lunes, 18 de mayo de 2015

historia del arte



El templo de Luxor

El templo de Luxor, el primer templo modelo del Imperio Nuevo que adoptó un trazado uniforme, fue construido por Amenofis III en el siglo XIV a.C., con aditamentos posteriores de Ramsés II (siglo XIII a.C.). El patio, es la zona que más destaca de todo el conjunto por la belleza de sus columnas de granito. Éstas rodean tres lados del patio en doble hilera con fustes recorridos por canales lobulados, que simbolizan haces de papiros, y con capiteles que representan la flor del papiro cerrada. La exquisitez de estas formas hace que se haya considerado el templo de Luxor el edificio más delicado de la cultura egipcia. Las columnas no parecen reforzar su función como elementos sustentadores, sino que causan la sensación de elevarse hacia el cielo de forma libre, a la búsqueda de lo divino. 

Los templos de Ramses II

El faraón Ramsés II hizo construir dos templos en la zona sur de Egipto, en Nubia, para conmemorar sus hazañas bélicas. El Templo Grande está dedicado a la figura del faraón y el Pequeño se construyó en honor a su consorte Nefertari. Son templos con la misma estructura que los hipogeos, pues los espacios se adentran en la montaña. Sin embargo, no cumplen una función funeraria, sino exclusivamente honorífica y de culto.
El Templo Grande tiene una fachada espectacular, presidida por cuatro estatuas colosales del faraón, de 21 metros de altura. El impacto visual que producen estas figuras sedentes, guardianes del templo, es sobrecogedor. En el interior de la montaña se halla el templo distribuido en diferentes estancias (vestíbulo, sala hipóstila y santuario), que siguen un eje axial. En la primera sala hay ocho grandes estatuas de Osiris adosadas a pilares y otras salas laterales que sirven de almacén. A continuación, y antes del santuario, hay un atrio con cuatro pilastras, que dan paso a la cámara en la que están las estatuas del faraón y del dios Ptah. Durante los dos días equinocciales del año el Sol franquea la puerta del templo e ilumina la estatua del faraón situada en el extremo del santuario. El movimiento del astro materializa, así, la relación simbólica entre el faraón y el dios solar Ra. Éste con sus rayos infiere carácter sacro a la figura faraónica.
En el exterior, cuatro colosos flanquean la puerta de entrada. A los pies del faraón hay una serie de estatuas que representan a la madre e hijos del faraón en tamaño pequeño. La abismal diferencia de proporciones entre las estatuas del faraón y las de sus familiares debe interpretarse como una perspectiva jerárquica. El tamaño colosal del faraón simboliza pues su rango.
El Templo Pequeño fue dedicado a Nefertari, esposa de Ramsés II, y a la diosa Hathor. En la fachada, seis estatuas colosales de diez metros de altura reproducen a la reina, a Ramsés II y a la diosa Hathor en nichos alternos.
Tanto el Templo Grande como el Pequeño tuvieron que ser trasladados al construirse la presa de Asuán para evitar que quedaran sepultados, irreversiblemente, por las aguas.

La arquitectura urbana en el Antiguo Egipto  

El valle del Nilo estuvo muy poblado. Había concentraciones urbanas que se emplazaban a orillas del río y aldeas rurales que animaban los diferentes nomos. Sin embargo, de estas poblaciones no quedan restos, pues el frágil material de adobe no ha resistido el paso del tiempo. Tan sólo quedan algunos ejemplos como El-Lahun -donde vivían los obreros que durante la XII dinastía trabajaron en las construcciones funerarias de Sesostris II y Deyr el-Medina, lugar habitado por los trabajadores de la necrópolis de Tebas. Ambos ejemplos permiten esbozar de forma somera el urbanismo egipcio de este período. 
El poblado de El-Lahun estaba en El Fayum, contaba con una planificación rectangular de calles ortogonales y se encontraba rodeado por un muro. La ciudad delimitaba perfectamente dos zonas separadas por un murete. La zona occidental estaba constituida por una arteria más ancha en sentido norte-sur, con calles perpendiculares en las que se alineaban pequeñas casas de una planta con dos o tres piezas. La zona oriental, mucho más amplia, contaba con casas espaciosas de dos pisos, que debían pertenecer a funcionarios, y una calle principal amplia en sentido este-oeste. 
Deyr el-Medina se encontraba a la altura de Tebas, en la otra orilla del Nilo. Se construyó durante la XVIII dinastía para los obreros del Valle de los Reyes. La ciudad se amplió varias veces, por lo que los muros que rodeaban el núcleo originario, trapezoidal, quedaron circundados por barrios adyacentes con casas amplias. El centro contaba con una calle principal y calles transversales. Las casas eran de planta rectangular con habitaciones contiguas y terraza plana en el piso superior. Las ventanas y puertas eran de piedra.
La ciudad de Akhenatón (actual Amarna) es la única capital imperial de la que se puede dar cuenta. Estaba situada en la orilla occidental del Nilo, entre el río y una cordillera montañosa. En el centro se alzaban el palacio, el templo y las casas nobles. En sus alrededores había casas de distinta condición, sin un plan urbano muy estructurado. 
La ciudad se organizaba en tres sectores delimitados por arterias perpendiculares al río. Las casas de la población de estatus elevado contaban con dos sectores separados, uno destinado a la vivienda noble y otro para los servicios, donde había la cocina, los graneros, los establos y los almacenes. 
La vivienda tenía dos pisos. En el inferior un vestíbulo daba acceso a una sala de recepciones, que estaba rodeada de habitaciones y contaba con sala de baño. En el piso superior se encontraban las habitaciones reservadas a la familia. La casa tenía también jardín con estanque y pozo.
En las proximidades de la zona oriental de la ciudad se encontraba el barrio de trabajadores con una clara planificación ortogonal.

  La estatuaria egipcia

La abundancia de estatuas en tumbas y templos responde a necesidades rituales. La función de las estatuas se deriva de la necesidad de que la imagen ayude al espíritu del difunto a volver a la vida. Son el receptáculo de la energía vital del difunto, el ka, y garantizan la otra vida en el caso de que el cuerpo material desaparezca o se descomponga. Las estatuas no son, pues, una simple copia de la persona desaparecida. Mientras exista la estatua del difunto, pequeña o grande, la vida del modelo se prolongará en su imagen. El ka podía viajar por el transmundo, pero necesitaba de una forma concreta real para seguir viviendo, cuando regresase de sus viajes. La cabeza es la parte más importante de la figura, pues sirve para indicar al alma del difunto el lugar donde debe depositarse. Sin embargo, no existe retrato, tal y como nosotros lo entendemos, esto es, como fiel reproducción de los rasgos del representado. El serdab era la cámara oculta, adyacente a la cámara mortuoria, reservada para la estatua-soporte del ka. Se preservaba con el fin de protegerla ante contingencias externas que pudiesen destruirla. Las estatuas también se colocaban en los templos para facilitar al difunto el disfrute y participación en los rituales vivificadores, por eso el serdab tenía una pequeña abertura a la altura de los ojos de la estatua, que permitía la observación de las ceremonias desde la antecámara. Así se explica la proliferación de esculturas de un mismo personaje en las diferentes dependencias sepulcrales, pues cada una de estas representaciones debía cumplir con ritos funerarios diversos que exigían su presencia.
Muchas de estas estatuas quedaban ocultas a los ojos de la gente, ya que no fueron pensadas para ser contempladas. Ahora bien, para cumplir con su destino sacro era condición indispensable la máxima perfección en la factura de la obra. La adecuación entre forma y función es el principio básico de toda la estatuaria egipcia. Para conseguir la integración de estos fines se fijaron unas normas que debían respetarse con absoluta fidelidad en todos los talleres de escultura. Esto explica, claramente, el carácter normativo del arte egipcio.

El poder de la palabra
Esfinge de granito del Segundo Periodo Intermedio (Museo Egipcio, El Cairo)

La palabra queda inmortalizada por medio de la escritura. Ésta posee carácter divino, es un legado de los dioses. Las palabras poseen mana que es la condición sobrenatural que permite, a través de la lectura, que el difunto pueda hablar, esto es, participar de la vida. De ahí que en la estatuaria egipcia no se conciba el retrato como copia mimética de la realidad. Lo que individualiza, lo que define un retrato como tal, es la palabra, es el nombre inscrito en la misma escultura. La identificación de la persona se produce, pues, precisamente mediante el epigrama y no a través de la adecuación de las formas.

Los códigos de representación en la estatuaria egipcia  

Desde los inicios de la estatuaria quedaron definidas las convenciones que regirían la representación. Estas normas se consideraban universales y se prolongaron en el tiempo sin apenas modificaciones. 
Independientemente de su escala, desde las grandes estatuas colosales a las pequeñas figuras votivas, todas responden a las mismas leyes de representación. Éstas pueden reducirse a dos: la ley de frontalidad -las estatuas se construyen para ser vistas desde un punto de vista frontal- y la ley de simetría axial -un eje vertical divide a la figura en dos partes iguales-. Las estatuas representan los rasgos esenciales de las figuras sin detenerse en puntos de vista distorsionadores, como podría ser un escorzo. La ley de frontalidad exige la máxima claridad, no se narra ninguna historia y la figura representada es atemporal. 
Los escultores egipcios no iniciaban su labor trabajando directamente los bloques de piedra. Previamente, preparaban las masas pétreas en prismas regulares y sobre cada una de sus caras trazaban una cuadrícula que les servía de guía para la realización de la figura. Ésta se dibujaba sobre dos lados del bloque, de frente y de perfil, aplicando medidas exactas según un canon. La composición de la figura se convertía así en la conjunción de dos planos imaginarios principales: uno vertical y otro horizontal. A partir de estos dos planos perpendiculares se articulaban los volúmenes de las figuras. Pese a encuadrarse dentro de unas leyes de representación rígidas, las formas escultóricas están dotadas de una cierta gracia y encanto.

