Tarjetas navideñas
Las tarjetas navideñas fueron inventadas por Sir Henry Cole, quien en el año 1843 encargó a un amigo pintor que le dibujara y pintara una escena navideña, que luego mandaría a reproducir en una imprenta, para después escribirle unos breves deseos de felicidad, firmarlas y enviarlas a los amigos y familiares.
El árbol navideño es una costumbre proveniente de los países nórdicos, donde éstos son símbolo de vida. Por ello, para conmemorar la Navidad en estos países, adornan los árboles con guirnaldas, regalos y adornos de colores; costumbre que rápidamente se ha extendido por todo el mundo.
Los villancicos son cantos que se entonan en Navidad para celebrar el nacimiento del Niño Jesús. Esta costumbre tiene su origen en la edad media y se mantiene en recuerdo de los muchos profetas que anunciaban el nacimiento del Salvador.
La tradición de poner el Belén (Pesebre) en el mundo se remonta al año 1223, en una Navidad de la villa italiana de Grecio. En esta localidad, San Francisco de Asís reunió a los vecinos de Grecio para celebrar la misa de medianoche. En derredor de un pesebre, con la figura del Niño Jesús, moldeado por las manos de San Francisco, se cantaron alabanzas al Misterio del Nacimiento; en el momento más solemne de la misa, aquella figura inmóvil adquirió vida, sonrió y extendendió sus brazos hacia el Santo de Asís. El milagro se había producido ante la vista de todos, y desde entonces la fama de los "Nacimientos" y su costumbre se extendió por todo el mundo.
¿Por qué se llama «Misa del Gallo» la misa que se celebra el 24 de diciembre como término de la vigilia de Navidad? Porque esa misa solía caer «ad galli cantus» al canto del gallo, de donde le quedó su sugestivo nombre que nada tiene que ver con el hecho de que en algunos países acostumbraran comer gallo al horno en la cena de Nochebuena.
El árbol navideño es una costumbre proveniente de los países nórdicos, donde éstos son símbolo de vida. Por ello, para conmemorar la Navidad en estos países, adornan los árboles con guirnaldas, regalos y adornos de colores; costumbre que rápidamente se ha extendido por todo el mundo.
Los villancicos son cantos que se entonan en Navidad para celebrar el nacimiento del Niño Jesús. Esta costumbre tiene su origen en la edad media y se mantiene en recuerdo de los muchos profetas que anunciaban el nacimiento del Salvador.
La tradición de poner el Belén (Pesebre) en el mundo se remonta al año 1223, en una Navidad de la villa italiana de Grecio. En esta localidad, San Francisco de Asís reunió a los vecinos de Grecio para celebrar la misa de medianoche. En derredor de un pesebre, con la figura del Niño Jesús, moldeado por las manos de San Francisco, se cantaron alabanzas al Misterio del Nacimiento; en el momento más solemne de la misa, aquella figura inmóvil adquirió vida, sonrió y extendendió sus brazos hacia el Santo de Asís. El milagro se había producido ante la vista de todos, y desde entonces la fama de los "Nacimientos" y su costumbre se extendió por todo el mundo.
¿Por qué se llama «Misa del Gallo» la misa que se celebra el 24 de diciembre como término de la vigilia de Navidad? Porque esa misa solía caer «ad galli cantus» al canto del gallo, de donde le quedó su sugestivo nombre que nada tiene que ver con el hecho de que en algunos países acostumbraran comer gallo al horno en la cena de Nochebuena.
La navidad de un perrito abandonado
Era el primer domingo de Adviento, y yo me pregunté si era verdad lo que estaba viendo: el automóvil se detuvo, se entreabrió una puerta trasera y alguien hizo bajar a un perrito muy inquieto. "¡Bajate, Pulquete!", ordenó una voz desde el interior. El pobre animalito quedó desconcertado cuando el automóvil se alejó a toda velocidad. Me partió el corazón verlo correr desesperado detrás del vehículo.
Pulquete tendría unos seis o siete meses; menudito, de patas largas y pelo corto color de canela, exhibía una oreja negra de llamativo contraste. No volví a verlo hasta mucho después, pero imagino que esa noche, agotado y tembloroso, durmió acurrucado en el primer agujero que encontró. Por la mañana comenzó a buscar a sus dueños. Ese día no comió y apenas bebió un poco de agua estancada. Los días y las noches se le hacen interminables. A las dos semanas está flaco y decaído, aunque se lo puede reconocer fácilmente por su orejita negra. Como es muy joven comienza a olvidar a quienes lo arrojaron a la calle. Tal vez recuerda vagamente un patio soleado donde retozaba despreocupado. No sabe qué le pasa, pero tiene hambre y mucho miedo porque otros perros callejeros lo corren, la gente lo echa de las veredas y cuando cruza las calles, unos artefactos rugientes se le vienen encima.
