo, al efecto mismo (“El Escorial tiene influencia clásica”), aunque siempre supuestas la mediación de sujetos operatorios; nadie puede pensar seriamente que un arco de El Escorial se asemeja a un arco de El Panteón de Agripa por la “acción física” de éste sobre aquél, a la manera como el negativo fotográfico actúa sobre el papel de revelado. Los modos de influencia pueden diferenciarse también según los grados de intervención en el proceso de los sujetos operatorios. El grado mínimo es el de la influencia aproléptica, grado que no excluye su carácter propositivo, es decir, tendente a un objetivo teleológico preciso. El grado máximo de intervención del sujeto operatorio en el proceso causal lo pondremos en la influencia proléptica, es decir, en la causalidad apotética cuyos determinantes causales A(X) parten de anamnesis personales (constitutivas de la “armadura”) constituidas, entre otras alternativas, por los sujetos operatorios. Consideramos el modo de la influencia proléptica como el tipo de influencia especificamente humana, porque sólo en la especie humana cabe hablar de anamnesis susceptibles de suministrar los materiales culturales pertinentes a las prólepsis correspondientes. Como determinación importante de la Idea de Influencia causal podemos considerar a la Idea del Mal [792].

http://www.filosofia.org/filomat/df143.htm





Influencia causal y estructura ontológica del Mal

Como determinación importante de la Idea de Influencia causal [143], cuando el esquema H de identidad es definido como un bien (en sentido axiológico), podemos considerar a la Idea del Mal.

La consideración de la Idea del Mal es obligada en todo sistema filosófico y, de hecho, algunos sistemas filosóficos (por no mencionar a otras concepciones del mundo de carácter teológico, como pudiera serlo el dualismo zoroástrico) como los que asociamos a A. Schopenhauer y a J.P. Sartre, ponen a la Idea del Mal en el centro, o al menos en un lugar principal de su metafísica y de su filosofía moral (doctrina de la “mala voluntad”, del “mal radical” o de la “mala fe”). Es cierto que otros sistemas filosóficos tienden a rebajar la importancia filosófica de la Idea del Mal reduciéndola al campo de la subjetividad psicológica o del lenguaje (el mal como apariencia, como mero “contenido semántico”, como fenómeno o como ilusión).

El materialismo filosófico [1], huyendo de los planteamientos iniciales de la cuestión del mal que tengan naturaleza metafísica o teológica (sin que esta “huida inicial” signifique abdicación del compromiso de volver a estos planteamientos), no cree posible aproximarse sistemáticamente a la Idea del Mal desde una perspectiva meramente doxográfica (que ofrece repertorios de doctrinas o especulaciones en torno al mal que tan solo podrían ser sistematizadas desde fuera hasta tanto no se posea una doctrina firme sobre el mal), ni tampoco desde una perspectiva lexicográfica que ofrece, al modo de la llamada filosofía analítica, análisis léxicos de los términos de la constelación semántica del mal. Sin duda, la erudición doxográfica o la lexicográfica son necesarias en el proceso de investigación, pero son insuficientes en el proceso de construcción doctrinal. La doxografía requiere una sistematización interna (desde la propia doctrina del mal presupuesta); y la lexicografía, como no puede restringirse a un solo idioma (sea el inglés, el griego, el latín o el español) requiere siempre la apelación a referenciales extralingüísticos.

El materialismo filosófico comienza, por tanto, su aproximación sistemática a la Idea del Mal delimitando los conceptos positivos (operatorios, prácticos) del mal que puedan considerarse establecidos en diferentes sociedades o culturas y, eminentemente, en las sociedades del presente; conceptos que pueden encontrarse tanto en campos cultivados por técnicas o tecnologías científicas (tipo “el gran mal”, como nombre del concepto médico del ataque convulsivo de epilepsia, o “mal de Pott”, como nombre del concepto también médico de tuberculosis vertebral) como en campos utilizados por curanderos o magos (tipo el “mal de ojo” o “aojo” descrito por Enrique de Villena, hacia 1411, en su Tratado del aojo o fascinación). Constatamos, por tanto (diríamos: fenomenológicamente, en el espacio práctico), conceptuaciones positivas, a título de males de muchos procesos y situaciones precisas pero dadas en las más diversas categorías sociales, biológicas, éticas, geológicas: el holocausto de millones de judíos en los campos nazis de concentración constituye en nuestros días un prototipo del mal, y aún del “mal radical”; pero también son males prototípicos del presente las hambrunas de tantos pueblos africanos, las trampas tendidas por unos hombres a otros, a fin de sojuzgarles o explotarles, la drogadicción, las catástrofes ecológicas, etc. En el terreno conceptual objetivo (no ya psicológico subjetivo del sufrimiento, por ejemplo) puede afirmarse que el mal existe, que no es una ilusión; o, si se prefiere, que el mal, como concepto, nos remite ante todo a hechos, y no a teorías. El criminal horrendo existe, no es una ilusión ni un relativo cultural; otra cosa es si la maldad que constituye al criminal horrendo como tal puede ser neutralizada o más bien se redobla con su ejecución capital.

