domingo, 25 de febrero de 2018

Santos por meses y días

santos del 25 de febrero

San Valerio de Astorga, eremita
También es llamado San Valerio del Bierzo, ya que vivió como eremita en esta región de España.
SAN VALERIO DE ASTORGA
Eremita
(Siglo VII)

Santo Tradicional, no incluido en el Martirologio Romano

Memoria libre

25 de febrero

Al llegar a la puerta, el joven se detuvo para recoger sus pensamientos e hilvanar sus palabras. Después, más sereno, tiró de una cuerda que colgaba al exterior, haciendo sonar la campanilla. Al abrirse la puerta, apareció una cara que sonreía con aquella sonrisa vaga que tenía para todos los que llegaban al monasterio. Muy amablemente, dio la bienvenida al desconocido, y, sin preguntarle siquiera su nombre, le guió hasta una pequeña sala, donde había una estera, una linterna, una cama y nada más.
La regla de aquella casa decía: «A los Hermanos peregrinos hay que obsequiarles con suma reverencia de caridad y de servidumbre; al caer la tarde se les lavará los pies, y si llegan muy cansados, se les ungirá con aceite.» Todos estos oficios de la hospitalidad monacal recibiólos el recién venido en el momento de su llegada: después tuvo tiempo todavía para darse cuenta de aquella tierra que le acogía con tal amabilidad. Se hallaba en un valle estrecho y profundo; Doninado por un monte alto y escarpado. Había en él amenidad y silencio, graciosas colinas y un arroyo claro y juguetón. Junto al arroyo, rodeado de urces y castaños, y defendido de los vientos por la montaña, el monasterio; una cerca de adobes, alta y segura, y en el interior, las casas de los novicios, de los huéspedes y de los monjes, con otros edificios que servían de talleres, rodeando a la basílica, de fábrica más elegante y suntuosa. Parecía un pueblo. Todo estaba nuevo todavía, como levantado unos dos o tres lustros antes.
Al día siguiente, el joven compareció delante de la comunidad. Cien rostros demacrados y afilados le observaban a la vez, pero apenas se dio cuenta de ello, atento únicamente a satisfacer las preguntas que, según la regla, debían hacerle.
—¿Cuál es vuestro nombre?—interrogó el abad, que tenía en su diestra un báculo en forma de muleta.
—Valerio—dijo él con decisión.
—¿Libre o siervo?
—Libre y de condición ingenua.
—¿Y qué es lo que os mueve a venir aquí?—siguió preguntando el hombre del báculo—. ¿Venís espontáneamente, o impelido tal vez por alguna violencia o por las necesidades de la vida?
—Vengo—respondió el postulante—encendido en la llama del deseo de la santa Religión. Hasta ahora he vivido ocupado en las delicias del mundo, sediento de ganancias terrenas, atento a buscar conocimientos inútiles, sumergido en las tinieblas profundas del siglo; pero, tocado súbitamente de la divina gracia, quiero llegar a la luz de la verdad por el camino de la penitencia.
El abad recibió este arranque de elocuencia con una sonrisa, y después hizo su última pregunta:
—¿Venís de muy lejos?
—Soy un pecador indignísimo de esta provincia de Astorga.
Terminado el interrogatorio, un anciano cogió del brazo al postulante y le sacó fuera de la sala. Al poco rato, otro monje le anunció que estaba admitido a hacer la prueba del noviciado, y le llevó a la casa donde vivían los novicios. De esta manera quedó agregado provisionalmente a la comunidad. Era esto a mediados del siglo VII, en aquella España visigoda ávida de grandezas y atormentada de incertidumbres. Las almas sienten el hastío del vivir y buscan un refugio en la soledad. Esta ráfaga mística es la que se había apoderado de aquel joven que acabamos de ver en presencia de los monjes de Compluto; pero la ráfaga es en él un torbellino. Su odio al siglo tiene caracteres de verdadera furia; su entusiasmo por el desierto raya en el delirio. Es un mancebo de veinte años, fuerte de músculos, pero más de voluntad, duro, emprendedor, ardiente, arrebatado; es especialmente un batallador; un pequeño San Jerónimo, pero con la diferencia de que en su accidentado camino no brillará nunca la figura de alguna mujer. De su vida anterior no sabemos más que lo que él nos ha dicho: ha sido del mundo en los placeres, en los negocios y en el afán de las vanas disciplinas. Esto parece indicar que es un letrado; sabe leer y escribir y acaso ha estudiado gramática y retórica. Su cambio repentino es para nosotros un misterio; sabemos una cosa: que su afán de verdad quiere ahora saciarlo en la meditación del claustro.
