Pensamiento español realmente existente en el marco histórico de la sociedad española
Para la determinación del Pensamiento español (entendido como un proceso histórico) habrá que considerar, según la reclasificación de los idiomas propuesta [706], como idiomas comunes (universales) de todos los españoles a lo largo de su historia, tanto al español y el latín, es decir, a los idiomas cuyo marco es la propia sociedad española: el primero, como idioma popular (román paladino) y efectivo; el latín, como idioma de élite, selectivo (pero común a todos los españoles, a todas sus partes integrantes [29], en tanto que desde cualquier parte de la sociedad española, gallegos o catalanes, plebeyos o aristócratas, clérigos o civiles, podían hablar también o escribir en latín). Y, desde luego, el campo de estos idiomas comunes era genérico y no específico de la sociedad española. Nos parece evidente que la condición de “genérico” contribuyó, si no determinó, la condición “común” de estos idiomas.
En cambio, los idiomas particulares (el gallego, el vasco, el catalán o el valenciano) han sido también idiomas específicos de esas sociedades o “nacionalidades”; jamás fueron idiomas genéricos a otras sociedades, jamás fueron, como el español o el latín, idiomas internacionales. Dicho de otro modo, los cuadros II-A y I-B son cuadros prácticamente vacíos, al menos para el pensamiento español histórico. No decimos que no puedan llenarse algún día. Decimos que hoy por hoy sólo son futuribles, y es desde este punto de vista desde donde podemos denominar al pensamiento español que transcurre a través del marco IA, como el pensamiento español efectivo o real; mientras que el pensamiento español que transcurre por el marco IIB será, hoy por hoy, sólo un “pensamiento virtual”.
Y si examinamos combinadamente, desde los criterios lingüísticos y sociales, concluiremos que el pensamiento español realmente existente expresado en idiomas particulares y específicos ha sido mucho más débil, por no decir inexistente, a lo largo del curso histórico, que el pensamiento español expresado en idiomas genéricos y comunes. No es, por tanto, que no haya existido pensamiento gallego, pensamiento vasco o pensamiento catalán; lo que ocurre es que este pensamiento ha utilizado como marco el idioma español o el latín, es decir, los idiomas comunes de la sociedad española. Las figuras más representativas del pensamiento gallego (Gómez Pereira, Francisco Sánchez, Benito Feijoo, Ramón de la Sagra o Amor Ruibal) han escrito en latín o en español. La hermosa lengua gallega fue utilizada históricamente para la música o para la poesía (incluso por castellanos), pero no para el “pensamiento”. E incluso lo mejor de esta poesía en gallego que hoy conservamos, como son las Cantigas de Santa María, no representarían tanto el espíritu gallego (si creemos a Xose María Dombarro Paz) cuanto el espíritu de la aristocracia feudal dominante en el Reino de Castilla. Y si nos atenemos a los pensadores más reconocidos del País Vasco (Unamuno o Zubiri), también ellos escribieron en español y no en euskera. En cuanto a la Corona de Aragón-Cataluña, la situación es algo diferente. Raimundo Lulio o Eiximenis escriben en mallorquín o en valenciano; sin embargo, Raimundo de Sabunde o Luis Vives escriben en latín; y Jaime Balmes o Eugenio d'Ors escriben en español.
Frente a la que llamamos “metodología negra” [711], nuestra metodología materialista comienza impugnando el supuesto de una “historia lineal” y, por consiguiente, la categoría historiográfica del “retraso histórico” como categoría explicativa; nuestra metodología parte del supuesto del desarrollo multilineal, paralelo al que los biólogos evolucionistas utilizan hoy en el análisis de la evolución orgánica. El pensamiento de una sociedad en marcha habrá de ser analizado desde la perspectiva de esa sociedad, que, por otra parte, no es una sustancia [703] de cuyo seno puedan brotar los pensamientos como si fuesen una secreción orgánica suya. La sociedad de referencia, en este caso la sociedad española, es un marco a través del cual los aportes externos de todo tipo son su “alimento” ordinario, y lo que habrá que explicar son los procesos de recepción, selección, composición y combinación de estos alimentos en función de la sociedad de referencia. En ningún caso, estos aportes tendrán que ser necesariamente interpretados como meros “reflejos del exterior”, porque esto equivaldría a admitir que “debiera haber” un pensamiento sustancial y autónomo. El criterio decisivo para analizar un pensamiento público es su propia existencia; si existe tendrá sus características propias. Es cuestión oblicua, aunque importante, la de su “originalidad”, porque en cualquier caso esta jamás puede ser absoluta (hablar de creación, en el terreno del pensamiento, no tiene más alcance que el puramente propagandístico o narcisista). Lo que importa es que el pensamiento de una sociedad pueda mantenerse entretejido, casi siempre de modo polémico, con los pensamientos de otras sociedades.