Ahora bien: ¿qué tienen de común los males conceptualizados en tan diversas categorías? ¿Existe un común denominador unívoco a todos estos conceptos de mal –es decir, una idea unívoca del mal– o bien la raíz del mal, su primer analogado, habrá que situarlo en alguna categoría antes que en otra (lo que nos obligaría a entender la Idea de Mal como análoga y no como unívoca)? Y sobre todo: ¿qué alcance tienen los diferentes males en el contexto de la realidad? ¿Se mantienen en el terreno de la apariencia o hunden sus raíces en las profundidades de las cosas más reales? Estos tipos de preguntas ontológicas, por cuanto giran en torno a la entidad que haya que reconocerle al mal, implican análisis de las relaciones que la Idea del Mal pueda mantener con las Ideas ontológicas cardinales, como puedan serlo la Idea del Ser o la del Bien (y en su límite, la del Sumo Bien, Dios) o la Idea del Mundo, o la Idea del Hombre. Las diferentes doctrinas sobre el mal que la doxografía nos ofrece pueden en gran medida interpretarse en función de las relaciones que se postulan entre la Idea del Mal y estas Ideas ontológicas cardinales. Para quienes se sitúan en la perspectiva de la Idea del Bien (y del Sumo Bien, de Dios) el mal tenderá a reducirse al ámbito de la libertad que caracteriza a las personas diabólicas (Luzbel, Satán, Mefistófeles) o a las personas humanas; incluso la reducción tendería a ver el mal como una privación (Santo Tomás) o como una negación de la infinitud que está asociada a la criatura y que justificaría, en una Teodicea, al propio Dios creador de las cosas (Leibniz). Como dice Mefistófeles en su presentación a Fausto: “Soy el espíritu que siempre niega, y con razón, pues todo cuanto tiene principio merece ser aniquilado y, por lo mismo, mejor fuera que nada viniera a la existencia”.

Desde la perspectiva antimetafísica [4] del materialismo filosófico, las conexiones tradicionales entre la Idea del Mal y las Ideas del Ser, el Bien, Dios, el Mundo o el Hombre, habrán de considerarse inadmisibles. Es simple metafísica suponer que el ente finito, por serlo, es malo; o que el mal hay que referirlo a la parte del mundo, pero no al todo en el que los males parciales pueden mostrar su eficacia para producir el bien global o la armonía universal (otra cosa es que el mal, como el bien, no tenga nada que ver con la Idea del Todo; pero la fórmula tradicional bonum ex integra causa, malum quocumque defectu no tiene por qué ser interpretada en su sentido “cósmico”).

El materialismo filosófico establece como conexión principal, en el análisis de la Idea del Mal, la relación entre el mal y la causalidad, siempre que esta sea entendida no como una relación binaria Y=f(X), sino como una relación ternaria, al menos en su contenido nuclear Y=f(H,X). Como la Idea de Causa es incompatible con la Idea de Creación [136] ex nihilo (es decir, con la situación de H=0) no cabrá suscitar siquiera la cuestión de la Teodicea como “justificación de un Dios creador” (creador, entre otras cosas, de los males del mundo), según sostuvo Marción.

Desde la perspectiva de la Idea de Causa y, en particular, de la Idea de Influencia Causal, podemos construir la Idea del Mal cuando atribuyamos al esquema material de identidad H la condición de un bien definido en un contexto axiológico y, por tanto, antrópico (en un contexto en el cual los sujetos operatorios actúan en el espacio antropológico). En la medida en la cual la causalidad se define por la fractura o desviación de un esquema material de identidad (fractura o desviación que designamos como “efecto”) el mal podrá ser asociado, en principio, a la misma causalidad, y no porque todo proceso causal implique un mal, sino porque la maldad implica siempre un proceso causal. La desviación de una masa de su trayectoria inercial no es por sí misma un mal (aunque pueda siempre considerarse como un proceso violento), salvo que previamente hubiéramos podido definir a esa masa inercial H como buena. En cualquier caso, hay una circularidad dialéctica en la oposición correlativa entre el bien y el mal, porque solo si el efecto Y consiste en la desviación de H es malo, podremos asegurar que H es bueno.

