martes, 19 de mayo de 2015

historia del arte


El arte plástico asirio


La comunicación directa entre dioses y hombres desaparece absolutamente en el arte asirio. Ahora el arte asirio tendrá como finalidad que esos dioses pasen a ser símbolos o estatuas alzadas sobre un pedestal.
El arte asirio se diferencia del resto del arte mesopotámico debido a la influencia de las poblaciones que se asentaron en sus territorios entre ellas hurritas, hititas, árameos y fenicios. Esta variedad de pueblos debió influir en la concepción artística asiría creando un arte de personalidad ecléctica, pero al mismo tiempo personal e inconfundible.
Por primera vez en el arte asirio, como en el resto de la cultura mesopotámica, existe una clara distinción entre la estatua y el propio Dios. En las puertas de entrada de algunas ciudades o palacios se confiaba el poder a toros androcéfalos y genios protectores guardianes de impedir la entrada a espíritus malignos.
Además de los de Jorsabad y Nínive (Qujundjiq), hay todavía en Kalakh toros cuyas espantosas cabezas sobresalen del terraplén, en medio del desierto. Layard explica su emoción cuando, la noche de la víspera de arrancarlos del palacio real de Qujundjiq, para trasladarlos al British Museum, fue a verlos por última vez, a la luz de la luna, en su emplazamiento, donde habían estado más de treinta siglos.
“Piezas de cedro, ciprés, pino y maderas de Sindai, con gruesas barras de bronce -dice Senaquerib en su crónica real-, coloqué en las puertas, y en las cámaras de habitación dejé aberturas como ventanas altas. Grandes colosos de alabastro, llevando la tiara y los varios pares de cuernos, puse a cada lado de las puertas.” Estas deben de ser las figuras que decoraban las puertas interiores; a los grandes toros alados de las entradas del palacio, Senaquerib les dedica un capítulo especial. “Grandes toros con alas, de piedra blanca, labré en la ciudad de Tastiate, al otro lado del Tigris, para las grandes puertas, y corté grandes árboles de los vecinos bosques para hacer los carros o armadías que debían conducirlos… Era en el mes de Ishtar, en la primavera, y la inundación hacía difícil el transporte; las gentes de la escuadra que conducía los toros alados desesperaban ya de llegar a buen término. Con esfuerzo y no pocas dificultades, fueron llevados a las puertas del palacio.”

El arte plástico asirio (1)

Pero es evidente que el toro alado asirio es la última evolución del toro mesopotámico. En Sumer, el toro era el animal asociado a Sin, el dios lunar, porque allí, como en todos los pueblos primitivos, se creía que los rayos del astro nocturno, atravesando las capas del terreno, producían la germinación de las semillas plantadas en el campo.
Una vez salido el tallo del suelo, los rayos del Sol, el astro diurno, lo cuidaban como la nodriza al infante, pero la fuerza germinadora estaba en los rayos lunares. Así el toro de Sin, el animal más fuerte, el más masculino de todos los animales salvajes del delta, fue considerado como símbolo del principio germinador por los primitivos sumerios. Se le agregó fisonomía humana barbuda para asociarle inteligencia; se le añadieron alas porque, en los primeros días del delta, el único fruto, o casi el único, era el dátil de la palmera. Los cereales no empezaron a cultivarse hasta el año 2000 a.C.
El dátil sirve todavía a los beduinos para hacer pan y fabricar bebidas fermentadas. Siendo las palmeras de diferente sexo, al principio el polen de la palmera macho se llevaba a la palmera hembra principalmente por los pájaros, buitres, águilas y halcones, que, al posarse sobre las palmeras en flor, se cubrían de polen el plumaje y después, despolvoreándose, salpicaban las flores hembras. Debió de observarse, hacia el IV milenio a.C, que años de abundancia de buitres o águilas correspondían a fuertes cosechas de dátiles, y se consideraron las águilas como agentes del principio procreador. Por este motivo a los toros antropocéfalos se les agregaron alas… Más tarde se añadió el cuarto elemento para formar el tetramorfos, o sea las garras de león. La diosa de la guerra y del amor, en Sumer lo mismo que en Asiria, era Ishtar, y esta divinidad tenía por animal favorito el león.
Por consiguiente, la diosa Ishtar era otra manifestación del principio procreador, por fin sintetizado en aquel animal hombre-águila-toro-león. En Kalakh, en Nínive y en Jorsabad estos guardianes monstruosos recuerdan la visión célebre de los cuatro animales simbólicos por el profeta Ezequiel, la visión que la iconografía cristiana ilustró con la composición sagrada del tetramorfos, simbolizando los cuatro evangelistas en el toro, el león, el águila y el hombre.
La decoración esculpida de los palacios asirios se componía casi exclusivamente de relieves. En las cámaras principales, departamentos de recepción y habitación de los palacios asirios, se encuentra generalmente, aplicada todavía a la pared, una hilera de placas de piedra con relieves de tanto valor artístico como histórico; son la ilustración gráfica de las erónicas de los excelsos monarcas asirios, con sus triunfos gloriosos, sus crueles y despiadadas venganzas una vez conseguida la victoria tras los cruentos y reñidos combates, sus devociones y diversiones, sus cacerías, sus fiestas, banquetes y recepciones. Estos relieves decorativos aparecen sustituidos, en las cámaras de segundo orden, por una faja de estuco pintado, de color uniforme en toda su extensión o bien con características decoraciones policromas.
Y se han encontrado sólo excepcionalmente estatuas exentas. De 116 reyes asirios, sólo Salmanasar III y Assurnazirpal II hicieron esculpir grandes estatuas suyas, que conservan los museos de Estambul y el British Museum.
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La leona herida (Museo Británico, Londres). Una de las obras maestras del arte animalista asirio es este relieve del palacio de Assurbanipal. Las proporciones se han reducido considerablemente en comparación con otras escenas bélicas y el detallismo se ha vuelto aún más preciso, como puede observarse en el agarrotamiento de las dos patas posteriores del animal, que se arrastra con dolor gravemente asaeteado por las flechas. Las orejas gachas, el aullido quejicoso y la rabia contenida en su mirada denotan una empatia perfecta por parte del autor de la escultura.



