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Confesiones, Libro VIII, capitulo XII
Cómo se convirtió de todo punto, amonestado de una voz del cielo
28. Luego que por medio de estas profundas reflexiones se conmovió hasta lo más oculto y escondido que había en el fondo de mi corazón, y junta y condensada toda mi miseria, se elevó cual densa nube, y se presentó a los ojos de mi alma, se formó en mi interior una tempestad muy grande, que venía cargada de una copiosa lluvia de lágrimas. Para poder libremente derramarla toda, y desahogarme en sollozos y gemidos que le correspondían, me levanté de donde estaba con Alipio, conociendo que para llorar me era la soledad más a propósito, y así me aparté de él cuanto era necesario, para que ni aun su presencia me estorbase. Tan grande era el deseo que tenía de llorar entonces. Bien lo conoció Alipio, pues no sé qué dije al tiempo de levantarme de su lado, que en el sonido de la voz se descubría que estaba cargado de lágrimas y como reventado por llorar, lo que a él le causó extraordinaria admiración y espanto, y le obligó a quedarse soto en el mismo sitio en que habíamos estado sentados.
Yo fui, y me eché debajo de una higuera; no sé cómo ni en qué postura me puse; mas soltando las riendas a mi llanto, brotaron de mis ojos dos ríos de lágrimas, que Vos, Señor, recibisteis como sacrificio que es de vuestro agrado. También hablando con Vos decía muchas cosas entonces, no sé con qué palabras, que si bien eran diferentes de éstas, el sentido y concepto era lo mismo que si dijera: Y Vos, Señor, ¿hasta cuándo?, ¿hasta cuándo habéis de mostraros enojado? No os acordéis ya jamás de mis maldades antiguas. Porque conociendo yo que mis pecados eran los que me tenían preso, decía a gritos con lastimosas voces: ¿Hasta cuándo, hasta cuándo ha de durar el que yo diga, mañana, y mañana? ¿Pues por qué no ha de ser desde luego. y en este día?, ¿por qué no ha de ser en esta misma hora el poner fin a todas mis maldades?
29. Estaba yo diciendo esto y llorando con amarguísima contrición de mi corazón, cuando he aquí que de la casa inmediata oigo una voz como de un niño o niña, que cantaba y repetía muchas veces: Toma y lee, toma y lee. Yo mudando de semblante me puse luego al punto a considerar con particularísimo cuidado, si por ventura los muchachos solían cantar aquello o cosa semejante en alguno de sus juegos, y de ningún modo se me ofreció que lo hubiese oído jamás. Así, reprimiendo el ímpetu de mis lágrimas me levanté de aquel sitio, no pudiendo interpretar de otro modo aquella voz, sino como una orden del cielo, en que de parte de Dios se me mandaba que abriese el libro de las Epístolas de San Pablo, y leyese el primer capítulo que casualmente se me presentase. Porque había oído contar del santo abad Antonio, que entrando por casualidad en la iglesia al tiempo que se leían aquellas palabras del Evangelio: Vete, vende todo lo que tienes y dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo, y después sígueme, él las había entendido como si hablaran con él determinadamente, y obedeciendo a aquel oráculo, se había convertido a Vos sin detención alguna. Yo, pues, a toda prisa volví al lugar donde estaba sentado Alipio, porque allí había dejado el libro del Apóstol, cuando me levanté de aquel sitio. Agarré el libro, le abrí, y leí para mí aquel capítulo que primero se presentó a mis ojos, y eran estas palabras: "No en banquetes ni embriagueces, no en vicios y deshonestidades, no en contiendas y emulaciones, sino revestíos de nuestro Señor Jesucristo, y no empleéis vuestro cuidado en satisfacer los apetitos del cuerpo". No quise leer más adelante, ni tampoco era menester, porque luego que acabé de leer esta sentencia, como si se me hubiera infundido en el corazón un rayo de luz clarísima se disiparon enteramente todas las tinieblas de mis dudas.