Pero a pesar de todo, Pulquete siente una irresistible atracción por las personas. Cuando descubre que alguien lo mira compasivo, se le acerca tímidamente con la cabeza gacha y ojos que imploran una caricia. Pero, invariablemente, esa persona que se detuvo misericordiosa endurece la mirada y sigue su camino, no vaya a ser que el pobre animal se le adose y la siga.
Diez días después de presenciar aquel acto incalificable, nuestro perro Budy, un maravilloso lanudo grandote y bonachón, de cuatro años de edad, se nos escapa, asustado por los cohetes, y se pierde. Lo buscamos días enteros por el barrio y por las calles de la ciudad, pero nuestro querido Budy no apareció.
Tomás, nuestro hijo de ocho años, estaba desconsolado; nunca lo habíamos visto tan afligido. Se acercaba la Navidad y todo hacía presagiar que la íbamos a pasar con mucha tristeza.
Budy se había alejado mucho de su casa. Cuando se le pasó el susto intentó regresar, pero caminó en sentido contrario y terminó en un mundo desconocido y ruidoso: el centro de la ciudad.
Durante días y noches corrió desesperadamente buscando a su familia, hasta que el desaliento y el cansancio detuvieron su atolondrada carrera. Su mirada vivaz se apagó y su abundante pelaje pronto fue una maraña sucia y enredada.
Un día que llovía copiosamente el pobre Budy trotaba pegado a la pared buscando algún recoveco donde guarecerse cuando se topó con un cachorro flaco, asustado y empapado que se detuvo y lo miró con curiosidad. El debilucho Pulquete, al que ya se le contaban las costillas, y Budy, corpulento y greñudo, se quedaron estáticos bajo el aguacero observándose con expectación. Pulquete, con sus orejitas paradas, movió tímidamente la cola y Budy se le acercó para olerlo. Enseguida se hicieron amigos y ya no se separaron en su vagabundeo. El pequeño seguía al grande a todas partes, buscaban comida juntos y en las noches frescas se daban calor pegaditos uno con otro. Budy seguía con su idea fija de localizar su casa, obsesión que sólo olvidaba temporalmente cuando se divertía con Pulquete en el novedoso juego de perseguir automóviles y motocicletas
Llegó el 24 de diciembre. Hacía ya catorce días que se había perdido nuestro perro, y desde entonces Tomás casi no hablaba ni se interesaba por nada. Mi esposa y yo, preocupados por tan prolongada apatía, decidimos llevarlo a la Misa del gallo que se celebraba a las diez de la noche en la Catedral. No sé cómo se nos ocurrió la idea, pero esa misma noche, al terminar la ceremonia, cuando todavía vibraban en nuestros corazones los conmovedores acordes del Gloria in excelsis y los ángeles aún aleteaban sobre nuestras cabezas, comprobamos que aquella decisión no había sido casual.
Al salir de la iglesia fuimos rápidamente hasta nuestro auto para llegar cuanto antes a casa, donde nos esperaban los abuelos de Tomás para la cena de Nochebuena. Iba a poner el motor en marcha cuando Tomás sale de su mutismo y me dice:
-Mirá, papá, ese pobre perrito, ¡qué flaco está!
Me fijo donde me señalaba mi hijo y reconozco al cachorro por su inconfundible mancha negra.
-Pero si es Pulquete, el cachorro que tiraron a la calle desde un auto. ¿Te acordás que te lo conté? Fue antes de que se perdiera Budy. Qué desmejorado está, pobrecito.
-Mirá como nos mira, papi, como si quisiera venir con nosotros...
-No, Tomás..., no podemos...
Pulquete tendría unos seis o siete meses; menudito, de patas largas y pelo corto color de canela, exhibía una oreja negra de llamativo contraste. No volví a verlo hasta mucho después, pero imagino que esa noche, agotado y tembloroso, durmió acurrucado en el primer agujero que encontró. Por la mañana comenzó a buscar a sus dueños. Ese día no comió y apenas bebió un poco de agua estancada. Los días y las noches se le hacen interminables. A las dos semanas está flaco y decaído, aunque se lo puede reconocer fácilmente por su orejita negra. Como es muy joven comienza a olvidar a quienes lo arrojaron a la calle. Tal vez recuerda vagamente un patio soleado donde retozaba despreocupado. No sabe qué le pasa, pero tiene hambre y mucho miedo porque otros perros callejeros lo corren, la gente lo echa de las veredas y cuando cruza las calles, unos artefactos rugientes se le vienen encima.
