Dos de ellos tienen un patio común, de la misma manera como en el templo de Assur, pero los tres presentan la misma planta, combinadas hábilmente las tres celias con sus dependencias respectivas, en completo aislamiento las unas de las otras. En la parte posterior de estos edificios religiosos se encuentra el magnífico zigurat de siete pisos, que Botta desenterró de entre los escombros y ladrillos que lo cubrían. Los pisos inferiores del zigurat estaban casi absolutamente intactos y tenían las fachadas estriadas, revestidas con estuco pintado de diferentes colores. Para Botta, el zigurat era todavía un observatorio, por la tradición de haber cultivado las ciencias astronómicas los sacerdotes mesopotámicos; pero no cabe la menor duda de que era una dependencia litúrgica de los templos. El verdadero santuario estaba en lo alto del zigurat, donde el dios tenía la morada cuando condescendía a visitar el lugar santo. Así se desprende de la Biblia y de lo que explica Herodoto al tratar del templo de Marduk en Babilonia. Así era en los zigurats sumerios, en el templo doble de Assur, y así debió de ser también en Jorsabad.
Todos los palacios reales asirios tenían esta singular construcción religiosa adherida al edificio. Layard exploró inútilmente, con catas y minas transversales, la montaña de escombros que ocupa el lugar del zigurat del palacio de Qujundjiq, construido en el interior del recinto amurallado de Nínive. Creía él que serviría de sepultura real, como las pirámides egipcias, pero era completamente macizo.
Los palacios reales asirios no tienen aberturas exteriores: una inmensa muralla los rodea, aislándolos por completo; sólo se abren en el grueso del muro sus características puertas, con los toros alados y los ensanchamientos de las entradas.
Por otro lado, los palacios, construidos con arcilla sin cocer, han perdido sus partes superiores que, por lo general, se han hundido y con su masa rellenan ahora el interior de las cámaras; pero los basamentos de las puertas, con los toros esculpidos en piedra, se conservaron casi intactos.
Senaquerib, el hijo de Sargón, que reinó entre los años 705 y 681 a.C, relata en una crónica real, además de sus conquistas, los colosales trabajos que hubo de emprender para transformar a Nínive, de pequeña ciudad que había sido hasta entonces, en la capital fortificada que los monarcas asidos, sus sucesores, tuvieron por inexpugnable. Un antiguo palacio que ya existía en Nínive lo arrasó Senaquerib completamente para construir el nuevo en el mismo emplazamiento. “La plataforma del palacio la hice mayor, y con grandes piedras labradas protegí sus partes altas. Cámaras de oro y plata, cristal de roca, alabastro y marfil, labré para habitación de mi dios y señor.”
Obelisco de piedra negra de Salmanasar III (Museo Británico, Londres). Esculpido en el año 827 a.C, este relieve hallado en el palacio de Kalakh muestra un hecho histórico protagonizado por el rey Jehú de Samaria, en el centro de la escena, arrodillado a los pies de Salmanasar III. Contrariamente, la Biblia describe al rey Jehú como un guerrero valeroso y temible.
Introducción
La civilización y el arte asirio disfrutaron un notable florecimiento ostentando ciertamente características originales. La expansión y la dominación política y militar marcarán con su impronta, dura, las múltiples producciones de un régimen autoritario que no retrocedía ante nada para conseguir sus fines. Una edad de hierro, en toda la acepción de este término. Desde el Tigris al Nilo, y desde Nínive hasta la Tebas “de las cien puertas”, la gran ola se extendió derribando todos los obstáculos. Aunque el universo parecía dominado para muchos siglos, los vencedores se hundirán, con la misma rapidez bajo el ataque de los Neobabilónicos y de los Medos.
Sus realizaciones se muestran, pese a la multiplicación, que es la suerte de los vencidos, impresionantes: Palacios gigantescos, ornamentación escultórica a escala de la arquitectura. Sin duda, todo se inspiraría con fines propagandísticos : había que convencer e impresionar.
LOS ASIRIOS (1245-606 a. de J. C.)