El nuevo novicio se va dando cuenta de todo esto. Como todo el que acaba de convertirse, es un intransigente, un puritano, que quiere medirlo todo conforme al ideal que le ha Doninado, un ideal irrealizable tratándose de una comunidad numerosa. Sus sueños imposibles reciben cada día un nuevo golpe; es fogoso y espontáneo, y no puede ocultar sus impresiones. Tal vez su lengua le traiciona. Según la ley del monasterio, el novicio debe vivir en habitaciones separadas, encargado, bajo la vigilancia de un senior, de servir a los huéspedes, de hacer las camas de los peregrinos, de traerles agua caliente para los pies, de barrer, fregar y llevar leña a la cocina. Pero Valerio, hombre de cierta cultura, tiene facultad para frecuentar el escritorio. En él hay un monje, con el cual ha intimado más que con ningún otro. «Había allí—nos dice él mismo—un Hermano llamado Máximo, «escritor de libros», meditador de la salmodia, muy prudente y remirado en todas sus acciones, al cual llegué a unirme con un gran amor de caridad.» Este copista fue, sin duda, el que enseñó los salmos al nuevo novicio, y un largo trato con él hubiera podido dar a su ser algo más de ponderación y equilibrio.
Era el pensamiento del Cielo y del infierno lo que le había traído a Compluto, y le hería en la llaga más viva de su alma, abierta por el fuego de una consideración tenaz. Esta es la idea madre de su vida. Su libro De la vana sabiduría del siglo, en qSan Valerio de Astorgaue se puede ver un análisis psicológico de su vocación, está inspirado por este pensamiento capital. El celo de los Apóstoles, el heroísmo de los mártires, la penitencia de los anacoretas, tienen su explicación en la meditación constante de esos dos caminos que se le presentan al hombre en su vida. La suprema sabiduría es despreciar como estiércol las delectaciones del mundo, para humillar el cuerpo y quebrantar el corazón en el desprecio de toda maldad. Este es también el anhelo que a él, le arrebata con tal frenesí, que a veces debe causar miedo a sus superiores. Se olvida de que la discreción es una virtud, desprecia la prudencia humana; y acaso baste esto para explicarnos lo que le sucederá en Compluto y luego en otras circunstancias de su vida.
Lo de Compluto cuéntalo él mismo con estas palabras: «Oprimido por las olas del mar del mundo, y juguete del furioso vendaval levantado por el enemigo, no pude llegar al puerto que tanto deseaba.» Tal vez el puerto era demasiado estrecho para él; necesitaba luchar en alta mar. No era él hombre para mirar atrás. Si fracasaba en la vida cenobítica, en el Bierzo conocía muchas cuevas, muchos montes, muelles lugares solitarios, donde luchar sólo consigo mismo. Dejó, pues, la compañía de los monjes, y, «llevado por el deseo de vivir religiosamente», caminó algunas leguas en dirección al Oriente, y un poco antes de llegar a Astorga vio un peñasco alto y desnudo. Nada más estéril que aquella roca; sin una encina, sin un arbusto, sin hierba menuda que alegrase la vista, abierta a todos los vientos, azotada por las lluvias invernales y vestida de nieve gran parte del año. He aquí un teatro a propósito para heroísmos ascéticos. «Aquella dureza—dice Valerio—parecía imitar la dureza de mi corazón.» Además, en aquellas alturas existían las ruinas de un templo pagano, que los cristianos de la tierra acababan de destruir, consagrando el monte al culto del verdadero Dios. Un nuevo aliciente para el joven impresionable. Decidido a luchar con los demonios, hizo su morada en aquel lugar que durante tantos siglos les había pertenecido. Durante años resistió los rigores de la intemperie, las noches heladas, los ardores del verano, la carencia de todo medio de vida, y, lo que fue más terrible, la lucha con su imaginación ardiente y con su temperamento apasionado.