Pero a pesar de todo, Pulquete siente una irresistible atracción por las personas. Cuando descubre que alguien lo mira compasivo, se le acerca tímidamente con la cabeza gacha y ojos que imploran una caricia. Pero, invariablemente, esa persona que se detuvo misericordiosa endurece la mirada y sigue su camino, no vaya a ser que el pobre animal se le adose y la siga.
Diez días después de presenciar aquel acto incalificable, nuestro perro Budy, un maravilloso lanudo grandote y bonachón, de cuatro años de edad, se nos escapa, asustado por los cohetes, y se pierde. Lo buscamos días enteros por el barrio y por las calles de la ciudad, pero nuestro querido Budy no apareció.
Tomás, nuestro hijo de ocho años, estaba desconsolado; nunca lo habíamos visto tan afligido. Se acercaba la Navidad y todo hacía presagiar que la íbamos a pasar con mucha tristeza.
Budy se había alejado mucho de su casa. Cuando se le pasó el susto intentó regresar, pero caminó en sentido contrario y terminó en un mundo desconocido y ruidoso: el centro de la ciudad.
Durante días y noches corrió desesperadamente buscando a su familia, hasta que el desaliento y el cansancio detuvieron su atolondrada carrera. Su mirada vivaz se apagó y su abundante pelaje pronto fue una maraña sucia y enredada.
Un día que llovía copiosamente el pobre Budy trotaba pegado a la pared buscando algún recoveco donde guarecerse cuando se topó con un cachorro flaco, asustado y empapado que se detuvo y lo miró con curiosidad. El debilucho Pulquete, al que ya se le contaban las costillas, y Budy, corpulento y greñudo, se quedaron estáticos bajo el aguacero observándose con expectación. Pulquete, con sus orejitas paradas, movió tímidamente la cola y Budy se le acercó para olerlo. Enseguida se hicieron amigos y ya no se separaron en su vagabundeo. El pequeño seguía al grande a todas partes, buscaban comida juntos y en las noches frescas se daban calor pegaditos uno con otro. Budy seguía con su idea fija de localizar su casa, obsesión que sólo olvidaba temporalmente cuando se divertía con Pulquete en el novedoso juego de perseguir automóviles y motocicletas
Llegó el 24 de diciembre. Hacía ya catorce días que se había perdido nuestro perro, y desde entonces Tomás casi no hablaba ni se interesaba por nada. Mi esposa y yo, preocupados por tan prolongada apatía, decidimos llevarlo a la Misa del gallo que se celebraba a las diez de la noche en la Catedral. No sé cómo se nos ocurrió la idea, pero esa misma noche, al terminar la ceremonia, cuando todavía vibraban en nuestros corazones los conmovedores acordes del Gloria in excelsis y los ángeles aún aleteaban sobre nuestras cabezas, comprobamos que aquella decisión no había sido casual.
Al salir de la iglesia fuimos rápidamente hasta nuestro auto para llegar cuanto antes a casa, donde nos esperaban los abuelos de Tomás para la cena de Nochebuena. Iba a poner el motor en marcha cuando Tomás sale de su mutismo y me dice:
-Mirá, papá, ese pobre perrito, ¡qué flaco está!
Me fijo donde me señalaba mi hijo y reconozco al cachorro por su inconfundible mancha negra.
-Pero si es Pulquete, el cachorro que tiraron a la calle desde un auto. ¿Te acordás que te lo conté? Fue antes de que se perdiera Budy. Qué desmejorado está, pobrecito.
-Mirá como nos mira, papi, como si quisiera venir con nosotros...
-No, Tomás..., no podemos...
-Quiero acariciarlo papá, por favor... ¡Vení, perrito...!
Yo sabía que si Tomás acariciaba a ese cachorro tendríamos que llevarlo a nuestra casa.
¿Pero cómo negarle ese gesto de ternura después de lo que había sufrido? Nos miramos resignadamente con mi esposa y asentimos en silencio.
Tomás bajó del auto y acarició efusivamente al cachorro. Había que verlo a Pulquete, estaba loco de alegría, movía la cola, le lamía las manos y la cara, saltaba feliz, se tiraba panza arriba.
-Papá, está hambriento, tenemos que darle de comer.
-Está bien, subilo al auto que lo llevamos a casa.
Tomás, entusiasmado y feliz como no lo habíamos visto en semanas, trató de inducir al cachorro a que subiera. Pero para nuestra sorpresa, Pulquete no avanzó. Se quedó parado expectante. Tomás insistió en llamarlo pero el perrito, lejos de subir al auto amagó con alejarse. Se puso a ladrarnos como si quisiera decirnos algo. Se alejaba de nosotros, se detenía y nos ladraba. Su comportamiento era muy extraño. Tomás intentó agarrarlo pero apenas se le acercó, el cachorro corrió para volver a detenerse y a ladrarnos varios metros adelante. Tomás quería ir tras él, pero se nos hacía tarde y no podíamos perder tiempo en los caprichos de un perro desconocido.
