Figuraciones sepulcrales
En las alcobas de los sepulcros colocaban los etruscos sus sarcófagos, solos o agrupados. Estos constituyen uno de los más brillantes capítulos de producción escultórica. Tanto en los de grandes dimensiones como en los de caja reducida, a modo de cipos funerarios, lo más frecuente es que en su tapa figure la escultura del difunto, yacente o recostada sobre el codo y con el busto erguido
Al principio estos sarcófagos se hicieron de terracota, después son más frecuentes los de piedra esculpida. Dos ejemplares de terracota, de hacia el año 530 a.C., procedentes de la necrópolis de Cerveteri (Caere), son de singular importancia; se conservan, uno en el Museo de Villa Giuha, en Roma, y el otro en el Museo del Louvre. Ambos tienen la forma de sofá, o triclinio, del más puro estilo jónico, y en las tapas de los dos se reproduce la figuración de parejas matrimoniales. Los esposos se hallan, en ambos casos, semitendidos, como si estuviesen instalados en su casa; la mujer en primer término, y detrás el marido, que apoya su brazo derecho sobre el hombro de su compañera, en un tierno gesto conyugal.
Estas risueñas parejas parecen hallarse conversando mientras asisten al banquete funerario celebrado en su honor, si no participan ya de las bienaventuranzas de la otra vida. Los varones son, en cada uno de estos dos sarcófagos, altos y esbeltos. En sus rostros, de labios afeitados, una barbita puntiaguda viene a reforzar la agudeza del mentón; sus ojos, como los de sus consortes, parecen brillar de inteligencia y optimismo. Pero estas figuras humanas de arcilla modelada corresponden ya a un alto grado de adelanto en esta escultura funeraria. Del siglo VII a.C., y aun de fechas anteriores, hay figuraciones humanas más rudimentarias, en estelas con relieves de guerreros armados y de suelta cabellera (como, por ejemplo, en la famosa estela de Fiesole).
Otras figuraciones sepulcrales, en sarcófagos de los siglos posteriores al V a.C., representan a un tipo humano bien distinto del que se ha reseñado: varones obesos, coronados con gruesa diadema circular y que muestran, descubiertos, el pecho y el vientre; grandes collares de siemprevivas suelen pender sobre estas partes de su persona, cuyas líneas a veces se exageran de un modo arbitrario. Estos etruscos gordos suelen sostener en su mano izquierda la patena que contiene el óbolo para pagar a Caronte. A algunos les acompaña también una figura femenina de continente grave, ya sea la esposa o una divinidad subterránea. Con frecuencia, a partir del siglo V, el vaso del sarcófago o el de la urna en forma de cipo rectangular va adornado con relieves que reproducen escenas de danzas o banquetes fúnebres, o la ceremonia de la lamentación del difunto. Son temas que, como se verá, aparecen también a menudo en las pinturas murales de las tumbas, y en su factura escultórica se evoluciona desde un estilo similar al jónico arcaico, rítmico y anguloso, hasta el plenamente patético y agitado propio del período helenístico. Desde el siglo IV a.C. se elaboran también algunos ejemplares adornados, no con relieves, sino con pinturas, tal es el caso del “Sarcófago de las Amazonas”, hallado en Tarquinia.
Esposos de Cerveteri. Tumbados en el kliné, ambos aparecen sonrientes, amorosamente enlazados en su último banquete. Los etruscos temen a sus dioses, misteriosos y secretos, y temen por tanto a la muerte. Su defensa consiste en hacer ver que no han muerto, que siguen viviendo en el más allá. El deber del artista es, por una parte, reproducir fielmente los rasgos del difunto y por otra, recrear en el mundo subterráneo la alegre seguridad cotidiana. A este doble imperativo responde el arte funerario etrusco.
