jueves, 30 de julio de 2020

FILOSOFÍA - ÍNDICE SISTEMÁTICO


Pensamiento público / Saberes públicos / Filosofía en sentido estricto

Las características constitutivas de la función “pensamiento público” [703] no son tan universales como para incluir en su concepto a todo aquello que pueda constituir un contenido de los pensamientos subjetivos (a un eminente profesor de matemáticas, capaz de resolver problemas que requieren un gran esfuerzo de pensamiento subjetivo, no se le considera “pensador”). Y ello, aunque, a su vez, sean públicos. Hay muchos saberes públicos propios de una sociedad determinada que no son considerados como pensamientos, sino como constitutivos del espacio ambital de esa misma sociedad: saberes técnicos o tecnológicos (técnicas de caza, metalurgia, agricultura; saberes taxonómicos, como la doctrina de los cuatro elementos de la Antigüedad y de la Edad Media tomada como doctrina cierta; saberes médicos, arquitectónicos…); saberes prácticos de lo agible [236] (saberes morales, dominio de las reglas del parentesco, políticas, jurídicas o militares); saberes dogmáticos (de orden cosmológico, religioso, zoológico, botánico…); y saberes científicos (geométricos, mecánicos, termodinámicos…).

Lo que se llama “pensamiento” presupone desde luego estos saberes y comienza cuando “reflexiona objetivamente” sobre ellos: es un saber de segundo grado, un saber crítico, es decir, no se limita a utilizar o dar por hecho un saber determinado, sino que quiere compararlo, clasificarlo, distinguirlo de los demás, ponerlo en duda (“pensar”, de pensare = pesar, sopesar, confrontar). Según este concepto, el pensamiento público se aproxima a la filosofía, sobre todo cuando se toma en su sentido mundano [15], pero también cuando se toma en su sentido amplio (Weltanschauung), pues esta filosofía mundana [17] es, asimismo, una forma de pensar o confrontar los saberes prácticos en una tradición dada con otros saberes. De ahí que se hable de pensamiento político, de pensamiento religioso, o de pensamiento moral. Sin embargo, la distinción entre pensamiento público y filosofía sigue manteniéndose de algún modo (en los planes de estudio de las facultades, en la bibliografía, etc., se distingue una Historia del pensamiento político de una Historia de la filosofía política). Lo que ya no es nada sencillo es delimitar los criterios operatorios significativos que se utilizan en el ejercicio de esta distinción. A veces, se utilizan criterios particulares, casi empíricos y, en todo caso, arbitrarios o extrínsecos. Por ejemplo, cuando “pensamiento español” va referido, principalmente, a novelistas como Cervantes o a dramaturgos como Calderón, aunque estos “pensadores” no serán considerados como filósofos en sentido estricto: al filósofo se le asignarán tratados o ensayos, pero no novelas y dramas. Otras veces, se tomará como criterio la tradición helénica de la filosofía, a diferencia de las tradiciones variadas que se supone estarán a la base de las diferentes formas de pensamiento; pero, con ello, estaremos procediendo dentro del relativismo cultural, al considerarla una tradición de pensamiento entre otras.

Para establecer una distinción más precisa entre pensamiento y filosofía que conserve la referencia obligada a la filosofía de tradición helénica, pero capaz de superar el relativismo cultural, habilitamos criterios más firmes y universales: su referencia a los saberes científicos y, en concreto, a la Geometría. El “pensamiento geométrico” ofrece un modelo de razonamientos cerrados e instaura un método de pensar lógico que ha de comenzar por recusar a toda revelación como fuente específica de conocimiento. La filosofía estricta (académica) es un pensamiento que prescinde de toda revelación y, en este sentido, se aparta de los saberes positivos revelados y adopta, de hecho, la impiedad (asebeia). La filosofía académica, la filosofía de Platón (“nadie entre aquí sin saber Geometría”), ofrecerá el elenco de contenidos característicos de la filosofía en el conjunto del “pensamiento en general”. En cambio, cuando hablamos de pensamiento en general no exigiríamos esa restricción crítica que asociamos al pensamiento filosófico griego. Por ello, también el “pensamiento” engloba tradiciones y formas de expresión mucho más variadas y heterogéneas que la filosofía en sentido estricto. Por lo demás, el pensamiento en general y la filosofía estricta confluyen una y otra vez.

