La epidemia de peste de 1649 fue la mayor crisis epidémica que ha padecido Sevilla, que supuso una gran quiebra de su población, en la que murieron al menos 60 000 personas, lo que representaba el 46 % de la población de la ciudad.- ......................................................:https://es.wikipedia.org/w/index.php?title=Especial:Libro&bookcmd=download&collection_id=257af3e997a1b88871eb41df4113ac85be0670dc&writer=rdf2latex&return_to=Epidemia+de+1649
Un hito dramático. Un punto de no retorno. Así podría definirse lo que supuso la peste de 1649 para la historia de Sevilla, una dramática fecha que ha vuelto a ponerse de relieve con la inauguración esta semana del pedestal con la cruz del Baratillo -financiada por la Junta, el Ayuntamiento y la Confederación de Empresarios de Andalucía (CEA)- que, al margen de la polémica sobre su conveniencia y estética, sirve de recuerdo a todos los sevillanos que fallecieron en dicha epidemia, que asoló la ciudad en apenas cuatro meses.
Uno de los problemas a los que se enfrentan los historiadores a la hora de abordar la peste de 1649 son los pocos datos concretos que existen sobre la época y los efectos que provocó la enfermedad contagiosa. El catedrático de Historia Moderna de la Universidad de Sevilla, Juan Ignacio Carmona (autor del libro La Peste en Sevilla, publicado por el Ayuntamiento de Sevilla en 2004), incide en que uno de los aspectos que más dificulta la investigación es el hecho de que no se cuente con un registro sobre los fallecidos en dicho periodo, entre otros motivos, porque la epidemia provocó tal cantidad de muertos que los cadáveres fueron arrojados a fosas comunes sin previo reconocimiento.
Tampoco se sabe con certeza las vías de entrada de la peste de 1649. Carmona, en este sentido, rompe con muchos tópicos que se han mantenido hasta ahora. Uno de ellos, al que se recurre con más frecuencia, es que la infección llegó a Sevilla a través de dos gitanos que vinieron en barco y se quedaron en Triana, primer foco de la infección. A este respecto, el catedrático de Historia Moderna de la Hispalense especifica que el arrabal tenía muchas posibilidades de ser la primera zona afectada por la peste al quedar fuera de las murallas, pero que es "imposible" a día de hoy conocer la vía exacta por la que penetró.
Lo cierto es que la primavera de aquel año allanó bastante el camino para la catástrofe. Según el historiador José Luis Hernández, dicha estación fue bastante lluviosa y causó graves inundaciones en Sevilla, hasta tal punto que las crónicas de la época narran que podía llegarse en barco a la Alameda. Estas lluvias provocaron la pérdida de las cosechas, el desabastecimiento de la ciudad y una elevada desnutrición ante la dificultad de comprar alimentos por su encarecimiento. El caldo de cultivo estaba, por tanto, preparado para que la peste campara a sus anchas en una urbe que contaba por aquel entonces con una población aproximada de 120.000 personas y que se colocaba entre las primeras del mundo (aunque los altos tributos que la Corona exigía a los mercaderes para sufragar las constantes guerras había mermado ya bastante las riquezas generadas a través del comercio con el Nuevo Mundo).
La peste bubónica asoló a Europa durante cuatro siglos (desde el XIV hasta bien entrado el XVIII). Desde un punto de vista médico se trata de una enfermedad infecciosa causada por la bacteria Yersinia pesti, nombre que le dio en 1967 su descubridor Alexander Yersin, un bacteriólogo franco-suizo del Instituto Pasteur de París. Sus transmisoras son las pulgas de las ratas infectadas (que abundaban en una Sevilla con escasa salubridad y en los barcos que fondeaban en el Puerto), que afectan con su picadura a otros animales y al hombre. Precisamente, el principal temor que existió con la reciente gripe aviar fue que la bacteria mutara en otra que afectara al ser humano y provocara una pandemia como la de la peste, que originaba un cruel y lento deterioro hasta llegar, en el peor de los casos, a la muerte.
