GENERALIDADES SOBRE LA HISTORIA CARTAGINESA
De los famosos cartagineses, foinikes, poenikes o púnicos (=fenicios), se ignoran todavía muchas más cosas de las que seguramente se conocen, algo -por lo demás- nada infrecuente en la Historia antigua. Colonia y factoría comercial fundada hacia principios del siglo VIII a.C. por los fenicios de Tiro en las proximidades de lo que hoy es la bahía de Túnez, la ciudad de Cartago desarrolló su poderío mercantil, naval y militar sobre la base del control de la exclusividad de las rutas comerciales y metalíferas del Occidente europeo, de tal manera que entre los siglos VI y IV a.C. esta antigua colonia fenicia de la costa africana se convirtió en la primera potencia del Mediterráneo occidental, aliada circunstancialmente con los piratas tirrenos o etruscos y enfrentada primero a los griegos focenses y luego a las colonias helénicas de Sicilia y del sur de Italia, llegando por último a la inevitable confrontación bélica en el siglo III a.C. con la emergente Roma.
De la "civilización" cartaginesa, que era básicamente la fenicia o cananea trasplantada a tierras norteafricanas, sabemos que sus elementos originarios más "orientales", incluidos los bárbaros sacrificios humanos infantiles a la antigua usanza de las ciudades cananeas y protofenicias, se vieron finalmente algo diluidos y moderados por el progresivo proceso de helenización derivado del continuo contacto cultural y comercial con los griegos durante varios siglos, un proceso que se intensificó a lo largo de los siglos V, IV y III a.C. y que cambió notablemente la fisonomía de la propia cultura cartaginesa o "neo-púnica", al igual que ocurrió con otros muchos pueblos mediterráneos helenizados(los etruscos itálicos, los iberos hispánicos, los ligures o celtas costeros, e incluso los propios romanos, todos los cuales tuvieron un "antes" y un "después" a partir de su contacto y asimilación paulatina de la cultura helénica).
El significado del nombre de la capital púnica es problemático. Los romanos la llamaron Carthago; los griegos, en lo que parece una transcripción más fiel del término semítico originario, la denominaronCarquedón: en púnico algo así como Qart-¿khadem?, "poblado antiguo" (?), "establecimiento avanzado", "enclave adelantado", o quizá "colonia servidora", aunque es posible que a la palabra Qart, que era al parecer la que los propios cartagineses utilizaban abreviadamente para referirse a su capital, se le añadiesen otros adjetivos variables según los casos o según las épocas ("antigua", "nueva", etc), de ahí la variante romana de la transcripción de uno de esos nombres púnicos (quizá Qart-¿hagem?, "ciudad bien construida", "ciudad-modelo", o cosa similar). Por otra parte, los propios cartagineses parece que usaban preferentemente el término "cananeos" (qananim) para referirse a sí mismos.
Cartago, cuya población era mayoritariamente libio-púnica, es decir, bereberes africanos autóctonos más o menos mezclados con fenicios, estaba dirigida por una oligarquía de acaudaladas familias de grandes mercaderes y armadores, representadas y equilibradas en un poderoso "Senado" de trescientos miembros y en un no menos poderoso "Consejo de los Cien", y bajo el gobierno temporal de dos sufetim, magistrados elegidos por una Asamblea popular y que tenían poderes ejecutivos y probablemente también sacerdotales y judiciales (esta palabra púnica está emparentada con otro vocablo de otra lengua semítica antigua bastante afín -el hebreo-, que designaba con el término sophetim a los famosos "jueces" bíblicos); en Cartago había además un macrotribunal de 104 jueces, que se ocupaban de los pleitos civiles y de los litigios comerciales.
Con criterios simplificadores y descriptivos muy generales, podría decirse que la estructura política del Estado cartaginés presentaba un aspecto bastante cercano al tópico histórico de lo "fenicio" (o posteriormente de lo "judío"), con un Senado que funcionaría -valga la anacrónica comparación- casi como una gigantesca "Junta General de Accionistas" de una empresa multinacional moderna, y un Consejo que podría equivaler a su vez a una especie de "Consejo de Administración", siendo los sufetes los "presidentes", y los demás jefes militares algo así como los "consejeros delegados" o "altos ejecutivos". Tópicos aparte, la realidad política cartaginesa era mucho más compleja que lo que dan a entender sus propias instituciones conocidas, pues por debajo de éstas parece ser que existía una especie de "infraestado" dominado por influyentes sociedades secretas oligárquicas que eran las que realmente se repartían el poder.
Lo cierto es que en Cartago, como en otras colonias fenicias en su origen, la ciudad-estado tenía bastante de "empresa comercial colectiva", además de ser -por supuesto- lo que de hecho eran todas las ciudades-estado de la Antigüedad: unidades políticas y sociales de convivencia y de supervivencia. Cartago vino a ser también la continuación o la continuidad (militarizada) de la mucho más pacífica pero no menos pujante expansión comercial fenicia inmediatamente anterior, en unos nuevos tiempos en que la penetración comercial y el control de los mercados de los cotizados metales sólo podía hacerse ya por vía militar previa y con dominio territorial efectivo de los países productores e intermediarios, debido en parte al resurgimiento de unos poderes locales autónomos cada vez más conscientes de su fuerza económica (entre ellos los reyezuelos tartésicos hispanos y los etruscos, y sus oligarquías respectivas, progresivamente enriquecidos con el comercio y la intermediación de los metales básicos y con las concesiones para su explotación minera, en una época de gran demanda del hierro y del estaño de Etruria y del cobre y la plata de Tartessos por parte de las civilizaciones orientales). Los etruscos pasaron de buena gana a la esfera de influencia de Cartago y le suministraban tripulaciones a la flota de guerra cartaginesa, en una alianza casi natural contra un enemigo común (las colonias griegas de Marsella, de Sicilia y del sur de Italia). Los tartesios hispánicos, en cambio, prefirieron someterse plenamente a la "ley de la oferta y la demanda" y al "mejor postor" y empezaron a abrir sus mercados a los comerciantes griegos, lo que a la larga provocó la destrucción militar del reino tartésico por los cartagineses.
Cartago, en efecto, tuvo que hacer frente a la fortísima competencia comercial de las pujantes colonias griegas occidentales, dotadas de una sólida economía monetaria que había trastocado el tradicional sistema de trueque implantado anteriormente por los fenicios. Hacia el año 535 a.C. se produjo en las costas de Alalia (en aguas de Córcega) un primer gran choque bélico entre los helenos y los cartagineses, coaligados éstos últimos con los etruscos; los griegos fueron derrotados, y los piratas y mercenarios etruscos remataron a pedradas a los prisioneros capturados. Cincuenta y cinco años después (en el 480 a.C.) cambiarían las tornas: los cartagineses y sus aliados eran estrepitósamente derrotados en la batalla terrestre del río Hímera (en Sicilia) por los griegos siracusanos ("allí se hundieron las ambiciones de los fenicios y los gritos de guerra de los tirrenos", cantaría no mucho después un famoso poeta griego).