El alcance del criterio de distinción entre pensamiento y filosofía estricta puede medirse a propósito de dos obras de pensamiento español que suelen figurar en las historias de la filosofía española, y con toda razón: el Lucidario de Sancho IV (hacia 1293) y el Diálogo de la dignidad del hombre de Fernán Pérez de Oliva (siglo XVI). Ninguna de ellas podría considerarse como una obra filosófica en el sentido estricto académico, pero ambas son obras de “pensamiento”, en el sentido funcional crítico que hemos propuesto: obras que se mantienen dentro de los dogmas revelados del cristianismo romano tradicional y que se apoyan, además, en estos dogmas en el curso de su desarrollo (son obras de teología dogmática [21]). Y esto no ocurre en la filosofía estricta, aunque ella esté ejercitada por un hombre religioso: Santo Tomás, sin abandonar su fe revelada, presentaba sus cinco vías para demostrar la existencia de Dios, no a partir de algún dogma sobrenatural, sino a partir de “hechos que constan por el sentido natural” y de conclusiones que la razón extrae de esos hechos.











Acepciones del término “español” para determinar la Idea de Pensamiento (público) español

La cuestión sobre el “pensamiento español” se reduce a la de la discriminación de las acepciones del predicado “español” que, ya por sí mismas, ya sea conjuntamente con otras, puedan considerarse como más pertinentes o significativas en la determinación de “pensamiento público” [703], a saber:

  1. Acepción geográfico-histórica.
  2. Acepción histórico-social.
  3. Acepción lingüística.

1. “Español”, según su acepción geográfica, tiene que ver con todo aquello que se desarrolla en la Península Ibérica incluyendo, a veces, a Portugal e islas adyacentes, pero dentro de unos intervalos históricos determinados, aunque borrosos. No basta que algo haya tenido lugar en esta circunscripción geográfica para que pueda ser denominado español, salvo por denominación extrínseca. Los hombres de Atapuerca no son “españoles”, en la acepción segunda y tercera, como tampoco, menos aún, son burgaleses. Tampoco son “españoles” los pintores de Altamira, ni las gentes que construyeron las casas circulares de Santa Tecla (fueran o no celtas). Por ello, es conveniente utilizar aquí el término “Península Ibérica”, como suele hacerse, cuando se quiere subrayar el aspecto geográfico estricto y restringir el adjetivo “español”, incluso en su acepción geográfica, a los intervalos históricos en los cuales la “geografía” haya servido de asiento a una “sociedad española” ya constituida, es decir, a lo “español” en la acepción segunda (histórico-social); dicho de otro modo, cuando la “geología” haya experimentado las modificaciones pertinentes para convertirse en “paisaje” característico de esa sociedad. Sólo cuando pueda decirse que la sociedad peninsular moldeó un “paisaje” que, a su vez, contribuyó a conformar la sociedad peninsular, tendrá pleno sentido hablar de “geografía española”.

2. “Español” en sentido histórico-social es un predicado que debe ir referido a una sociedad o a diferentes sociedades entrelazadas de algún modo en una “sociedad española”. El criterio principal que, por nuestra parte, utilizamos para determinar los límites históricos en los cuales puede ser circunscrita esta sociedad, susceptible de recibir internamente el predicado “español”, es este: que el concepto general de sociedad española (prescindiendo de sus determinaciones políticas e incluso lingüísticas, en alguna medida) es un “concepto de escala” paralelo a conceptos tales como “sociedad francesa” o como “sociedad italiana”, lo que implica reconocernos situados en unas coordenadas históricas en función de las cuales pueda conservar algún sentido preciso la delimitación de esa “sociedad española” respecto de sus congéneres de escala. Ahora bien, tales coordenadas, que se dibujan ya muy claras a partir de los siglos XII-XIII en adelante (el adjetivo “español”, como designativo de hombres pertenecientes a una sociedad diferenciada, aparece hacia el siglo XII) y llegan a nuestros días, se desdibujan a medida que regresamos en la línea del curso histórico.

