Televisión: Opio del pueblo / Audiencia degradada y culpable
Tanto como un opio del pueblo, destinado a adormecerlo, la televisión puede también jugar el papel de un reconstituyente, de un “cordial”, un tónico, y aun un estimulante, que el “pueblo” se autoadministra algunas veces, o rechaza indignado otras, según de donde proceda. La audiencia, es decir, las audiencias absorben lo que avanza en la dirección de sus intereses; llamar ingenuas o inconscientes a un tipo de audiencias y conscientes y críticas a otras, es trasladar la distinción a un terreno metafísico, porque tan consciente y crítica (de las alternativas ofrecidas) es la audiencia que se complace en culebrones, como la audiencia que los aborrece prefiriendo, por ejemplo, programas económicos, ecológicos, o políticos.
No es cuestión de conciencia, o de crítica, o de responsabilidad; es cuestión de los contenidos de conciencia, de los criterios, de su evaluación de las diferentes responsabilidades. Lo que está en conflicto (cuando nos salimos del terreno estrictamente fisiológico, médico o psiquiátrico) no es la “conciencia” frente a la “inconsciencia”, la vigilia frente al adormecimiento, la motivación frente a la laxitud, o la razón frente a la emoción. Lo que está en conflicto son los propios materiales o valores en torno a los cuales se determina una conciencia, una vigilia, una motivación o una razón.
Si cabe una crítica efectiva en televisión, una crítica objetiva, capaz de mantener su validez más allá de los intereses subjetivos, es en el terreno en el que puede llevarse adelante la confrontación entre las apariencias y las verdades. Otra cosa es que interese o no interese a la audiencia, o a un sector de la misma esta confrontación; o bien que sea relevante o irrelevante, en cada caso, la discriminación entre apariencias falaces y las apariencia veraces.
Pero cabe afirmar que habría alcanzado el límite de su degradación una audiencia que llevase a experimentar la indiferencia universal ante los valores de verdad que la televisión puede ofrecer y que únicamente se interese por los efectos, agradables o desagradables, que sus apariencias pudieran depararle. Una audiencia que hubiera perdido la vigilancia crítica en torno a la discriminación de las apariencias veraces y las falaces, sería una audiencia no meramente engañada o adormecida, sino, sobre todo, una audiencia culpable, puesto que solo espera de la televisión el “disfrute” o la “relajación”. Y decimos “culpable” no en el sentido moral o penal (a fin de cuentas, los programas basura no constituyen un ilícito penal, en la mayor parte de los países), sino en el sentido causal, a la manera como diríamos también que los consumidores de droga son los primeros culpables de la circulación de las mismas.
La audiencia [700], es decir, su composición, su estructura, su situación, es la causa de la “deriva” de la televisión hacia cursos cada vez más degradados y aun repugnantes desde el punto de vista de la estética, de la verdad, y del futuro de la propia televisión, en cuanto televisión formal. Con esto no queremos decir que la audiencia sea la última causa. Las causas actúan siempre como causas codeterminantes. La empresas de televisión buscan necesariamente interesar al público, adulándolo si es preciso y, en este sentido, realimentan a la causa principal. Cualquiera que sea la variedad del poder de control ejercido por una cadena de televisión, es evidente que este poder ha de adaptarse, de un modo u otro a los comportamientos de la audiencia. En esta reside el verdadero poder. Y la audiencia seguirá dirigiendo, en gran medida, y aunque sea ciegamente, la orientación de la televisión del futuro.
Reservamos el término “concepto” para designar a las construcciones objetivas mediante las cuales un campo fenoménico es delimitado a partir de las intervenciones operatorias que sobre el campo tengan lugar a fin de determinar figuras más o menos complejas, o unidades finitas susceptibles de ser puestas en conexión con otras unidades de su misma categoría (lo que quiere decir que la conceptuación positiva de un campo fenoménico implica no solo la composición de la unidad definida con otras unidades, sino también la disociación de las unidades definidas con terceros conceptos dados en otros campos categoriales). El concepto de triángulo organiza los fenómenos del campo operatorio proyectado en el plano en unidades o figuras susceptibles de componerse con otras figuras de la categoría geométrica, tales como cuadrado o círculo; al mismo tiempo disocia [63] (aunque no puede separarlas) las figuras triangulares de otros fenómenos tales como colores, pesos o temperaturas. Los conceptos no solamente se diferencian por las categorías o campos categoriales en cuyo ámbito se constituyen, sino también por el tipo de estructuración objetiva que ellos determinan en el espacio antropológico [244]. Hay conceptos científico o protocientíficos como pueda serlo el concepto geométrico de antes citado de triángulo; pero hay también conceptos operativos de naturaleza técnica, ya sea mecánica (por ejemplo, el concepto de “cepo”), ya sea mágica (por ejemplo, el concepto de “suovetaurilia”), ya sea política o social (por ejemplo, el concepto de “primo cruzado”).