Fue una lucha terrible, una larga agonía, como él la llama, a la cual siguió un nuevo choque con los hombres. Descubierto por los habitantes de la comarca, entra de nuevo en comunicación con sus semejantes. Gentes piadosas llegan a visitarle, le consultan acerca de su vida, le cuentan sus inquietudes espirituales, le traen numerosos regalos. Se ha convertido en un Padre del yermo, pero empieza a sentir la añoranza de la soledad primera. Además, había ido buscando la pobreza, y vivía en la abundancia. Los mismos pobres llegan a su retiro, y él les da pan, trigo, frutas. En cierta ocasión hace una limosna algo ostentosamente, y al llegar la noche tiene un sueño en el cual le parece que unos ángeles le tunden los huesos, como en otro tiempo a San Jerónimo por leer a Cicerón. Siempre impetuoso, al día siguiente quema las existencias que había en su ermita, y se marcha lejos de allí, internándose en las soledades del Bierzo. Silio Itálico había hablado del avaro astur. Lucano le motejaba de pálido escrutador del oro, y Valerio quiere borrar esa mala fama de sus compatriotas. Para su grande alma, las cosas de este mundo no tienen valor ninguno. «Porque la vida presente—nos dice él mismo—es vanidad breve y fugitiva nuestra posada en esta tierra, y sus riquezas se deshacen como telas de araña.»
En su nuevo refugio, el anacoreta reza, medita, lee, copia misales para las iglesias, lucha con el demonio y escribe dos libros, a los cuales ha puesto por título: De la ley del Señor y De los triunfos de las santos. Pronto le descubren otra vez, y vuelve a verse rodeado de piadosos visitantes. Comprende que puede hacerles algún servicio, y decide convertirse en maestro de escuela. De los alrededores empiezan a acudir jóvenes deseosos de aprender, y junto a la choza del maestro se levantan las de los discípulos. Valerio les enseña a leer, a escribir, a contar y les hace aprenderse de memoria los salmos. Su austeridad se ilumina con el encanto de la gracia juvenil. Esto, en el tiempo bueno. Al llegar las nieves del invierno, vuelve a quedarse solo.
Al mismo tiempo sigue luchando con los espíritus y con los hombres. Dondequiera que va, encuentra enemigos. Hombres como él no entienden las suavidades de la diplomacia. Es un censor austero, que se irrita al ver por los suelos el ideal soñado. Él sufre con paciencia, pero se venga en sus perseguidores escribiendo. Su pluma es una espada y un pincel. Hiere y pinta. Se deleita describiendo paisajes del paraíso y del infierno, y cae desgarbada y furiosa sobre los que le odian y persiguen. Uno de ellos, llamado Flaino, «es un hombre lúbrico, bárbaro, presa de todas las liviandades, juguete del enemigo infernal, bestia feroz, que sólo piensa en destruir; corazón inflamado por los fuegos de la envidia, ojo perverso, cegado de las tinieblas del error, alma envenenada en un exterior abominable». Otro de sus perseguidores, sacerdote, se llama Justo. Su retrato es más pintoresco y menos sombrío. «Pequeño y maligno, tiene el color bárbaro de los etíopes; por fuera, como el pez, y por dentro, como el cuervo. Todo lo que le falta de estatura, le sobra de maldad. Todos sus méritos para alcanzar la dignidad sacerdotal consisten en que sabe algunas coplas populares y las canta con gracejo acompañándose con la guitarra. Es un juglar; va de casa en casa sazonando los convites con cantares lascivos; canta, toca y baila. Hay que verle agitando los brazos, moviendo vertiginosamente los pies, saltando trémulo y nervioso al compás de su cantilena y eructando la peste diabólica de su lujuria, hasta que, agotado o vencido por el vino, da en un rincón con la masa de su cuerpo innoble.»