En cualquier caso, la estructura causal que atribuimos a la maldad nos lleva a distinguir inmediatamente entre una maldad genética (referida a la causa X de la desviación) y una maldad estructural, referida al efecto Y. Relacionada con esta distinción nos encontramos con la distinción entre el mal extrínseco (cuando el determinante causal X recae ab extrínseco sobre H, fracturando su identidad “sin cooperación activa”) –es la maldad del rayo que fulmina al labrador, porque si el rayo hubiera descargado sobre una nube no podría ser llamado malo– y el mal intrínseco (cuando Y no recae sobre H de un modo extrínseco, sino de forma que pueda decirse que el propio H ha asimilado a Y como una virtualidad propia). El mal intrínseco suscita, de algún modo, la validez de una “ley de autodestrucción” que en los organismos tiene que ver con la muerte natural (acaso implicada en la llamada apoptosis o suicidio de las células).

La alternativa fundamental según la cual puede hacérsenos presente la maldad intrínseca tendrá que ver con la condición del determinante causal Y según que este sea un sujeto β-operatorio [68] (animal, pero sobre todo humano o personal) o no lo sea. Hay situaciones ambiguas, como las que implican un control remoto de la conducta de un sujeto a quien se le hayan implantado electrodos sin su consentimiento. Un modelo primero de maldad causal intrínseca nos lo ofrecen las situaciones en las cuales tanto X como H son sujetos operatorios, cuando X sea capaz de envolver con sus prólepsis operatorias a las prólepsis del sujeto H. El adulto que pone una trampa a un niño que, movido por la codicia, se precipita a una sima o resulta mutilado, forma parte de un proceso afectado de maldad intrínseca.

En la medida en la cual los esquemas procesuales de identidad H, considerados como buenos, han de determinarse en el ámbito del espacio antropológico [244], podremos también clasificar los tipos de maldad en función de los ejes de este espacio distinguiendo una maldad circular (que cubre las traiciones, injusticias, incluso las establecidas por encima de la voluntad, el fetichismo de las mercancías, la guerra…), una maldad angular (el cazador que atrapa a un chimpancé mediante un cepo etológico) y una maldad radial (en la que se incluirán las crisis demográficas o los desastres ecológicos).

http://www.filosofia.org/filomat/df792.htm






Causalidad en las ciencias

Las relaciones de causalidad están presentes, en primer lugar, como relaciones positivas en las ciencias, no como relaciones exclusivas, puesto que incluso en las ciencias reales no es siempre posible aplicar las categorías de la causalidad, sin que por ello haya que hablar de acausalismo [132]. En las ciencias históricas, por ejemplo, la mayor parte de los procesos que ellas consideran (pongamos por caso, la batalla de Cannas) aun siendo resultados deterministas, no pueden considerarse como secuencias causales; y no ya porque no se den relaciones causales, sino porque se dan múltiples líneas de secuencias, cuya reunión, aun sin ser aleatoria, tampoco es necesariamente causal: la llamaremos transcausal. En ellas, aunque no haya causas, habrá razones [133]. En segundo lugar, la presencia de la causalidad en las ciencias (ahora en todas las ciencias, por su lado subjetivo) está asegurada por la naturaleza operatoria de las mismas, en la medida en que las operaciones gnoseológicas tienen mucho de procesos causales [134]. Sin embargo, no creemos que sea de aplicación obvia el concepto de causalidad propuesto a las transformaciones históricas de una ciencia, desde su estado normal –tomado como referencia al equilibrio– hasta el estado determinado por una revolución científica que se hiciera corresponder con las operaciones, puesto que también en la ciencia normal [788] deben reconocerse operaciones.

Las relaciones entre las operaciones causales objetivas de los sujetos gnoseológicos y las relaciones causales establecidas en los campos correspondientes son muy variadas. Consideramos erróneo tratar de presentar las relaciones objetivas de causalidad como “proyecciones” de operaciones subjetivas (inferencias) como sugieren algunos psicólogos inspirados por J. Piaget. Precisamente muchas relaciones causales objetivas, por ejemplo, las astronómicas, hay que verlas no ya como resultado de una proyección antropomorfa de operaciones objetivas, sino como resultados de eliminación (por neutralización) de las operaciones.

http://www.filosofia.org/filomat/df144.htm

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