Dejaremos de hablar, por tanto, de un pensamiento español refiriéndonos a la antigüedad romana o a la edad media visigótica; lo que no significa que, en el curso del pensamiento español (de la sociedad española) no haya que tener en cuenta, como líneas privilegiadas que atravesando sus marcos, son los pensamientos peninsulares, ya sean romanos, como los de Séneca, ya sean visigodos o hispanorromanos como el de San Isidoro. Pero supuesto que el pensamiento español, y es mucho suponer, pueda decirse que es senequista o isidoriano, no lo sería porque el senequismo o el isidorianismo expresasen unas “constantes históricas esenciales” de la sociedad española, cuanto porque habían influido históricamente en su posterioridad. Y entonces, es muy improbable que una influencia tal, por importante que ella fuera, pudiera haber imprimido una dirección constante y única a un pensamiento de siglos.
Una nueva situación histórica y social se configura en el siglo VIII a raíz de la invasión musulmana, organizándose un mapa histórico diferente que define a la sociedad española [705] frente a las sociedades de su escala (europeas e islámicas).
Nuestro propósito es tratar de “deducir”, de lo que podamos considerar en cada momento como marco del pensamiento de la sociedad española [737-746] en su desarrollo histórico, algunas de las características que pudieran considerarse como esenciales y, en consecuencia, en parte, como diferenciales, para la constitución de ese pensamiento, a saber:
- El marco del proyecto teológico-político imperialista [708].
- El marco del Imperio hispánico [709].
- El marco de la sociedad del presente [710].
Pensamiento español en el marco del proyecto teológico-político imperialista: latín y romance castellano
Durante la época de la infancia de la sociedad que se está constituyendo como una sociedad nueva (España) [707], el “pensamiento” comenzará a expresarse en latín, y ante todo, como pensamiento político. Un latín que no será abandonado a lo largo de los siglos siguientes. Citaremos dos testimonios de este primerizo pensamiento político religioso.
El primero, en el siglo VIII, representado por el Himno a Santiago atribuido a Beato de Liébana, y dedicado al rey Mauregato (783-789), que circuló ya probablemente en la corte que la monarquía astur-galaica había trasladado de Cangas de Onís a Pravia, inmediatamente antes de que Alfonso II, el “inventor” del sepulcro de Santiago, fundase Oviedo. El Himno a Santiago contiene in nuce el proyecto teológico político imperialista del nuevo Reino, definido frente al Islam, frente a la Galia y frente a la Roma de San Pedro: Oh, vere digne sanctior apostole / caput refulgens aureum Ispaniae, tutorque nobis et patronus vernulus… El nuevo “género literario” teológico político del pensamiento español se continuará en las Crónicas de Alfonso III, cuyo objetivo sigue siendo político: tratar de definir la naturaleza del nuevo reino, su relación con los reinos circundantes y con los antecedentes, especialmente con el reino de los visigodos. Un género que se continuará, en latín, en el siglo XIII, con el De rebus Hispaniae de Ximenez de Rada y, por supuesto, en castellano, con la Historia general de España de Alfonso el Sabio.