Utilizamos el término Idea para designar principalmente a las unidades que establecen algún tipo de relación entre conceptos pertenecientes a diferentes campos categoriales. Supuesto que los conceptos no “agotan” el campo fenoménico en el que se configuran, cabe afirmar que a través de las Ideas se manifiestan algo de aquellos contenidos del campo fenoménico que desborda los conceptos correspondientes. Las Ideas, según esto, no proceden de algún “lugar celeste”, ni tampoco de una conciencia o razón pura (de la que, según Kant, procedían las Ideas de Dios, Alma y Mundo); proceden de los conceptos categoriales, y eminentemente de los conceptos científicos o técnicos. En función de la oposición entre Conceptos e Ideas establecemos la distinción entre las ciencias positivas y la filosofía, asignando a aquellas el “tratamiento” de los conceptos, y a la segunda, el “tratamiento” de las Ideas; de donde habrá que seguir que la filosofía, en su sentido estricto, no es una actividad anterior y previa a las ciencias positivas, no es tanto la “madre de las ciencias”, por cuanto es posterior a ellas, y especialmente a la Geometría.
La Idea de Categoría (en el sentido en que se utiliza en la teoría del cierre categorial) tiene que ver principalmente con las totalidades atributivas (y, a través de éstas, con las totalidades distributivas) [163]. Una categoría, a efectos gnoseológicos, es una totalidad atributiva en la que ha sido posible concatenar, por cierres operatorios, unas partes con otras en círculos de radio más o menos amplio, intercomunicados entre sí. Las categorías [164] no son, según esto, meros recursos taxonómicos; tienen una dimensión arquitectónica.
Las categorías constituyen una ejecución del principio platónico de la symploké [54] (aun cuando este principio no implique, de por sí, el principio de las categorías), según el cual “no todo está vinculado con todo”. Las categorías son los círculos tejidos por los términos y proposiciones, vinculados conceptualmente (y, en el mejor caso, científicamente) [217]; lo que no quiere decir que las categorías sean círculos o esferas independientes, “megáricas”.
Las Ideas atraviesan varias categorías, o todas ellas: son “trascendentales”; sin embargo, las Ideas no dan pie para una construcción científica estricta, y su estudio corresponde a la filosofía (que, por tanto, no es una ciencia, sin que esto signifique que sea una construcción gratuita, arbitraria o irracional).
Las ciencias, en cambio, se mantienen en los diferentes recintos categoriales y constituyen el mejor criterio para determinar una lista, si no una tabla, de categorías (“tantas categorías como ciencias” en lugar de “tantas ciencias como categorías”).
Concepto se utiliza aquí en correlación con Idea. Nos referimos a los “conceptos objetivos”, no a los “conceptos subjetivos” (entendidos por los escolásticos como resultados del primer acto de la mente).
Concepto (objetivo) es la determinación (delimitada frente a otras) de cualquier contenido (término, relación, operación) dado principalmente en un proceso de cierre categorial:
“concepto de triángulo” – término
“concepto de homotecia” – relación
“concepto de adición” – operación
Los conceptos objetivos se mantienen en el ámbito de una categoría. Las Ideas [783] se forman principalmente sobre conceptos de categorías diferentes. Las ciencias positivas utilizan conceptos; las Ideas constituyen el campo de la filosofía. Según esto, las Ideas (objetivas) son una determinación resultante de la confluencia de diversos conceptos que se conforman en el terreno de las categorías (matemáticas, biológicas, etc.) o de las tecnologías (políticas, industriales, etc.), como puedan serlo las Ideas de Causa, Libertad, Estructura, Materia, Categoría, Razón, Ciencia, Hombre, etc.
El análisis de las Ideas, orientado a establecer un sistema entre las mismas, desborda los métodos de las ciencias particulares y constituye el objetivo positivo de la filosofía. La Idea de Libertad, por ejemplo, no se reduce al terreno de la política, del derecho, de la sociología, de la moral o de la psicología; también está presente en la estadística o en la mecánica (“grados de libertad”), en la física o en la etología: cada una de estas disciplinas puede ofrecer conceptos categoriales precisos de libertad, pero la confrontación de todos estos conceptos, desde la perspectiva de la Idea de Libertad, rebasa obviamente cada una de estas disciplinas y su consideración corresponde a la filosofía [5].