30. Entonces cerré el libro, dejando metido un dedo entre las hojas para notar el pasaje, o no sé si puse algún otro registro, y con el semblante ya quieto y sereno le signifiqué a Alipio lo que me pasaba. Y él, para darme a entender lo que también te había pasado en su interior, porque yo estaba ignorante de ello, lo hizo de este modo: Pidió que le mostrase el pasaje que yo había leído, se lo mostré y él prosiguió más adelante de lo que yo había leído; no sabía yo qué palabras eran las que se seguían; fueron éstas: Recibid con caridad al que todavía está flaco en la fe. Lo cual se lo aplicó a sí, y me lo manifestó. Pero él quedó tan fortalecido con esta especie de aviso y amonestación del cielo, que sin turbación ni detención alguna se unió a mi resolución y buen propósito, que era tan conforme a la pureza de sus costumbres, en que habla mucho tiempo que me llevaba él muy grandes ventajas. Desde allí nos entramos al cuarto de mi madre, y contándola el suceso como por mayor, se alegró mucho desde luego; pero refiriéndole por menor todas las circunstancias con que había pasado, entonces no cabía en sí de gozo, ni sabía qué hacerse de alegría, ni tampoco cesaba de bendeciros y daros gracias. Dios mío, que podéis darnos mucho más de lo que os pedimos y de lo que pensamos, viendo que le habíais concedido mucho más de lo que ella solía suplicaros para mí por medio de sus gemidos y afectuosas lágrimas. Pues de tal suerte me convertisteis a Vos, que ni pensaba ya en tomar el estado del matrimonio, ni esperaba cosa alguna de este siglo, además de estar ya firme-en aquella regla de la fe, en que tantos años antes le habíais revelado que yo estaría. Así trocasteis su prolongado llanto en un gozo mucho mayor que el que ella deseaba, y mucho más puro y amable que el que ella pretendía en los nietos carnales que de mí esperaba. (La conversión de San Agustín al cristianismo sucedió hacia fines de agosto oprincipios de septiembre del año 386.)
(San Agustín, Confesiones, Madrid, EDAF, 1969)
Confesiones, libro X. capítulo VI
Qué cosa es la que se ama cuando se ama a Dios, y cómo por las criaturas se llega a conocer al Criador
8. Yo, Señor, sé con certeza que os amo y no tengo duda en ello. Heristeis mi corazón con vuestra palabra, y luego al punto os amé. Además de esto, también el cielo, la tierra y todas las criaturas que en ellos se contienen, por todas partes me están diciendo que os ame, y no cesan de decírselo a todos los hombres, de modo que no pueden tener excusa si lo omiten.
Pero el más alto y seguro principio de ese amor, es que Vos usáis con ellos de vuestra misericordia, haciendo que os amen aquellos con quienes habéis determinado ser misericordioso. Concedéis por vuestra piedad que os tengan amor, los que por misericordia vuestra teníais escogidos para que os amaran; sin lo cual serían tan inútiles las voces con que el cielo y la tierra se explican incesantemente en vuestras alabanzas, como si las dijeran a los sordos.
Pero ¿qué es lo que yo amo cuando os amo? No es hermosura corpórea ni bondad transitoria, ni luz material agradable a estos ojos; no suaves melodías de cualesquiera canciones; no la gustosa fragancia de los flores, ungüentos o aromas; no la dulzura del maná, o la miel, ni finalmente, deleite alguno, que pertenezca al tacto o a otros sentidos del cuerpo.
Nada de eso es lo que amo, cuando amo a mi Dios; y no obstante eso, amo una fragancia, un cierto manjar y un cierto deleite cuando amo a mi Dios, que es la luz, melodía, fragancia, alimento y deleite de mi alma. Resplandece entonces en mi alma una luz que no ocupa lugar; se percibe un sonido que no lo arrebata el tiempo; se siente una fragancia que no la esparce el aire; se recibe gusto de un manjar que no se consume Comiéndose; se posee estrechamente un bien tan delicioso, que por más que se goce y se sacie el deseo, nunca puede dejarse por fastidio. Pues todo esto es lo que amo, cuando amo a mi Dios.