Los cartagineses, aunque sin renunciar al dominio completo de Sicilia, tuvieron que buscar a partir de entonces otras zonas alternativas de expansión, una expansión militar en la que subyacían también graves crisis políticas internas, corrupciones oligárquicas y fuertes luchas por el poder en el interior de la capital, pero ante todo un serio problema de supervivencia para una metrópoli con cerca de 200.000 habitantes, según algunas estimaciones modernas (sin contar la población de las demás ciudades cartaginesas y la de toda la región norteafricana de su entorno dependiente). La gran capital púnica, fundada originariamente sobre un pequeño núcleo urbano defensivo llamado Birsa (la fortaleza o ciudadela de Cartago), a la que se fueron añadiendo con el tiempo diversos barrios, suburbios y conurbaciones en el pequeño itsmo donde se ubicaba, se había convertido ya en la heredera universal de toda la formidable red comercial y mercantil de las antiguas colonias y factorías fenicias occidentales, pero aunque seguía manteniendo buenas relaciones comerciales con Egipto y Oriente Próximo, los tiempos de ese antiguo monopolio fenicio (de los metales, de la afamada púrpura fenicia, de los tintes y telas de lujo, de las piedras preciosas o de los productos exóticos) habían llegado definitivamente a su fin.
Con todo, los cartagineses ya habían tomado sólidas posiciones en Sicilia, en Cerdeña, en Ibiza (desde mediados del s.VII a.C.), en el sur de Iberia -el gran "mercado" productor e intermediario tartésico- y en el norte de África, al mismo tiempo que ampliaban sus dominios territoriales por las regiones africanas circundantes y fundaban nuevos núcleos de población o potenciaban los antiguos -Útica, Leptis, Hadrumetum, Sfax, Sicca, Cirta, Capsa- como terminales del comercio caravanero procedente del interior de África. Pero en toda esta política de perentoria y desesperada expansión subyace la idea de que Cartago -como una empresa comercial en un mundo económico muy competitivo- debía necesariamente crecer si quería sobrevivir y no ser absorbida por las dinámicas fuerzas emergentes, y para ello el dominio militar de algunos territorios reticentes a la influencia púnica era ya una necesidad imprescindible.
El ejército cartaginés, al mando de un jefe militar supremo y con jefes y altos oficiales de origen púnico, estaba mayoritariamente integrado por mercenarios extranjeros contratados a sueldo y también por soldados ocasionalmente reclutados a la fuerza en las posesiones cartaginesas: bereberes númidas y libios, mauritanos, celtas e iberos hispánicos, galos, ligures, honderos baleáricos, mercenarios espartanos o macedonios, negros africanos, además de numerosos esclavos fugitivos de las ciudades griegas e itálicas, en lo que fue sin duda el ejército más "multinacional" y heterogéneo de su época en el Occidente mediterráneo (de la misma manera que el abigarrado ejército del imperio persa lo era en el Oriente Medio). Estas unidades militares mercenarias cartaginesas iban armadas y equipadas con su propio armamento nacional respectivo, aunque también se utilizaron posteriormente las armas, las tácticas y la organización militar imitadas de los ejércitos macedónicos (que por aquel entonces, siglos IV y III a.C., vencido y desmantelado el imperio persa aqueménida por Alejandro Magno, eran los más poderosos en el otro extremo del Mediterráneo), unas tácticas militares que incluían también la utilización bélica de elefantes domesticados y entrenados para el combate, como ya los habían utilizado anteriormente los propios persas y sobre todo los indoarios; los cartagineses, por la misma época de sus primeros enfrentamientos con los romanos, introdujeron además una curiosa variante: domesticaron para la guerra numerosos ejemplares de una subespecie de elefantes africanos (actualmente extinguida) que era de menor envergadura que los de la sabana africana y que los elefantes asiáticos, y los cuidaban y entrenaban en parques especiales situados en las afueras de la capital. La flota cartaginesa de guerra, al mando de un almirante en jefe, era por otra parte la más potente y mejor equipada de su época, y el doble puerto de Cartago -militar y comercial- constituía asimismo una excelente obra de ingeniería naval.
Buscando un dominio más efectivo y permanente de las principales tierras productoras e intermediarias de los codiciados metales (plata, oro, cobre, estaño para la fabricación del bronce), que en aquella época constituían los más valiosos elementos de riqueza demandados por todas las civilizaciones mediterráneas para sus propias necesidades armamentísticas, tecnológicas y suntuarias, el expansionismo militar cartaginés se había consolidado y extendido por el sur y sureste de Hispania (nombre púnico, por cierto, aunque no signifique exactamente "tierra de conejos" ni nada parecido, pues más bien parece ser un mero préstamo lingüístico derivado probablemente de un término geográfico utilizado con anterioridad por los marinos griegos: sfénia, ésto es, "la (tierra de la) cuña", "el promontorio", referido según parece a la punta más occidental del continente europeo, un término que los cartagineses adoptarían como "ishephanim", o algo similar, y que luego los romanos latinizarían en Hispania).
La continuidad de las luchas por el dominio de Sicilia, y más tarde las ambiciones aventureras en Iberia o Hispania por parte de una influyente familia de la aristocracia púnica (los Barkas o Bárquidas), llevaron -como es sabido- al inevitable e intermitente choque frontal durante más de un siglo con otra potencia mediterránea emergente que ya había despuntado de manera sobresaliente en la Italia central, la ciudad de Roma, que a principios del siglo IV a.C. había liquidado y heredado todo el poder de la confederación etrusca (los ya por entonces muy helenizados y civilizados tirrenos) y que en la primera mitad del siglo siguiente (s.III a.C.) dominaba ya prácticamente toda la península itálica y aspiraba también a la hegemonía y al control de todo el Mediterráneo occidental. La antaño pequeña, campesina y "paleta" Roma, que empezó siendo aliada coyuntural de la poderosa Cartago en sus enfrentamientos con las colonias griegas sicilianas, terminó convirtiéndose en su peor y más definitivo enemigo.
Fue, en cierto modo, un choque de intereses económicocomerciales y de hegemonías políticas mucho más que un choque de culturas o de formas de vida y de mentalidades, un conflicto comparable por su magnitud, duración y repercusiones al que en los siglos V y IV a.C., y en el otro extremo del Mediterráneo, había enfrentado sucesivamente a griegos y macedonios contra los persas. En el Mediterráneo occidental, en tierras europeas y norteafricanas, se enfrentaron un pueblo europeo occidental y helenizado (romanos) y un pueblo semita de origen oriental, africanizado y también helenizado (cartagineses), dos pueblos que no podían coexistir pacíficamente porque sus propios intereses llegaron a hacerse del todo incompatibles (los de las oligarquías dirigentes respectivas, naturalmente, no los de los pueblos), o al menos así lo veían o lo querían ver algunos patricios romanos influyentes, como aquel Catón el Viejo que en los años precedentes a la última y definitiva tercera guerra romano-cartaginesa había lanzado repetidamente en el Senado de Roma su célebre anatema contra la capital púnica:"Delenda est Carthago" ("Cartago debe ser destruida"). Y lo fue, en efecto: políticamente destruida e históricamente aniquilada, aunque el viejo Catón ya había muerto para entonces y se quedó con las ganas de verlo. Pero a los romanos, desde los primeros enfrentamientos, les costó más de cien años acabar definitivamente con la poderosa colonia neofenicia, en lo que fue la guerra más larga y más costosa de las sostenidas hasta entonces por la imparable Roma.