Los Asirios, que serán ahora quienes impondrán su ley a un mundo que ya había estado bajo otras muchas dominaciones, no eran en él unos extraños. Ninguno de los amos que, desde hacía unos dos mil años, habían impuesto su dominio sobre Mesopotamia, podría ostentar una antigüedad semejante a la suya. Ya en los orígenes de la historia, se les halla establecidos en la región del Alto Tigris. Y cuando, en el siglo viii a. de J. C., un escriba se puso a grabar en una tabla la lista de los reyes asirios, se encontró con que, por la documentación que se le facilitó, tenía que escribir, uno tras otro, 107 nombres de soberanos. A estos hay que añadir otros 9 para llegar a la cifra de 116 reyes, que fueron los que ocuparon el trono de Asur, desde los orígenes hasta la ruina del imperio. Continuidad semejante no se da en ninguna otra parte y se halla a mucha distancia de los 2 reyes de Accad, de los 5 de la III dinastía de Ur, de los 2 de la I dinastía de Babilonia e, incluso, de los 36 reyes kassitas. No obstante, conviene señalar que esa impresionante serie asiria no significa, en absoluto, una independencia continua, ni mucho menos la hegemonía. Asur y Nínive hubieron de sufrir la conquista extranjera: los Accadios y los Sumerios de Ur tuvieron guarniciones en dichas ciudades y se comportaron en ellas como señores. Pero Asiria no por eso dejó de subsistir. Dio pruebas de su dinamismo cuando gentes suyas fundaron en Anatolia factorías, donde prosperaron, desde finales del III milenio y principios del II, muchas y florecientes colonias.
Asiria participó de la civilización mesopotámica, y la llevó al extranjero, al tiempo que adoptaba para sí, sin modificación alguna, sus manifestaciones plásticas. El templo de Ishtar, en Asur, nos ha proporcionado una estatuaria presargónica, intercambiable con la que conocemos por Man, el Diyala o Lagash. La estatua acéfala, que a veces se atribuye a Zariqum, estaba enteramente dentro de la tradición de Gudea. Cosa normal, ya que los habitantes de la parte alta del país no tenían motivo alguno para resistirse a la mágica atracción de una civilización desarrollada en la llanura hacia donde bajaba el río, cuyas orillas septentrionales ocupaban ellos.
Con Shamshi-Adad I (o Shamsi-Addu) fue cuando, seguramente, Asiria debió de adquirir conciencia de su verdadera fuerza y del nuevo destino que el futuro le reservaba. Las tabletas de Man han sacado a plena luz a este soberano que, durante treinta y tres años, no solo tuvo el lenguaje de un gran jefe, sino que, además, añadió los hechos a las palabras. Con la ocupación de Man, donde estableció a uno de sus hijos, a Iasmah-Adad, el rey de Asur creó un imperio que abarcaba al Tigris y al Eufrates y se extendía más allá de esos dos ríos. A esta época (siglo xviii a. de J. C.) hay que atribuir, a juicio nuestro, el origen del plan de hegemonía que la dinastía asiria impulsó hasta el limite extremo de sus posibilidades y de su voluntad. Pero no la logró al primer intento. Para contrarrestarla, estaba, en primer lugar, nada menos que Hammurabi, así como también la presencia de los Kassitas, juntamente con la de los Mitannios, más peligrosos todavía, pues su ambición los había llevado hasta el Tigris.
Los Asirios tuvieron que doblegarse, pero pronto se desembarazaron de ellos, aprovechando hábilmente las complicaciones internacionales que, de manera providencial para ellos, despejaron la situación.
Lo cual, en el siglo XIII a. de J. C., era asunto ya terminado. En ese triángulo natural, del que el Tigris y el Gran Zab son dos de los lados, un estado completamente renovado y endurecido por el esfuerzo se hallaba dispuesto a emprender la lucha. La raza era belicosa. El clima, más rudo que en la zona baja, pero menos agotador, pues no había que soportar un calor húmedo, consuntivo y deprimente, contribuyó también por su parte. Pero, más que nada, fueron sus jefes, que a imagen de sus predecesores se enorgullecían de no detenerse ante ninguna ciudad fuerte, quienes forjaron el instrumento decisivo: un ejército disciplinado y superiormente equipado.
Estaban, pues, reunidas todas las condiciones necesarias para pasar a la acción.
No es preciso trazar aquí las etapas de esta conquista del mundo, ni la progresión implacable que llevó, de rey en rey, y, dentro de cada reinado, de año en año, cada vez más lejos, hacia el Occidente, a los ejércitos de Nínive y Asur. Bástenos con indicar sus puntos extremos: el golfo Pérsico y el Elam, al Este; las montañas de Armenia, en el Norte; el Mediterráneo y la isla de Chipre, en el Oeste; Egipto, la Tebas de las cien puertas y los desiertos de Arabia, en el Sur. Jamás un pueblo había ido tan lejos de sus fronteras en son de conquista.