Un género que constituirá uno de los contenidos constantes del “pensamiento español”, el que en su momento se delimitará como “tema de España”, y que adoptará diversos planteamientos en función de la coyuntura histórica: América, la decadencia, el resurgimiento. Podría afirmarse que una de las características específicas del “pensamiento español” a lo largo de toda su historia ha sido su obsesiva preocupación por la pregunta: ¿Qué es España?, preocupación constante que no tiene paralelo en otras repúblicas o en otros reinos, al menos si se considera desde sus efectos literarios. La pregunta “¿Qué es España?”, como pregunta en principio teológico-política, es la forma característica que, por razones históricas, ha tomado desde siempre en España la pregunta filosófica “¿Qué es el Hombre?” Como si aquella contuviese ya ejercitada la crítica a la pregunta ¿Qué es el Hombre?, como pregunta metafísica, que da por supuesto que “Hombre” puede significar algo fuera de la historia, es decir, fuera de su condición de griego, de romano o de bárbaro. La pregunta ¿Qué es España?, como pregunta teológico-política y después filosófico-política [585], no es, en efecto, una pregunta narcisista, ni una pregunta retórica inmersa en la tradición de los laudes hispaniae de la época romana o visigótica, y esto dicho sin perjuicio de que esta tradición prefigure la preocupación ulterior, a la manera como el notocordio de Amphioxus prefigura la médula espinal del vertebrado. Es la pregunta por el significado de la situación en la que se ven implicados los hombres de una sociedad históricamente determinados a constituirse en la orilla de un imperio universal, el Imperio romano, pero no como una parte marginal suya (ninguna otra circunscripción del Imperio aportó una serie de emperadores de la importancia de los Antoninos), sino como una parte “geopolíticamente” cada vez más problemática a medida que se desprendía del todo, sin perder de vista, sin embargo, las responsabilidades que en ese todo (la humanidad, históricamente determinada) había asumido.
La misma situación geopolítica peculiar de España explicará otro hecho especialmente significativo para el pensamiento español: el haber sido el cauce primario a través del cual el pensamiento clásico volvió a ser recibido en el mundo occidental. La misma situación fronteriza del nuevo reino de Castilla con el Islam, sobre todo a partir de 1085 en el que Toledo fue incorporado por Alfonso VI, determinó (oportet ab hoste docere) la posibilidad de recuperación del pensamiento aristotélico y neoplatónico pasado por el avicenismo y por otros canales. El Liber de causis de Juan Hispano, o el De Unitate et uno de Gundisalvo, son unas de las primeras muestras de “pensamiento español” escrito en latín, cuya influencia, junto con la doctrina de la clasificación de las ciencias de Gundisalvo (que prefigurará la nueva ordenación de la Ontología moderna y de sus relaciones con la Teología) ha de ser considerada como uno de los primeros monumentos del “pensamiento europeo”.
Y esta misma circunstancia objetiva (la situación fronteriza del reino de León y de Castilla) determinará que el nuevo romance castellano, que fue cristalizando a lo largo de los siglos X y XI, comience a ser, entre otras cosas, el primer vehículo del pensamiento filosófico que irá formándose en la cristiandad, precisamente porque es a través del romance castellano como el “pensamiento griego” podrá ser vertido, por vía árabe, al latín y, mediante él, pasar al resto de Europa. En el siglo XII, hombres como Salomon Ibn Dawudd, Juan Hispano, acaso Mauritius Hispanus, traducen del árabe al romance, mientras que hombres como Gundisalvo lo trasladan al latín. De este modo, resultaría ser el romance castellano la primera lengua “europea” utilizada para expresar el pensamiento filosófico en su sentido más estricto. Palabras tales como sustancia, categoría, esencia, lógica –y otras de nuevo cuño como nada (res nata) [67], producto del romance castellano– pasarán a formar parte del román paladino, y ello nos autorizaría a decir que, desde entonces, es imposible hablar en español sin filosofar.
Y muy pronto también, el romance castellano comenzará a ser utilizado, no sólo como “canal oculto” del pensamiento que une al griego y el árabe con el latín, sino como un canal abierto. A fin de cuentas, judíos que traducían del árabe, como Rabi Zag, Samuel Ha Levi, Dom Abraham, no tenían por qué mantener especiales simpatías por la lengua de los clérigos cristianos, el latín, y preferían pensar en romance castellano. No hay, en toda la península, en el siglo XIII, nada que pueda compararse con la Escuela de Toledo, con sus más de setenta matemáticos y astrónomos trabajando en el castillo de San Servando. En romance castellano se escribirán las Partidas de Alfonso X [725], o el Lucidario de Sancho IV.
http://www.filosofia.org/filomat/df708.htm
Pensamiento español en el marco del Imperio hispánico: el español lengua universal
Al convertirse el romance castellano en la lengua del Imperio, como dijo Nebrija, el castellano se transforma en español [705]. Hay que tener en cuenta que el reino de Castilla [739], aparte de la situación estratégica central que ocupaba en la Península, era demográficamente el reino mayoritario y que, en todo caso, la “coyuntura” del Imperio no fue externa para el romance castellano, ni representó una mera ampliación del “colectivo” de sus hablantes: supuso un desarrollo interno de su vocabulario político, jurídico, teológico, científico, botánico, antropológico, etc.