LAS GUERRAS PÚNICAS: UN LARGO CONFLICTO DESARROLLADO EN TRES FASES
La primera de las tres guerras cartaginesas o "púnicas" (264-241 a.C.) fue básicamente en sus comienzos una guerra naval esporádica en torno a las posesiones de Sicilia. Los romanos, que aparentemente llevaban las de perder desde el principio frente a la potencia naval cartaginesa, pues no eran en absoluto un pueblo marinero, tuvieron que improvisar una flota de guerra apresuradamente y sobre la propia marcha de los acontecimientos. Y la improvisaron, contando con la inestimable ayuda de expertos marinos griegos suritálicos en sus tripulaciones. Y aun hicieron algo más: idearon un ingenioso procedimiento de abordaje de las naves enemigas que consistía en un catafalco formado por una plataforma móvil o puente giratorio de madera provisto de un gran gancho de hierro; este dispositivo mecánico, llamado "corvus" y montado sobre la cubierta de las naves romanas, caía de golpe -como el picotazo de un "cuervo"- sobre la nave enemiga, enganchándola de tal modo que ambos barcos ya no podían despegarse uno de otro; a partir de ahí, los soldados romanos que formaban la dotación militar de las tripulaciones pasaban por el puente giratorio y caían sobre los indefensos marineros y sobre los arqueros y honderos púnicos. El combate naval, que hasta entonces se decidía básicamente con el hundimiento de la nave enemiga mediante la hábil maniobra de los pilotos y la embestida de flanco con el grueso espolón de bronce insertado en la proa de los navíos (el espolón de las naves de guerra era, por cierto, un antiguo invento fenicio), se transformó así a partir de entonces en batalla "terrestre", en la que los romanos no tenían rival. Esta innovación romana (y con ella la creación y utilización masiva de la primera "infantería de marina" de la Historia) era desde luego muy peligrosa para la estabilidad de las propias naves durante las tormentas, pero de momento fue decisiva para superar la desventaja inicial ante la poderosa flota de guerra cartaginesa.
Sin embargo, en tierras africanas, paradójicamente, la guerra terrestre resultó adversa para el ejército romano: un jefe mercenario espartano al servicio de Cartago consiguió derrotar a varias legiones desembarcadas en la costa africana y apresar a su general (año 256 a.C.), al tiempo que los romanos perdían gran parte de sus barcos -y varios miles de hombres- en una tempestad (parece ser que las naves romanas soportaron mal el temporal al quedar desequilibradas por el pesado catafalco de los "corvi", que a partir de entonces debieron de empezar a entrar en progresivo desuso, aunque sus funciones iniciales de adaptación fueron cumplidas con creces y ayudaron a los soldados romanos a perder el miedo a luchar en el mar). En el año 242 a.C. se libró una nueva batalla naval frente a las islas Egades, que se saldó esta vez con una derrota de la escuadra púnica. Las guarniciones de mercenarios del ejército cartaginés en Sicilia fueron abandonadas a su suerte por la metrópoli, que dejó de enviarles suministros, y fueron cayendo en poder de los romanos una tras otra.
Ambas partes estaban ya agotadas por la larga guerra, muy costosa en recursos y en hombres, y finalmente se firmó un tratado de paz que supuso para los cartagineses grandes pérdidas territoriales, incluidas sus posesiones en Sicilia y en Cerdeña (dos de los principales "graneros" de Cartago), además del pago a Roma de una fuerte indemnización de guerra. Para colmo de males y desgracias cartaginesas, se produjo una sublevación de sus mercenarios, que reclamaban unos salarios atrasados que las vacías arcas del Estado cartaginés no podían pagarles; la "guerra de los mercenarios" fue todavía más peligrosa que la de los romanos, y el Estado púnico estuvo a punto de desaparecer del mapa; finalmente, el joven general Amílcar Barca sofocó con sus tropas la rebelión con gran dureza (crucificando a todos los rebeldes que caían en su poder) y se conjuró el peligro.
La segunda guerra púnica (218-201 a.C.) tuvo como origen las graves dificultades internas cartaginesas y como protagonista principal a uno de los hijos de Amílcar, al célebre caudillo cartaginés Aníbal (="el agraciado de Baal"), perteneciente a la poderosa familia de los Barcas (palabra púnica que probablemente hay que relacionar con otros términos de otras lenguas semíticas muy similares, tales como barqa, "rayo", "relámpago", o báraka, "bendición", "carisma", "fortuna", "suerte"; el historiador griego Polibio pone en boca de un dirigente cartaginés lo que parece ser un proverbio púnico o un juego de palabras entre ambos términos: "El rayo -barqa- cambia la fortuna -barka- de los hombres"). Esta aristocrática familia se había erigido en representante de las clases populares púnicas frente a las corruptas oligarquías financieras y políticas que dominaban la metrópoli. El padre de Aníbal, Amílcar Barca, el prestigioso general de la primera guerra púnica que había puesto fin a la guerra de los mercenarios y salvado a la capital cartaginesa de su destrucción, había inicado después por su cuenta y con sus propios recursos la consolidación y reconquista del sur y sureste de Hispania (al parecer no tan "por su cuenta", puesto que contaba con el apoyo político mayoritario del Senado cartaginés, que sin duda temía su creciente poder y quería mantenerlo lejos de Cartago, y tal vez también con el apoyo económico de algunas sociedades secretas financieras cartaginesas que veían en Hispania una buena y lucrativa inversión recuperable con creces). Amílcar puso en funcionamiento y explotación unas ricas minas de plata situadas en las proximidades de una población indígena llamada Bastia, capital de la tribu ibérica de los bastetán o bastetanos, en cuyas cercanías su yerno y sucesor Asdrúbal fundaría después la que sería a partir de entonces la más importante de las bases cartaginesas en Hispania: la "Carthago Nova" o "Nueva Cartago" o "pequeña Cartago" (Cartagena). A la muerte de Amílcar en una escaramuza con los indígenas hispanos, le sucedió Asdrúbal, y a la muerte de este último en el 221 a.C., el ejército púnico de Hispania eligió por aclamación como general en jefe al hijo de Amílcar, el joven Aníbal, elección que el Senado cartaginés no tuvo más remedio que ratificar (la plata enviada a Cartago por los Barcas parece que sirvió también para ganarse apoyos y partidarios entre algunos grupos oligárquicos reticentes).
La guerra contra los romanos empezó -como es sabido- tras el asedio y destrucción por Aníbal de la pequeña ciudad grecohispana de Sagunto, aliada de Roma (en lo que constituía un presunto acto de violación de la línea provisional de ambos dominios -el romano y el cartaginés- que los tratados anteriores habían fijado en el río Iberus, según unos el Júcar y según otros el Ebro). De lo que no cabe duda es de que Roma deseaba esa guerra tanto o más que el propio Aníbal.