La civilización y el arte marcharon al unísono de esta conmoción política. Y no habiéndose producido siempre la progresión con el mismo ritmo, puédense observar las dos siguientes grandes fases: una, desde el siglo XIII hasta los alrededores del año 1000, y otra, desde el año 1000 hasta la ruina de Nínive en 612 antes de J. C. La primera va desde la emancipación local y regional hasta el comienzo de las grandes expediciones militares fuera de Mesopotamia. Dos nombres de soberanos: Tukulti-Ninurta I (1243-1207), que venció a Babilonia, y Tiglatpileser (1112-1074), que llegó hasta el Mediterráneo. La segunda vio la prosecución y extensión de la hegemonía, más dura cada vez, y cada vez más extendida, con marcha acelerada. Existió una verdadera pléyade de reyes que coleccionó campañas, desde Assurnasirpal II (883-859) a Assurbanipal (668-631), hasta el desastre final, es decir, la caída de Nínive (612 a. de J. C.). Si no se tiene continuamente presente este panorama histórico, no se llega a comprender nada de la civilización y del arte asirios. El desarrollo de aquella y la inspiración de este se hallan en estrecha y directa dependencia de lo que ocurría en los campos de batalla. Se vive ya, en toda la línea y en todos los sentidos del término, dentro de la edad del hierro. La piedad para los Asirios es una palabra sin sentido. Toda su voluntad está dirigida hacia el éxito y este será buscado por todos los medios.
Parece como si, primeramente, se hubiera procurado lograr el concurso incondicional de los dioses. Tukulti-Ninurta I no rehuye el hacerse representar, en varias ocasiones, en actitud de orante. Varios altares de piedra están ornamentados con relieves, en los que se le ve, en un caso, en pie entre dos acólitos que sostienen un largo astil, con un disco radiado encima; en otro, silueteado en dos posturas diferentes, en pie y de rodillas, ante el altar de Nusku.
No ha habido monarca, antes de él, que haya mostrado tanta humildad. Los reyes juntaban las manos. Pero no se arrodillaban nunca. Lo que más llama la atención es que la divinidad resulta invisible. No se presenta más que por medio de su símbolo, sean animales u objetos inanimados. Esto se observa también en otras representaciones: un rey se dirige hacia la puerta de un templo, y sobre un altar se ve al perro de la diosa Gula; o bien, en otras ocasiones, se ven peces, cabras, animales emblemáticos de Ea. Tal reserva no es, en absoluto, accidental. Responde a una intención, así como a una modificación de las concepciones teológicas.
Los Asirios, no obstante, seguían siendo fieles a las tradiciones. Asur, que, hacia esta época, es la ciudad que mejor conocemos, estaba poblada de santuarios dedicados a las viejas divinidades mesopotámicas: Ishtar, Sin, Shamash, Anu y Ea, a las cuales hay que añadir Adad, dios de la tempestad, y Asur, que ocupa el lugar de Enlil. Así, pues, todas las divinidades mayores del panteón antiguo quedaron reunidas en dos tríadas esenciales. Para ellas se prepararon residencias dignas de reyes. A veces estas resultan más imponentes por asociación de alguna ziggurat. La capital asiria contaba tres y una cuarta se alzaba a unos kilómetros más allá del Tigris, en Kar-Tukulti-Ninurta, ciudad fundada por el soberano de este nombre, para conmemorar su victoria sobre Babilonia. La reconstitución de esta arquitectura sagrada es difícil, ya que los monumentos han sufrido graves destrucciones y daños, a los que algunas veces han contribuido las restauraciones.
No hay más remedio que acudir a las representaciones que existen acá o allá, en los cilindros o en las improntas de cilindros, donde se nos da, juntamente con el alzado de los edificios, el tono general de una arquitectura que siente predilección por las pilastras, las torres y las líneas de almenas. Sabemos, además, por los fragmentos recogidos en las excavaciones, que el palacio de Tukulti-Ninurta I tenía las paredes decoradas con pinturas. Se encuentra allí un tema ya conocido, el de los animales antitéticos, situados a uno y otro lado de la planta sagrada. Sirve esta ahora de pretexto para una estilización cada vez mayor y que se aparta deliberadamente de la naturaleza, no utilizándosela más que con fines decorativos, sin excluir, por ello, enteramente, su significación simbólica. Las líneas quebradas u onduladas y los frisos de rosetas constituyen, ciertamente, un lenguaje que, de seguro, comprenderían quienes lo contemplaran.