Parece como si al escribir estas cosas Valerio sintiese todavía sus carnes magulladas por los golpes. Porque sus perseguidores no se contentaban con injuriarle y calumniarle; sino que le vejaban de mil maneras, le sorprendían «ladrando como perros» cuando estaba tomando su frugal alimento, le tiraban de la barba y de los cabellos, le acometían, le robaban sus libros y excitaban a los malhechores para que se llegasen a su cabaña y le quitasen la vida.
Habían pasado veinte años de vida solitaria. El anacoreta no era viejo, pero estaba extenuado y deshecho. Necesitaba un lugar de descanso, y creyó encontrarle en las montañas que rodean a Ponferrada. Allí, bajo una roca gigantesca, se alzaba el monasterio de San Pedro de Montes, y a pocos pasos de él, una pequeña ermita, que fue la nueva residencia del solitario. Allí su vida se deslizaba meditando, leyendo y componiendo sus libros. Las vidas de los Padres del yermo le entusiasmaban, y de ellas hizo una voluminosa compilación, aumentada con varias noticias de Padres españoles, que fue muy leída en España durante la Edad Media. Los jóvenes seguían buscando su enseñanza; las gentes del contorno venían pidiéndole un consejo, y los ascetas llegaban a la ventana de su celda para contarle sus revelaciones.
Por primera vez, la pluma de Valerio cambiaba el rudo golpe por la fina ironía. Se había hecho viejo. Cuarenta años de luchas y penitencias habían debilitado su cuerpo y suavizado algo su alma. Tal vez miraba las cosas humanas con más condescendencia. Los hombres, por su parte, acaban por reconocer el prestigio de su virtud; un clarísimo de la tierra le visita y le favorece; los obispos se interesan por él; su fama llega hasta Toledo, y el rey le prodiga su protección; los monjes mismos confiesan su culpa y se someten a su disciplina. La paz, el arte y la poesía iluminan su vejez; amplía el monasterio, levanta un pórtico y junto a su ermita planta un jardín, que parece recordarle aquel paraíso que le describía el copista de Compluto al principio de su conversión. Allí encuentra todas las ventajas para el ocio contemplativo: el claustro de los montes altísimos, apartamiento del mundo, frondosidad y alegría, murmullo de aguas y cantos de aves.
En este ambiente escribe Valerio su biografía, el primer libro de este género que nos ofrece la literatura en España, relato confuso y tumultuoso, pero lleno de vida y calor, de su tenaz resistencia frente a la enemiga de los hombres y los demonios; libro bárbaro, singular y atractivo, cuyas frases parecen hechas con el hierro de aquellas montes cuyo estilo es duro e ingrato como aquella roca «dura como su corazón», en que empezó su vida eremítica. Lo mismo en ascética que en literatura, Valerio fue autodidacto. Una formación esmerada hubiera cepillado y limado su rica naturaleza y despojado su lenguaje de asperezas y sarcasmos. Con un buen maestro de retórica, su estilo, rico, brillante, pintoresco y alborotado, hubiera adquirido un poco de gracia y, sobre todo, más ponderación, ya que en su tiempo no era posible aspirar a la elegancia clásica A veces intenta hacer versos, versos horrorosos y casi ininteligibles: y, en cambio, cuando escribe en prosa, saltan, sin querer, de su pluma ritmos de hexámetros, reminiscencias de Virgilio y San Eugenio.
Vive en los últimos días de aquel siglo VII, que había empezado entre aplausos y luminarias y terminaba entre espasmos y angustias. La tempestad ruge al otro lado del Estrecho: ha muerto San Julián, el último de los Padres toledanos; se han apagado las luces de las escuelas de Sevilla. Toledo y Zaragoza. Pero en medio de la oscuridad, resistiendo a todas las furias del vendaval, queda aún en las montañas leonesas esta luz solitaria, último destello del renacimiento isidoriano.