Pero el caso es que la audacia del cartaginés pronto superó todas las expectativas de los romanos, al llevar aquél la guerra hasta el mismísimo territorio itálico, tras atravesar la Galia meridional, el Ródano y las impenetrables montañas de los Alpes con un heterogéneo ejército formado por bereberes númidas y mauritanos, celtíberos hispanos, galos transalpinos, y varias docenas de elefantes de guerra (al parecer, sólo ocho de estos paquidermos sobrevivieron al paso de los Alpes, pues la mayoría resbalaron en el hielo y cayeron por precipicios y barrancos alpinos o sucumbieron por los rigores del clima, y tan sólo uno de ellos regresaría a Cartago).
Tras la larga e inimaginable marcha, el ejército de Aníbal reapareció inesperadamente en el valle del Po, en la Italia septentrional (otoño del año 218 a.C.), y en ese mismo año y en el siguiente derrotó a las legiones romanas en tres sucesivas batallas (la del río Trebia, la del río Tesino y la de las proximidades del lago Trasimeno). El pánico cundió en la capital romana, y los dos cónsules de aquel año (216 a.C.) se pusieron al frente de lo quedaba del ejército itálico, que era mucho (más de doce legiones -unos 80.000 hombres- entre legionarios romanos y tropas auxiliares itálicas); el otro ejército romano se había embarcado y estaba ya operando en Hispania, pues aunque enterados de la marcha de Aníbal sobre Italia, no esperaban que pudiera realizar la descabellada empresa de atravesar los Alpes; otro cuerpo de ejército romano estaba en Sicilia. Los cónsules decidieron finalmente presentar batalla al ejército de Aníbal en las cercanías de la aldea de Cannas, en la Apulia.
Los generales romanos solían ser buenos jefes y excelentes organizadores, en extremo prudentes, pero por lo general no eran precisamente estrategas excepcionales ni jefes temerarios (a diferencia del propio Aníbal). Además, como buenos romanos, algunos de ellos eran también bastante supersticiosos con los augurios y los presagios (o más bien: eran muy conscientes del efecto psicológico de tales augurios sobre la propia moral de sus supersticiosas tropas) y casi nunca arriesgaban la batalla si no veían a su favor todas las posibilidades de éxito. Hay una curiosa anécdota sobre estas supersticiones: en los prolegómenos de una batalla naval durante la primera guerra púnica, el comandante de la flota romana, Apio Claudio Pulcher, hizo tomar en su nave capitana los presagios previos a la batalla; se sacaron de sus jaulas a los pollos sagrados etruscos y se les dió de comer (se consideraba de buen augurio el que los voraces pollos comiesen con apetito, y para ello ,naturalmente, se les tenía a dieta hasta que llegaba el momento); sin embargo, en esa ocasión, inexplicablemente, no comieron; cansado de intentarlo una y otra vez, y para que aquello no desmoralizase a sus soldados antes del combate, Apio mandó arrojar a los pollos al mar, y pronunció como excusa una frase ritual de doble sentido que sin duda estaba prevista para tales contratiempos: "Nec esse volunt, ut bibant !" ("ya que no quieren comer, por lo menos que beban"), interpretable también como "Necesse volent ut vivant" ("es preciso que vuelen para que vivan"). Los pollos no volaron y se ahogaron, naturalmente, y los romanos perdieron la batalla y la flota.
El planteamiento táctico del combate campal lo realizaban los generales romanos de manera casi siempre fija e invariable, con un esquema rutinario y poco flexible, cualquiera que fuesen las circunstancias. Ésto les había dado generalmente buenos resultados frente a enemigos numerosos pero poco disciplinados (galos, itálicos, etc), incapaces de maniobrar adecuadamente en campo abierto y de aprovechar toda la cambiante dinámica del desarrollo de una batalla campal. Pero esta vez tenían enfrente a un verdadero "improvisador", a un genio de la improvisación, a un hombre que superaba con su audacia todo lo que a los romanos les sobraba en prudencia, en disciplina y en organización, a un jefe militar con una visióntáctica tan audaz como poco convencional (al parecer había perdido recientemente un ojo a causa de una infección, y como tuerto lo describieron algunos historiadores posteriores). En Cannas parece ser que hubo además desaveniencias personales entre los dos cónsules romanos, Terencio y Varrón, sobre la manera y la ocasión de plantear la batalla, y finalmente se impuso el criterio del cónsul al que ese día correspondía por turno el mando del ejército romano.
Aníbal, cuyas fuerzas de infantería eran inferiores en número (entre 40.000 y 50.000 hombres aproximadamente, según se estima), pero que poseía en cambio una caballería más numerosa, nutrida por excelentes jinetes bereberes que montaban a pelo sobre sus caballos y por no menos aguerridos jinetes celtiberos, aguantó en el centro de la formación cartaginesa, dispuesta en forma de media luna avanzada o arco convexo, el choque de las legiones romanas, habiendo colocado al fondo a sus tropas más veteranas y mejor armadas, mientras la caballería númida y celtibérica (situada en ambas alas de la formación, según era costumbre en los ejércitos de la época) desbarataban con facilidad a la caballería romana y envolvían a continuación al ejército romano por los flancos y por la retaguardia; para entonces, las tropas romanas ya habían doblado el arco de la formación cartaginesa y entrado en contacto con el núcleo de la infantería de los mercenarios celtiberos hispánicos, armados con sables curvos o falcatas, un arma muy apropiada sobre todo para la esgrima y los golpes de tajo en los combates de caballería, pero también muy eficaz para desviar y apartar las largas lanzas enemigas en el choque cuerpo a cuerpo de la infantería y abrirse paso entre el denso bosque de picas contrarias, y precisamente con esta función ese extraño tipo de espada curvada habría de ser ensayado con éxito en Oriente frente a las compactas falanges macedónicas (hay que recordar que por esas fechas los romanos aún no habían sustituido de forma generalizada las temibles pero poco manejables lanzas de su infantería pesada por las ligeras jabalinas arrojadizas, desechables e inutilizables por los enemigos una vez lanzadas contra éstos, como tampoco habían adoptado todavía otras excelentes y puntiagudas espadas cortas celtibéricas muy manejables para herir de tajo y de punta, y que serían más tarde de uso "reglamentario" en la legión romana; los legionarios llevaban además los poco prácticos cascos itálicos y unos exiguos pectorales de bronce o cotas de mallas, y no los yelmos gálicos ni las articuladas corazas de láminas segmentadas de tiempos imperiales posteriores; y es que los romanos tenían todavía mucho que aprender en cuestiones de armamento de los sucesivos pueblos que fueron sometiendo bajo su dominio).