Aún más dantescos resultan los relatos que se hicieron de aquellos cuatro meses. El historiador Carmona hace hincapié en que tal era la pila de fallecidos que se amontonaban en las calles que pagaban a los más pobres para que los recogieran en carretillas y los llevaran a las fosas que se abrieron fuera de las murallas y en las que se arrojaban con cal viva para que los cuerpos se destruyeran cuanto antes y no provocasen más infección. Estos enterramientos también se habilitaron junto a hospitales como el de las Cinco Llagas (actual Parlamento andaluz), donde se instalaron enfermerías provisionales para atender a los apestados.
La incesante tragedia llevó a las autoridades religiosas y civiles a implorar la intercesión divina, de ahí que el 2 de julio de ese año se sacara en procesión de rogativa al Cristo de San Agustín desde su convento a la Catedral, de la que volvió al día siguiente, jornada en la que se produjo un fenómeno extraño al permanecer cubierto el sol durante varias horas con un color carmesí, parecido al de la sangre. Así lo recoge Pedro López de San Román en un libro publicado aquel año y del que se hace eco Julio Domínguez Arjona en su web La Sevilla que no vemos.
A los pocos días de esta procesión en el citado hospital (conocido entonces como de la Sangre) ondeaba una bandera blanca como señal de que la epidemia había remitido, por tal motivo se mantiene hoy día la acción de gracias a este Crucificado en esa fecha. La peste dejaba una ciudad con la mitad de su población (60.000 muertos aproximadamente) y en un claro declive (no llegó a recuperar los 120.000 habitantes hasta finales del XIX). Lo que un día fue puerto y puerta de Indias se convirtió en cuatro meses en la puerta del infierno.
El progreso que experimentó la localidad de Utrera a lo largo del siglo XVI, principalmente causado por su privilegiada situación geográfica, a medio camino entre los puertos de Sevilla y Cádiz en plena Carrera de Indias, se vio truncado de manera drástica y realmente trágica, a mitad del siglo XVII, concretamente en el año 1649, el año que pasará a la historia como el año de la epidemia de peste bubónica.
Después de esta negra fecha, ya nada volvería a ser igual, y la localidad quedó reducida prácticamente a una ciudad fantasma, donde desapareció la mitad de la población. Aunque es complicado afinar el número de personas que perecieron, muchas fuentes hablan de 5.000, lo que supuso un duro golpe para la localidad, del que tardaría numerosos años en recuperarse. La peste bubónica dejó herida de muerte a una localidad, que en las décadas anteriores había disfrutado de un extraordinario crecimiento, convirtiéndose en una de las poblaciones más importantes de todo el reino de Sevilla.
En 1730, el ilustre utrerano Pedro Román Meléndez se refería a esta circunstancia en su Epílogo de Utrera: «tuvo en otro tiempo seis mil vecinos, así lo afirma Morgado. Hasta el año de 1580 más de cuatro mil. Cuando escribió nuestro Caro, dos mil y seiscientos. Sobrevino después el año de la peste, en que murieron más de seis mil personas, como refiere Salado, que fué testigo de vista. Arruináronse muchas casas, cuyas ruinas aun hoy se reconocen, por lo cual el vecindario es menor,no llegando hoy a dos mil personas, según los padrones».
Ante tanto desastre, también había hombres cultos que daban un paso adelante y decidían poner por escrito una especie de manual en el que ofrecían recomendaciones a sus conciudadanos a la hora de intentar luchar contra el contagio de la enfermedad. Es el caso de Francisco Salado Garcés y Ribera, que imprimió un tratado en Utrera en el año 1649, titulado «Política contra Peste: gobierno espiritual, temporal y médico». Como suele ocurrir en todo este tipo de situaciones, los estratos más humildes de la población, fueron los que sufrieron de una manera más cruda los efectos de la epidemia.
En las situaciones más complicadas, sale también a relucir la mejor cara del ser humano, que trata de sobreponerse a la adversidad y luchar contra los elementos. Utrera se llenó de hospitales, donde eran atendidos los enfermos, mientras que la tarea emprendida por los frailes de los conventos de la localidad fue también muy destacada.