Figura sedente de Tuthmosis I (Museo Egipcio de Turín, Italia)
Materiales empleados en la escultura egipcia  

El gusto egipcio por los materiales perennes responde a la necesidad de que no se destruya la estatua del difunto con el paso del tiempo. La piedra fue el material preferido ya que su dureza garantiza la perdurabilidad a través del tiempo. Por otra parte, la abundancia de piedra en Egipto facilitó el gran desarrollo de la estatuaria en este tipo de material. Las canteras de Tura, cerca de Gizeh, y las de Asuán, al sur, abastecieron continuamente los talleres de escultura.
Las piedras utilizadas habitualmente fueron caliza, esquisto, diorita, pizarra, basalto, granito rojo (empleado en sarcófagos), obsidiana y pórfido.
La utilización de la madera y el metal fue menos frecuente. La madera se solía emplear en las estatuas que acompañaban a las de piedra, mientras que el oro, abundante en los depósitos aluviales del río, se utilizó con profusión en la decoración de los sarcófagos. 
La madera y la piedra caliza se policromaban, aplicando el color sobre una capa de estuco que facilitaba la adherencia de la pintura. En algunas estatuas se incrustaba en las órbitas oculares ojos de vidrio. Para conseguir mayor realismo la oquedad interior se recubría, previamente, con láminas de cobre. Ello acentuaba la sensación de viveza.

Modelos y géneros escultóricos en Egipto: la representación del faraón

Convencionalmente hay dos tipologías para la representación de personajes de rango divino: sedente o de pie. En el modelo de estatua sedente la figura se articula en ángulos rectos formando un todo con los dos planos del bloque, uno vertical y otro horizontal. 
Los brazos se apoyan sobre los muslos o están cruzados sobre el pecho, sin espacios vacíos entre los miembros y el tronco. 
Las piernas se disponen en paralelo, con los pies desnudos, dejando a menudo material pétreo entre ellas. La simetría de las masas volumétricas es absoluta. Impera pues la simplificación de las formas con una auténtica regularidad geométrica. El esquema de composición es el mismo para todas las esculturas sedentes. El asiento se convierte en un plano abstracto, unido al cuerpo, lo que da rigidez a la figura. Se anula, así, cualquier referencia añadida a ella, a excepción de inscripciones jeroglíficas, que proporcionan datos sobre el personaje representado. Escapan a estas normas los escribas, quienes se representan sentados en el suelo con los brazos y las piernas algo despegados del resto del cuerpo, pero conservando la simetría axial.
Tutmosis III
En las representaciones de faraones y personas de rango social elevado los personajes parecen atemporales. Los códigos escultóricos siguen además una estricta aplicación de la policromía: el marrón rojizo para el hombre y el amarillo pálido para la mujer. Los reyes aparecen representados con una serie de atributos que los caracteriza. 
Normalmente los monarcas muestran el torso desnudo, visten una falda plisada y presentan la cabeza cubierta por la doble corona del Bajo y Alto Egipto.
Una de las estatuas que resume magníficamente el arquetipo escultórico de modelo sedente pertenece al rey Kefren de la IV dinastía, de quien se han hallado numerosas representaciones en diferentes materiales pétreos. La figura del rey está protegida por las alas del dios Horus. Éste, en su forma de halcón, abraza con sus alas -desde la espalda-la cabeza del rey, en actitud de imposición del hálito divino. El rey se consideraba el descendiente directo de Horus, el dios halcón hijo a su vez de Osiris. El cuerpo forma un bloque unido al trono con los brazos sin despegarse del torso. En bajorrelieve están grabadas las flores del Alto y Bajo Egipto. 
En el modelo de los personajes representados de pie, el cuerpo permanece erguido con un reparto equitativo del volumen a ambos lados del eje. Generalmente, los brazos están pegados a lo largo del tronco con los puños cerrados y el pie izquierdo adelantado, en actitud de marcha. La estatua doble de Nimaatsed (Museo Egipcio, El Cairo), de la V dinastía, es un excelente ejemplo de esta tipología. Representa por duplicado al sacerdote Nimaatsed en piedra caliza policromada. Ambas figuras comparten el bloque de piedra que sirve de pedestal y de fondo, siendo en verdad una repetición de la misma figura en estricta simetría. La aplicación del color detalla algunas características del personaje, como el fino bigote.

Representaciones escultóricas de personajes secundarios en Egipto.

Las personas que no tienen un rango divino, como funcionarios y sirvientes, están plasmados con mayor realismo. Aparece, así, la escultura de género que representa oficios o tipos concretos de personas, como los escribas y los grupos familiares. En realidad, la escultura se refiere siempre a tipologías que encuadran las diferentes categorías sociales y no a individualidades concretas. 
Son paradigmáticas las figuras femeninas de sirvientas, realizadas en caliza policromada de tamaño variado como el de La molinera (Museo Egipcio, El Cairo), perteneciente a la V dinastía. La sirvienta está arrodillada con un rodillo entre las manos que utiliza como molino plano. La figura capta una acción y rompe por completo los esquemas mencionados anteriormente. 
Grupo escultórico del enano Seneb y su familia, V dinastía
El hecho de que se represente una persona perteneciente a un rango social inferior permite plasmar una escena llena de vida y temporal. Desaparece, pues, la rigidez y el carácter monumental. Otra figura, La cervecera (Museo Egipcio, El Cairo), perteneciente también a la V dinastía, aparece representada de pie con el torso inclinado sobre un gran recipiente para prensar la cebada. Son frecuentes, así mismo, los grupos familiares, en particular la pareja de esposos, que pueden permanecer de pie o sentados, aunque lo más común es que el hombre permanezca sentado y la mujer de pie. A menudo, ambas figuras se cogen con las manos por la cintura. 
La representación de niños no es tan habitual, aunque también aparecen en escenas familiares, sobre todo durante el período de la reforma religiosa del faraón Amenofis IV, quien introdujo importantes modificaciones en los temas y las normas escultóricas. 
Uno de estos grupos familiares es el del enano Seneb, de la VI dinastía. La pareja aparece sentada. Los dos hijos de menor tamaño están delante, unidos a la pared pétrea, en la zona que hubieran ocupado las piernas del padre de no tratarse de un enano. Las diferentes expresiones, de tono grave en el rostro de Seneb, de dulzura en la mujer y de graciosa timidez en los niños, otorgan al conjunto un encanto indiscutible.
Hay un tipo de esculturas que sin llegar a ser exentas, casi son de bulto redondo. Se trata de estatuas-relieve que se encuentran integradas en los muros de las mastabas e hipogeos formando parte de la propia arquitectura. Las tipologías son las mismas, sedentes o de pie; inicialmente estaban policromadas. En estos casos, la piedra se cubría con una capa de estuco sobre la que, posteriormente, se aplicaba la pintura.

La belleza juvenil como símbolo de eternidad en la escultura egipcia

El cuerpo humano joven es armonioso y, también, símbolo de vida y a la vez de eternidad. Por este motivo, las esculturas de las tumbas representan siempre un modelo joven. 
Tríada de Micerino (Museo Egipcio de El Cairo)
El grado de idealización de las figuras es proporcional al rango que éstas ocupan en la escala social. Cuanto mayor sea la jerarquía del personaje representado más fidelidad se observará hacia las normas. De ahí el que se encarne el esplendor corporal. Los cuerpos de los faraones son, por lo tanto, fuertes y bien proporcionados y presentan además una armonía de formas que expresan el vigor juvenil. 
La idea de juventud aparece magníficamente representada en laTríada del rey Micerino (Museo Egipcio, El Cairo), dechado de belleza y perfección en piedra granítica. El rey, que está representado de pie, avanza un poco para destacarse de las otras figuras femeninas que le flanquean y que quedan en un plano posterior. Las tres figuras son paradigmas de juventud y hermosura, especialmente los cuerpos femeninos que están dotados de una sensualidad extraordinaria. Las formas se modulan insinuando los volúmenes rotundos que hay bajo la transparencia del vestido. Las figuras parecen avanzar en perfecto orden desde el plano del fondo. La simetría ordena la representación en su conjunto y en cada una de sus unidades.

La escultura egipcia en el Imperio Antiguo

Durante las primeras dinastías (época tinita) la estatuaria todavía no estaba plenamente definida ni codificada. Se crearon ya, sin embargo, figuras que preludiaban las características de la estatuaria egipcia clásica.
Los materiales más empleados son el marfil, la madera y también el barro esmaltado, que son elementos más mórbidos que la piedra, lo que permite ejecutar formas más atrevidas.
Los tipos que aparecen con mayor frecuencia son desnudos femeninos. Tratados con sutileza, tienen las piernas juntas y los brazos extendidos a lo largo del cuerpo. Destaca el triángulo púbico fuertemente inciso, característico símbolo de la fertilidad. Las pequeñas figuras masculinas representan a hombres de pie, con los brazos adheridos a lo largo del cuerpo y un cinturón fálico como única prenda (Ashmolean Museum, Oxford). Por último, las figuras que representan prisioneros arrodillados y atados pueden ser independientes del soporte al que se adscriben. 
Son esculturas de bulto redondo. También pueden estar incorporadas a algún mueble u otros objetos como parte de la decoración. 
Las figuras de animales alcanzan una ejecución mucho más audaz que la figura humana, prolongando la tradición prehistórica en la que el animal era representado con asombrosa perfección y verosimilitud. Son graciosas figuritas realizadas en piedra o en otros materiales (cerámica, marfil) que reproducen animales -simios, hipopótamos o leones. Algunos de estos animales presentan actitudes amenazadoras con fauces abiertas, pero la mayoría adoptan posturas graves y tranquilas. Este tipo de representación se fue repitiendo a lo largo de las distintas dinastías, pues la manera de plasmar la naturaleza y de establecer relación con ella fue una constante en la cultura egipcia.