Entretanto, la infantería pesada cartaginesa, situada inicialmente al fondo de la línea, se había desplazado hacia los flancos durante el choque inicial, de manera que cuando la infantería romana embistió por el centro y dobló la formación celtibera, se encontraron atacados de flanco por los lanceros púnicos; a su vez, la caballería celtibérica y númida, arrollada la caballería romana e itálica, completaba la maniobra envolvente atacando a las legiones por detrás. Resumiendo: la batalla de Cannas, una de las más célebres de toda la Antigüedad, es el ejemplo clásico de batalla de envolvimiento que termina convirtiéndose en auténtica batalla de exterminio.Y éso es lo que fue, en efecto, pues murieron los dos cónsules romanos con todo su estado mayor y fueron aniquiladas varias legiones (la legión romana, dicho sea de paso, era básicamente una "unidad organizativa", no una unidad "táctica" o "de maniobra", y era indudablemente también la mejor y más perfecta unidad organizativa de los ejércitos antiguos, prácticamente autosuficiente en sí misma, una de las pocas creaciones netamente romanas de la que no consta que los romanos copiasen de ningún otro pueblo; las unidades tácticas y de maniobra en las legiones romanas eran propiamente las cohortes y los manípulos). Pues bien, en la batalla de Cannas fueron aniquiladas varias docenas de cohortes y varios centenares de manípulos romanos, varios miles de hombres en suma.
La noticia llegó pronto a Roma y la población se aterrorizó. La ciudad se preparó para esperar el inminente asedio cartaginés, pero ese asedio, inexplicablemente, no se produjo. Lo cierto es que Aníbal no tenía efectivos militares ni recursos suficientes para enfrascarse en el asedio de una capital tan bien amurallada y abastecida como era Roma, y sus hombres estaban ya cansados de la larga aventura itálica y amenazaban con amotinarse; así que los llevó a descansar y a relajarse a la vecina ciudad de Capua, en la Campania. Pero el "descanso" en tierras itálicas se prolongaría durante varios años. Entretanto, los romanos habían nombrado un dictator, una especie de cónsul único con poderes temporales extraordinarios, en la persona de Fabio Máximo. Se reclutaron rápidamente nuevas legiones, pero no volvieron a arriesgar una batalla frontal, sino que se siguió más bien una táctica de desgaste continuo, de corte de suministros al enemigo y de reconquista de ciudades itálicas "aliadas" de Aníbal.
El caudillo cartaginés había esperado que los pueblos itálicos sometidos a Roma (incluidos los etruscos) se rebelaran contra los romanos y se pusieran de su parte, pero este cálculo le falló. Resultó que los itálicos, etruscos incluidos, no estaban tan mal bajo el dominio de Roma, y aunque todavía carecían de "ciudadanía romana completa" y tenían muy limitada su autonomía nacional, el flexible sistema jurídico romano les dejaba intactos importantes derechos civiles individuales (por ejemplo el de comercio, que se iba ampliando con las propias conquistas militares romanas). El sistema de dominación romana era como una pirámide que se iba espaciando en la base a medida que aumentaban las conquistas territoriales: en la cúspide estaban los propios romanos, a continuación los demás habitantes latinos de la región del Lacio, después los diversos pueblos itálicos (y en la medida en que esa "pirámide" aumentaba su base, aumentaban también la importancia y los derechos de esos pueblos itálicos aliados). En todo caso, es seguro que esos itálicos veían en las instituciones y en el Derecho romano una solidez, una seguridad jurídica y un futuro que no podían ver ni mucho menos en el aventurero cartaginés. Además, los pueblos itálicos eran en su mayoría del mismo origen europeo que los latinos y romanos, a quienes les unían tantas afinidades geográficas, etnográficas, culturales, religiosas e idiomáticas como las que les separaban de esa mezcolanza de africanos y fenicios que formaban la nación cartaginesa.
Entretanto, el ejército romano de Hispania, tras algunos reveses iniciales (el más grave fue la derrota y muerte de dos generales romanos, los hermanos Publio y Gneo Escipión), consiguió ocupar las bases cartaginesas en el sur y sureste de la península, apoyados en general por la mayoría de los indígenas hispanos, y conquistaron finalmente Cartagena, con lo que desequilibraban la situación claramente a favor de Roma. Un ejército cartaginés mandado por uno de los hermanos de Aníbal, el llamado Asdrúbal (nombre frecuente en la familia Bárquida), siguió también la ruta transalpina y llegó a Italia, pero poco después fue sorprendido y aniquilado por los romanos. Aníbal, finalmente arrinconado en el extremo meridional de Italia y con su ejército notablemente mermado, se embarcó por fin con sus tropas veteranas hacia África. Había estado quince años en suelo itálico. Pero la guerra estaba ya virtualmente perdida para los cartagineses (lo había estado en realidad desde el principio, pues la demografía y los recursos itálicos superaban con mucho los de los propios africanos).
En África desembarcaría también con su ejército el general romano Publio Cornelio Escipión, hijo de uno de aquellos Escipiones muertos en Hispania y llamado después "el Africano" (precisamente por sus definitivas victorias sobre los cartagineses). Este Escipión, que ya había obtenido brillantes victorias en Hispania contra los púnicos (en especial la conquista de Cartagena, la base principal de los cartagineses en la Península), fue apoderándose de diversos poblados y localidades de la región norteafricana dominada por Cartago. La batalla final, inevitable, se dió en las cercanías de la localidad africana de Zama (año 202 a.C.), en el interior del país cartaginés, y de nada le sirvieron esta vez a Aníbal ni su habitual temeridad, ni su estrategia improvisadora, ni sus númidas bereberes auxiliares (gran parte de los cuales, con su rey Masinissa a la cabeza, habían cambiado de bando y militaban mayoritariamente ya en las filas romanas), ni tampoco sus "temibles" elefantes (los romanos hacía tiempo que les habían perdido el miedo a estos "bueyes con trompa", como los llamaban, y Escipión, muy previsoramente, hizo desplegarse a las cohortes y manípulos en orden abierto, abriendo huecos en la formación romana para canalizar la embestida inicial de estos animales; y además ocurrió un hecho extraordinario: cuando las "bandas de música" de las legiones iniciaron sus estridentes sones de tubas y trompetas etruscas, los elefantes se espantaron y se revolvieron asustados contra las propias líneas cartaginesas, sembrando en ellas el pánico, la confusión y el desorden; los jinetes númidas aliados, más acostumbrados ellos y sus caballos a la presencia de estas bestias, las rodeaban y les lanzaban nubes de flechas hasta abatirlas, mientras que los jinetes itálicos, desmontando de sus asustados caballos, se acercaban a los elefantes por detrás y les cortaban los tendones de las patas, una "técnica" en la que ya habían sido previamente instruidos y aleccionados; el historiador grecorromano Apiano, que sigue a Polibio, cuenta que el propio Escipión abatió él solo un elefante de este modo, para dar ejemplo a sus soldados, pero ésto es algo difícil de creer, y no porque a Escipión le faltase valor para éso y para mucho más, sino porque es inverosímil que un general romano se permitiese una temeridad personal semejante y del todo innecesaria en esas circunstancias). El combate que siguió fue largo y muy reñido, pero finalmente se impusieron los romanos.
Los cartagineses perdieron la batalla, y con ella la guerra. Se firmó una paz provisional que dejaba a Roma como supervisora directa de la política cartaginesa. Aníbal, después de haber intentado en vano algunas reformas políticas en Cartago para acabar con la corrupción oligárquica, fue denunciado a los romanos por algunos de estos oligarcas, que le acusaban de conspirar contra Roma, y tuvo que exiliarse para no acabar en manos romanas. Moriría en el año 183 a.C. (el mismo año que Escipión), refugiado en la corte de un rey oriental que le había dado asilo y que -presionado por los romanos- había decidido entregárselo a éstos; y Aníbal se suicidó ingiriendo veneno. Murió el hombre, pero el "mito" entró plenamente en la Historia y sobrevivió a sus enemigos.