Doctrina de las categorías (desde la perspectiva del materialismo filosófico)
La expresión “doctrina o teoría de las categorías”, aunque por su forma gramatical se asemeja a expresiones tales “doctrina (teoría) de los cinco poliedros regulares”, o bien “doctrina (teoría) de la relatividad especial”, sin embargo, se diferencia notablemente de ellas según por lo menos tres determinaciones:
(1) La doctrina (o teoría) de las categorías es una doctrina filosófica, no es una doctrina (o teoría científica), como pueda serlo la doctrina topológica de los cinco poliedros o la teoría física de la relatividad especial.
(2) La doctrina (o teoría) de las categorías no es una doctrina “exenta” que pueda ser establecida en torno a un material de referencia dado de antemano (ni siquiera los términos de la teoría de las categorías son contenidos comunes a las diversas tablas), y en función del cual hubiera de apoyarse la teoría: la doctrina de las categorías, comenzando por la Idea misma de Categoría, depende de otras muchas premisas generales (implícitas o explícitas) de naturaleza filosófica, en nuestro caso, como hemos dicho en (1).
(3) Aunque no fuera más que porque las premisas en las que se apoyan las diversas teorías de las categorías, así como los métodos, son entre sí diferentes, la expresión “teoría de las categorías” habrá que considerarla engañosa.
No hay una teoría de las categorías que pueda servir a las investigaciones ulteriores de referencia sistemática. Las únicas referencias comunes son históricas y, por ello, nos parece improcedente erigir alguna teoría reciente de las categorías en canon de la problemática actual. No hay motivo para obligarnos a tomar tal teoría (por ejemplo, la de Strawson o la de Sommers) como referencia universal (dando a la “última teoría filosófica” el tratamiento que suele dársele a la “última teoría científica” sobre el átomo). Solamente las doctrinas que, de hecho, han acreditado secularmente su condición de referencias históricas (aquellas teorías que hayan sido citadas durante siglos un número de veces que alcance un punto crítico significativo, a determinar por los historiadores) y que han canalizado, por tanto, el encuentro de las doctrinas más diversas y aún siguen canalizando el contraste de las doctrinas más recientes, pueden exhibir títulos suficientes para constituirse en referencias actuales. Tal es el caso de las doctrinas de las categorías de Aristóteles y de Kant [154-159].
Desde este punto de vista, puede incluso decirse que es una impostura hablar de una “teoría de las categorías” a secas, como si no hubiera más que una. Tan solo podríamos mantener la expresión “teoría de las categorías” como denominación de la parte del sistema que incluye el tratamiento de la Idea de Categoría, pero constatando la multiplicidad y heterogeneidad de doctrinas (de teorías) de las categorías a lo largo de la historia del pensamiento filosófico (pues nadie dejará de reconocer que la consideración de la cuestión de las categorías, en general, ha formado parte de los principales sistemas o programas de filosofía). Desde una tal constatación, una tarea obligada será la de dar cuenta de la razón por la cual doctrinas (o teorías) muy diversas y cuya materia no es ni siquiera tampoco la misma, sin embargo, están entrelazadas mutuamente, hasta el punto de hacerse capaces de arrogarse la pretensión de pasar como “la doctrina de las categorías”. Esta pretensión sólo puede entenderse como testimonio de su capacidad para dar cuenta polémicamente de otras doctrinas, no como pretensión de “dar cuenta de la realidad”. El entrelazamiento sólo podría, por tanto, entenderse por su índole polémica (con una base común, sólo presente a través de las diversas doctrinas) y cabría hacerlo consistir en esa propensión de cada teoría a arrogarse la capacidad de dar cuenta de las otras doctrinas (por tanto, de citarlas), para reducirlas críticamente a sus propios términos.
Por nuestra parte, no queremos mantenernos únicamente en este “horizonte” constituido por las diversas teorías (doctrinas) filosóficas de las categorías dadas en la tradición histórica, como si nuestro propósito inmediato fuera confrontarlas y nuestro objetivo, como resultado final de la confrontación, fuera alcanzar una doctrina susceptible de ser defendida victoriosamente entre las otras alternativas (ya sea porque la doctrina escogida fuera una de las que ya han sido formuladas históricamente, ya sea porque es una síntesis ecléctica de diversas doctrinas históricamente dadas, ya sea porque se trata de una doctrina nueva con capacidad de “generalización y asimilación” de las otras). Pues siempre será posible elevarnos a un plano abstracto tal que unas teorías filosóficas puedan mostrarse reducidas a otra. Pero esto sería mantenernos en el terreno de la “filosofía pura”, que consideramos meramente escolástica [10] o filológica [20].