Las primeras representaciones del faraón

Una de las primeras piezas escultóricas reales, perteneciente a la época tinita, es una diminuta figura de marfil portadora de la corona del Alto Egipto, que representa al faraón en actitud de marcha. En el mismo período surgen ya los prototipos sedentes y de pie, tallados en piedra caliza, en los que casi no hay separación entre la cabeza y los hombros. Generalmente, los dos pies suelen estar juntos. Si uno de ellos aparece adelantado, entonces ambos quedan unidos por restos de materia pétrea. Al principio, las estatuas sedentes poseían rasgos majestuosos y muy expresivos, lo que origina en el espectador una profunda impresión. Con el tiempo, se produjo una progresiva atenuación de estos rasgos, hasta plasmar la total serenidad que caracteriza los rostros de las estatuas egipcias. A partir de la estatua del rey Djoser, procedente del serdab del complejo funerario de Saqqarah (Museo Egipcio, El Cairo), quedan plenamente establecidos los códigos formales que regirán la escultura egipcia. 
Es la primera escultura de tamaño natural en la que cristaliza la intención de la búsqueda de solemnidad. Ésta se expresa a través de la simplicidad de las formas. Se establece el modelo ideal en posición sedente. La figura forma entonces un todo en unión con los dos planos que le sirven de soporte, uno en la base de los pies y otro en el tronco-respaldo. Las extremidades inferiores están unidas, los brazos descansan uno con la mano extendida sobre los muslos y el otro con el puño cerrado pegado al pecho. La cabeza, con el tocado real y la barba ceremonial, tiene un rostro de rasgos regulares, una expresión inmutable, animada por ojos vítreos. Se puede decir que es uno de los primeros intentos del arte egipcio por dominar el estilo de la representación humana.

La estatua del rey Kefren

Una estatua emblemática de Kefren, faraón de la IV dinastía, única por sus colosales dimensiones (20 m de altura), es la esfinge que se encuentra en el complejo funerario de Gizeh. Se trata de la figura de un león agazapado con la cabeza del rey. Está excavada en la montaña, aprovechando la forma original de roca caliza, de manera que el cuerpo queda integrado en la planicie del desierto, al mismo nivel, y lo único que sobresale por encima es la cabeza. El rostro idealizado de Chefren muestra el tocado real y la barba ceremonial que personifican la figura poderosa del león. La estatua gigantesca mira hacia el este, el lugar por donde nace el dios Sol y con quien se identifica al rey. La esfinge simboliza, por lo tanto, el concepto de rey como divinidad. Es también el protector de la tierra -rechaza los malos espíritus-, erigiéndose en guardián permanente de la necrópolis de los monarcas. 

Grupos familiares y escribas

Dentro de la uniformidad del arte egipcio se da una variedad de figuras, manifiesta en las diferentes combinaciones de grupos de dos, tres o más personajes. Entre los grupos familiares, en una mastaba de Meidum se hallaron figuras sedentes en piedra caliza, que representan a un matrimonio noble, los espososRahotep y Nofret. Los cuerpos forman un bloque compacto con los pedestales y asientos en los que las figuras aparecen labradas como un altorrelieve. Tal como es característico de la escultura, los representados no se independizan del bloque de piedra; más bien parecen surgir de él. Ambas figuras están pintadas con los habituales códigos cromáticos, el marrón para la piel masculina y el amarillo o rosado para la femenina. Los volúmenes se han simplificado al máximo para no detenerse en detalles superfluos que desviarían la atención de aquello que se considera importante. 
Los escribas sentados son representaciones escultóricas que plasman un gran realismo. Sin duda, dos de los más importantes son los escribas que datan de la V dinastía. Uno de ellos se encuentra depositado en el Museo del Louvre de París y otro en el Museo Egipcio de El Cairo.
Escriba
La administración egipcia estuvo muy bien organizada desde sus comienzos y los cargos de funcionarios dedicados a la administración eran numerosos. Entre los oficios más reconocidos se encontraba el de escriba. 
La persona que desempeñaba este cargo debía saber escribir y dibujar al mismo tiempo, lo que suponía un altísimo grado de especialización y reconocimiento social. En las esculturas se representa a los escribas sentados en el suelo, con las piernas cruzadas y con la manos ocupadas por una hoja de papiro y el estilo para dibujar. Son estatuas de piedra caliza policromada, con los brazos despegados del tronco y una expresión de recogida concentración y serenidad. Se ha conseguido una viveza inquietante en la mirada, gracias a la incrustación de vidrio en los ojos.
En el conjunto de estatuas del Imperio Antiguo, tanto de faraones como de personas sin rango, las posturas tranquilas y las actitudes sin tensión muscular alcanzan un realismo sobrio en el estilo y en la expresión de los rostros, de un modelado generalmente suave. La escultura de la V dinastía, conocida como Escriba sentado, que se conserva en el Museo del Louvre de París, fue descubierta en 1850 por el arqueólogo Mariette, en una tumba de Saqqarah. Representa al administrador Kai, del que aparece otro retrato en la misma tumba. La escultura, que mide 53,5 centímetros, impresiona por la profunda concentración que plasma. El rostro esboza una misteriosa sonrisa y muestra una intensa mirada, que se acentúa debido a la incrustación de piedra dura. Es la representación de un intelectual, cuya mano derecha está presta a escribir. Probablemente, esta escultura era el doble del difunto y estaba destinada a asegurarle la inmortalidad. 
Las estatuas en madera de funcionarios de la corte ejemplarizan otra tendencia escultórica en la que se permite la individualización de la figura. Por tratarse de personas sin rango noble, podían representarse sin plasmar la clásica rigidez que caracterizaba las representaciones de faraones o de personajes de la familia real.
Kaaper
Además, técnicamente el trabajo de la madera es muy distinto del de la piedra. La madera permitía trabajar las distintas partes de la escultura por separado, para unirlas posteriormente. De ahí el que este tipo de esculturas tuviesen un carácter menos severo. Una de las más conocidas es la estatua de Sheikh-el-Beled, conocida popularmente como «el alcalde de la aldea». Representa a un hombre maduro, de pie y sujetando con un brazo una vara de sicomoro. Los ojos de vidrio acentúan aún más el realismo de la figura y plasman los logros de esta particular tendencia escultórica.

La escultura egipcia en el Imperio Medio  

En este período no hay una unidad estilística estricta, sino que se aprecian diferentes tendencias que optan por diversas soluciones expresivas. En el norte, en la zona del Delta, se desarrolla un gusto hacia las formas clásicas e idealizadas, derivadas del Imperio Antiguo, en las que se exalta la nobleza y serenidad de las figuras. Las estatuas sedentes de Sesostris I son representativas de esta tendencia; se trata de figuras de piedra caliza que muestran un rostro juvenil. 
Un poco más hacia el sur, en Menfis, se opta por un mayor realismo; y en la zona de la capital tebana, en el sur del país, se tiende a sintetizar ambas tendencias con preferencia a mostrar la expresión del rostro, mientras el cuerpo permanece fiel a la normativa del Imperio Antiguo, impasible y ajeno a cualquier rasgo temporal. Las esculturas de los reyes se prodigan y se encuentran no sólo en las construcciones funerarias, donde habían permanecido ocultas durante el Imperio Antiguo, sino también en el interior de los templos y en el exterior de las edificaciones, al aire libre.

Egipto: cambios en el arte de los imperios Antiguo y Medio 

Respecto al período Antiguo, en el Imperio Medio se observan importantes cambios artísticos. La expresión invariable del rostro con la mirada perdida en el infinito, que caracterizaba a los reyes, se ha transformado en un ademán melancólico que abandona el hieratismo intemporal. Los rostros de Sesostris III y Amenemhet III expresan dichos estados de ánimo. 
Tal como se aprecia en el rostro de Sesostris III, de granito rosado y que se conserva en el Metropolitan Museum de Nueva York, la mirada ha perdido la nitidez y absoluta firmeza que caracterizaba los rostros de los soberanos de antaño. Los párpados se agrandan y caen, el ceño se frunce. Quizás los rostros expresan los cambios que se han producido en las creencias religiosas. En este momento se ha perdido la garantía que ofrecía un destino inmortal y una vida terrena optimista, bajo la protección del dios Ra. Además, el vínculo entre el rey, hijo de Horus, y su pueblo ha cambiado. A partir de este momento la autoridad se afirma a través de acciones, como las conquistas de otros territorios, y no sólo por mediación de lo divino. Este espíritu de preocupación por lo temporal es el que reflejan algunos rostros de faraones. Se realizan también esculturas del rey que reproducen diferentes momentos de su vida, como se puede observar en algunas estatuas de Sesostris III (Museo Egipcio, El Cairo). En ellas se mantiene el porte majestuoso que caracteriza al soberano, pero su rostro plasma el paso de los años. En otras figuras el semblante del monarca muestra pesadumbre y denota también la preocupación por las contingencias de la existencia. 
Sesostris III
Durante el Imperio Medio proliferan las esculturas llamadas «esfinges». Son figuras que representan un cuerpo de león recostado y un rostro humano. Desde el Imperio Antiguo, con la gran Esfinge de Gizeh, la escultura de forma animal se había individualizado al representar el rostro del faraón simbolizando el poder divino. Desde entonces no se repite la hazaña escultórica en grandes dimensiones pero la tradición se prolonga y este período aporta algunas variantes formales. La actitud de la figura es de una gran serenidad y las formas son sobrias, definidas por líneas puras que modulan robustos volúmenes. La esfinge de Amenemhet II en granito rosa (Museo del Louvre, París) es un ejemplo magnífico. El tocado ceremonial sustituye la melena del león y resalta aún más el rostro de suave modelado, en contraste con los planos geométricos que le rodean. Cuatro esfinges de Amenemhet III, en granito negro, muestran una variante formal que modela unas crines de león muy estilizadas, con orejas que sobresalen de la cabeza. El rostro del faraón permanece ensimismado en su majestuosidad. 

Pequeñas tallas para las escenas cotidianas

Durante el Imperio Antiguo se inició un género nuevo en estatuaria menor que proliferó, extraordinariamente, a lo largo de todo el Imperio Medio. Son pequeñas tallas, entre 20-30 centímetros, labradas en madera y policromadas, que representan sirvientes realizando sus labores. Se trataba de estatuillas destinadas a las tumbas y consistían en modelos reducidos, a modo de maquetas, de las diferentes situaciones y actividades que se desarrollaban en la vida cotidiana. Así, es posible encontrar pequeños escenarios en los que se reproducen trabajos cotidianos como los de ganadería. Se representan panaderos, hombres realizando la cerveza, mujeres transportando cestas, campesinos arando o mujeres haciendo faenas domésticas. Algunas escenas llegan incluso a representar hogares enteros. Las figurillas formaban parte del ajuar funerario para garantizar al difunto los servicios imprescindibles durante la vida en el más allá. Así, en el caso de que el difunto hubiese sido un militar, se depositaba todo un ejército de soldados en su sepultura.