Con el final de la segunda guerra púnica terminó para siempre el poderío efectivo de Cartago. Roma se anexionó todas las posesiones cartaginesas en Hispania (aunque le costaría muchas décadas de luchas someter del todo a los indígenas) y dejó a la capital púnica prácticamente inerme para emprender nuevas aventuras bélicas en lo sucesivo, si bien se permitió a sus habitantes mantener su "independencia" y continuar sus actividades comerciales de manera restringida y con mucho menos alcance. Aun así, los dirigentes romanos no quedaron del todo satisfechos, pues las humillaciones de Aníbal habían sido demasiado grandes y darían mucho que hablar a futuros enemigos de Roma; pero de momento no pudieron hacer otra cosa, dado que la capital cartaginesa todavía tenía fuerzas más que suficientes para resistir y rechazar con éxito un asedio. Con todo, los romanos sabían que el ocaso definitivo de esta ciudad era sólo cuestión de tiempo, y decidieron esperar una mejor ocasión para destruirla definitivamente.
La ocasión llegó cincuenta años después (en el 149 a.C.). Los romanos, que entretanto habían liquidado en Oriente los últimos restos del dominio macedónico y se habían despejado el camino para la fácil conquista de la Grecia continental, encontraron la oportunidad y el pretexto para acabar de una vez por todas con el enclave cartaginés. Había que destruir Cartago como entidad política independiente, borrarla literalmente del mapa como nación, ya que no podía borrarse el recuerdo de las humillantes derrotas romanas anteriores. El territorio cartaginés ofrecía además una interesante plataforma para la penetración e implantación romana en el África del norte, que por aquel entonces no ofrecía ni mucho menos el aspecto semiárido de la actualidad, sino fértiles campiñas muy aptas para la colonización, para la agricultura y para las fincas de recreo a las que con el tiempo se hicieron tan aficcionadas las élites dirigentes romanas.
El pretexto fue un enfrentamiento entre Cartago y los siempre volubles e insolentes bereberes númidas, crecidos y arrogantes por su nueva amistad con la poderosa Roma. Asegurada la neutralidad o la alianza de éstos, el Senado romano envió a sus generales en Sicilia instrucciones reservadas, y éstos comenzaron abiertamente los preparativos para la guerra. Viendo lo que se les venía encima, los embajadores plenipotenciarios cartagineses se avinieron a cualquier condición para preservar la paz. Los representantes romanos, haciendo uso de una perfidia mayor aun que la que solía atribuirse tópicamente a los púnicos, les exigieron primero la entrega de rehenes de entre los hijos de las familias principales de Cartago. Cumplida esta dura exigencia, exigieron aún otra más: la entrega de todas las armas que había en la ciudad. Ésto equivalía casi a ponerse a merced de los romanos, pero el Senado cartaginés consintió también en ello, y se entregaron numerosas carretas llenas de armas y todas las catapultas que había en la ciudad (aun así, era evidente que no iban a entregarse todas ellas y que se reservaron las suficientes para defenderse llegado el caso, aunque a los romanos lo que les interesaba era despojarles de las armas pesadas, cosa que consiguieron, pues no se podían ocultar con la misma facilidad que las armas individuales).
Conseguidas estas dos duras condiciones, los representantes romanos se quitaron entonces su última "careta" y declararon por fin sus verdaderas intenciones: la ciudad de Cartago debería ser completamente evacuada por sus habitantes, que no obstante quedaban en completa libertad para buscar otro emplazamiento para establecerse, lejos de la costa. Dejar definitivamente abandonadas las tumbas de sus antepasados, los templos de sus dioses, los recintos de los hogares familiares, los muros y el suelo de su patria, era mucho más de lo que se le podía exigir a la arraigada mentalidad de los habitantes de una antigua ciudad-estado. En vano se quejaron los embajadores cartagineses de que con ello se violaban los tratados anteriores, ya que éstos garantizaban que en todo caso se respetaría a la ciudad cartaginesa. Los representantes romanos respondieron cínicamente que en esos tratados firmados al final de la segunda guerra púnica se utilizaba expresamente el término latino civitas (la "ciudad" considerada como colectividad o conjunto de habitantes), no el de urbs (la "ciudad" considerada en la materialidad de sus edificios, de su casco urbano y de su espacio territorial). "Cartago -les dijeron- sois los cartagineses, no la urbe cartaginesa" (el historiador grecolatino Apiano, no obstante, muestra a los interlocutores romanos como sinceramente conmovidos por las razones y las súplicas de los embajadores púnicos, pero dispuestos en todo caso a cumplir las duras instrucciones senatoriales que traían).
Cuando la gente de Cartago conoció estas últimas exigencias romanas, se produjeron en sus calles y templos escenas de toda clase y una gran conmoción sacudió a todos los habitantes de la ciudad. El Senado cartaginés declaró la libertad de todos los esclavos y comenzó los preparativos para la defensa de la ciudad, en la que deberían participar todos sus habitantes sin distinción de edad, sexo o condición.
La resistencia de la capital púnica se prolongó durante tres años (149-146 a.C.). Tras los fracasos iniciales de varios cónsules romanos, el mando supremo como comandante en jefe de las fuerzas romanas le fue conferido a Publio Cornelio Escipión Emiliano, hijo adoptivo del vencedor de Aníbal. El relato más completo sobre esta tercera y última guerra púnica se encuentra en el historiador Apiano, que sigue un relato anterior de Polibio, contemporáneo de los hechos y amigo personal de Escipión, en cuya historia se narran los episodios más sobresalientes de este largo asedio: fabricación masiva de nuevas armas y máquinas de guerra por los cartagineses, bloqueo del puerto cartaginés por los romanos, salidas de los cartagineses, construcción de una nueva flota púnica, ataques romanos al suburbio de Mégara, vicisitudes internas de la ciudad, incidencias del asedio, etc.
Pero lo inevitable finalmente llegó: se produjo el asalto final romano contra la ciudadela de Birsa, el núcleo de la capital, donde se había concentrado la última resistencia cartaginesa, y se combatió barrio por barrio, calle por calle, casa por casa, y hasta en los tejados mismos de las casas. La población (salvo 25.000 hombres y mujeres expresamente perdonados por Escipión) fue exterminada, la ciudad arrasada, incendiada y enteramente destruida. Así terminó esa "tercera guerra púnica" y así concluyó-definitivamente- la existencia de Cartago como entidad política independiente. El Senado romano decretó que nunca más fuera reconstruida (aunque no prohibió expresamente que se habitara la ciudadela y el barrio de Mégara, según hace notar Apiano), pero estos "anatemas oficiales" rara vez se cumplían estrictamente, sobre todo cuando las conveniencias económicas o las utilidades político-estratégicas lo desaconsejaban; oficialmente tales ciudades condenadas (damnatae) no se reconstruían, ni se realizaban en su territorio (declarado sacrum) los obligados ritos religiosos para las fundaciones o refundaciones urbanas, pero tampoco se impedía que, transcurrido cierto tiempo, los habitantes de la región la repoblasen y reconstruyesen por su cuenta (así pasó en Numancia, tomada y destruida por este mismo Escipión Emiliano pocos años después, y así pasó también en Cartago, reconstruida por Octavio Augusto muy cerca de su antiguo emplazamiento un siglo después de su destrucción).