Salmanasar III ordenó labrar también una especie de pequeño obelisco de piedra negra que apareció en el palacio de Kalakh. Tiene unos tres metros de altura y es famoso por el interés histórico de sus relieves esculpidos el año treinta y uno de su reinado (827 a.C). En una de sus caras aparece el rey Jehú de Samaría, arrodillado y besando el polvo ante los pies de Salmanasar. ¿Quién reconocería en aquel pobre diablo humillado al rey Jehú, al que la Biblia dedica dos largos capítulos del Libro de los Reyes para ensalzar sus hazañas guerreras como ejecutor de los designios de Jehová?
Sin embargo, es indudable que aquel miserable príncipe postrado en tierra y sin armas es Jehú, el que según la Biblia mató a los reyes Joram y Ahazia y a la reina Jezabel, maldecida por el profeta Elíseo. En la inscripción del obelisco, Salmanasar dice de él simplemente: “Tributo de Jehú, hijo de Omri: plata, oro, vasos de oro, jarros de oro, plomo, estacas y lanzas recibí de él”. Ya se puede suponer la sensación que causó entre los protestantes ingleses, todos inveterados lectores de la Biblia, el traslado de este monumento al British Museum a mediados del siglo pasado.
Pero, como decíamos, la plástica asiria está representada sobre todo en los relieves de sus palacios. Se trata de una versión oficial, es decir, cuidadosamente censurada, de las hazañas de sus soberanos. Bajo aquel régimen dictatorial, los escultores -igual que los escribas- eran ejecutantes dóciles de la propaganda oficial dirigida. Los reyes asirios son siempre personajes altos y majestuosos, tan parecidos entre sí que los arqueólogos no saben reconocerlos cuando no hay las inevitables inscripciones. Los temas de estas formidables creaciones propagandísticas pueden agruparse en tres series: la guerra, la caza y las ceremonias religiosas.
Naturalmente, la guerra es el tema que se encuentra con mayor frecuencia. Los escultores ilustran con imágenes la misma ferocidad de que hacen gala los reyes asirios en sus relatos escritos: el monarca, a caballo o en su carro de guerra, atraviesa paisajes en los que se amontonan las ejecuciones, las matanzas en masa y las más horribles escenas de torturas. Largas filas de poblaciones deportadas, con mujeres y niños, son conducidas por los soldados a los campos de concentración y a los trabajos forzados. Sargón en Jorsabad y Senaquerib en Nínive parecen proclamar satisfechos “¡Ay de los vencidos!” en las inacabables escenas de carnicería y de brutalidad. Assurnazirpal II en Kalakh hace ilustrar escenas que, además, describe con inscripciones como ésta: “Levanté un pilar a la entrada de la ciudad para colgar los pellejos de los príncipes a los que hice arrancar la piel. Algunas pieles estaban en el pilar, otras colgadas de estacas a su alrededor. A algunos rebeldes sólo los hice descuartizar”.