La escultura egipcia en el Imperio Nuevo

Sesostris III
Los colosos más conocidos se encuentran en Tebas, llamados desde la época griega Los colosos de Memnón. Formaban parte del templo de Amenofis III, pero, los sucesores del faraón deshicieron el templo y han quedado aislados como un par de titanes solitarios en medio del paisaje. Representan a Amenofis III sentado en el trono. A los lados de las piernas hay pequeñas esculturas de figuras femeninas, que representan a la esposa y madre del faraón.
Los cuatro colosos que flanquean la entrada en elspeo de Ramsés II en Abu Simbel (en la frontera con Nubia) están tallados en la pared rocosa. Constituyen una fachada gigantesca de veinte metros de altura, en la que el faraón sedente custodia la entrada.

La estatuaria exenta

La estatuaria exenta tiene fundamentalmente la misma tipología que en el período anterior, aunque participa de influencias asiáticas, visibles en el gusto por el detalle y la minuciosidad con que están tratados los ropajes y demás atuendos. Las aportaciones orientales no modifican, sin embargo, la adecuación de las esculturas a las necesidades arquitectónicas de grandes dimensiones. Quedan pocos ejemplares de la XVIII dinastía, anteriores al reinado de la reina Hatshepsut. Es a partir de entonces cuando las aportaciones orientales se manifiestan plenamente incorporadas a la escultura, en equilibrio, sin embargo, con la estética egipcia. Las estatuas sedentes de los faraones se multiplican en los templos, con los rostros serenos e imperturbables que les otorga la eternidad, abandonando las tendencias más realistas de períodos anteriores. 
De la reina Hatshepsut hay numerosas estatuas procedentes del hipogeo de Deir el-Bahari. Entre las más hermosas se encuentra la que se conserva en el Metropolitan Museum de Nueva York, realizada en mármol blanco. En ella se aprecia el cuerpo femenino sin disimulo, con volúmenes muy simplificados en planos geométricos y un rostro de suaves formas que acentúa un cuidadoso pulimento de la piedra. 
De su sucesor Tuthmosis III, uno de los faraones más guerreros, se conserva una escultura -de pie- en basalto verde (Museo Egipcio, El Cairo), que presenta rasgos muy similares a los de la reina, con un rostro esbozado por una leve sonrisa. El cuerpo, joven y atlético, responde plenamente al arquetipo ideal.

Las denominadas «estatuas-cubo»

Durante este período se prodigará una nueva tipología llamada «estatua-cubo» por su similitud formal con esta estructura geométrica. Este tipo escultórico representa una figura sentada con las rodillas levantadas y cubierta totalmente por un manto, del que sobresalen tan sólo la cabeza, las manos y los pies. La cabeza es la única parte del cuerpo realmente tallada con detalle, pues manos y pies quedan subsumidos, en la mayoría de los casos, en el bloque de piedra. La postura, que permite sintetizar el cuerpo en un simple cubo, ofrece una gran superficie destinada al soporte de escritura. Este tipo de esculturas estaban destinadas a los templos, con autorización real para ser depositadas en los claustros y salas hipóstilas como adoración perpetua a los dioses. Tal es el caso de la estatua de Sennefer, compañero de armas de Tuthmosis III, realizada en granito gris y que se conserva en el Museo Británico de Londres. El perfecto pulido de la superficie resalta el grabado jeroglífico, que cubre el pedestal y el manto; en él constan los cargos civiles y militares que ostenta el representado. Otro tipo de «estatua-cubo» incorpora un niño en brazos, como la representación de Senenmut, arquitecto y favorito de la reina Hatshepsut. 
Otras estatuas, semejantes al modelo «cubo», son variantes que presentan los brazos pegados al cuerpo y las manos sobre las piernas. Éstas aparecen cubiertas por un faldón liso, donde hay inscripciones. Destacan las estatuas del intendente de obras de Amenofis III, Amenhotep, quien aparece representado en diversas etapas de su vida: como escriba joven, con la expresión reflexiva, o convertido en un anciano de aspecto ensimismado. En ambos casos hay inscripciones que narran su vida.

Abu Simbel
Variación del canon: la reforma de Tell-el-Amarna

Amenofis IV emprendió una reforma sobre la ortodoxia religiosa que sacudió los cimientos del panteón egipcio. En una declaración de monoteísmo sin precedentes, el faraón se adjudicó el epíteto de Akhenatón, prodigando toda su fe hacia Atón, el disco solar, la fuerza que infunde vida a la Tierra. Abandonó el culto a los demás dioses y propuso la búsqueda de la verdad. Estos nuevos ideales se reflejaron inmediatamente en el arte. Akhenatón trasladó la capital al norte de Tebas y fundó la ciudad de Tell-el-Amarna, donde estableció el centro de culto a Atón. Allí se abrieron talleres artesanos en los que se plasmó la nueva iconografía. El canon no se modificó radicalmente. Se introdujeron una serie de cambios que acentuaban la expresividad en el rostro, apartándose así del modelo de «eterna juventud». Akhenatón levantó en Karnak un templo solar (actualmente desaparecido) en el que había un pórtico rodeado de pilares con estatuas que lo representaban. De este conjunto de estatuas colosales se conservan veintiocho ejemplares, repartidas entre el Museo Egipcio de El Cairo y el Museo del Louvre de París. El rostro del faraón se alarga y el cráneo adquiere una deformación ovoide. Los ojos son oblicuos y almendrados, los labios sumamente carnosos. El cuello presenta una exagerada esbeltez y el pecho queda hundido. La línea de la pelvis se rebaja de manera que el vientre cae pesado sobre ella. Las extremidades, brazos y piernas, delgadas en comparación con el torso, dan sensación de fragilidad. El resultado es una figura que desprende una aureola mística, extrañamente deforme y de aspecto más humano que las estatuas de épocas anteriores.

El busto de la reina Nefertiti

Las exigencias del nuevo estilo se mantuvieron también en la estatuaria de los altos dignatarios. Los principales rasgos conservados fueron la longitud del cuello y la deformidad craneana. Estas dos características han distinguido también uno de los bustos más conocidos y alabados de toda la escultura egipcia, el de la reina Nefertiti. 
Este busto de la consorte de Akhenatón es un retrato en piedra caliza policromada con incrustaciones de vidrio en los ojos. Los rasgos elegantes de su cuello de cisne, admirablemente esbelto, todavía se acentúan más con la tiara azul que corona la cabeza. Los rasgos sensuales de labios, pómulos, mentón y nariz confieren al rostro una belleza sumamente estilizada.
En este período la escultura afirma con rotundidad la sensualidad del cuerpo femenino. La voluptuosidad se manifiesta sin ningún tipo de recato bajo el fino tejido transparente que cubre el cuerpo.
Tras la muerte de Akhenatón se reinstauró el culto a Amón, aunque algunos de los nuevos matices introducidos por su doctrina se mantuvieron vigentes tal como se aprecia en la tumba de su sucesor, Tutankhamón. En ésta se han encontrado numerosos objetos que responden todavía al estilo de Amarna. Entre ellos destacan una serie de cuatro estatuillas en madera policromada. Se trata de diosas guardianas de las vísceras del difunto, cubiertas con túnicas ceñidas al cuerpo que dejan entrever las formas femeninas. 
Curiosamente estas estatuas tienen la cabeza vuelta hacia un lado, en señal de solicitar respeto, actitud que se aparta de la estricta ley de frontalidad de la escultura egipcia.

La escultura egipcia después del Imperio Nuevo 

Después del Imperio Nuevo se mantuvo la tradición académica con la tipología de formas conocidas y recuperadas del Imperio Antiguo. Desde la época presaíta se intentó representar la individualidad, como se aprecia en el busto de Mentuemhat, conservado en el Museo Egipcio de El Cairo. Ello significó una definitiva ruptura con el arquetipo de eterna juventud. La expresión de esta nueva búsqueda tiene su más directo reflejo en la representación del rostro. Se generaliza la tendencia hacia el retrato fiel al modelo natural y es frecuente plasmar rostros que muestran el paso del tiempo.
Los retratos están realizados sobre piedras duras como el basalto o esquisto, con superficies perfectamente pulimentadas que hacen resaltar el detalle. El reto consiste en labrar la dura piedra, hasta conseguir el reflejo minucioso de la personalidad. El material resistente condiciona la ejecución de las piezas y obliga a una pureza de líneas que tiene en estos retratos sus mejores logros. Esta tipología no incorporará influencias formales griegas o romanas.

Estatuas de bronce

Por otro lado, el perfeccionamiento en el trabajo del metal dio lugar a la producción de estatuas en bronce, que alcanzaron grandes dimensiones, y son lo más significativo de las últimas dinastías. Los tipos son los mismos que en la escultura en piedra y las formas acusan cierta rigidez atendiendo a la tradición. No obstante, en el trabajo del metal los artistas hacen uso de una mayor libertad y las figuras se presentan realmente exentas, apoyadas sobre una peana, sin otros puntos de apoyo. Los brazos se despegan del cuerpo y las piernas se encuentran separadas. Todo ello proporciona a las estatuas una mayor ligereza, dotándolas de una cierta gracia. La superficie metálica se enriquece con cincelado e incrustaciones de oro y plata, con la técnica del damasquinado. Entre las estatuas más representativas podemos citar, la de la reina Karomama de la XXII dinastía (siglo IX a.C.) que está representada de pie con los brazos levantados, en los que originalmente portaba los sistros de la diosa Hathor. El cuerpo está cubierto por una túnica damasquinada muy ajustada y el rostro hermoso y sereno se encuentra suavemente modelado. En el período saíta proliferó el culto hacia el animal y con él la producción de estatuillas zoomorfas en bronce, fundidas en hueco. Se realizaban en serie, por lo que todas son muy similares, presentando únicamente pequeñas variaciones ornamentales. Destacan los gatos, de suave modelado, procedentes de la necrópolis animal del Delta, en Bubastis, cuya diosa local era la gata Bastet. Solían decorarse con incrustaciones de piedras preciosas. De la gran escultura en bronce cabría destacar una representación de Isis amamantando a Horus, que se conserva en el Museo Egipcio de El Cairo.