Cartago, en efecto, se repobló con colonos itálicos y con gentes africanas de otras ciudades púnicas vecinas, y alcanzó incluso un cierto florecimiento en posteriores épocas romanas, aunque siempre en un plano secundario con respecto a otras ciudades de esa nueva provincia de "África" (que llegaría a ser también una de las más ricas del Imperio romano). Cartaginés de origen era el comediógrafo Terencio el Africano (siglo II a.C.), y en la nueva Cartago nacieron también otros romanos ilustres, como el apologista cristiano Tertuliano (siglo III de nuestra Era); de una ciudad cercana procedía también el más importante de los pensadores en lengua latina de toda la historia de Roma (aunque fuese básicamente un pensador cristiano): Agustín de Hipona, originario de la pequeña ciudad de Tagaste. Todavía en tiempos de este San Agustín (siglo V de nuestra Era) se hablaba la lengua púnica en Cartago y en sus alrededores (junto con el latín oficial y los dialectos bereberes rurales de los númidas).
CARTAGO COMO ENIGMA
Las relaciones entre Roma y Cartago tuvieron también, como es lógico, aspectos mucho menos cruentos. Ya los primitivos romanos de los tiempos de la monarquía y de los primeros periodos de la República conocieron el "lujo"a través de sus refinados vecinos etruscos, pero también a través de los comerciantes y de los embajadores cartagineses. Productos típicamente fenicios (como la púrpura y los vasos de vidrio) fueron bien conocidos por los pueblos itálicos costeros, incluidos los romanos. Incluso una de las tradicionales expresiones romanas de saludo (ave!) procede al parecer de la lengua púnica (avo!) y se popularizó desde antiguo entre los etruscos y romanos. También copiaron directamente de los cartagineses el bárbaro suplicio de la crucifixión, que los romanos sólo aplicaron a los esclavos y bandidos (los cartagineses lo aplicaban incluso a sus propios generales cuando fracasaban estrepitósamente en sus empresas bélicas). Y al final de las guerras púnicas las legiones romanas incorporaron a sus estandartes militares el emblema nacional de Cartago (el disco solar y el creciente lunar), en una forma ciertamente bastante animista y primitiva -y por ello muy romana- de "asimilar" el poder y la fuerza del enemigo vencido.
Los griegos siempre vieron a los cartagineses como lo que en su origen eran: fenicios (en cierto modo Cartago representó en el mundo fenicio occidental lo que Atenas o Esparta representaban para el mundo helénico). Los romanos, que históricamente no conocieron a los fenicios, consideraron a los púnicos como un pueblo exótico y extraño a la vez, asequible tan sólo en los aspectos comunes de su helenización. Pero lo cierto es que fueron un pueblo"extraño" en la medida en que fueron los únicos restos aislados de un mundo fenicio y cananeo ya desaparecido, un mundo oriental trasplantado al Mediterráneo occidental, africanizado y finalmente helenizado, pero nunca desnaturalizado o desfigurado del todo con respecto a esos orígenes orientales fenicio-cananeos.
Pero de los siglos anteriores a la confrontación con Roma, de la época del desarrollo y apogeo de Cartago, de su control prácticamente exclusivo de los enclaves y factorías principales de las rutas occidentales del estaño, de su conocimiento geográfico de la costa africana occidental (un almirante cartaginés, Hannón, muerto más tarde en la batalla de Hímera contra los griegos sicilianos, hizo un viaje de circunvalación del continente africano por encargo y financiación del faraón egipcio Necao, y llegó por lo menos hasta el golfo de Guinea, de donde se trajo productos exóticos y unas "pieles de humanoides salvajes", probablemente gorilas; y un hijo suyo, Himilcón, parece ser que llegó hasta las Islas Británicas, uno de los principales lugares de origen del codiciado estaño que llegaba a manos cartaginesas a través de intermediarios), de todo ello -en fin- se ignoran muchas más cosas de las que se saben o de las que se pueden conjeturar con verosimilitud.
Lo que nunca hubo entre romanos y púnicos fue una animadversión o "incompatibilidad" mutua o "choque de civilizaciones" ni nada parecido. Más bien todo lo contrario. Pero en realidad la percepción y la perspectiva romana sobre el mundo púnico tampoco fue la misma en todas las épocas (y más por los propios cambios del mundo romano que del mundo cartaginés). Así, del indudable "papanatismo" y la admiración un tanto hosca y "paleta" de los romanos primitivos hacia los cartagineses, se pasó a una admiración mucho más matizada en las épocas siguientes, en que fueron forjándose también los tópicos sobre lo púnico (astucia refinada y propia de mercaderes, perfidia, crueldad) a medida en que ambos mundos comenzaban a chocar en los intereses de sus élites dirigentes respectivas. Pero en el pueblo bajo romano no existió ninguna animadversión especial hacia los africanos. Una comedia teatral de imitación griega compuesta por el comediógrafo latino Plauto antes de la tercera guerra púnica y titulada precisamente Poenulus (="el cartaginesito"), muestra ese mundo púnico visto desde muy lejos con ojos romanos y con "filtro" griego, pero también con cierta "simpatía o empatía etnográfica"; en esa comedia romana precisamente, se ha conservado en alguno de sus manuscritos menos corruptos un pasaje de diez líneas en lengua cartaginesa, traducidas al latín inmediatamente después en el propio texto, y que constituye -pese a las inevitables corrupciones de la propia transmisión manuscrita- uno de los escasos textos bilingües que se han conservado de la lengua púnica o fenicio occidental (han aparecido otras inscripciones, en alfabeto fenicio occidental, incluso en los soportes más insospechados, incluido algún colmillo de elefante, pero curiosamente no en las monedas púnicas de procedencia hispánica, que -por alguna razón desconocida- omitían deliberadamente toda leyenda o inscripción monetal que revelase su procedencia o el lugar de su acuñación, cosa por lo demás nada extraña en un Estado servido básicamente por un ejército mercenario y con jefes militares que -como los Barcas- a veces acuñaban moneda por su cuenta al margen de la metrópoli).
Ya en el siglo I a.C. los romanos tenían una percepción distinta (más mitificada en todo caso) del desaparecido mundo cartaginés. Las guerras púnicas quedaban ya lejos (generacionalmente), incluso para las propias élites dirigentes romanas. Y así, un poeta del entorno imperial de Octavio Augusto, el célebre Virgilio, se podía permitir una libre y mítica recreación en su "Eneida" de las relaciones y frustrados amores entre la legendaria Dido, la princesa fenicia de Tiro que fue la fundadora y reina de Cartago, y el troyano Eneas, el mítico "padre" de la nación romana. Y todos tan contentos y tan autosatisfechos (empezando por el propio Augusto, promotor de la obra).