9. Pero ¿qué viene a ser esto? Yo pregunté a la tierra y respondió: No soy yo eso; y cuantas cosas se contienen en la tierra me respondieron lo mismo. Pregunté al mar y a los abismos, y a todos los animales que viven en las aguas, y respondieron: No somos tu Dios; búscale más arriba de nosotros. Pregunté al aire que respiramos y respondió todo él con los que le habitan: Anaxímenes se engaña, porque no soy tu Dios. Pregunté al cielo, sol, luna y estrellas, y me dijeron: Tampoco somos nosotros ese Dios que buscáis. Entonces dije a todas las cosas que por todas partes rodean mis sentidos: Ya que todas vosotras me habéis dicho que no sois mi Dios, decidme por lo menos algo de él. Y con una gran voz clamaron todas: ÉL es el que nos ha hecho.
Estas preguntas que digo yo que hacía a todas las criaturas, era sólo mirarlas yo atentamente y contemplarlas; y las respuestas que digo me daban ellas, es sólo presentárseme todas con la hermosura y orden que tienen en sí mismas.
Después de esto, volviendo hacia mí la consideración, me pregunté a mí mismo: Tú ¿qué eres?, y me respondí: soy hombre. Y bien claramente conozco que soy un todo compuesto de dos partes, cuerpo y alma, tina de las cuales es visible y exterior, y la otra invisible e interior. ¿Y de las dos es de las que debo valerme para buscar a mi Dios, después de haberle buscado recorriendo todas las criaturas corporales que hay desde la tierra al cielo, hasta donde pude enviar por mensajeros los rayos visuales de mis ojos? No hay duda en que la parte interior es la mejor y más principal, pues ella era a quien todos los sentidos corporales que habían ido por mensajeros, referían las respuestas que daban las criaturas, y la que como superior juzgaba de la que habían respondido cielo y tierra, y todas las cosas que hay en ellos diciendo: Nosotras no somos Dios, pero somos obra suya. El hombre interior que hay en mí, es el que recibió esta respuesta y conoció esta verdad, mediante el ministerio del hombre exterior. Es decir, que yo considerado según la parte interior de que me compongo, yo mismo, en cuanto al alma, conocí estas cosas por medio de los sentidos de mi cuerpo. Pregunté por mi Dios a toda esta grande máquina del mundo y me respondió: Yo no soy Dios, pero soy hechura suya.
10. Esta hermosura y orden del universo ¿no se presenta igualmente a todos los que tienen cabales sus sentidos? Pues ¿cómo a todos no les responde eso mismo? Todos los animales, desde los más pequeños hasta los mayores, ven esta hermosa máquina del universo; pero no pueden hacerle aquellas preguntas, porque no tienen entendimiento, que como superior juzgue de las noticias y especies que traen los sentidos. Los hombres sí que pueden ejecutarlo, y por el conocimiento de estas criaturas visibles pueden subir a conocer las perfecciones invisibles de Dios; aunque sucede que, llevados del amor de estas cosas visibles, se sujetan a ellas como esclavos; y así no pueden juzgar de las criaturas, pues para eso habían de ser superiores a ellas. Ni estas cosas visibles responden a los que solamente les preguntan, sino a los que al mismo tiempo que preguntan, saben juzgar de sus respuestas. Ni ellas mudan su voz, esto es, su natural hermosura, ni respecto de uno que no hace más que verlas, ni respecto de otro, que además de esto se detiene a preguntarles, no es que a aquél parezcan de un modo y a éste de otro, sino que presentándose a entrambos con igual hermosura, hablan con el uno y son mudas para con el otro, o por mejor decir, a entrambos y a todos hablan; pero solamente las entienden los que saben cotejar aquella voz que perciben por los sentidos exteriores, con la verdad que reside en su interior.
Esta verdad es la que me dice: No es tu Dios el cielo ni la tierra, ni todo lo demás que tiene cuerpo. La misma naturaleza de las cosas corporales, a cualquiera que tenga ojos para verlas, le está diciendo: Esto es una cantidad abultada; y ésta precisamente es menor en la parte que en el todo. De aquí se infiere, que tú, alma mía, eres mejor que todo lo corpóreo, porque tú animas esa abultada cantidad de tu cuerpo, y le das la vida que goza; lo que cuerpo ninguno puede hacer con otro cuerpo. Pero tu Dios está tan lejos de ser corpóreo, que aun respecto de ti, que eres vida del cuerpo, es Dios tu vida.