Valerio, Santo
Valerio, Santo
Eremita, 25 de febrero


Fuente: Archidiócesis de Madrid 



Eremita

Santo Tradicional, no incluido en el Martirologio Romano actual

Breve biografía

Santo de heroicas virtudes y de invicta paciencia en la adversidad.

Nacido en Astorga y cristiano desde pequeño. La región del Bierzo es el escenario de sus virtudes y de su vida. Quiso entrar en el monasterio que fundó san Fructuoso en Compludo, pero por razones todavía hoy desconocidas no pudo entrar.

Fallido el intento monacal, comienza una vida de oración y penitencia viviendo al estilo de los antiguos eremitas. Su modo de vivir, poco frecuente en la época, hace que de boca en boca vaya pasando la noticia de su existencia entre los habitantes del lugar que empiezan a visitarle en la ermita que hay junto al castillo llamado de la Piedra, en Astorga. Allá concurren con deseos de escucharle y de ser confortados en sus penas. El clérigo el cuidador de la ermita sólo comienza a interesarse por ella cuando advierte el sonar de las monedas y huele los pingües beneficios de las ofrendas; como se posesiona de ellas de mala manera, el santo se marcha para no facilitar su codicia extrema; pero hasta los pocos libros que tenía hubo de dejarlos en la ermita por considerar el clérigo chupón que fueron de ella.

La gente del lugar le echa de menos y le sugieren un nuevo sitio para vivir, rezar y predicar. En Ebronato le edifican los fieles un oratorio donde se instala y recomienza. Como la gente se arremolina en torno a él, el obispo nombra un presbítero para que atienda la pequeña iglesia construida; Justo se llama el pastor y su justicia en el nombre se queda. De nuevo queda Valerio sin techo y reducido a la miseria. La gente sigue queriéndole y sufre la mala envidia de Justo que en alguna ocasión llegó a emplear la violencia física contra Valerio.

En el mismo Bierzo, allí donde Fructuoso fundó el monasterio de san Pedro, encuentra un lugar tranquilo y puede reanudar una vez más su vida penitente y orante de eremita. El obispo de Astorga, Isidoro, le llama y pide su compañía para asistir al concilio de Toledo, al que no llegan por la muerte del prelado.

También escribió dejando por escrito testimonio de la época. Esta literatura se conservó en el monasterio de Carracedo y la mantuvo como tesoro la iglesia de Oviedo. Su pluma dejó a la posteridad la vida de san Fructuoso, un abundante grupo de máximas y consejos a los religiosos del Bierzo, las revelaciones de los monjes Máximo y Bonelo y la historia del abad Donadeo.

Terminó su vida a finales del siglo VII y sus reliquias se conservaron en el Altar Mayor de la iglesia del monasterio de san Pedro de los Montes, de la orden benedictina, cerca de Ponferrada.

A quien se interna en su vida le da la sensación de que Dios lo preparó para la contrariedad. Y lo muy curioso del caso es que sus enfrentados siempre fueron clérigos. ¿Tan feo les pareció Valerio? Muchos de los buenos afirman, con pueril benevolencia, que es muy difícil convivir en esta tierra con un santo verdadero; pero quizás no caen en la cuenta de que a quien seriamente le cuesta convivir con los demás es al que lleva vida recta.






Cuerpo incorrupto
en convento franciscano de Puebla, México
Beato Sebastián de AparicioAgricultor, artesano, fraile franciscano. +1600.
Santo analfabeto, pero sabio en virtudes. 
25 de Febrero (No aparece en santoral)
Ver también: Hechos de los Apóstoles en América -José María Iraburu, de quien tomamos muchos datos. 
Nació en Gudiña, Galicia (España), el 20 de enero de 1502. De niño se contagió en una epidemia. Los enfermos eran obligados a vivir apartados y su madre lo llevó a una solitaria choza. Allí una loba lo mordió y con la hemorragia se curó de la enfermedad. Desde entonces tuvo un especial amor e influencia con los animales.
Le agradaba la vida de campo por su paz que conduce a hablar con Dios. Aunque no fue a la escuela ni aprendió a escribir, desarrolló muchas habilidades útiles: arreglos de edificios y fabricación de carros, cultivo, toda clase de trabajo de finca, etc. Pastoreó las ovejas de su padre hasta la edad de 20 años cuando se fue de mayordomo a una hacienda en Salamanca que pertenecía a una joven viuda, hermosa y rica. Ella se enamoró de el. Para no caer en la tentación, Sebastián dejo el lugar y se fue a Zafra, a trabajar en otra finca al servicio de Pedro de Figueroa, pariente del Duque de Feria. Pero allí una de las hijas del dueño también comenzó a rondarle. Volvió a mudarse, esta vez a Sanlúcar de Barrameda, de donde partían los barcos a América. Trabajó allí siete años bien pagado y pudo enviarle a sus hermanas la dote que se acostumbraba para el matrimonio. Pero en ese lugar fue otra vez asediado por las mujeres. Esta vez, la hija del dueño y una joven de Ayamonte. Entonces, teniendo 31años de edad, se embarcó para América donde vivió el resto de su larga vida.
Comerciante exitoso en América
 Llegó a Puebla, México. La ciudad estaba recién fundada y hacía falta todo tipo de trabajo. Sebastián puso sus diversos talentos a buen uso. Le ayudaban su enorme fe y su gran fuerza física. Había gran escasez de carros de carga. El fundó una empresa donde los construía y hacía transportes. Ayudó también a construir carreteras ya que por Puebla pasaba el tráfico entre Veracruz y la ciudad de México. Ayudaba a los indios pobres enseñándoles sus artes. 

