Teología (nematología) / Ciencia / Filosofía de la Religión
Los saberes sobre la religión son muy diversos y pueden clasificarse en tres grandes grupos:
(I) “Saberes nematológicos”. Están organizados en torno a instituciones dadas (políticas, militares, tecnológicas, deportivas, etc.) y su objetivo es, no sólo establecer “proposicionalmente” las coordenadas de las “nebulosas ideológicas” [296-313] que acompañan a tales instituciones en función de otras “nebulosas” referidas a instituciones distintas (radio-televisión respecto de las “nebulosas” formadas con las Ideas de “Comunicación”, “Cultura”, “Información”, “Libertad de expresión”, “Aldea global”, “Creatividad”, etc.), sino también analizar y sistematizar los propios contenidos “proposicionales” de la nebulosa de referencia. Hablaríamos tanto de una “nematología olímpica”, como de una “nematología militar” o de una “nematología política”. Los saberes nematológicos (que son saberes ideológicos o mitológicos o filosóficos-mundanos y, en general, doctrinales) aunque no son identificables con las creencias y evidencias prácticas que constituyen el núcleo de cada nebulosa, tampoco pueden considerarse externos a tales nebulosas. Los saberes nematológicos pueden agruparse en dos clases:
(1) Saberes nematológicos internos. Se mantienen en la perspectiva de la “concavidad” de las creencias internas a la nebulosa: representan la nematología positiva y tienen por objeto la reexposición, analítica y sintética, de los contenidos de las creencias nucleares (nematología dogmática positiva, “filológica”) o bien la exposición de esos contenidos desde perspectivas más amplias, utilizando instrumentos tomados de otras esferas distintas de la nebulosa de referencia (nematología sistemática o escolástica). Cabe establecer, dentro de la nematología positiva una “disciplina” que llamaríamos Nematología fundamental, organizada en la vía del regressus, a partir siempre de las creencias nucleares de referencia, hacia los fundamentos desde los cuales esas creencias nucleares parece que han podido (emic) constituirse. El problema que plantea la Teología dogmática es del mayor interés, por cuanto implica el análisis del sentido que puede tener una institución (Concilios, las llamadas fuentes sagradas, los escritos paulinos, etc.) inspirada por una fides quaerens intellectum. Partimos de la teología positiva, no como “ciencia de Dios” (que no lo es, salvo materialmente, puesto que formalmente es “ciencia de la Revelación”) sino como nematología de la Iglesia romana (o bizantina, etc.) y, por analogía, la teología de los judíos o musulmanes, en tanto necesita, al parecer “una reexposición racional” de la revelación (supuesto que sea praeterracional o suprarracional). ¿Qué puede hacer la “razón” al penetrar en un mundo que se presenta al análisis como praeterracional, como praeterlógico o prelógico? Podemos agrupar la diversidad de respuestas en las tres categorías siguientes: a) Aquellas que entienden la Teología dogmática como desenvolvimiento o extracción, como Teología ilativa. Esta teoría de la Teología permite entender la función de la razón en la fe: es este un depósito infinito que nos es dado (depósito positivo), y que tenemos que tratar a nuestro modo, según el lema de la fides quaerens intellectum. La razón lo que haría es explicitar un manantial subterráneo para obtener conclusiones que eventualmente podrían ser incorporadas por la Iglesia, que podría elevarlas a la condición de dogmas de primer orden: Combinando el fiat lux del Génesis con la teoría del big-bang, muchos creyentes de hoy piensan haber alcanzado una mejor comprensión “racional” (teológica) del relato bíblico de la creación. b) Aquellas que entienden la Teología dogmática (sin que se excluya la interpretación anterior) como una re-exposición o transposición de un dogma (por ejemplo, el de la transubstanciación del pan y del vino) en un sistema racional previamente dado. Es el caso de la explicación-transposición del dogma de la Santísima Trinidad en la imagen del foco de luz (el Padre) que se refleja en un espejo (el Hijo) dando lugar a un rayo de retorno (el Espíritu Santo), que utiliza Fray Luis de Granada en la Introducción al Símbolo de la Fe. La reexposición tiene aquí un alcance de índole analógica, y podríamos hablar de Teología analógica o transpositiva. c) Aquellas que entienden la Teología dogmática en un sentido “estructural” o interno (Teología domática estructural o interna) y cuyo objetivo principal es la comparación entre diferentes dogmas del depósito revelado para describir sus simetrías, transformaciones, inversiones, etc., (“en el dogma de la Santísima Trinidad tres personas forman una sola sutancia, mientras que en el dogma de la Encarnación tres naturalezas forman una sola persona”, según el análisis del mismo Fray Luis de Granada).