Características generales de la pintura y el relieve en Egipto

En el antiguo Egipto la finalidad de la pintura y el relieve era perpetuar la existencia del difunto en el más allá. No existía, por lo tanto, un interés propiamente artístico. Por ese motivo, el arte egipcio no evoca paisajes ni transmite sentimientos o emociones. Tanto en pintura como en relieve hay dos principios básicos que se plasman en todas las representaciones: la regularidad geométrica y la observación de la naturaleza. Para trabajar, el artista sigue un modelo, un método con reglas rígidas. Los temas son siempre los mismos. 
Por otra parte, las virtudes mágicas de la imagen y la escritura dependían en gran medida de la calidad de los signos, de ahí el especial cuidado con el que están realizados, siendo sus cualidades gráficas tan importantes como el contenido que sus formas encierran. En la pintura, la imagen y la palabra conviven y las escenas siempre van acompañadas de jeroglíficos que aclaran el significado de la representación. La conjugación formal entre pintura y escritura es perfecta. El grafismo se potencia hasta tal punto que pintura y relieve parecen un gran jeroglífico en el que conviven en armonía los pictogramas y las figuras. Este efecto se halla potenciado por el uso de registros superpuestos, a modo de bandas narrativas sobre un fondo neutro. 

Los códigos en la representación de la figura humana

En la figura humana lo importante es que cada una de las partes del cuerpo se pueda distinguir perfectamente. Así, para plasmar un ojo habrá que representarlo del modo que sea más fácilmente reconocible. Un ojo pintado de perfil aparecería distorsionado, así que debe mostrarse de frente. Sin embargo, una cabeza es totalmente identificable de perfil porque, además, incorpora de forma clara y nítida la idea de nariz y boca. La figura humana se representa, pues, conjugando los diferentes puntos de vista. El resultado es una figura que incluye, indistintamente, rasgos de perfil y de frente: la cabeza aparece de perfil con el ojo de frente; la parte superior del tronco (hombros y tórax) de frente, pero con el pecho y los brazos de perfil; la pelvis girada en tres cuartos; las piernas y los pies de perfil. 
Además, ambos pies dejan ver en primer plano el dedo gordo y ambas manos muestran siempre el pulgar. Lo que da coherencia a la figura y unifica en un todo los diferentes puntos de vista es la continuidad de la silueta, gracias al contorno. El perfil normativo, el más usual, es el derecho; pero también se utiliza el izquierdo. 
Para establecer la proporción de las escenas pintadas los antiguos egipcios trazaban sobre la pared una retícula y sobre ésta se distribuían las figuras con sus correspondientes medidas. 
El punto de partida era la figura humana de pie, que se solía representar siguiendo las medidas fijas de un canon ideal. La unidad de medida era alguna parte del brazo o de la mano (habitualmente se trataba del puño o del codo), cuyas medidas se correspondían con los cuadrados de la retícula en una clara relación de equivalencia. 
El canon antiguo de la figura era de dieciocho cuadrados (cuatro codos mayores) mientras que el canon nuevo, desde la época saíta (siglos VII-VI a.C.), pasó a ser de veintiún cuadrados, por lo que la figura se estilizó. 

El estereotipo de juventud y belleza: la jerarquización simbólica

La representación figurativa es atemporal, lo que significa que no se representan sentimientos ni acciones. La imagen, por lo tanto, debe considerarse el conjuro que apela a la eternidad. La idealización de las figuras está en relación directa a su posición social. El rey se representa con los atributos correspondientes a su estatus. Su cuerpo plasma la eterna juventud. El hieratismo y el aspecto de imperturbable atemporalidad será proporcional al rango representado. Así, a mayor rango social más hieratismo. No se trata de un retrato convencional, en realidad lo que se representa es la función social de un determinado personaje, para lo cual es necesario reproducir también los elementos que simbolizan sus atributos. Las figuras reproducidas deben, por lo tanto, ser inequívocamente reconocibles. Así es como éstas se convierten en arquetipos: el faraón, el escriba, el artesano, etcétera. La representación queda pues resumida en unas categorías típicas que se repiten a lo largo de toda la historia del arte egipcio. El rango de las figuras representadas determina su escala, de modo que el tamaño es mayor en función de la jerarquía social. Así, en una batalla el faraón puede parecer un gigante al lado de representaciones de soldados o enemigos. Las dimensiones de las figuras están en función de la importancia del personaje y nada tienen que ver con una relación de profundidad espacial. Se trata, en realidad, de una «perspectiva jerárquica». 
Estas reglas se aplican con mayor rigor en el caso de personajes de alto rango social. Las capas sociales inferiores (artesanos, campesinos, sirvientes) se representan con todo tipo de detalles, desempeñando las tareas propias de su oficio. Se observa entonces un trazo más suelto y un mayor grado de libertad formal y compositiva. Son, por lo tanto, figuras más reales, no sólo por la mirada, sino también por sus gestos y posturas dinámicas. Desaparece, pues, el respeto que impone lo sagrado.

La representación animal

En contraste con la representación humana, en la del animal se utilizan todos los recursos expresivos disponibles con objeto de llegar al máximo naturalismo. Los animales aparecen primorosamente detallados, su cuerpo está dotado de una vivacidad que contrasta con la rigidez de los cuerpos humanos. El pintor se desentiende un poco de la convención e imprime trazos sueltos. La aplicación del color está llena de matices. Este contraste entre las representaciones humanas y animales se mantiene a lo largo de toda la historia del arte egipcio.

La concepción del espacio y la composición

En la pintura egipcia no hay virtualidad espacial, las figuras son planas y se inscriben en una superficie que no enmascara este aspecto formal. Sin embargo, deben haber todos los elementos indispensables para que la naturaleza volumétrica de lo representado sea descifrable. La realidad tridimensional, por otra parte, está traducida a una serie de convenciones precisas que se mantuvieron a lo largo de los treinta siglos de historia de esta civilización. Cuando se quiere representar figuras en profundidad éstas se superponen unas a otras. En una pintura, procedente de la tumba de Nebamun (Museo Británico, Londres), un rebaño de bueyes está dispuesto en fila horizontal, lo que debe interpretarse en clave de profundidad. Para proporcionar esta sensación se ha repetido la imagen del animal escalonadamente, en sentido horizontal, una fórmula que da a entender que las figuras están unas detrás de otras. En otras ocasiones el sentido del escalonamiento es vertical, como se puede observar en la estela de Mentueser (V dinastía, tumba de Abydos), en la que los alimentos de la mesa de ofrendas se representan formando una gran montaña. 

Bandas horizontales y registros

En pinturas y relieves las imágenes se disponen distribuidas en bandas horizontales, separadas por líneas. Estas composiciones, construidas en registros superpuestos, normalmente dejaban un espacio central para una escena de mayor importancia. La representación estratificada refleja unos hábitos propios de la cultura agraria. Se reproducen por lo tanto los terrenos acotados para los cultivos con precisión y exactitud. 
Esto se ve reflejado en las composiciones pictóricas que siguen, prácticamente siempre, una rigurosa organización mediante la división de la superficie plástica en bandas horizontales, sobre las que se sitúan las imágenes. 
El espacio queda reducido a dos dimensiones esquematizadas y geométricas. Dentro de cada una de las bandas las diferentes figuras y elementos también se organizan en sucesión, sin que exista una relación entre ellos.
Los fondos generalmente no son figurativos, es decir, no existe una reconstrucción escenográfica en la que se desarrolla la acción. Tampoco hay una concreción temporal. La única excepción es la escena simbólica del viaje del alma, la escena de los pantanos, en la que aparece un paisaje con pájaros, flores de loto y cañaverales.

Uso simbólico del color

En el arte egipcio el color se aplicaba a la arquitectura, a los relieves murales, a la estatuaria, a los sarcófagos, a los papiros y a los complementos decorativos. En los exteriores, la gama cromática estaba dominada por los colores puros que se avivaban con la incidencia del sol, mientras, en los interiores, se utilizaban medias tintas, aunque sin gradaciones tonales dentro de una misma imagen. En ambos casos la pintura se aplicaba de forma plana. 
El uso del color responde a una programación establecida a priori. Cada uno de los colores posee una simbología concreta. Es decir, los colores son portadores de valores que representan la esencia de las cosas, van más allá de su apariencia externa y, por lo tanto, de su función decorativa. De igual forma, la generalización de piedras preciosas y metales como el oro, siempre tuvo una finalidad simbólica que nada tenía que ver con un valor de cambio. Su utilización respondía, pues, al poder de evocación de la piedra y también a las cualidades y virtudes que se asociaban a sus colores y reflejos luminosos. El fenómeno de la inundación anual de Egipto, como ya se ha dicho, lo producían las lluvias del África Central que alimentaban las dos ramas del río, el Nilo Blanco, que tenía su origen en el lago Alberto (en el límite entre el Zaire y Uganda), y el Nilo Azul, que procedía de Abisinia (Etiopía). Las dos ramas del río se unían a la altura de Jartum (Sudán) y discurrían conjuntamente hasta la desembocadura.
A mediados del mes de julio se desbordaban las aguas. Este fenómeno estaba precedido por las crecidas del Nilo Blanco, teñido de verde por los papiros que el agua arrastraba a su paso por las grandes extensiones cenagosas. A esta etapa le sucedía otra, en la que el agua se enrojecía debido a los aluviones ferruginosos. Tras la retirada de las aguas, la tierra quedaba fertilizada por la acumulación de depósitos de limo. 
Probablemente, fue la observación de estos cambios cromáticos de las aguas del río, la que permitió establecer las primeras significaciones del color en la pintura egipcia.
Así, el verde era expresión de esperanza de vida, el color del papiro tierno que teñía las aguas del río antes de las inundaciones. Era el color que anunciaba el renacimiento de la vegetación, la juventud. Por eso Osiris, el dios de los muertos, siguiendo esta simbología, se representaba en verde. 
El negro simboliza la tierra negra, generosa y portadora del limo nutritivo, era el kemy, la muerte, por lo que era el color de la conservación inmutable y de la vuelta a la vida después de la muerte. El rojo era el color del mal, de la tierra desértica y estéril. Los animales representados con este color (asnos, perros) se consideraban demonios dañinos. Además, las palabras que traían malos presagios se escribían en tinta roja. Por eso Seth, el hermano fratricida de Osiris, se representaba en rojo. El rojo intenso podía simbolizar también la sangre y la vida.
Escenas campesinas pintadas en las paredes de la capilla funeraria del escriba Un-Su (Museo del Louvre, París)
El blanco es sinónimo de la luz del alba, señal de triunfo y alegría. Este color se aplicaba a la corona del Alto Egipto (sur del país) y se representaba como una corona alta sobre las sienes, con la forma de la flor blanca del loto.
El amarillo intenso era la eternidad, la carne de los dioses que no perecía; de ahí la profusión de oro aplicado a las artes y a todo tipo de soporte. 
El azul, diferenciado en dos tonalidades, variaba de significado. La más oscura, la del lapislázuli, simbolizaba el cabello de las divinidades. El azul turquesa era el agua purificadora, el color del mar y la promesa de una existencia nueva. 
A la figura humana, por supuesto, también se le asignaban unos colores concretos. La mujer se representa con la piel pintada en amarillo pálido o rosa, mientras que al hombre se le aplicaba el rojizo oscuro o marrón.
El color neutro, que se aplica a los fondos, evita cualquier contingencia que incluya referencias a cambios de luz o de tonalidad en las escenas. 
El tono del fondo varía en los diferentes períodos. Del grisáceo característico del Imperio Antiguo se pasa al blanco luminoso en el Imperio Nuevo y, posteriormente, al ocre.