La permanencia de tradiciones ancestrales es un hecho que ilustra bien el relieve, tan citado, descubierto en Asur, en el templo de Asur. El personaje central es un hombre barbudo, cuyo tocado y túnica están surcados de imbricaciones. Dios de la montaña y, a la vez, divinidad de la vegetación, ya que, además de las que le salen de la túnica, sostiene con las manos sendas ramas con brotes, a las que acuden a ramonear unas cabras. A uno y otro lado de este motivo, tratado en rudo estilo, dos genios femeninos de pequeña talla y ojos fijos sostienen con las manos un vaso del que manan ondas que, o bien caen a tierra, o bien a otro vaso puesto en el suelo. Todos estos temas son mesopotámicos: el hombre, la mitad de cuyo cuerpo es una montaña; los animales antitéticos ramoneando las ramas; las divinidades con vaso manante. Pero la disposición y la ejecución resultan bastante sumarias, por lo que preferimos no atribuirlas a una mano asiria, pues ésta hubiera mostrado menos falta de destreza. Todas las obras indican que por esa época se había alcanzado, en efecto, gran seguridad y, a veces, una innegable elegancia.
En la segunda fase se ve a Asiria dedicada exclusivamente a la guerra, en cuyo transcurso el mundo oriental quedó conquistado, deshecho y vaciado de su sustancia, y sus gentes exterminadas o deportadas. La oleada fue a romperse cada vez más lejos de sus bases, hacia el verdadero enemigo, Egipto, que no podía ser alcanzado más que después de haber destruido, uno a uno, todos los demás obstáculos. Los libros históricos de la Biblia, así como los Anales de los reyes asirios, han consignado con detalle esta progresión inexorable; después de Damasco y de Siria, y de Samaria, capital de Israel, y de la Filistia, es el «torrente de Egipto» el que marca la frontera oficial. Procedentes de las orillas del Tigris, los soldados de Nínive alcanzaron el delta del Nilo. Ya en el siglo XII a. de J. C., bajo Ramsés III, Egipto había sufrido el empuje de los Filisteos, pero la oleada pudo ser detenida a tiempo y brutalmente. Ahora la amenaza era más seria. El ejército de Asarhaddón triunfó donde todos los demás habían fracasado: conquistó a Menfis. Assurbanipal logra más: sus soldados, remontando el curso del Nilo, se internaron en el Alto Egipto y penetraron en Tebas, «la de las cien puertas» (663 a. de J. C.). Diríase, pues, que todo quedaba arreglado como para que durase mucho tiempo. Pero, cincuenta años más tarde, nada quedaría de ese imperio. Nínive desaparecerá entre las llamas y correrá la suerte funesta de los vencidos.
Pero, antes de desaparecer, la civilización asiria, como cabía esperar, refleja las características de esos acontecimientos tumultuosos. Todo es gigantesco en ella, comenzando por los palacios, que se hallan entre las más extraordinarias realizaciones arquitectónicas de todos los tiempos.
El palacio de Sargón, en Jorsabad, es en este aspecto un ejemplo característico, insuperable en cuanto a amplitud y ordenación, así como en cuanto a la riqueza de la ornamentación y la perfección de las instalaciones. Fue alzado en una ciudad creada de punta a cabo y en un tiempo record (seis años). El rey pudo celebrar este triunfo en la inscripción denominada «de los Fastos»:
«En ese tiempo, construí una ciudad con [el trabajo] de los pueblos de los países que mis manos habían sometido, que Asur, Nabu y Marduk hicieron que se pusieran a mis pies, de manera que sufrieran mi yugo, al pie del monte Musri, más arriba de Nínive. En conformidad con el mandato de mi dios y la inspiración de mi corazón, la puse el nombre de Dur Sharrukin.»
En los ladrillos, podía leerse un texto más breve, aunque más elocuente, pese a su concisión: «Sargón, rey del Universo, ha construido una ciudad. Dur Sharrukin la ha llamado. Un palacio sin rival ha construido dentro de ella.»
El sitio escogido para la capital tenía de extensión unas trescientas hectáreas. Hallábase dentro de un recinto trapezoidal, hendido por siete puertas. Tres de ellas estaban «ornamentadas», esto es, dotadas de relieves y de frisos de ladrillos vidriados. Los arquitectos planearon en grande, y con mucho acierto, concentraron su esfuerzo principalmente en la muralla de la ciudad y en la ciudadela. Esta, edificada en N.-E., contra uno de los ángulos de la muralla, reunía, dentro de un mismo bloque urbano, el palacio, un gran templo y cierto número de residencias para los altos funcionarios del Estado.