Y si el español se hizo “lengua universal” [706], inter-nacional, fue precisamente por su condición de “lengua del Imperio”. El Imperio español constituyó el nuevo marco [707] de un pensamiento que habría de estar determinado por su propia estructura, una estructura que orientó a España en una dirección distinta a la que tomaron las nuevas sociedades europeas, constituidas en gran medida como imperios coloniales depredadores, precisamente a raíz de los descubrimientos, a saber, la dirección que les llevó al desarrollo del capitalismo mercantil e industrial moderno. España no siguió (no pudo o no quiso, simplemente no siguió, salvo de un modo reflejo) el curso de esta evolución. Lo que no significó que hubiese quedado “estancada” en la época medieval, como si ello fuera siquiera posible. Tan “moderna” como la Inglaterra o la Francia del siglo XVI, fue la España de este siglo, y tan diferente de sus épocas medievales respectivas aunque de distinta manera.
El marco del Imperio hispánico fue determinante, entre otras cosas, del curso que había de tomar el pensamiento español moderno, principalmente por dos circunstancias:
1. La primera, la pervivencia del latín como idioma común de elección para exponer el pensamiento teológico filosófico, económico político y moral de una sociedad que tenía que atender, ante todo, al planteamiento y resolución ideológica, así como a la formación de juristas y administradores, de las nuevas situaciones históricas que el nuevo marco establecía. Nada más superficial, por no decir estúpido, que llamar “medieval” a toda esa masa de pensamiento español que se engloba bajo el rótulo de la “escolástica española”: la obra de Vitoria o la de Suárez es tan moderna como la de Descartes o la de Maquiavelo, aunque estuviese escrita en latín. También la obra de Benito Espinosa, si lo consideramos como una suerte de “español en el exilio”, es tan moderna, aunque estuviese escrita en latín (como lo estuvieron las propias obras de Hobbes), como la obra de Malebranche o de Berkeley.
2. La segunda circunstancia, de alcance si cabe más profundo, es la marginación de la contribución principal de España en el proceso de constitución de la ciencia moderna. En efecto, la ciencia moderna se desenvolvió en función de la revolución tecnológica industrial impulsada en el conjunto del desarrollo del capitalismo. El “pensamiento español” no pudo estar dado esencialmente en función directa de la nueva ciencia, lo que tampoco significa, como ya hemos dicho, que el pensamiento filosófico y metafísico europeo hubiese podido aprovechar su propia circunstancia. Porque más parece que él hubiera permanecido determinado por las grandes líneas de los problemas políticos y religiosos que planteó la época moderna. Y, en tal caso, no tendría por qué ser “envidiado” por el pensamiento español [711] paralelo que, por otra parte, tanto iba a influir en el pensamiento europeo moderno (Suárez, la moral probabilista, Calderón…).
En cualquier caso, la marginación de España del curso central a través del cual se constituyó la ciencia moderna (que en vano se pretenderá enmascarar, aunque tampoco hay que tomar en términos absolutos, y menos interpretarla en términos racistas de quienes han hablado de la incapacidad del pueblo español para la ciencia) no fue definitiva. Y precisamente en los años posteriores a la pérdida de los últimos restos del Imperio los españoles comenzaron a contribuir en primera línea al desarrollo de la ciencia moderna. Baste citar aquí los nombres de Santiago Ramón y Cajal y de Julio Rey Pastor.
Por último, el uso del latín no significó nunca el desuso del español en la misma época del imperio. Por el contrario, los nombres de los pensadores españoles más universales son nombres de escritores que utilizaron y conformaron el español clásico: Guevara, Cervantes, Quevedo, Calderón, Gracián, Feijoo…
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