La ciudad de Dios, libro XIX, capítulo XII
La paz, aspiración suprema de los seres
Quienquiera que repare en la cosas humanas y en la naturaleza de las mismas, reconocerá conmigo que, así como no hay nadie que no quiera gozar, así no hay nadie que no quiera tener paz. En efecto, los mismos amantes de la guerra no desean más que vencer, y, por consiguiente, ansían llegar guerreando a una paz gloriosa. Y ¿qué es la victoria más que la sujeción de los rebeldes? Logrado este efecto, llega la paz. La paz es, pues, también el fin perseguido por quienes se afanan en poner a prueba su valor guerrero presentando guerra para imperar y luchar. De donde se sigue que el verdadero fin de la guerra es la paz. El hombre, con la guerra, busca la paz; pero nadie busca la guerra con la paz. Aun los que perturban la paz de intento, no odian la paz, sino que ansían cambiarla a su capricho.
Su voluntad no es que haya paz, sino que la paz sea según su voluntad. Y si llegan a separarse de otros por alguna sedición, no ejecutan su intento si no tienen con sus cómplices una especie de paz. Por eso los bandoleros procuran estar en paz entre sí, para alterar con más violencia y seguridad la paz de los demás. Y si hay algún salteador tan forzudo y enemigo de compañías que no se confíe y saltee y mate y se dé al pillaje él solo, al menos tiene una especie de paz, sea cual fuere, con aquellos a quienes no puede matar y a quienes quiere ocultar lo que hace. En su casa procura vivir en paz con su esposa, con los hijos, con los domésticos, si los tiene, y se deleita en que sin chistar obedezcan a su voluntad. Y si no se le obedece, se indigna, riñe y castiga, y si la necesidad lo exige, compone la paz familiar con crueldad. Él ve que la paz no puede existir en la familia si los miembros no se someten a la cabeza, que es él en su casa. Y si una ciudad o pueblo quisiera sometérsele como deseaba que le estuvieran sujetos los de su casa, no se escondiera ya como ladrón en una caverna, sino que se engallaría a vista de todos, pero con la misma cupididad y malicia. Todos desean, pues, tener paz con aquellos a quienes quieren gobernar a su antojo. Y cuando hacen la guerra a otros hombres, quieren hacerlos suyos, si pueden, e imponerles luego las condiciones de su paz.
Todos, incluso los animales, aspiran a la paz
Supongamos a uno descrito con las pinceladas de la fábula y de los poetas. Quizá por su invariable fiereza prefirieron llamarle semihombre a hombre. Su reino sería la espantosa soledad de un antro desierto, y su malicia tan enorme, que recibió el nombre griego xaxos (malo). Sin esposa con quien tener charlas amorosas, ni hijos pequeñitos que alegraran sus días, ni mayores a quienes mandara. No gozaba de la conversación de algún amigo, ni siquiera de Vulcano, su padre, más feliz al menos que este dios, porque él no engendró otro monstruo semejante. Lejos de dar nada a nadie, robaba a los demás cuando y cuanto podía y quería. Y, sin embargo, en su antro solitario, cuyo suelo, según el poeta, siempre estaba regado de sangre, sólo anhelaba la paz, un reposo sin molestias ni turbación de violencia o miedo. Deseaba también tener paz con su cuerpo, y cuanta más tenía, tanto mejor le iba. Mandaba a sus miembros, y éstos obedecían. Y con el fin de pacificar cuanto antes su mortalidad, que se revelaba contra él por la indigencia y el hambre, que se coligaban para disociar y desterrar el alma del cuerpo, robaba, mataba y devoraba. Y aunque inhumano y fiero, miraba, con todo, inhumana y ferozmente por la paz de su vida y salud. Si quisiera tener con los demás esa paz que buscaba tanto para sí en su caverna y en sí mismo, ni se llamara malo, ni monstruo ni semihombre. Y si las extrañas formas de su cuerpo y el torbellino de llamas vomitado por su boca apartó a los hombres de su compañía, era cruel no por deseo de hacer mal, sino por necesidad de vivir. Mas éste no ha existido o, lo que es más creíble, no fue tal cual lo pinta el poeta, porque, si