Al principio estos sarcófagos se hicieron de terracota, después son más frecuentes los de piedra esculpida. Dos ejemplares de terracota, de hacia el año 530 a.C., procedentes de la necrópolis de Cerveteri (Caere), son de singular importancia; se conservan, uno en el Museo de Villa Giuha, en Roma, y el otro en el Museo del Louvre. Ambos tienen la forma de sofá, o triclinio, del más puro estilo jónico, y en las tapas de los dos se reproduce la figuración de parejas matrimoniales. Los esposos se hallan, en ambos casos, semitendidos, como si estuviesen instalados en su casa; la mujer en primer término, y detrás el marido, que apoya su brazo derecho sobre el hombro de su compañera, en un tierno gesto conyugal.
Estas risueñas parejas parecen hallarse conversando mientras asisten al banquete funerario celebrado en su honor, si no participan ya de las bienaventuranzas de la otra vida. Los varones son, en cada uno de estos dos sarcófagos, altos y esbeltos. En sus rostros, de labios afeitados, una barbita puntiaguda viene a reforzar la agudeza del mentón; sus ojos, como los de sus consortes, parecen brillar de inteligencia y optimismo. Pero estas figuras humanas de arcilla modelada corresponden ya a un alto grado de adelanto en esta escultura funeraria. Del siglo VII a.C., y aun de fechas anteriores, hay figuraciones humanas más rudimentarias, en estelas con relieves de guerreros armados y de suelta cabellera (como, por ejemplo, en la famosa estela de Fiesole).
Otras figuraciones sepulcrales, en sarcófagos de los siglos posteriores al V a.C., representan a un tipo humano bien distinto del que se ha reseñado: varones obesos, coronados con gruesa diadema circular y que muestran, descubiertos, el pecho y el vientre; grandes collares de siemprevivas suelen pender sobre estas partes de su persona, cuyas líneas a veces se exageran de un modo arbitrario. Estos etruscos gordos suelen sostener en su mano izquierda la patena que contiene el óbolo para pagar a Caronte. A algunos les acompaña también una figura femenina de continente grave, ya sea la esposa o una divinidad subterránea. Con frecuencia, a partir del siglo V, el vaso del sarcófago o el de la urna en forma de cipo rectangular va adornado con relieves que reproducen escenas de danzas o banquetes fúnebres, o la ceremonia de la lamentación del difunto. Son temas que, como se verá, aparecen también a menudo en las pinturas murales de las tumbas, y en su factura escultórica se evoluciona desde un estilo similar al jónico arcaico, rítmico y anguloso, hasta el plenamente patético y agitado propio del período helenístico. Desde el siglo IV a.C. se elaboran también algunos ejemplares adornados, no con relieves, sino con pinturas, tal es el caso del “Sarcófago de las Amazonas”, hallado en Tarquinia.
Esposos de Cerveteri. Tumbados en el kliné, ambos aparecen sonrientes, amorosamente enlazados en su último banquete. Los etruscos temen a sus dioses, misteriosos y secretos, y temen por tanto a la muerte. Su defensa consiste en hacer ver que no han muerto, que siguen viviendo en el más allá. El deber del artista es, por una parte, reproducir fielmente los rasgos del difunto y por otra, recrear en el mundo subterráneo la alegre seguridad cotidiana. A este doble imperativo responde el arte funerario etrusco.
Escultura etrusca
A partir de fines del siglo VI a.C., los elementos figurativos de la decoración escultórica de los templos están constituidos, como se ha dicho, por antefijas o acroteras, para salvaguarda de las tejas, y por estatuas que se erguían en la sumidad del editicio. Las antefijas representaban cabezas de ménade o de sileno, o la de la Gorgona, o parejas de ménades y silenos enlazados en licenciosa danza, v su inspiración jónica o corintia resulta clara. Lna obra escultórica que tiene este carácter de aplicación decorativa sobresale por su extraordinario mérito, que le confiere categoría de obra maestra. Es el grupo policromo que coronó el templo de Apolo en Veyes, cuyos restos, desde 1916, fueron hallados gracias a haber sido cuidadosamente enterrados ya desde la antigüedad.