En la actual calle Álvarez Hazañas, se ubicaba el convento del Corpus Christi, que ocupaba la orden de San Juan de Dios, que se dedicaba al cuidado de los enfermos. Fue tan importante la labor realizada por los frailes que se encontraban en este convento, durante los tiempos de la epidemia de peste, que el agradecimiento de la población, todavía puede percibirse en el callejero de la localidad. Las calles Francisco Marín o Fajardo, están dedicadas a frailes que dieron su vida para ayudar a los enfermos de peste.
Tras la gran epidemia de 1649, Utrera quedaba en una situación verdaderamente complicada, donde costó cientos de años volver a datos poblaciones parecidos a los anteriores, de hecho la localidad a finales del siglo XVIII, todavía no había conseguido alcanzar los 10.000 habitantes, sumida en un negro pozo, sin apenas perspectivas de futuro. Tras este periodo oscuro, se fundaron nuevas hermandades y las instituciones hospitalarias, experimentaron un importante auge.
En 1649, Sevilla seguía siendo la ciudad más populosa de España y su actividad económica, derivada del monopolio que ejercía sobre el comercio con América, continuaba siendo pujante. Sin embargo, las deficientes condiciones higiénicas de sus calles y su condición de puerto de mar tierra adentro, la iban a convertir en foco de una virulenta epidemia de peste que diezmó su población, marcando el ocaso de su esplendor. Por: José Luis Hernández Garvi
En aquel año, Felipe IV reinaba sobre un Imperio en el que no se ponía el sol pero que empezaba a manifestar los primeros síntomas de decadencia. La nefasta política llevada a cabo durante el valimiento del conde duque de Olivares, en aquel entonces ya fallecido, había contribuido a empeorar los graves problemas por los que atravesaba España. El derroche de una Corte suntuosa y la multitud de frentes abiertos por la monarquía hispánica, tanto dentro como fuera de sus propias fronteras, consumían sumas astronómicas y el oro y la plata que llegaban desde América eran insuficientes para cubrir los enormes gastos, provocando la bancarrota del Estado. En medio del creciente clima de caos económico, social y moral que afectaba al país, Sevilla empezó a sufrir los efectos de una grave crisis.
Con sus muelles concentrados a orillas del tramo navegable del río Guadalquivir, la capital andaluza gozaba de una situación privilegiada. Alejada de la costa, la ciudad se encontraba a salvo de los bombardeos o desembarcos de las flotas de potencias enemigas que se quisieran apoderar de sus tesoros. Sevilla ostentaba el monopolio del comercio con América y a su puerto fluvial llegaban los barcos que procedentes de América remontaban el Guadalquivir con sus bodegas repletas de riquezas. De allí partían cargados con productos para vender en el Nuevo Mundo con los que los comerciantes instalados en la ciudad obtenían grandes beneficios. Este tráfico incesante de mercancías también servía para financiar a la Corona, que cobraba impuestos y tasas por cada una de las transacciones.
A comienzos de la década de los cuarenta del siglo XVII, Sevilla empezó a pagar las consecuencias de la excesiva presión fiscal a la que estaba sometida por parte de los funcionarios del rey. Los enormes gastos derivados de la Guerra de los Treinta Años en Europa y las insurrecciones en Portugal y Cataluña habían dejado exhaustas las arcas del Estado, lo que había obligado a tomar medidas para incrementar la recaudación, entre ellas la subida de impuestos a las transacciones mercantiles. Muchos de los comerciantes que habían acudido a la ciudad andaluza atraídos por su dinamismo económico y las oportunidades de negocio que les ofrecía su puerto se vieron obligados a cerrar sus almacenes por culpa de la drástica reducción del margen de beneficios. Los barrios próximos a los muelles fueron los más afectados y muchas de sus casas y comercios abandonados ofrecían un aspecto desolador.
A pesar de la crisis, Sevilla seguía siendo una ciudad populosa que en aquel entonces tenía más de ciento cincuenta mil habitantes, la segunda más poblada del Imperio después de Nápoles. Sin embargo, las condiciones de vida de la mayoría de los sevillanos dejaban mucho que desear. Al hacinamiento y la ausencia total de medidas higiénicas, se unía el constante tráfico marítimo de barcos procedentes de puertos remotos donde sus tripulantes podían contagiarse de graves enfermedades. La suciedad y las inmundicias se acumulaban en las calles y las ratas campaban a sus anchas sin que ninguna autoridad dictase las disposiciones oportunas para evitarlo. Al mismo tiempo, los barcos que atracaban en sus muelles tras varios meses de travesía eran espacios reducidos en donde las epidemias podían incubar, trasladándose rápidamente de un país a otro.