(2) Nematología preambular. Saberes nematológicos que se mantienen en la perspectiva de la “convexidad” de las creencias nucleares (“estructuralmente”, sin perjuicio de que “genéticamente” hayan sido inspirados por la misma creencia nuclear), procediendo a partir de supuestos ajenos a las creencias nucleares de que se trate. La Nematología preambular se nos presenta como delimitando “desde fuera” el espacio que va a ser ocupado por la creencia nuclear. Cuando las instituciones de referencia (por ejemplo, la del baustismo) son las constitutivas de la religión terciaria positiva, la Nematología toma la forma de una Teología (dado que Dios, o los dioses, figuran entre los contenidos centrales de sus creencias) aunque, en principio, no toda “nematología religiosa” tendría que tomar la forma de una Teología. La distinción que hemos presentado entre la Nematología positiva y la preambular se concreta ahora como distinción entre Teología positiva y Teología preambular (que ya no será “interna” a la creencia, puesto que formalmente, al menos, se presentará como ciencia o como filosofía, es decir, como Antropología –o Historia o Cosmología– o como Teología natural); o bien, dentro de la Teología positiva, como Teología dogmática, frente a la Teología escolástica, y ambas frente a la Teología fundamental.
(II) “Saberes científicos”, en sentido estricto en torno a la religión (nos referimos a la cuarta acepción del término ciencia) [169]: Arqueología, Sociología, Etnología, Filología, Historia de las Religiones. El concepto de “ciencia” por el que nos guiamos deja fuera de su extensión a los cuerpos doctrinales que se autodenominan (utilizando la segunda acepción de ciencia) “ciencias teológicas” (la Teología dogmática, la Mariología, la Sindología, o la Philosophical Theology).
Si decimos que no hay una “ciencia de las religiones” no es porque supongamos que no haya ninguna sino porque reconocemos que hay muchas. Las relaciones entre las “ciencias de la religión” y las “religiones” mismas pueden ser, por lo menos, de estos dos tipos: Relaciones de neutralidad y relaciones de incompatibilidad.
(1) Relaciones de neutralidad: Hay muchas ciencias que pueden considerarse compatibles con las creencias dogmáticas. Estas ciencias (o partes de ciencias) podrían desempeñar funciones de “nematología preambular” y de “nematología positiva”. No debe olvidarse que muchas ciencias (sobre todo las histórico filológicas y las sociológicas) han encontrado un entorno muy favorable para su desarrollo precisamente en el ámbito constituido por una “comunidad religiosa” o, simplemente, una confesión determinada.
(2) Relaciones de incompatibilidad: Una ciencia positiva implica determinadas coordenadas de racionalidad que la hacen incapaz de admitir cualquier tipo de contenido dogmático (la ciencia histórica no puede admitir la aparición real de Santiago Apóstol a Ramiro I en Clavijo en 844); recíprocamente, determinadas creencias dogmáticas son incompatibles hasta tal punto con la racionalidad científica que pueden bloquear su desarrollo mismo –el dogma de la Encarnación de la Segunda Persona en la virgen María impide la investigación histórico sociológica acerca del padre natural de Jesús de Nazaret y de sus hermanos de sangre (en el sentido de los “helvidianos”)–.