Reconociendo que, en cualquier caso, no es posible volvernos de espaldas al horizonte de esta confrontación, damos por cierto que sólo podremos salir fuera de este horizonte (en el que se mueven, como en su propio elemento, los historiadores de la filosofía o los “profesores de filosofía”) cuando logremos volver a poner el pie en las “cosas mismas”, para ir a la fuente de la que manan las propias categorías gnoseológicas. No pretendemos, por ello, en modo alguno, haber alcanzado una “doctrina canónica” nueva, sino simplemente queremos desprendernos del “horizonte filosófico filológico puro”, para situarnos en un “horizonte positivo” (eminentemente aquel en el que se dibujan las ciencias del presente), de manera tal que la doctrina de las categorías no la hagamos consistir en una confrontación con otras doctrinas filosóficas cuanto en una confrontación con los “hechos” de nuestro presente, aunque valiéndonos, eso sí, de las doctrinas filosóficas dadas que nos parezcan más pertinentes.
¿En qué dirección orientarnos para encontrar esa fuente de la que emaman las mismas categorías? Si nos volvemos hacia las ciencias positivas mismas –más que hacia el lenguaje natural, hacia los juicios o hacia las estructuras sociales– como hitos en los cuales nos parece que debemos amarrar un hilo conductor que sea capaz de guiarnos en la determinación de las categorías, es porque suponemos que ya hemos de algún modo constatado que son las ciencias positivas los lugares en los cuales se encuentran las categorías que buscamos, las categorías gnoseológicas. Esto puede sonar a una simple (tautológica) petición de principio: si lo que buscamos son las categorías gnoseológicas será obvio que el lugar de nuestra exploración habrá de encontrarse en el “reino de las ciencias”. Sin duda: pero, ¿por qué definir este lugar como el “lugar de las categorías? ¿Cómo podremos decir que lo que exploramos son las categorías, al margen de toda confrontación con otras vías (o hilos conductores) que también prometen llevarnos a las categorías? En el momento en el que formulemos esta pregunta, lo que se nos mostraba como petición de principio, puede comenzar a aparecérsenos de otro modo.
La confrontación principal que, obligadamente, como hemos dicho, deberemos hacer es, en primer lugar, la confrontación con Aristóteles y, en segundo lugar, la confrontación con Kant. Aristóteles y Kant son, en efecto, los dos grandes filósofos que tienen verdadera importancia en la cuestión de las categorías, cuando se considera esta cuestión en la perspectiva ontológico-gnseológica, puesto que representan las dos alternativas posibles, y de hecho reconocidas (realismo e idealismo), dentro de un mismo planteamiento (Kant también quiso mantenerse fiel a las líneas establecidas por Aristóteles, como fundador de la teoría de las categorías). No queremos menospreciar, con esto, a los numerosos tratamientos que la cuestión de las categorías ha recibido en la tradición filosófica; queremos decir que estos tratamientos (al menos, cuando descartamos aquellos tratamientos escépticos que contienen una propuesta más o menos explícita de abandono de la cuestión de las categorías como cuestión ontológica) no tienen por qué considerarse, al modo como suelen considerarse las diversas “aportaciones” científicas en torno a un problema objetivo, reconocido como tal, como si fueran aportaciones integrables o “diversos modos independientes de asedio al problema”, sino como tratamientos que reciben su significado ontológico precisamente cuando se los considera, sea “desde Aristóteles”, sea “desde Kant”. La doctrina de Brentano, por ejemplo, sólo mantiene su importancia (como Brentano mismo reconoce) desde coordenadas aristotélicas; las doctrinas de las categorías incluidas en la llamada filosofía analítica (Strawson, Katz, Sommers, Quine, etc.) sólo alcanzan importancia filosófica cuando, por ejemplo, el “innatismo chomskiano” se utiliza como una versión implícita o explícita del idealismo transcendental (un idealismo asentado, no ya sobre la idea psicológica de la “conciencia pura”, sino sobre la idea de una “conciencia o facultad lingüística”): al margen del idealismo trascendental las “teorías lingüísticas” de las categorías carecen por completo de importancia filosófica (si es que tienen alguna, como teorías lingüísticas).
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