Se trata de un grupo de terracota que representó la disputa entre Apolo y Hércules por la posesión de una cierva abatida. Lo componían varios personajes representados casi en tamaño natural. Se conserva íntegra la figura de Apolo, y maltrechas las estatuas de Hércules y de una diosa (quizá versión etrusca de Latona), así como una expresiva cabeza de Hermes. Su autor, hacia el año 510 a.C., fue sin duda Vulca, escultor alabado por Varrón, según testimonio de Plinio el Viejo, el mismo que modeló por aquel año, en Roma, la estatua que coronaba el templo de Júpiter Capitolino. Vulca tenía su taller en Veyes. La sonrisa, entre enigmática y maliciosa, que aparece en los rostros de Apolo y de Hermes, y sobre todo la estatua íntegra de aquel dios, en actitud de avanzar revestido de una túnica que se desliza sobre su cuerpo formando pliegues finos y paralelos, denotan dinamismo y energía expresados magistralmente.
Otro ejemplar escultórico notable es la testa en terracota de una divinidad barbuda que procede del templo de Sátricum Hallada en Veyes, y perteneciente quizás a una tradición derivada de la escuela de Vulca, es una delicadísima cabeza de joven imberbe que se conserva en el Museo de Villa Giulia: la llamada testa Malavolta, cuya ejecución cabe datar en la segunda mitad del siglo V, ofece cierto sorprendente parecido con la cabeza del San Jorge, de Donatello.
Esta curiosa analogía entre obras cronológicamente tan apartadas, unas de antiguos escultores etruscos y otras de grandes autores toscanos del siglo XV, se repite en varios casos. Así, algo por el estilo se observa respecto de un retrato viril del siglo III a.C. y de una preciosa cabeza en bronce, de niño, que data de aquel mismo siglo, y cuya delicada factura sugiere parentesco entre el arte etrusco y el Aorentino del Renacimiento.
La gran imagen broncínea de Marte, obra firmada hallada en Todi, y que es de fines del siglo V a.C. o inicios del siguiente (hoy en el Museo Gregoriano del Vaticano), manifiesta influjos áticos y se ha atribuido a un taller etrusco que debió de existir en Umbría. Su pose recuerda vagamente la del Donforo de Policleto, aunque aquí se trata, no de un desnudo, sino de una imagen armada que, en su mano izquierda, en vez de empuñar la lanza, lleva la piedra que simboliza el rayo con que el dios puede Eulminar.
Después, durante una época incierta que oscila, según las opiniones, entre los siglos III y I a.C. se produjeron en bronce algunos estupendos retratos, como la cabeza de muchacho del Museo Arqueológico de Florencia; el retrato de hombre, de San Petersburgo; el falso Bruto, del Palacio de los Conservadores, en Roma, y el Orador (Arringatore), del Museo de Florencia, gran estatua firmada y de cuerpo entero, hoy tenida generalmente como de hacia el año 80 a.C. No cabe duda que algunos retratos de este tipo fueron ya obra de etruscos que vivían en Roma.
En la escultura de terracota empleada como revestimiento artístico se experimentó también gran evolución desde los inicios del período helenístico, a partir del siglo III a.C. Adquieren entonces a menudo estas esculturas un refinamiento tan afín al del arte griego contemporáneo, que se puede sospechar hayan sido sus autores griegos establecidos en Etruria. Hay que destacar entre estas obras la placa cerámica con representación de dos caballos alados que formó parte de un frontón de templo en Tarquinia, y que será de hacia el año 300, y los restos de estatuas de terracota, de unos cien años después (figura descabezada de Andrómeda; cabeza de diosa, y estatua fragmentaria de un dios o héroe desnudo y con flotante cabellera), que proceden de un templo de Faleria y sugieren fuerte influencia praxitélica.
La Cabeza de muchacho (Museo Arqueológico, Florencia), es un bronce del siglo III a C. y prueba, de forma fehaciente, que el retrato etrusco no es simple copia del griego, sino una creación original; extraña mezcla de serenidad y pasión, directo precedente del retrato romano.