Así, no cabe hablar de una sociedad española en épocas prerromanas. Ni siquiera en la época romana, porque los hispani se relacionaban entre sí, ante todo, a través de Roma, como colonias o, ulteriormente, como ciudades romanas. Ni Séneca ni Trajano podrían llamarse españoles, sino romanos. Tampoco son españoles, a la escala histórica presupuesta, los hispanorromanos o los godos unificados bajo la Monarquía Visigoda de Leovigildo, porque aún no se han dibujado las coordenadas en cuyos ejes habrá de definirse la sociedad española: las sociedades europeas y las sociedades islámicas. Son, sin duda, protoespañoles, a la manera como los hombres de Neanderthal son protohombres, y los españoles se han modelado en gran medida a partir de ellos. Ahora bien: una nueva situación histórica y social se configura cuando, a raíz de la invasión musulmana, la monarquía visigoda queda fracturada y cuando los reinos sucesores se organizan en un mapa histórico diferente que los define tanto frente al imperio europeo (el de Carlomagno, o el de Otón), como frente al imperio islámico, y ello sin perjuicio de sus alianzas coyunturales. Hablaremos de una sociedad española “embrionaria”, sin duda, a partir del siglo VIII. Una sociedad cuya evolución constante, no permite, sin embargo, subestimar la identidad de su situación.

3. “Español”, en su acepción lingüística, se refiere al idioma común que, tras un largo proceso histórico, hablan los miembros de esa sociedad que hemos llamado española. Pero, puesto que en esta sociedad también se hablan idiomas “regionales” (el gallego, el vasco, el catalán o el valenciano), y teniendo en cuenta que Galicia, País Vasco, Cataluña o Valencia son regiones o nacionalidades de la misma escala que Castilla-León, ¿por qué no llamar “castellano” al “español”? Respuesta: porque ello distorsionaría el sistema de relaciones realmente existentes entre las diferentes sociedades que hablan hoy este idioma, incluyendo las sociedades americanas o africanas.

En efecto: “castellano”, referido al idioma es, ante todo, un concepto histórico, no un concepto geográfico o político-administrativo. “Castellano” no es el idioma que “hoy” se habla en Castilla, como podría hablarse en la época de Gonzalo de Berceo; precisamente porque ese castellano desbordó los límites de la Castilla histórica, y comenzó a constituirse en idioma nativo, y aun con características locales propias respecto de otras muchas circunscripciones de la sociedad española y, más tarde, de otras sociedades americanas, africanas o asiáticas. Por ello, fue preciso desvincularlo de su origen, y al “español” no lo debiéramos llamar “castellano” de la misma manera a como al idioma italiano tampoco hoy se le denomina “toscano”. Un idioma que, como el castellano, ha desbordado los límites de su territorio originario (si es que lo tuvo definidamente alguna vez), puede llegar a ser tan propio de quienes lo han asimilado como pudiera haberlo sido de sus primeros hablantes, y la circunstancia de haber nacido en Castilla o en La Rioja no confiere ningún privilegio, ni “título de propiedad”, en lo que al idioma se refiere, a los castellanos o a los riojanos. El español que se habla en Extremadura, en Andalucía, o en Galicia, y luego en Cuba o en México, podrá ser tan genuino, dentro de sus modulaciones propias, como el español que llegue a hablarse en Castilla, una vez que haya experimentado las modulaciones correspondientes. En efecto, en Castilla seguirá hablándose el “castellano”, pero como en Andalucía se habla el “andaluz” o en Cuba el “cubano”. Todas estas modalidades son modulaciones del “español”, y si se mantuviese para todas ellas la denominación de “castellano” quedaría sin nombre propio el español de la Castilla actual, salvo que ésta pretendiese mantener una hegemonía canónica, absurda en un idioma inter-nacional. Quienes insisten en llamar “castellano” al “español” parecen empeñados en no querer reconocer la evolución de lo que fue un idioma local, una “especie generadora”, en un idioma internacional, en un “género, olvidando, al encastillarse en el pretérito, que en la evolución de los idiomas, como en la de las especies biológicas, las nuevas especies pueden seguir siendo tan genuinas como las especies generadoras [817], y que las nuevas modulaciones [789] no constituyen necesariamente una de-generación de la especie originaria, sino acaso una regeneración del género que se está formando precisamente en ese proceso de “especiación”. Según esto, cuando aplicamos, y con toda propiedad, el predicado español a los idiomas regionales tales como el gallego, el catalán, el valenciano o el vasco, lo estaremos haciendo tomando “español” en su acepción segunda, la que tiene como referencia a la sociedad española. Y, ante todo, en su acepción primera: el gallego es un idioma español en el mismo sentido en que son también españolas las “rías gallegas”.