La primavera de 1649 fue especialmente lluviosa y las graves inundaciones de un Guadalquivir desbordado anegaron los cultivos y granjas de todo el valle. Sevilla también sufrió los efectos de la riada y según cuentan los cronistas de la época podía llegarse en barca hasta la Alameda de Hércules. La retirada de las aguas dejó al descubierto la pérdida completa de las cosechas y los cadáveres putrefactos de miles de animales ahogados. La falta de productos agrícolas produjo el desabastecimiento de la ciudad y un aumento de los precios de los alimentos de primera necesidad, provocando que el fantasma del hambre y la desnutrición comenzasen a acechar a sus habitantes más vulnerables. Todos estos ingredientes prepararon el caldo de cultivo idóneo para la epidemia sin precedentes que iba a asolar la ciudad.
La peste ha sido una de las pandemias que ha causado más muertes a lo largo de la Historia. Implantada de forma siniestra en el imaginario colectivo de la Humanidad, su simple pronunciación se ha convertido en sinónimo de una muerte horrenda. Desde un punto de vista estrictamente médico, la peste es una enfermedad infecciosa causada por la bacteria Yersinia pestis, bautizada así a partir de 1967 en honor a su descubridor, Alexander Yersin, un bacteriólogo franco-suizo del Instituto Pasteur de París. Las pulgas de las ratas infectadas son sus transmisoras, afectando a otros animales o al hombre con su picadura. Durante el desarrollo de la enfermedad el contagiado se encuentra débil, con marcha vacilante y habla balbuciente, para después sufrir fuertes dolores de cabeza, fiebre muy alta, escalofríos, vómitos y diarreas. En el caso de la peste bubónica, aparecen inflamaciones de varios centímetros de diámetro que se localizan en las ingles, las axilas o en el cuello, y que en ocasiones pueden supurar. La palpación de los bubones produce un dolor muy intenso y por debajo de la piel se nota una masa firme y dura. Tras una lenta agonía de varios días, el paciente muere después de un deterioro progresivo y generalizado de su estado.
En el año 1649 Sevilla iba a ser el lugar escogido por la terrible enfermedad para cebarse en su indefensa población. No se sabe con certeza cómo ni cuando llegó a las costas de la Península Ibérica, aunque todo apunta a que lo hizo por el puerto de Valencia, viajando a bordo de algún barco procedente de África. Desde allí se extendió hacia al sur, contagiando a la ciudad de Alicante. Después se propagó en dirección a Murcia, continuando su letal recorrido siguiendo la costa mediterránea hasta alcanzar Almería y Málaga en 1648. Al año siguiente la peste saltó al litoral atlántico andaluz, extendiendo la muerte por Gibraltar, Cádiz y Huelva.
Con sus muelles concentrados a orillas del tramo navegable del río Guadalquivir, la capital andaluza gozaba de una situación privilegiada. Alejada de la costa, la ciudad se encontraba a salvo de los bombardeos o desembarcos de las flotas de potencias enemigas que se quisieran apoderar de sus tesoros. Sevilla ostentaba el monopolio del comercio con América y a su puerto fluvial llegaban los barcos que procedentes de América remontaban el Guadalquivir con sus bodegas repletas de riquezas. De allí partían cargados con productos para vender en el Nuevo Mundo con los que los comerciantes instalados en la ciudad obtenían grandes beneficios. Este tráfico incesante de mercancías también servía para financiar a la Corona, que cobraba impuestos y tasas por cada una de las transacciones.