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Pero lo cierto es que el verdadero enigma de Cartago, lo verdaderamente extraño del mundo cartaginés, no es ni siquiera político, cultural o meramente histórico. Es algo más profundo, algo que ni siquiera aparece en las fuentes historiográficas grecolatinas debidamente comprendido y explicado, y que probablemente ni siquiera aparecería tampoco en los perdidos textos púnicos que resultaron masivamente destruidos con la propia destrucción de la capital cartaginesa. Se trata sin duda de algo esencialmente religioso en sentido amplio, en sentido vinculante, pero que ni siquiera se trasluce en lo que se conoce de la religión púnica oficial (la helenización no afectó más que muy superficialmente a la religión fenicia de Cartago: el Melkart tirio-púnico podía ser asimilado superficialmente al Heracles griego, pero en el fondo continuaba siendo "otra cosa"; Baal-Hammón continuó siendo el Baal fenicio-cananeo y el Bel mesopotámico mucho más que el Zeus-Baal de su asimilación helenizada; y la propia diosa cartaginesa Tanit no sólo era inasimilable a Afrodita-Venus, sino ni siquiera quizá a su prototipo fenicio y mesopotámico Ashtarté-Ishtar). No es, en efecto, la historia la que nos descubre esa "otra cara" de Cartago (bárbara y terrible algunas veces, grotesca en otras, extraña siempre), sino sobre todo es la arqueología la que permite por lo menos entreverla: todas esa figurillas religiosas púnicas, esa máscaras rituales grotescas, esos amuletos y talismanes, esos idolillos, etc, todo éso constituye el contexto más o menos general de otras prácticas religiosorrituales tan bárbaras como poco conocidas en realidad: por ejemplo los sacrificios humanos infantiles (que siguieron practicándose en la metrópoli púnica hasta el final). Ésa era en todo caso la verdadera conexión y continuidad entre lo púnico y lo feniciocananeo, mucho más que el idioma común, y era algo que ni siquiera la helenización consiguió borrar. Ahí está, sin duda, lo verdaderamente extraño de ese mundo púnico, lo más inasimilable de éste, lo más incomprensible.
Esos esporádicos sacrificios de niños de las mejores familias cartaginesas son todavía algo en cuya explicación no se ponen de acuerdo los antropólogos y los historiadores. Se pueden intentar comprender como la degeneración de un antiquísimo rito femenino de fertilidad en unas sociedades-estado muy cerradas socialmente y de baja natalidad, o simplemente como un sanguinario rito femenino de cohesiónnacional. Porque el caso es que la cohesión nacional cartaginesa no la proporcionaban las guerras, ni menos aun los intereses particulares y competitivos del comercio (actividades básicamente masculinas, no femeninas); la cohesión militar funcionaba en los ejércitos nacionales de ciudadanos libres (caso de las ciudades griegas, o de la propia Roma), pero no en un Estado que sustentaba su hegemonía y su supervivencia en un heterogéneo ejército de mercenarios. La cohesión, la identidad nacional, venía más bien por el lado femenino y materno de esa civilización, y se producía precisamente a partir de ciertos bárbaros ritos de sangre que hermanaban a todos para siempre en un sacrificio común. El historiador Apiano transmite un caso que tiene sin duda muchas lecturas, pero que de todas formas apunta también en esta dirección. Es el caso de Sofonisba, una mujer cartaginesa de la que el reyezuelo númida Masinissa, aliado de Roma, se enamoró perdidamente; pero esta mujer ("muy patriota", dice Apiano) trabajaba secretamente como espía a favor de sus compatriotas cartagineses, no de los númidas y menos aun de los romanos: cada vez menos secretamente, a decir verdad, puesto que los propios romanos lo supieron pronto y le aconsejaron a Masinissa que se desembarazase de ella; y como el númida no se atrevía, Escipión le exigió su entrega. Sofonisba entonces, con veneno que a petición suya le facilitó el propio Masinissa, se suicidó.
Todavía es más elocuente otro episodio narrado también por Apiano y protagonizado por la esposa de Asdrúbal, el último jefe militar de Cartago en la tercera guerra púnica: cuando ya la mayor parte de la capital cartaginesa había caído en manos romanas, Asdrúbal, que se había refugiado en un templo junto con su mujer, sus dos hijos varones y unos novecientos desertores del ejército romano, se entregó él solo en secreto a Escipión; éste lo mostró desde lejos a los desertores, los cuales prendieron fuego entonces al templo y ardieron en él; la mujer de Asdrúbal, iluminada de cerca por el resplandor de las llamas, se acicaló un poco y se dirigió en voz alta a Escipión y a Asdrúbal, profiriendo insultos de todo tipo contra este último y llamándole "traidor, miserable y afeminado", y a continuación degolló a sus hijos y se arrojó con ellos al fuego.
Y otra historia más sobre mujeres fenicias, curiosa (aunque literaria y ficticia), es la narrada en la Odiseahomérica (XV, 403), donde el porquerizo Eumeo le cuenta a Odiseo la historia de su vida y cómo fue raptado en su patria, siendo niño, por unos mercaderes fenicios con la complicidad de una esclava fenicia que vivía en casa de su padre: la mujer se fugó llevándose consigo al niño y algunas joyas de la casa, y fue ella la que planeó y dirigió a sus compatriotas en esta operación, aunque murió luego durante la travesía en circunstancias poco claras (tal vez de sobreparto, de aborto provocado o de alguna enfermedad específicamente femenina).
Probablemente la "nacionalidad" cartaginesa se sostenía en realidad sobre mujeres de esta clase y de este temple, "muy patriotas", fanáticamente patriotas hasta el fin (y es inevitable pensar que eran precisamente ritos tan salvajes como el de los sacrificios humanos infantiles de los seres más queridos los que les proporcionaban, por lo menos a ellas, esa fortaleza, esa dureza y ese necesario fanatismo). Y es que, en el fondo, incluso la propia supervivencia de Cartago era también una cuestión de fanatismo patriótico.
Es posible que hayan existido pueblos en cierto modo "elegidos por la Historia", por así decirlo. Pero la propia Historia deja atrás muchísimos más pueblos de los que en realidad "salva", y deja en todo caso a aquellos pueblos que no son capaces de continuar su marcha en un determinado "ritmo histórico de los tiempos". Porque si en una primera fase es fundamental para todo pueblo la continuidad de sus tradiciones, de sus modelos, de su cultura espiritual, en una segunda fase histórica la única posibilidad de supervivencia consiste precisamente en la fusión y asimilación de nuevas culturas, y en una tercera sólo cabe flexibilizar esos modelos, extenderlos, universalizarlos desde bases de cultura espirituales (llámese helenismo, romanización, cristianidad, etc). Éso hizo Grecia y éso hizo Roma, y se sobrevivieron a sí mismas. Pero éso era algo que nunca podría haber hecho Cartago, porque todo su mundo espiritual, religioso y ritual era demasiado "particular", demasiado "propio", demasiado "extraño" para poder ser asimilado por nadie más que por ellos mismos. Y con ellos murió finalmente, como no podía ser de otro modo.
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