En 1542 Sebastián se traslada a la ciudad de México con el fin de fundar una mayor empresa de carros. Abrió el primer camino de carros a Zacatecas, empresa muy audaz no solo por la distancia sino porque atraviesa la región habitada por los indios Chichimecas que son muy peligrosos. Durante diez años transporta viajeros y minerales de plata de las minas de Zacatecas a la Casa de Moneda de México. En una ocasión, mientras transportaba mercancía, lo asaltó una banda de Chichimecas que al principio no reconocieron a Sebastián. Pero cuando se dieron cuenta de quien era lo dejaron pasar libremente. "Tú has sido siempre como un buen papá para con nosotros. -dijeron- A ti no te haremos daño".
Pasando una vez Sebastián con sus carretas por la plaza mayor de México, aplastó por accidente la mercancía de un vendedor de cacharos, el cual le desafió espada en mano. Las disculpas y la oferta de Sebastián de pagar los daños no consiguió calmar al comerciante que le vino encima. Con su gran fuerza y habilidad Sebastián le derribó por tierra. El cacharrero pidió perdón por amor de Dios. Sebastián le ayudó a levantarse, diciéndole: "De buen mediador te has valido". 
A la edad de 50 años, después de 18 años, se retira del comercio de las carretas y se establece en una hacienda en Tlalnepantla, cerca de la ciudad de México. Por los bienes que había ganado con su trabajo le llaman «Aparicio, el Rico». En Chapultepec, en las afueras de México, adquiere una hacienda ganadera. Sin embargo vivía con impresionante sencillez: no tenía cama sino que dormía en un petate, comía las mismas tortillas que los indios y vestía humildemente. Utilizaba sus recursos para hacer de su hacienda un centro de misericordia para todos. Los trabajadores de su finca eran tratados con todo respeto, como amigos. A varios arrendatarios les escrituró fanegadas de tierra para que formaran sus propias fincas. Mientras era común que los hacendados tuviesen muchos esclavos, el solo tenía uno y este era tratado como un hijo, hasta que le concedió la libertad. Pero aquel esclavo se sentía tan bien junto a Sebastián que siguió como trabajador suyo.
Dos matrimonios
En Chapultepec tiene una enfermedad muy grave y recibe los últimos sacramentos. Recuperada la salud, le recomiendan que se case y el encomienda a Dios con mucha oración la posibilidad de casarse. Por fin, a los 60 años, en 1562, se casa con la hija de un amigo vecino de Chapultepec en la iglesia de los franciscanos de Tacuba, haciendo con su esposa vida virginal. Sus suegros pensaban buscar la nulidad del matrimonio, cuando la esposa muere en el primer año de casados y Aparicio, después de entregar a sus suegros 2.000 pesos como dote, de nuevo se va a vivir a Atzcapotzalco.
Allí contrajo un segundo matrimonio a los 67 años. Fue también éste un matrimonio virginal, como Sebastián lo asegura en cláusula del testamento hecho entonces: «Para mayor gloria y honra de Dios declaro que mi mujer queda virgen como la recibí de sus padres, porque me desposé con ella para tener algún regalo en su compañía, por hallarme mal solo y para ampararla y servirla de mi hacienda». Ella también muere antes del año en un accidente, al caerse de un árbol mientras recogía frutas. Aparicio la quiso mucho, como también a su primera esposa, y de ellas decía muchos años después que «había criado dos palomitas para el cielo, blancas como la leche».
La vida religiosaSu confesor le recomienda que ayude a las hermanas clarisas que estaban pasando miseria. En el año 1573 les cede a las clarisas sus bienes, que ascendían a unos 20,000 pesos, quedándose solo con 1000 pesos como le pidió su confesor por precaución por si no perseveraba. Se va el mismo a servirles en calidad de portero.
El 9 de junio de 1574, a los 72 años de edad, recibe el hábito franciscano en el convento de México. Da desde el principio un gran ejemplo de humildad haciendo cualquier servicio con prontitud. Sufre mucho, en parte por el trato de los jóvenes del noviciado y porque sus superiores, al verlo tan anciano no se deciden en dejarle profesar. Por fin a los 73 años de edad, el 13 de junio de 1575 recita la solemne fórmula:
«Yo, fray Sebastián de Aparicio, hago voto y prometo a Dios vivir en obediencia, sin cosa alguna propia y en castidad, vivir el Evangelio de nuestro Señor Jesucristo, guardando la Regla de los frailes menores».
Y un fraile firma por él, pues es analfabeto.
Por aquel convento pasó otro santo franciscano llamado por Dios a ser mártir en Japón: San Felipe de Jesús