A comienzos de la década de los cuarenta del siglo XVII, Sevilla empezó a pagar las consecuencias de la excesiva presión fiscal a la que estaba sometida por parte de los funcionarios del rey. Los enormes gastos derivados de la Guerra de los Treinta Años en Europa y las insurrecciones en Portugal y Cataluña habían dejado exhaustas las arcas del Estado, lo que había obligado a tomar medidas para incrementar la recaudación, entre ellas la subida de impuestos a las transacciones mercantiles. Muchos de los comerciantes que habían acudido a la ciudad andaluza atraídos por su dinamismo económico y las oportunidades de negocio que les ofrecía su puerto se vieron obligados a cerrar sus almacenes por culpa de la drástica reducción del margen de beneficios. Los barrios próximos a los muelles fueron los más afectados y muchas de sus casas y comercios abandonados ofrecían un aspecto desolador.
A pesar de la crisis, Sevilla seguía siendo una ciudad populosa que en aquel entonces tenía más de ciento cincuenta mil habitantes, la segunda más poblada del Imperio después de Nápoles. Sin embargo, las condiciones de vida de la mayoría de los sevillanos dejaban mucho que desear. Al hacinamiento y la ausencia total de medidas higiénicas, se unía el constante tráfico marítimo de barcos procedentes de puertos remotos donde sus tripulantes podían contagiarse de graves enfermedades. La suciedad y las inmundicias se acumulaban en las calles y las ratas campaban a sus anchas sin que ninguna autoridad dictase las disposiciones oportunas para evitarlo. Al mismo tiempo, los barcos que atracaban en sus muelles tras varios meses de travesía eran espacios reducidos en donde las epidemias podían incubar, trasladándose rápidamente de un país a otro.
La primavera de 1649 fue especialmente lluviosa y las graves inundaciones de un Guadalquivir desbordado anegaron los cultivos y granjas de todo el valle. Sevilla también sufrió los efectos de la riada y según cuentan los cronistas de la época podía llegarse en barca hasta la Alameda de Hércules. La retirada de las aguas dejó al descubierto la pérdida completa de las cosechas y los cadáveres putrefactos de miles de animales ahogados. La falta de productos agrícolas produjo el desabastecimiento de la ciudad y un aumento de los precios de los alimentos de primera necesidad, provocando que el fantasma del hambre y la desnutrición comenzasen a acechar a sus habitantes más vulnerables. Todos estos ingredientes prepararon el caldo de cultivo idóneo para la epidemia sin precedentes que iba a asolar la ciudad.
La peste ha sido una de las pandemias que ha causado más muertes a lo largo de la Historia. Implantada de forma siniestra en el imaginario colectivo de la Humanidad, su simple pronunciación se ha convertido en sinónimo de una muerte horrenda. Desde un punto de vista estrictamente médico, la peste es una enfermedad infecciosa causada por la bacteria Yersinia pestis, bautizada así a partir de 1967 en honor a su descubridor, Alexander Yersin, un bacteriólogo franco-suizo del Instituto Pasteur de París. Las pulgas de las ratas infectadas son sus transmisoras, afectando a otros animales o al hombre con su picadura. Durante el desarrollo de la enfermedad el contagiado se encuentra débil, con marcha vacilante y habla balbuciente, para después sufrir fuertes dolores de cabeza, fiebre muy alta, escalofríos, vómitos y diarreas. En el caso de la peste bubónica, aparecen inflamaciones de varios centímetros de diámetro que se localizan en las ingles, las axilas o en el cuello, y que en ocasiones pueden supurar. La palpación de los bubones produce un dolor muy intenso y por debajo de la piel se nota una masa firme y dura. Tras una lenta agonía de varios días, el paciente muere después de un deterioro progresivo y generalizado de su estado.
En el año 1649 Sevilla iba a ser el lugar escogido por la terrible enfermedad para cebarse en su indefensa población. No se sabe con certeza cómo ni cuando llegó a las costas de la Península Ibérica, aunque todo apunta a que lo hizo por el puerto de Valencia, viajando a bordo de algún barco procedente de África. Desde allí se extendió hacia al sur, contagiando a la ciudad de Alicante. Después se propagó en dirección a Murcia, continuando su letal recorrido siguiendo la costa mediterránea hasta alcanzar Almería y Málaga en 1648. Al año siguiente la peste saltó al litoral atlántico andaluz, extendiendo la muerte por Gibraltar, Cádiz y Huelva.
No hay comentarios:
Publicar un comentario