(III) “Saberes” constitutivos de la “filosofía de la religión”. En la medida en que la “naturaleza de la religión” se expresa precisamente a través de la filosofía de la religión habrá que concluir que el concepto mismo de “filosofía de la religión” no es independiente, o previo, a toda filosofía (o doctrina filosófica) de la religión dada, lo que equivale a decir que solamente desde una doctrina filosófica o filosofía de la religión determinada cabe dibujar un concepto interno de “filosofía de la religión” como disciplina. Con esto decimos también que una gran parte de las obras que hoy son consideradas como “filosofía de la religión” habría que clasificarlas, desde nuestras coordenadas, como “nematología preambular” (a veces, como mera apologética de, al menos, las “religiones proféticas postaxiales”). La “filosofía de la religión” sería un caso más de institucionalización de “filosofías centradas” en torno a nódulos tales como el Estado, el Lenguaje o el Arte (“Filosofía del Estado”, etc.). La cuestión relativa a la naturaleza de la “filosofía de la religión” la formulamos de este modo: “¿qué saberes sobre la religión (o qué saberes religiosos) es preciso presuponer para que la pregunta filosófica acerca de la religión pueda plantearse”? Nuestra respuesta es la siguiente (en función de las coordenadas de El animal divino): el “saber sebasmático” que prefigura la necesidad –o la posibilidad– de la constitución “institucionalizada” de una filosofía de la religión es el ateísmo relativo al Dios de las religiones terciarias [351]. El ateísmo terciario no debe confundirse con el ateísmo filosófico: un deísta, como Voltaire, es ateo terciario, pero no ateo filosófico. Sólo cuando se ha tenido saber o experiencia del alcance y volumen social, moral, histórico –digamos, transcendental– de una religión ecuménica organizada en torno a un Dios verdaderísimo (que no es meramente “el Dios de los filósofos”, sino también el Dios vivo, numinoso, que se hace presente en el mundo, lo crea e incluso se encarna en él) que da cuenta, por revelación, de la esencia de la religión misma, y cuando se llega a perder la evidencia de que ese Dios verdaderísimo lo sea realmente (es decir: cuando se llega a saber que ese Dios autoexplicativo no existe, un saber que sólo puede alcanzarse cuando se den circunstancias sociales, políticas y personales adecuadas), entonces la pregunta filosófica (id est, no meramente política, o histórica o psicológica) por la religión se dibujará plenamente, como pregunta transcendental para el hombre.
Según esto, lejos de ser paradójico que un ateo (terciario) se interese por la esencia de la religión, habrá que reconocer que sólo ese ateo podría interesarse propiamente por tal “esencia” [56]. Lo paradójico hubiese sido que el creyente terciario en el Dios verdaderísimo se hubiese formulado tal pregunta. Pero el ateísmo terciario presupone, desde luego, el desarrollo de las religiones terciarias hasta un punto crítico tal –determinado por las contradicciones entre las mismas religiones terciarias (judíos contra musulmanes, musulmanes contra judíos y cristianos, cristianos romanos y cristianos anglicanos entre sí)– que pueda comenzar su neutralización mutua, el deísmo o el ateísmo, pero acompañado, a la vez, del conocimiento o saber relativo al alcance históricamente “transcendental” de la religión (no ya sólo para la política o para la economía, sino también para “el hombre” en general). En El animal divino (parte I, capítulo 6) se presentó a la filosofía de Espinosa como el primer núcleo de cristalización reconocible de una auténtica filosofía de la religión. La llamada “teología filosófica”, en cuanto contradistinta de la “teología natural”, es tanto como filosofía de la religión, teología y, generalmente, nematología preambular. Esta “teología filosófica” puede considerarse como una filosofía no positiva de la religión; es sólo una filosofía metafísica aunque no fuera más que porque procede mediante la evacuación, casi total, del material de las religiones positivas, reteniendo sólo los momentos teológico-terciarios. Su paralelo sería una filosofía natural que, por decreto, evacuase todos los objetos del mundo físico y se atuviese únicamente, a lo sumo, al Espacio-tiempo vacío. Una filosofía de la religión que quiera mantenerse como filosofía positiva de la religión ha de ser una filosofía que se acerca a las religiones, ante todo, desde un plano fisicalista, aquel desde el cual los contenidos religiosos no son tanto “vivencias” o “experiencias anímicas o metafísicas” sino (para decirlo groseramente) bultos, sólo que “bultos” con significado religioso (bulto, de vultus, faz). Bultos, entidades corpóreas finitas, son en efecto los templos, los sacerdotes y hasta el Corpus Christi del sagrario católico. La filosofía positiva de la religión se ocupa de cosas positivas, es decir, de bultos portátiles: Dios ubicuo no es portátil. Pero la filosofía positiva no tiene por qué entenderse como sujeta a la disciplina positivista, en tanto pretende determinar leyes a partir de los hechos fisicalistas.
http://www.filosofia.org/filomat/df021.htm
Idea funcional de Pensamiento: Pensamiento subjetivo / Pensamiento objetivo
El prestigio del término “Pensamiento” viene probablemente por vía francesa. La acepción que los franceses (Descartes, Pascal, pero también Poincaré o Monod) han prestigiado ha sido la acepción subjetiva: pensamiento como actividad de un sujeto individual, identificado con el espíritu (con la sustancia espiritual, generalmente humana, aunque también podría ser angélica).