Se trata de un grupo de terracota que representó la disputa entre Apolo y Hércules por la posesión de una cierva abatida. Lo componían varios personajes representados casi en tamaño natural. Se conserva íntegra la figura de Apolo, y maltrechas las estatuas de Hércules y de una diosa (quizá versión etrusca de Latona), así como una expresiva cabeza de Hermes. Su autor, hacia el año 510 a.C., fue sin duda Vulca, escultor alabado por Varrón, según testimonio de Plinio el Viejo, el mismo que modeló por aquel año, en Roma, la estatua que coronaba el templo de Júpiter Capitolino. Vulca tenía su taller en Veyes. La sonrisa, entre enigmática y maliciosa, que aparece en los rostros de Apolo y de Hermes, y sobre todo la estatua íntegra de aquel dios, en actitud de avanzar revestido de una túnica que se desliza sobre su cuerpo formando pliegues finos y paralelos, denotan dinamismo y energía expresados magistralmente.
Otro ejemplar escultórico notable es la testa en terracota de una divinidad barbuda que procede del templo de Sátricum Hallada en Veyes, y perteneciente quizás a una tradición derivada de la escuela de Vulca, es una delicadísima cabeza de joven imberbe que se conserva en el Museo de Villa Giulia: la llamada testa Malavolta, cuya ejecución cabe datar en la segunda mitad del siglo V, ofece cierto sorprendente parecido con la cabeza del San Jorge, de Donatello.
Esta curiosa analogía entre obras cronológicamente tan apartadas, unas de antiguos escultores etruscos y otras de grandes autores toscanos del siglo XV, se repite en varios casos. Así, algo por el estilo se observa respecto de un retrato viril del siglo III a.C. y de una preciosa cabeza en bronce, de niño, que data de aquel mismo siglo, y cuya delicada factura sugiere parentesco entre el arte etrusco y el Aorentino del Renacimiento.
La gran imagen broncínea de Marte, obra firmada hallada en Todi, y que es de fines del siglo V a.C. o inicios del siguiente (hoy en el Museo Gregoriano del Vaticano), manifiesta influjos áticos y se ha atribuido a un taller etrusco que debió de existir en Umbría. Su pose recuerda vagamente la del Donforo de Policleto, aunque aquí se trata, no de un desnudo, sino de una imagen armada que, en su mano izquierda, en vez de empuñar la lanza, lleva la piedra que simboliza el rayo con que el dios puede Eulminar.
Después, durante una época incierta que oscila, según las opiniones, entre los siglos III y I a.C. se produjeron en bronce algunos estupendos retratos, como la cabeza de muchacho del Museo Arqueológico de Florencia; el retrato de hombre, de San Petersburgo; el falso Bruto, del Palacio de los Conservadores, en Roma, y el Orador (Arringatore), del Museo de Florencia, gran estatua firmada y de cuerpo entero, hoy tenida generalmente como de hacia el año 80 a.C. No cabe duda que algunos retratos de este tipo fueron ya obra de etruscos que vivían en Roma.
En la escultura de terracota empleada como revestimiento artístico se experimentó también gran evolución desde los inicios del período helenístico, a partir del siglo III a.C. Adquieren entonces a menudo estas esculturas un refinamiento tan afín al del arte griego contemporáneo, que se puede sospechar hayan sido sus autores griegos establecidos en Etruria. Hay que destacar entre estas obras la placa cerámica con representación de dos caballos alados que formó parte de un frontón de templo en Tarquinia, y que será de hacia el año 300, y los restos de estatuas de terracota, de unos cien años después (figura descabezada de Andrómeda; cabeza de diosa, y estatua fragmentaria de un dios o héroe desnudo y con flotante cabellera), que proceden de un templo de Faleria y sugieren fuerte influencia praxitélica.
La Cabeza de muchacho (Museo Arqueológico, Florencia), es un bronce del siglo III a C. y prueba, de forma fehaciente, que el retrato etrusco no es simple copia del griego, sino una creación original; extraña mezcla de serenidad y pasión, directo precedente del retrato romano.
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