http://www.filosofia.org/filomat/df705.htm





Reclasificación de los idiomas según la Idea funcional de Pensamiento español

Se trata de confrontar los sentidos y las consecuencias que se derivan de la aplicación al “pensamiento” funcional o público de las diversas acepciones del adjetivo “español” [705], aunque solamente la segunda y la tercera son pertinentes al caso. La aplicación abstracta o rígida de las diversas acepciones, utilizadas por separado, conduce a consecuencias incompatibles entre sí, y no siempre ajustables al concepto estricto de un pensamiento funcional [703], en tanto que vinculado a la sociedad (a los marcos sociales) en los cuales funciona el pensamiento, en este caso, el marco de la sociedad española.

Pero la sociedad española [737-746] no es inmutable históricamente. Así, en nuestros días, la expresión “pensamiento español” tendrá que dejar fuera de su extensión al pensamiento de los países americanos, aunque se exprese en español (en su sentido lingüístico) y tendrá que incluir, desde luego, al pensamiento gallego, catalán, valenciano o vasco aunque vengan expresados en idiomas distintos del español. Por consiguiente, también será pensamiento español el que figura en las obras de los escolásticos españoles de los siglos XVI y XVII aunque estén escritas en latín. En cambio, si se toma la acepción la lingüística del término “español”, habrá que excluir de la extensión del pensamiento español no sólo al pensamiento gallego, catalán o valenciano, expresado en sus idiomas respectivos, sino que también a los escolásticos españoles de los siglos XVI y XVII, entre otros, que escribieron en latín.

Estas dos opciones son incompatibles, y no cabe decidirse por ninguna de ellas por razones “de principio” (estamos ante situaciones históricas, no ante taxonomías abstractas o ahistóricas). Las sociedades americanas podrán considerarse españolas, en su sentido histórico social y lingüístico, durante los siglos XVI, XVII y XVIII (en la Constitución de 1812, todavía son considerados como ciudadanos de la nación española [740] tanto quienes viven en la Península como en Ultramar). Sin embargo, a medida en que fue teniendo lugar la emancipación de las provincias americanas, con la diferenciación consiguiente de sus sociedades, la “sociedad española” fue circunscribiéndose al territorio peninsular y al de las islas adyacentes. Ya no será posible hablar de pensamiento español, aunque esté escrito en español, refiriéndose al México de Juárez o a la Venezuela de Simón Bolívar. ¿Cabría concluir que es necesario prescindir de la acepción lingüística y utilizar únicamente la histórica? No, esta conclusión (abstracta, ahistórica, convencional) pasaría por alto la vinculación interna entre el pensamiento público y el lenguaje en el que se despliega, en tanto este lenguaje está dado en función del marco y del campo del pensamiento correspondiente.

En función de los principios constitutivos de la idea de “pensamiento”, en el sentido definido, es preciso reclasificar, del modo más enérgico, los lenguajes según criterios que no se reduzcan a los que suelen ser usados en los atlas de geografía lingüística. Dos criterios, disociables, aunque inseparables [63], habrá que tener presentes en función de las mismas sociedades concretas, localizadas, por tanto, en unas áreas geográficas determinadas:

Según un primer criterio, eminentemente sinalógico, los idiomas se clasificarán en:

I. Universales o comunes a las partes integrantes de la sociedad de referencia.

II. Particulares o propios de las partes integrantes de esa sociedad.

Según un segundo criterio, eminentemente isológico [36], los idiomas se clasificarán en:

A. Genéricos (a un conjunto de sociedades dadas).

B. Específicos (respecto de una sociedad de referencia).

Ambos criterios pueden cruzarse, como se representa en la siguiente tabla:


Primer Criterio

Segundo Criterio

A
Genérico
B
Específico
I
Común (Universal)
Español
Latín
II
Particular
Gallego, Catalán,
Vasco, Valenciano, etc.


En el caso del pensamiento español, entendido como un proceso histórico, podemos afirmar que la condición de común (I) estuvo determinada por la condición de genérico (A) y, en parte también, recíprocamente. Y que, consecuentemente, la condición de particular (II) está en estrecha conexión con la condición de específico (B) o, si se prefiere, recíprocamente.

No hay comentarios:

Publicar un comentario