LimosneroEl anciano fraile va a su primer destino caminando 30 km hacia el este de Puebla. Es el convento de Santiago de Tecali. Allí es el único hermano lego y sirve en los trabajos mas humildes. Pronto lo llaman de regreso a Puebla donde la intensa labor de los frailes requiere de un buen limosnero. Su fórmula era: «Guardeos Dios, hermano, ¿hay algo que dar, por Dios, a San Francisco?». Mientras tanto daba a los pobres muchas veces su propia ropa o les repartía de los bienes que había recogido para el convento.
Dice a su superior ya de anciano: «Piensa, padre Guardián, que el dormir yo en el campo y fuera de techado es por mi gusto; no, sino porque este bellaco gusanillo del cuerpo padezca, porque si no hacemos penitencia, no iremos al cielo» (Calvo 108).
Devoto de la Virgen MaríaRecorría la región con su hábito franciscano, rosario en mano, el cual siempre andaba rezando. En una fiesta de la Virgen, llega fray Sebastián al convento de Cholula en el momento de la comunión y se acerca a comulgar. Cuando después está dando gracias, se le aparece la Virgen. Cuando el padre Sancho de Landa se le interpone, le dice el hermano Aparicio: «Quitáos, quitáos, ¿no veis aquella gran Señora, que baja por las escaleras? ¡Miradla! ¿No es muy hermosa?». Pero el padre Sancho no ve nada: «¿Estás loco, Sebastián?... ¿Dónde hay mujer?»... Luego comprendió que se trataba de una visión del santo Hermano (Compazas 89).
Impugnado por los demoniosSebastián sufrió muchas impugnaciones del demonio. En las clarisas de México los combates contra el maligno era tan fuertes que la abadesa le puso dos hombres para su defensa, pero salieron tan molidos y aterrados por dos leones que por nada del mundo aceptaron volver a cumplir tal oficio.
Ya de fraile, según cuenta el doctor Pareja, el demonio «le quitaba de su pobre cama la poca ropa con que se cubría y abrigaba y, echándosela por la ventana del dormitorio, lo dejaba yerto de frío y en punto de acabársele la vida. Otras veces, dándole grandes golpazos, lo atormentaba y molía; otras lo cogía en alto y, dejándolo caer como quien juega a la pelota, lo atormentaba, inquietándolo; de manera que muchas veces se vio desconsoladísimo y afligido» (Campazas 31).
Los ataques continuaron en muchas ocasiones. En una de ellas los demonios le dijeron que iban a despeñarlo porque Dios les había dado orden de hacerlo. A lo que respondió fray Sebastián muy tranquilo: «Pues si Dios os lo mandó ¿qué aguardáis? Haced lo que Él os manda, que yo estoy muy contento de hacer lo que a Dios le agrada»...
Consolado por los ángelesTambién recibió consolaciones del cielo. Tiene visiones de San Francisco y del apóstol Santiago que le confirman en su vocación. Tuvo gran devoción a los ángeles, especialmente al de su guarda y experimentó muchas veces sus favores.