Aquí dejamos de lado esta acepción “subjetiva” del término pensamiento, porque cuando hablamos, por ejemplo, de pensamiento español nos referimos a un pensamiento objetivado, gramaticalizado y circulante socialmente, sin perjuicio de que haya sido el resultado de una acción individual o de una controversia entre varios individuos. Estos pensamientos objetivados, expresados como pensamientos extrasomáticos [429], sobre todo en el lenguaje escrito, son aquellos que se tienen en cuenta cuando se habla de “pensamiento español” en su confrontación con el pensamiento francés, el alemán o el chino. Esto implica, también, que el “lenguaje” no se reduce a la condición de medio de expresión de “meditaciones subjetivas” (privadas), sino que es un momento de la interacción entre diferentes grupos sociales, como pensamiento público propio de una sociedad. Si damos a esta interacción en la que se intercala el pensamiento público la forma de una función, el pensamiento de una sociedad determinada podrá ser analizado según los dos componentes mínimos implicados en la estructura de toda relación funcional: el dominio y el codominio de la relación; la reunión de ambos constituye el campo de la misma (la relación xRy de “esposo de” tiene como dominio a todos los varones casados y como codominio a todas las mujeres no solteras).
El “pensamiento público”, considerado como una función objetiva, tiene como dominio el grupo (escuela, secta, confesión religiosa, partido político…) del que procede el “sujeto pensante”, y al que se considera adscrito al “pensador”. Y como codominio, al conjunto de personas entre las que puede ser “recibido”. Como este conjunto no excluye a las personas del dominio, podemos utilizar el campo como referente ad quem de la funcionalidad del pensamiento público. En cuanto al dominio, y a fin de evitar su consideración “atomística” (lo que nos retrotraería al pensamiento individual), nos referiremos a él en cuanto marco del que procede el pensamiento objetivo. En resolución: el pensamiento público implica siempre un marco en el que se organiza, se gramaticaliza y se publica, y un campo sobre el que desemboca. Decimos “marco” y no “matriz” para ponernos a salvo de las “teorías metafísicas de los marcos del pensamiento”, que tienden a interpretar el marco como una matriz de cuyo “seno” emergiese el pensamiento, como, por ejemplo, la concepción romántica del Volksgeist.
Por nuestra parte, entendemos el marco de un pensamiento público en un sentido no metafísico y sustancialista [4], porque subrayamos la circunstancia de que los pensamientos procedentes de un marco dado no son una creación o secreción autónoma del pueblo o grupo social en ese marco circunscrito. Por aislado, histórica o socialmente, que esté ese marco (o el pueblo que a su través se asoma) siempre arrastrará consigo, como en depósito, ideas procedentes de otros pueblos o de otras épocas históricas. Este grupo, pueblo o nación [422] será a lo sumo un marco a través del cual ciertas ideas, procedentes necesariamente del exterior o de la historia, han confluido de una forma que puede ser singular, original y característica, es decir, diferenciada de las selecciones y composiciones que hayan podido confluir a través de otros marcos.
Cuando nos refiramos al “pensamiento público y objetivo” en el sentido funcional expuesto, ya no será discutible, por tanto, la pertinencia de predicados tales como “cristiano”, “español” [705], “francés” o “chino”. Los marcos de un pensamiento público no son universales; la “humanidad” o el “género humano” no constituyen ningún marco para el pensamiento público, por más que muchos pretendan que se han situado en el punto de vista de la Humanidad. Un pensamiento público podrá tener, intencionalmente, un campo universal, por ejemplo: los “pensamientos” acerca de los derechos del hombre y del ciudadano proclamados en 1789 se dirigían a todos los hombres, pero desde un marco muy preciso, el de la Asamblea francesa revolucionaria. Este marco, y no sólo sus contenidos, fue impugnado por la Iglesia Católica que, por boca de Pío VI, se reivindicó como marco único autorizado para hablar urbi et orbe. Asimismo, la Asamblea General las Naciones Unidas, que promulgó la Declaración Universal de 1948, seguía siendo un marco particular, no solamente por estar inmerso en una época determinada, sino también por estar constituida por los representantes de los Estados que habían ganado la guerra, muchos de los cuales, además, no suscribieron esa “Declaración universal” [481-488].
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