Únicamente Assurbanipal (del 668 al 631 a.C.) parece encontrar un placer en el descanso después de la batalla y no en la tortura de los prisioneros. En el palacio de Nínive hizo esculpir un relieve, hoy conservado en el British Museum, que es famoso con el título de El reposo bajo la parra. Eran los últimos tiempos del poder asirio, unos veinte años antes de la destrucción de Nínive, cuando Assurbanipal se hizo representar en el jardín, tendido en un lecho y con una copa en la mano. Junto a él, sentada en un trono, la reina escucha el relato de sus hazañas. Se trata de una de las rarísimas representaciones de mujeres asirías que existen. Todo parece sugerir tranquilidad: árboles frondosos, racimos colgando del emparrado, pájaros, música dulce y servidores atentos. Sin embargo, un poco más allá cuelga de un árbol la cabeza ensangrentada del vencido rey del Elam.
La caza es otro tema favorito de los escultores asirios, probablemente porque se trataba del mejor entrenamiento para la guerra. En Kalakh, Assurnazirpal II caza leones y toros, tirando al arco desde su carro de guerra. En Jorsabad un príncipe joven, quizás el que sería el terrible Senaquerib, hijo de Sargón, caza pájaros en el bosque, acompañado de su halconero. En Nínive, Assurbanipal caza leones a caballo o desde su carro en grandes frisos que se han hecho célebres por las obras maestras de arte animalista que contienen: la leona herida, con las patas posteriores paralizadas; el león agonizante; el león y la leona en el bosque.
Finalmente, las escenas religiosas en las que los reyes aparecen con frecuencia oficiando como sumos sacerdotes. En Kalakh, Assurnazirpal II se hizo representar repetidamente en monumentales relieves, con figuras de tamaño superior al natural, ofreciendo el cáliz a la divinidad y asistido por eunucos lujosamente ataviados que sostienen sus armas.
Muchísimos relieves asirios corresponden todavía a la idea de un rito mágico para la fecundación. Ciertamente se encuentran en Asiria algunas supervivencias del rito que fue la devoción primordial de los sumerios, o sea la de propiciar la lluvia en tiempos de sequedad o, por el contrario, conjurar los diluvios en épocas de lluvias torrenciales. Pero en Asiria el régimen del agua es más regular, ya que son muy frecuentes las tempestades hasta en verano. No obstante, las cosechas podían ser más o menos abundantes según se practicaran o no los ritos de la fecundidad.
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Soldados asirlos empalando a los prisioneros judíos (Museo Británico, Londres). Parte del relieve del palacio de Senaquerib, en Nínive, que muestra el trato inflingido a los prisioneros después de la conquista de la fortaleza de Lachish, en el año 701 a.C.


A veces, el monarca y su ecónomo se ponían máscaras de buitre para identificarse más con el principio divino fecundador y tocaban con una pina, idéntica al racimo de la flor masculina de la palmera, un árbol estilizado de troncos con ramas plegadas curvas del que se proyectaban flores abiertas de la palmera hembra. La significación de aquellos gestos rituales se generalizó, tocando con la misma flor-racimo a cosas o personas, como para bendecirlas y augurarles buena fortuna. Con aquel gesto se aseguraban la fuerza, salud y poder, y esto lo manifestaron los escultores asirios con enérgica expresión y carácter.
Queda aún hacer referencia a los relieves realizados en otros materiales: marfil y bronce. Los marfiles decoraban el mobiliario y diversos objetos de tocador, y también en ellos figuran escenas de guerra y de caza; pero algunas veces están labrados en marfil temas originales: genios femeninos, la vaca amamantando al becerro, figuras de mujeres. Se diría que las características del material y su uso privado, que hacía innecesaria la preocupación propagandística, dieron libertad a los escultores para realizar creaciones en las que se transparenta una desconocida delicadeza.
Diversos museos conservan representaciones demoníacas en bronce. Algunas llevan anillas para ser colgadas del cuello, porque quizá los demonios no atacarían a los que eran devotos suyos. El demonio Pazuzu, del Louvre, introduce en un mundo de visiones terroríficas. El demonio Labartu tiene cara de león, como ciertos genios taoístas y budistas de China. Para todos ellos había exorcismos y encantamientos con que combatirlos.
Pero la obra maestra de los broncistas asirios son las puertas de bronco de Imgur-Bel (la actual Balawat), construidas por Salmanasar IIJ y completadas por Assurnazirpal II. Se trata de una larguísima serie de bandas horizontales con figuras e inscripciones que narran con extraordinario detalle las campañas militares de estos monarcas. El espectador que contempla actualmente las puertas de bronce de Imgur-Bel, en el British Museum, tiene la impresión de hallarse frente a uno de los “comics” más antiguos de la Historia. Un fabuloso “comic” asirio del siglo IX a.C, que relata las marchas militares a través de varios países, las batallas, los tratos con los embajadores, los momentos de descanso del ejército, los asaltos a las ciudades amuralladas, y, cómo no, toda una refinada variedad de suplicios a los vencidos, los cuales son despellejados, empalados, descuartizados, decapitados, mientras sus ciudades arden.
Al escaso número de esculturas se contrapone la abundancia de los relieves que decoran los palacios más importantes donde se representaban las hazañas de sus reyes. Ahora lo divino se aleja irremediablemente de lo humano, y el hombre, el rey quiere realzar su persona dejando constancia de todas sus hazañas y proezas y pretende que el escultor se convierta en el relator oficial de la historia, que tiene que perdurar en la memoria de los pueblos. Los relieves que muestran una implacable técnica han permitido conocer muchos de los aspectos de la vida cotidiana de la corte asiria. Las paredes que rodeaban el patio en Jorsabad estaban revestidas con retratos de piedra en los que aparecía el rey con su séquito a un tamaño mayor del natural.

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