Pintura procedente de la tumba del escriba Najt (Tebas) que recoge el prensado de la uva
Las técnicas pictóricas egipcias

En el arte egipcio los relieves ocupaban las superficies arquitectónicas de piedra y las de madera. En la ejecución de los relieves se alisaba primero el muro sobre el que se iba a trabajar (estucándolo si era necesario), para obtener la mayor uniformidad posible. Al cubrir las hiladas de piedra con una capa de estuco, la superficie de representación se ampliaba. Este espacio permitía la representación de una escena triunfal en la que se destacaba la figura del faraón. A continuación, sobre la superficie, se dibujaban las siluetas en trazos rojos, para proseguir con el finísimo trabajo de buril que debía rebajar el contorno de las figuras. Se emplearon alternativamente dos tipos de relieves (bajorrelieve y relieve rehundido), realizados con técnicas diferentes y con los cuales se obtenían sutiles matices expresivos. En el bajorrelieve se procedía a eliminar materia de la pared rocosa o de la madera para resaltar la figura del fondo en un suave modelado. 
En el relieve rehundido se actuaba sobre la pared para dejar grabado el dibujo sobre la piedra. Una vez se había dibujado el contorno, se extraía la materia sobrante socavándolo, para ello se utilizó una técnica de cincel, que dejaba el surco en ángulo recto. Con este sistema las siluetas de las figuras quedan hundidas por debajo del plano que sirve de fondo y la captación de luz es tal, que siempre hay una zona iluminada y otra en sombra. La zona que recibe la luz directamente dibuja un filamento luminoso que contrasta con la sombra negra del contorno. Así, la figura parece recorrida por un doble perfil, blanco y negro, que en los muros exteriores, incluso con el sol más cegador, permite distinguir perfectamente las siluetas.
No había relieves sin pintar, aunque las obras que contemplamos en la actualidad han perdido por completo su primigenio colorido. 
Las pinturas se realizaban con la técnica del temple usando, indistintamente, como aglutinante del pigmento clara de huevo o una disolución de agua con resina o goma arábiga. Los pigmentos estaban preparados con sustancias naturales como el ocre, del que se obtenía el rojo y el amarillo, la malaquita, para el verde, el carbón para el negro, el yeso para el blanco y un compuesto de cobre, sílice y calcio para el azul.
En el enlucido se utilizaba una mezcla fangosa a la que se le añadía paja para darle mayor consistencia, que solía colorearse en amarillo, gris o blanco. Tras preparar la pared, se trazaba el contorno de la figura en rojo y después se rellenaba en colores planos, en una gama que comprendía el negro, azul, rojo, verde, amarillo y blanco.
La buena conservación de las pinturas se debe a que han estado protegidas en el interior de las tumbas, lejos de cualquier agente exterior perjudicial. Además, el clima seco de la zona ha favorecido su conservación. Sin embargo, los pigmentos que cubrían los relieves exteriores en los paramentos de los templos se han perdido, ya que la acción constante de los agentes atmosféricos los ha deteriorado completamente.

Sarcófago. XXII Dinastía
La pintura y el relieve egipcios en el Imperio Antiguo

Las primeras manifestaciones pictóricas que se conocen del arte egipcio son fragmentarias y apenas sirven para reconstruir su utilización, sin embargo, la pintura disfrutó desde el comienzo de la cultura egipcia de gran protagonismo decorativo, no limitándose tan sólo a cubrir muros, sino que se aplicó sobre todo tipo de soportes, como cerámica, telas o papiro. 
La primera pintura mural que se conserva procede de una cámara funeraria del IV milenio a.C., situada en Hieracómpolis, en el Alto Egipto. En ella se representan animales, hombres y también barcos formando una compleja composición de figuras yuxtapuestas, que no presentan una dirección espacial concreta. La pintura que se ha recuperado del Imperio Antiguo es escasa y no permite una visión panorámica del desarrollo de este arte durante las primeras dinastías, sin embargo, debieron realizarse numerosas escenas para decorar las paredes de las tumbas. 
A partir de la III dinastía se unifican los modelos en la representación plástica y las diferentes soluciones que se habían ensayado se uniformizan en un estilo ya maduro, que será característico en todo el país. El relieve pintado adquiere carácter monumental, insertado en los muros de las mastabas y en el primer gran complejo funerario del rey Djoser. Pinturas y relieves crean el entorno para acompañar al difunto en su tumba. El relieve alcanza una gran precisión, incluso en las siluetas minúsculas de los jeroglíficos. 
Una estela en relieve de época temprana, perteneciente a la I dinastía tinita, se adelanta a la consecución de los logros formales que, más tarde, serían de uso corriente. 
Se trata de la Estela de Uady, que representa al dios Horus sobre el jeroglífico del rey serpiente. Por primera vez se crean estelas que representan el nombre de un rey a escala monumental. Con un fino modelado, el ideograma sintetiza las figuras de ambos animales: el halcón dominando la estructura del palacio, en cuyo interior está enmarcada la serpiente. La precisión de la técnica y la armonía de la composición lo convierten en uno de los relieves más emblemáticos del arte egipcio. 
Otros paneles más tardíos, procedentes de la tumba de Hesire, en Saqqarah, de la III dinastía, están tallados en madera con un cincelado tan minucioso en cada uno de sus elementos, que demuestran el vigor que alcanzó esta técnica en manos de artesanos egipcios.

Detallismo pictórico: una atenta observación de la realidad
Estela de Merneptah (Museo Egipcio de El Cairo)

En las primeras pinturas murales se aplica una gama de pigmentos reducida (marrones, negros, blancos, rojos y verdes), mezclada con una habilidad tal que proporciona gran variedad de matices, como muestra una pintura procedente de una mastaba de Meidum (Las ocas, Museo Egipcio, El Cairo), perteneciente a Nefermaat, alto dignatario de la IV dinastía. La representación muestra una caza de pájaros con trampa. Sobre un fondo rosáceo-gris, las ocas del Nilo campean libremente. Los cuerpos de las ocas están representados en su perfil característico con gran detalle. La minuciosidad de cada una de las plumas revela una fidelidad al modelo original que sólo puede haber sido captado mediante una atenta observación del natural. A los tonos blancos y negros se incorpora el color en una gama de rojos, amarronados y verdes. 
Otros fragmentos, con representaciones de pájaros y cocodrilos de la tumba de Metheth de la VI dinastía, en Saqqarah (Museo del Louvre, París), muestran las figuras captadas con unos cuantos y significativos rasgos esenciales y con una gran seguridad y madurez de trazo. En comparación con el animal, la representación de la figura humana está limitada por la rigidez del canon, que no es tan estricto en los personajes secundarios o considerados de clase social inferior, tales como criados, artesanos y campesinos. Estas figuras adquieren mayor vivacidad, no sólo en la mirada sino también por el dinamismo de los gestos y las posturas. Se representa a estos personajes trabajando (escenas de las tumbas de la IV y V dinastías). Las figuras de leñadores, pastores y campesinos son muy expresivas. Sin embargo, cuando las mismas figuras son portadoras de ofrendas, como en el caso de la tumba de Ank-Ma-Hor, en Saqqarah, plasman una mayor contención y rigidez.
Una de las escenas habituales en las mastabas es la caza en las aguas pantanosas. La tumba del funcionario Ti, en la necrópolis de Saqqarah, de la V dinastía, ofrece algunas de las más hermosas secuencias en bajorrelieve. Destaca una de gran tamaño en que aparece representado sobre su barca, mientras sus siervos acosan con lanzas a los hipopótamos del río. La geometría domina cada uno de los elementos, enmarcándolos en un orden riguroso de líneas verticales y horizontales: el fondo está compuesto por una gran pantalla de tallos de papiros de perfil triangular; la línea horizontal que contiene la masa de agua dibuja en su interior líneas en zigzag. Incluso los nidos de los pájaros se distribuyen en perfecto orden en la parte superior de la escena.

La pintura y el relieve en el Imperio Medio egipcio
Bajorrelieve procedente de la mastaba de Ti, en Saqqarah

Durante este período la decoración de las tumbas privadas otorgó mayor protagonismo a las figurillas en bulto redondo que representan los diferentes oficios, dejando en un segundo plano el relieve y la pintura mural. No obstante, en las tumbas rupestres de Beni Hasan hay magníficos conjuntos pictóricos, entre los que aparecen representadas tribus semíticas. En ellas se describe detalladamente las indumentarias, creando frisos como el de las mujeres de la tumba de Knemhotep. Con el desarrollo de la arquitectura, el relieve adquiere importancia en la decoración de los templos, mostrando una estructuración y orden que no presentó durante el Imperio Antiguo. Desde el reinado de Sesostris I queda constancia de la aplicación de la técnica del relieve rehundido, inscrito en los muros sagrados. El relieve policromado se utilizó habitualmente en la decoración de sarcófagos, plasmando diversas secuencias en el desarrollo de una acción, como muestra el sarcófago de Kawit (Museo Egipcio, El Cairo), realizado en piedra caliza. En una escena se está ordeñando una vaca y en la contigua la leche es degustada por la sacerdotisa Kawit mientras su sirvienta la acicala. Es uno de los ejemplares más exquisitos de relieve rehundido. En él los contornos de la cabellera, hombros y brazos están tallados con mayor profundidad que los detalles del cuerpo. Las figuras femeninas, sumamente esbeltas, reflejan el gusto elegante con un canon estilizado de líneas alargadas. Siguiendo ésta estilización, las figuras de la tumba de Djehuty-Hetep representan un serie rítmica de figuras femeninas que aspiran la flor de loto, ataviadas con túnicas que se ciñen al cuerpo. La producción de estatuas exentas, destinadas a la antecámara funeraria, disminuyó, sustituyéndose entonces por estelas en relieve de piedra o madera. Continuando la tradición del Imperio Antiguo, el motivo de la representación es siempre el mismo: el difunto ante la mesa de las ofrendas con su consorte o familiares, como se aprecia en la estela de Mentuhotep. La composición está ordenada en cuatro registros de diferente tamaño. El mayor pertenece a la escena que representa al difunto ante la mesa de ofrendas bajo el jeroglífico que inscribe la fórmula ritual.