Completamente aparte, pero apoyada también en una parte de la muralla, no lejos del ángulo Sur, había otra gran construcción que parecía reservada a un personaje notable, que los indicios hacen posible identificarlo con el príncipe heredero.
Una simple ojeada que se eche a los planos demuestra que solo una muy pequeña parte de la ciudad llegó a ser construida. Resulta evidente que si el rey no hubiese muerto tan prematuramente—no pudo disfrutar de su capital más que dos años—se habría realizado el resto, a imagen de todas las ciudades asirias, cuyas casas se aprietan a la sombra de las murallas. El Palacio fue suficiente para testimoniar la maestría, tanto de los arquitectos como de los maestros de obras. Ya Assurbanipal había logrado que se construyera, en Nimrud, una residencia real digna de su poderío.
Pero ningún soberano había tenido la ocasión de Sargón: poder operar sobre tabla rasa y construir enteramente de nuevo.
He ahi el principal motivo de que Jorsabad se nos muestre ciertamente como la ciudad «sin rival».
Inmensidad (unas diez hectáreas, 209 salas o patios), armonía de proporciones (la amplitud de los patios disminuye a medida que se avanza hacia el cuartel residencial privado) y adaptación de la arquitectura al paisaje circunstante (varias terrazas o plataformas orientadas N. N.-O. proporcionan, además de frescor, una vista magnífica de las cercanas montañas).
La ornamentación, prodigada en tal grado y en escala tal que, al detallarla, se siente innegablemente más admiración y asombro que gozo o arrebato. El gigantismo ornamental, admitido y exigido casi siempre por la arquitectura misma, era una predicación del poderío y la invencibilidad del reino. No podía ser un himno a la belleza, ni una plegaria muda y ferviente.
No obstante, los reyes, y Sargón lo mismo que sus predecesores, no descuidaban, por el hecho de preocuparse de sus propios palacios, las residencias de sus divinidades, Nimrud y Asur ostentan varias. Dur Sharrukin, apenas surgida de la tierra, contaba ya siete. Resulta significativo que seis de ellas, agrupadas estrechamente, constituyendo una unidad arquitectónica, estuvieran adosadas, claramente a posteriori, a la morada real. Separadas del soberano, las divinidades mantenían su independencia, ya que disponían de un cuartel propio para ellas. Pero cada uno de sus santuarios constituía ciertamente una capilla palatina. Sargón tenía, a disposición suya, a Sin, Shamash, Adad, Ea, Ninurta y Ningal. Cinco dioses y una diosa: la luna, el sol, el rayo, las aguas, la guerra y una mujer. A unos pasos, pero afuera, el santuario de Nabu, hijo de Marduk, deja constancia de que Sargón, desde Nínive, no olvidaba en absoluto a Babilonia. Ni tampoco olvidó a otra ciudad de su imperio, Uruk, la ciudad de Guilgamés, cuyos relieves se alzaban en la fachada de su palacio; entre dos toros androcéfalos alados, un gigante barbudo sujeta a un leoncillo.
No es extraño que al lado de estos templos se alzase una ziggurat. Habia que facilitar a las divinidades su llegada a la tierra. La torre sagrada era el desembarcadero al que se arrimaba el esquife divino. La de Jorsabad ha sido encontrada tan ruinosa que solo cuatro pisos han podido ser reconocidos. Se estima que habría que suponer otros tres más. Aceptado esto, la torre, de una altura de 42 m 70, habría tenido siete pisos, para los cuales se han propuesto los siguientes colores simbólicos:
blanco, negro, púrpura, azul, bermellón, plata y oro. Actualmente los especialistas son menos categóricos, y uno de los técnicos, el arquitecto holandés Busink, ha abogado, poco ha, por una reconstitución diferente. Según esta, el monumento no contaría más de cinco pisos, coronados por el templo de la cumbre, atribuido por Busink a Asur, divinidad mayor que se sabe pertenecía al panteón de Sargón y que, de otro modo, se hallaría en Jorsabad carente de santuario. Se ascendía no por una escalera normal a la fachada, sino por una especie de rampa en espiral, dotada de escalones y adosada a la torre. He aquí una solución nueva, en la que más tarde se inspiraría parcialmente la ziggurat de Babilonia, prototipo de la torre de Babel de la Escritura.
A este gigantismo arquitectónico respondió una abundancia ornamental sin precedente. El período neoasirio se caracteriza, en efecto, por una producción escultórica que sobrepasa cuanto el Oriente había conocido hasta entonces o conocerá después. Obedece esto, sin duda, a dos razones: a la profusión del material y a la voluntad de expresión histórica.
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