Una vez se le atascó la carreta en el barro y se le presenta un joven vestido de blanco para ofrecerle su ayuda. «¡Qué ayuda me podéis dar vos, le dice, cuando ocho bueyes no pueden sacarla!». Pero cuando ve que el joven sacaba el carro con toda facilidad, comenta en voz alta: «¡A fe que no sois vos de acá!» (Campazas 71).
Regresaba fray Sebastián con su carro bien cargado de Tlaxcala a Puebla, cuando se le rompió un eje. No habiendo en el momento remedio humano posible, invoca a San Francisco, y el carro sigue rodando como antes. Y a uno que le dice asombrado al ver la escena: «Padre Aparicio, ¿qué diremos de esto?», le contesta simplemente: «Qué hemos de decir, sino que mi Padre San Francisco va teniendo la rueda para que no se caiga» (Campazas 53-4).
Sus últimos 20 años los vivió como hermano encargado de pedir limosna por las casas, de cuidar el huerto y hacer las compras y los mandados. A pesar de sus muchos trabajos, parecía casi no sentir cansancio. Los ofrecía para salvar almas.
Su relación con las criaturas era maravillosa.A un hermano le confesaba: «Muchas veces me coge la noche en la sabana y, sin otra ayuda que la misericordia de Dios, como me veo solo y tan enfermo, vuelvo los ojos al cielo, al Padre universal de la clemencia, y dígole: «Ya sabe que esto que llevo en esta carreta es para el sustento de vuestros siervos y que estos bueyes que me ayudan a jalar la carreta son de San Francisco; también sabéis mi imposibilidad para poderlos guardar y recoger esta noche, y así los pongo en vuestras manos y dejo en vuestra guardia para que me los guardéis y traigáis en pastos cercanos, donde con facilidad los halle». Con esto me acuesto debajo de la carreta y paso la noche; y a la mañana, cuando me levanto con el cuidado de buscarlos, los veo tan cerca de mí que, llamándolos, se vienen al yugo y los unzo, y sigo mi jornada» (Calvo 146).

En una ocasión, acarreando piedras para la construcción del convento de Puebla, a un buey exhausto hubo que desuncirlo. Fray Sebastián, por seguir con el trabajo, tomó con su cordón franciscano a una una vaca que estaba por allí con su ternero y, sin que ella se resistiera, le puso el yugo de la carreta. Al ternerillo que protestaba sin cesar con grandes mugidos le manda callar y calla. 

Regresando una vez de Atlixco con unas carretas bien cargadas de trigo, se detiene Fray Aparicio a descansar, momento que las hormigas aprovechan para hacer su trabajo. «Padre, le dice un indio, las hormigas están hurtando el trigo a toda prisa, y si no lo remedia, tienen traza de llevárselo todo». Fray Sebastián se acerca allí muy serio y les dice: «De San Francisco es el trigo que habéis hurtado; ahora mirad lo que hacéis». Fue suficiente para que lo devolvieran todo. 

Durante un viaje se acostó sobre un hormiguero de hormigas bravas. Cuando se despertó vio que estas habían hecho un gran círculo a su alrededor.

Un caballo derribaba a todo quien se atreviese a montarlo, pero a Fray Sebastián lo llevaba mansamente. 
Final de su vidaA los 98 años se sintió morir por causa de una hernia. Llega al convento y queda postrado en el suelo al modo de San Francisco. Pidió a los franciscanos que rezaran el credo y cuando decían: "Creo en la resurrección de los muertos y en la vida eterna"... se quedó muerto.

Muchísimos habitantes de Puebla asistieron a su entierro. Dos veces fue desenterrado su cadáver y las dos 
apareció 
incorrupto. Al morir quedó su rostro como de un hombre de 60 años pacíficamente dormido, como si estuviera vivo. 968 milagros fueron documentados en su proceso de beatificación. 
Beatificado en 1789.
En la actualidad descansa en una urna de cristal en el convento franciscano de Puebla de los Angeles de México.

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