no alargara tanto la mano en acusar a Caco, serían pocas las alabanzas de Hércules. Este hombre, o por mejor decir, este semihombre, no existió, como tantas otras ficciones de los poetas. Porque aun las fieras más crueles -y éste participó también de esa fiereza, se llamó semifiera- custodian la especie con cierta paz, cohabitando, engendrando, pariendo y alimentando a sus hijos, a pesar de que con frecuencia son insociables y solívagas, son no como las ovejas, los ciervos, las palomas, los estorninos y las abejas, sino como los leones, las raposas, las águilas y las lechuzas. ¿Qué tigre hay que no ame blandamente a sus cachorros y, depuesta su fiereza, no los acaricie? ¿Qué milano, por más solitario que vuele sobre la presa, no busca hembra, hace su nido, empolla los huevos, alimenta sus polluelos y mantiene como puede la paz en su casa con su compañera, como una especie de madre de familia? ¡Cuánto más es arrastrado el hombre por las leyes de su naturaleza a formar sociedad con todos los hombres y a lograr la paz en cuanto esté de su parte! Los malos combaten por la paz de los suyos, y quieren someter, si es posible, a todos, para que todos sirvan a uno solo. ¿Por qué? Porque desean estar en paz con él, sea por miedo, sea por amor. Así, la soberbia imita perversamente a Dios. Odia bajo él la igualdad con sus compañeros, pero desea imponer su señorío en lugar de él. Odia la paz justa de Dios y ama su injusta paz propia. Es imposible que no ame la paz, sea cual fuere. Y es que no hay vivir tan contrario a la naturaleza que borre los vestigios últimos de la misma.
La paz es indispensable incluso en aquello que no tiene orden
El que sabe anteponer lo recto a lo torcido, y lo ordenado a lo perverso, reconoce que la paz de los pecadores, en comparación con la paz de los justos, no merece ni el nombre de paz. Lo que es perverso o contra el orden, necesariamente ha de estar en paz en alguna, de alguna y con alguna parte de las cosas en que es o de que consta. De lo contrario, dejaría de ser. Supongamos un hombre suspendido por los pies, cabeza abajo. La situación del cuerpo y el orden de los miembros es perverso, porque está invertido el orden exigido por la naturaleza, estando arriba lo que debe estar naturalmente abajo. Este desorden turba la paz del cuerpo, y por eso es molesto. Pero el alma está en paz con su cuerpo y se afana por su salud, y por eso hay quien siente el dolor. Y si, acosada por las dolencias, se separara, mientras subsista la trabazón de los miembros, hay alguna paz entre ellos, y por eso aún hay alguien suspendido. El cuerpo terreno tiende a la tierra, y al oponerse a eso su atadura, busca el orden de su paz y pide en cierto modo, con la voz de su peso, el lugar de su reposo. Y, una vez exánime y sin sentido, no se aparta de su paz natural, sea conservándola, sea tendiendo a ella. Si se le embalsama, de suerte que se impida la disolución del cadáver, todavía une sus partes entre sí cierta paz, y hace que todo el cuerpo busque el lugar terreno y conveniente y, por consiguiente, pacífico. Empero, si no es embalsamado y se le deja a su curso natural, se establece un combate de vapores contrarios que ofenden nuestro sentido. Es el efecto de la putrefacción, hasta que se acople a los elementos del mundo y retorne a su paz pieza a pieza y poco a poco. De estas transformaciones no se sustrae nada a las leyes del supremo Creador y Ordenador, que gobierna la paz del universo. Porque, aunque los animales pequeños nazcan del cadáver de animales mayores, cada corpúsculo de ellos, por ley del Creador, sirve a sus pequeñas almas para su paz y conservación. Y aunque unos animales devoren los cuerpos muertos de otros, siempre encuentran las mismas leyes difundidas por todos los seres para la conservación de las especies, pacificando cada parte con su parte conveniente, sea cualquiera el lugar, la unión o las transformaciones que hayan sufrido.
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