La observación de la naturaleza

La decoración pictórica en las tumbas rupestres presenta escenas más complejas y dotadas de mayor dinamismo que en épocas anteriores. La escena de caza del pantano es una de las más importantes y está muy representada en numerosas tumbas siguiendo el mismo esquema. En una de las tumbas nobles de la XI dinastía se escenifica el momento en que el alma del difunto lucha contra las fuerzas demoníacas encarnadas en animales. La composición muestra al noble en tres momentos diferentes de la caza, destacando el contraste entre la representación preciosista de los animales y la severidad de las figuras humanas. La observación de la naturaleza se despliega con todo lujo de detalles en peces y aves. Los pájaros (representados con gran realismo) están dispuestos uno al lado del otro sobre un arbusto, como si cada ejemplar estuviese ocupando un primer plano. Entre ellos no existe una relación de conjunto, son figuras yuxtapuestas y ordenadas, que obligan al observador a detenerse ante cada una para contemplarlas, pues una visión global no es posible. La composición reproduce, con gran verosimilitud, la normativa de la representación egipcia con el predominio absoluto del orden y la claridad de lo representado. Las inscripciones que aparecen en la composición documentan los títulos del difunto. 
Unos epigramas completan las aclaraciones sobre la escena, detallando las oraciones y los días en los que se deben llevar los presentes a la tumba.

La pintura y el relieve egipcios en el Imperio Nuevo

Los bajorrelieves del hipogeo de Hatshepsut, en Deir-el-Bahari, destacan sobre todo por su temática que nada tiene que ver con la representación triunfal guerrera de los soberanos. La reina Hatshepsut llevó a cabo una política pacifista, por lo que no aparece la temática bélica en estas obras. Situadas en la segunda terraza del hipogeo, reflejan los intercambios comerciales con el país de Punt, un territorio mítico situado en el sudeste de Egipto, al que partieron expediciones en busca de hierbas aromáticas, ébano, pieles y otros productos. El regreso a Egipto está representado en diferentes frisos, entre los que destaca el inferior, con una composición que está organizada en una serie de figuras, casi idénticas, que se suceden una al lado de la otra, portando ramas de incienso. En el friso superior los barcos navegan con los estandartes reales. En el mismo hipogeo, en el santuario dedicado a la diosa Hathor (ésta aparece representada por un vaca con el disco solar entre los cuernos), hay otros hermosos bajorrelieves. 
Uno de ellos representa la diosa, majestuosa en su barca sagrada, bajo un dosel. En la pared opuesta, Hatshepsut aparece pintada como un muchacho que se amamanta de las ubres de la diosa.

La pintura durante la XVIII dinastía

Durante la XVIII dinastía, en el período que abarca del reinado del faraón Tuthmosis I al de Amenofis III, la pintura adquiere una soltura y riqueza expresiva extraordinaria. No en vano la construcción de la necrópolis de la nobleza, en las proximidades de Tebas, es paralela a la costumbre, iniciada por los faraones en el Imperio Medio, de construir sus moradas eternas en las profundidades del Valle de los Reyes y en el Valle de las Reinas. Efectivamente, la proliferación de tumbas permite el desarrollo de la pintura sobre las paredes y los techos, revocadas con estuco, para uniformizar las irregularidades y conseguir, así, una total adherencia del pigmento.
En las cámaras funerarias de los nobles, la pintura se convierte casi en un arte autónomo, en el que se ponen a prueba todos los recursos acumulados por la tradición. Es en estas tumbas de particulares donde se manifiesta una voluntad de libertad expresiva que refleja el gusto por el lujo y las fiestas; destaca también la representación del cuerpo femenino. El contacto con los pueblos asiáticos introduce, además, nuevos elementos, como el interés por el detalle y la afición por las formas más ornamentadas. 
Las formas se van estilizando y aumenta la impresión de movimiento de los cuerpos, que son también más gráciles. En la tumba de Djeserkasereneb hay una escena que representa a unas criadas que acicalan a una invitada para el banquete festivo. En la composición destaca el gesto natural del cuerpo inclinado de la sirvienta y la ofrenda de collares. 
Los colores se han enriquecido sutilmente. Ya no se extiende el pigmento en una capa plana opaca, sino que las medias tintas crean gradaciones tonales suaves, dejando paso a zonas translúcidas. El detalle invade la representación con minuciosidad descriptiva en vestidos y peinados, pudiéndose apreciar incluso las trenzas. 
La abundancia de pinturas constata que el virtuosismo de las representaciones y la mayor libertad expresiva depende siempre del tema y de la habilidad del pintor, ya que no todas las tumbas muestran los mismos logros. Hay pinturas que revelan mucha más destreza en la ejecución, como las de la tumba de Nakht, en las que las figuras femeninas gozan de un ágil y suelto esbozo, tal como se aprecia en un fragmento que representa un grupo de músicos femeninos. En el cuerpo desnudo de una de las jóvenes se expresa el movimiento, acentuado por la dirección de la cabeza, que se dirige en sentido contrario y que está indicado incluso por las líneas «vibrantes» de las trenzas del cabello. El dinamismo de la figura sorprende, ya que las otras figuras tienen una actitud estática. Se introducen nuevos temas procedentes de las ceremonias funerarias. Se representa, así, la preparación de los objetos que constituyen el ajuar funerario, la travesía en barca con el difunto, la despedida del difunto y las plañideras -grupos de mujeres que acompañaban el cortejo fúnebre, llorando desconsoladamente-. En la tumba de Ramose, uno de estos grupos está representado con túnicas azuladas, recorridas por líneas sinuosas en sentido longitudinal, lo que produce sensación de temblor y acentúa la expresión de dolor de los cuerpos. Las plañideras, profundamente compungidas, alzan sus brazos al cielo en señal de implorar a los dioses, mientras sus rostros muestran gruesas lágrimas. Las decoraciones en las tumbas de los faraones en el Valle de los Reyes no reflejan la misma libertad expresiva que se pone de manifiesto en las tumbas de la nobleza. Los temas son más herméticos, de carácter religioso y astronómico. 
En la tumba del faraón Horemheb, último de la XVIII dinastía, las figuras de las divinidades, de gran tamaño, desfilan con la rigidez de las formas antiguas. La policromía en tintas planas de vivos colores y la exuberancia ornamental cubre totalmente muros y techo. 
En la tumba de Sethi I (XIX dinastía) las constelaciones recorren el techo de la cámara sepulcral bajo el cuerpo protector de la diosa Nut. 

La reforma de Amarna: una nueva representación en el arte
Detalle del sarcófago de Kawit, hallado en Deir-el-Bahari (Tebas)

La reforma religiosa impuesta por Amenofis IV acentúa la utilización de recursos expresivos aplicados, sobre todo, en la representación de la realeza. El esquema convencional de la figura (frente, perfil) se mantiene, introduciendo modificaciones visibles en el canon. En la pintura que representa a la pareja Akhenatón y Nefertiti con sus seis hijas (Ashmolean Museum, Oxford), las figuras tienen los cráneos ovalados, los labios carnosos y no están representados estrictamente de perfil. En la barbilla y el cuello aparecen pliegues, al igual que la zona del vientre, que ya no es lisa sino abultada. Los músculos de las piernas han ganado volumen. 
La gama cromática adquiere unas tonalidades radicalmente novedosas en esta escena de tonos rojos que se extienden sobre el fondo y las figuras. Las tintas no son absolutamente planas, el pigmento se intensifica en determinadas zonas como las mejillas, para expresar volumen en degradación tonal. 
La posición de las figuras abandona el hieratismo, sobre todo en dos de las princesas que juguetean sentadas sobre unos cojines. El gusto por el detalle se mantiene en la decoración del fondo, con la descripción de los dibujos geométricos y también de las joyas. 
La naturaleza también recibe especial atención en los muros del palacio de la reina Nefertiti, en Tell-el-Amarna. Se representan jardines repletos de plantas y hay un estanque, en el que revolotean múltiples pájaros. Estas escenas muestran además un vivo cromatismo y un dibujo suelto. Los pájaros se representan volando libremente. La supremacía del dios Atón hace que el faraón parezca en estas pinturas más humano. Tanto es así que la familia real fue pintada en los momentos más íntimos de su vida cotidiana. Ambos consortes fueron, por lo tanto, reproducidos mostrando sus vínculos afectivos y sentimentales. El tono intimista que caracteriza a estas representaciones nunca había sido plasmado con anterioridad. 
Perspectiva axonométrica de la tumba de la reina Nefertari

Las escenas de luchas

En los templos, construidos para la gloria de las divinidades, se introducen también escenas de exaltación de la realeza. Se incorporan composiciones de carácter histórico en las que se relatan los acontecimientos importantes como el recibimiento de cortes extranjeras y las hazañas heroicas de los faraones en lucha contra extranjeros. El arte se hace eco de la seguridad y el orgullo del país. El tema del faraón en carro de combate guiado por caballos es muy frecuente a partir de la XVIII dinastía -el carro fue introducido por los hicsos-.
Los faraones tutmósidas convierten los templos en colosales «pantallas» en las que se inscriben grandes relieves para reafirmar el papel tutelar del rey. En el templo de Amón, en Karnak, un gran relieve representa a Tuthmosis III aniquilando a sus enemigos, con un gesto similar al que aparecía en la paleta de Narmer de la I dinastía. El faraón se manifiesta imponente frente a las huestes enemigas, representadas en reducidas dimensiones, mientras la escritura jeroglífica corrobora el número de prisioneros y el botín conseguido. La escena se repetirá sucesivamente, representando a los faraones en sus campañas de conquista.
Escena de la tumba de Nebamón, en Tebas (Museo Británico, Londres)
Más tarde, Ramsés II se encargará de utilizar todas las superficies posibles en paramentos y fustes de columnas para dejar constancia de sus triunfos bélicos o cacerías. En relieves como el de la sala hipóstila del templo de Luxor, Ramsés II hizo representar la batalla de Kadesh contra los hititas. Fue la primera gran composición.
En el templo de Medinet Habu se representa a Ramsés III en carro durante una cacería. El canon se ha estilizado y sorprende la abundancia y precisión del detalle en los pliegues de la indumentaria, la vegetación y los caballos, cuyas crines están delineadas con minuciosidad. Estos pormenores recargan excesivamente la composición, pero el dinamismo conseguido debe interpretarse como un gran logro artístico.

La pintura y el relieve en Egipto después del Imperio Nuevo 

Durante este largo período de tiempo se mantuvieron las tradiciones del Imperio Nuevo sin llegar a crearse talleres con una impronta propia. La influencia de los talleres tebanos se mantuvo con todo el peso de un pasado glorioso, emulando constantemente los modelos anteriores. Sólo durante la XXV dinastía, en el período saíta, se manifestó el deseo de restituir el antiguo arte egipcio con un espíritu de renovación. En las artes figurativas el relieve rehundido tuvo una de sus mejores manifestaciones, reutilizando las técnicas del Imperio Nuevo, con un carácter verdaderamente original. Los sarcófagos saítas están labrados en bloques de piedra dura maciza, con escenas cinceladas por un trazo suave que les proporciona una sutileza inigualable, tal como se aprecia en el sarcófago del sacerdote Tao (Museo del Louvre, París).
La aplicación del relieve rehundido a las superficies arquitectónicas volvería a alcanzar gran belleza y depuración en los templos ptolemaicos de Edfú, Filae y Denderah.

Las artes decorativas en el antiguo Egipto

Detalle de las pinturas de la tumba de Nefertari
El arte egipcio se interesaba por la perfección de la forma en cualquiera de sus manifestaciones. Los objetos de culto y de uso cotidiano se adaptaron pues a las funciones a las que estaban destinados. Estéticamente se otorgaba primacía a la calidad del material y a la simplicidad de las formas. El valor del objeto era mayor con una ornamentación adecuada, que, en el refinado gusto egipcio, fue preferentemente zoomorfa.
Durante el Imperio Nuevo se produjo una gran profusión decorativa. Para la previsión de materiales Egipto creó una red de intercambio comercial y de suministro permanente con otras regiones. Así, la madera se importaba de Biblos (Fenicia); las minas del Sinaí proporcionaban cobre y turquesas; el lapislázuli era transportado desde Mesopotamia. El oro, en cambio, se extraía del limo del Nilo. Cuando se agotó, se importó desde Nubia. El intercambio de minerales obedecía también a su carácter mágico. En la civilización egipcia fue además habitual el tráfico e intercambio de fetiches, amuletos y demás piedras preciosas, destinados a conferir fuerza y protección a su portador.
La riqueza era una salvaguarda de la inmortalidad y acompañaba a los difuntos en la otra vida; de ahí el que los difuntos se enterrasen con objetos materiales de todo tipo, desde muebles hasta pequeños peines o joyas. El hallazgo de la tumba del faraón Tutankhamón, de la XVIII dinastía, a principios de siglo XX sorprendió por la extraordinaria abundancia de oro que cubría estatuas, muebles y múltiples enseres. Es el ajuar funerario más completo de cuantos se han hallado y es una muestra del refinamiento y el gusto exquisito con que los poderosos preparaban su última morada, espejo de la vida real. 
Los objetos de tocador, paletas de afeites, espátulas y píxides, estaban bellamente decorados con piezas zoomorfas y antropomorfas, talladas en madera o marfil. Numerosas cucharas de afeites, como La nadadora (Museo del Louvre, París) combinan figura humana y animal en una adaptación perfecta de forma y función. En este caso el cuerpo de una joven se convierte en mango y el plumaje de un pato se abre para contener el recipiente de ungüentos.


La orfebrería egipcia  

Cuchara de afeite llamada La Nadadora (Museo del Louvre, París)
El oro es el metal cuyas características naturales -maleabilidad, brillo e inalterabilidad- se ajustan mejor a las exigencias de la orfebrería egipcia. Este metal se empleó con verdadera profusión, tanto en orfebrería como aplicado en chapados sobre madera, piedra u otros materiales. Era el símbolo de la carne divina, el color de la eternidad. Con él se cubrían las máscaras de las momias y los sarcófagos de madera. En el Imperio Nuevo, el pago tributario de las zonas conquistadas prodigó el uso del oro para todo tipo de adornos y piezas de orfebrería. Menos profuso fue el uso de la plata y el cobre. 
Las joyas (anillos, pendientes, collares o brazaletes) fueron ornamento sin distinción de sexo, que tenía formas caprichosas. Se han conservado ejemplares desde el Imperio Antiguo. Cabe mencionar las cuentas de collar -en barro cocido vidriado y en oro-; o los brazaletes de la tumba de Heteferes, que presentan delicadas formas de mariposas e incrustaciones de lapislázuli, jaspe y también turquesas. 
En el Imperio Medio se llega a la máxima perfección y elegancia de las piezas de orfebrería. Destacan las diademas de la princesa Khemet, formadas por finísimos hilos de oro que configuran motivos florales con incrustaciones de lapislázuli, turquesa y cornalina. En esta época se instauró la moda de un cuello con hombreras, ideado en un principio para protegerse del Sol. 
Posteriormente, se convirtió en complemento de la indumentaria y en signo distintivo de estatus social. Se compone de anillos concéntricos de metal y cuero entrelazados entre sí con numerosas piedras preciosas. Los más bellos ejemplos pertenecieron a Sesostris I y Sesostris III. En la tumba de Tutankhamón se halló un hermoso ejemplar, en forma de escarabajo alado, en oro y lapislázuli. 
Durante el Imperio Nuevo el gusto por las formas recargadas desarrolló la filigrana que se aplicó a la ornamentación de inspiración asiática, con abundante incrustación de piedras de luminosos colores hechas con pasta de vidrio. Los anillos y brazaletes de Ramsés II, con figurillas zoomorfas de bulto redondo, son unos de los mejores ejemplares.
Las técnicas en el tratamiento del metal para la producción de vasijas y otros objetos fueron muy elaboradas. Se aplicó, con gran maestría, tanto el cincelado como la taracea, la incrustación y la filigrana. La cabeza de Horus en oro y obsidiana (Museo Egipcio, El Cairo) procedente de Hieracómpolis, de la VI dinastía, es uno de los más refinados trabajos de orfebrería, equiparable además a una pieza de escultura.

Cerámica y objetos de vidrio en el antiguo Egipto

Desde la época predinástica se emplearon materiales duros para la creación de vasos, cuencos y jarras. Se trabajó el basalto, la diorita y la obsidiana. También se utilizaba el alabastro, más mórbido y con cualidades translúcidas, que proporciona una especial delicadeza a las formas. Una de las piezas más significativas es la gran copa de alabastro (Museo Egipcio, El Cairo), procedente de la tumba de Tutankhamón, que tiene forma de cáliz.
El vidrio coloreado comenzó a producirse desde el Imperio Medio, empleándose para los recipientes libatorios y las vasijas. Las piezas más características son copas de tonos azules con decoración figurativa de aves y plantas en líneas negras. Los vasos con formas de flor de loto y de granada tienen una gama cromática más variada, pues se incorporó la técnica de soldadura de varillas vítreas de diferentes tonos. 
La cerámica vidriada se empleó para la realización de colgantes y amuletos, así como recipientes y ladrillos, que se utilizaban como revestimiento de paramentos interiores. Una de las cámaras subterráneas del complejo funerario de Djoser (III dinastía) está decorada con azulejos de color azul y su forma imita un entramado de cañas.

La importancia del mobiliario en Egipto  

El mobiliario pequeño en madera era abundante en las casas y en las salas de recepciones de los palacios. Se empleaban materiales de gran calidad y riqueza. El ébano era una de las maderas más apreciadas por los egipcios. Importada del Sudán, se combinaba con incrustaciones de marfil, vidrio y pedrería. Otras maderas, como el cedro, el ciprés y el pino, procedían de Siria y el Líbano.
El mobiliario era muy variado. Había sillones con respaldo y sillas de tijera. También se fabricaron arcones, cajas y armarios. El mobiliario hallado en las tumbas tenía un carácter ceremonial, por lo que debió ser más suntuoso que el de uso corriente. Los montantes y patas de todos los muebles estaban decorados con formas animales reproduciendo garras y cabezas, sobre todo de toro y león. Los respaldos altos de los sillones estaban también decorados con grabados en metal repujado (oro, plata y cobre), en cuero y con incrustaciones de piedras preciosas reproduciendo escenas. El ejemplar más exquisito que se conserva es el trono de Tutankhamón, totalmente chapado en oro, con patas y cabeza de león. En el respaldo hay una escena que representa la pareja real.
La mayor suntuosidad que adquiere la ornamentación en el Imperio Nuevo no desmerece la elegancia y calidad que caracteriza al arte de la ebanistería del antiguo Egipto. En este sentido, los sarcófagos reales de madera son una muestra de la extraordinaria riqueza que encerraban las tumbas de los faraones. Eran tallas antropomorfas cubiertas de láminas de oro con incrustaciones de lapislázuli y pasta vítrea. Destaca el sarcófago de Tutankhamón, que representa al rey como Osiris y se encuentra totalmente recubierto de oro. Los sarcófagos que no estaban destinados a un faraón ni a un miembro de la familia real eran más austeros. De forma rectangular, éstos presentaban una decoración pictórica que cubría totalmente su superficie.

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