-Dejalo, Tomás, es muy tarde, vamos a casa.
-¡Papá, por favor...!
-Subí, vamos a casa, está claro que no quiere venir con nosotros.
Puse el motor en marcha y Tomás se largó a llorar. Pulquete había vuelto a correr y ya había doblado la esquina.
Lo que sucedió a continuación todavía hoy nos emociona y no lo vamos a olvidar en nuestras vidas. El motor del auto se detuvo inexplicablemente y no hubo forma de hacerlo arrancar. "¿Qué pasó?, me dije inquieto, ¿Se habrá ahogado? Sí, seguro...; bueno, paciencia, tendremos que esperar un poco". Tomás lloraba en el asiento trasero y adiviné que mi esposa, con la cara vuelta hacia la ventanilla, también dejaba correr algunas lágrimas silenciosas.
En eso oímos unos ladridos familiares.
-¡Papá, papá! -gritó Tomás- ¡Mirá! ¿Ese no es Budy?
-¡Por el amor de Dios, sí, es Budy, es Budy! -exclamó mi esposa
¡Era Budy ! Había reconocido el automóvil y venía corriendo desde la esquina a toda velocidad. Y detrás de él, ladrando entusiasmado, venía Pulquete, el cachorro abandonado que no quiso abandonar a su amigo y por eso había tratado de hacernos entender que debíamos esperarlo hasta que él lo fuera a buscar.
Y adivinen qué pasó cuando los dos perros estaban ya dentro de nuestro automóvil y todos llorábamos y reíamos de alegría: el motor arrancó apenas giré la llave. Fue como si algún ángel de Navidad, un ángel tal vez de los animales, ¿por qué no?, hubiera dicho con una dulce sonrisa: "Bueno, ahora sí se pueden ir todos a casa a celebrar la Nochebuena"
Yo sabía que si Tomás acariciaba a ese cachorro tendríamos que llevarlo a nuestra casa.
¿Pero cómo negarle ese gesto de ternura después de lo que había sufrido? Nos miramos resignadamente con mi esposa y asentimos en silencio.
Tomás bajó del auto y acarició efusivamente al cachorro. Había que verlo a Pulquete, estaba loco de alegría, movía la cola, le lamía las manos y la cara, saltaba feliz, se tiraba panza arriba.
-Papá, está hambriento, tenemos que darle de comer.
-Está bien, subilo al auto que lo llevamos a casa.
Tomás, entusiasmado y feliz como no lo habíamos visto en semanas, trató de inducir al cachorro a que subiera. Pero para nuestra sorpresa, Pulquete no avanzó. Se quedó parado expectante. Tomás insistió en llamarlo pero el perrito, lejos de subir al auto amagó con alejarse. Se puso a ladrarnos como si quisiera decirnos algo. Se alejaba de nosotros, se detenía y nos ladraba. Su comportamiento era muy extraño. Tomás intentó agarrarlo pero apenas se le acercó, el cachorro corrió para volver a detenerse y a ladrarnos varios metros adelante. Tomás quería ir tras él, pero se nos hacía tarde y no podíamos perder tiempo en los caprichos de un perro desconocido.
-Dejalo, Tomás, es muy tarde, vamos a casa.
-¡Papá, por favor...!
-Subí, vamos a casa, está claro que no quiere venir con nosotros.
Puse el motor en marcha y Tomás se largó a llorar. Pulquete había vuelto a correr y ya había doblado la esquina.
Lo que sucedió a continuación todavía hoy nos emociona y no lo vamos a olvidar en nuestras vidas. El motor del auto se detuvo inexplicablemente y no hubo forma de hacerlo arrancar. "¿Qué pasó?, me dije inquieto, ¿Se habrá ahogado? Sí, seguro...; bueno, paciencia, tendremos que esperar un poco". Tomás lloraba en el asiento trasero y adiviné que mi esposa, con la cara vuelta hacia la ventanilla, también dejaba correr algunas lágrimas silenciosas.
En eso oímos unos ladridos familiares.
-¡Papá, papá! -gritó Tomás- ¡Mirá! ¿Ese no es Budy?
-¡Por el amor de Dios, sí, es Budy, es Budy! -exclamó mi esposa
¡Era Budy ! Había reconocido el automóvil y venía corriendo desde la esquina a toda velocidad. Y detrás de él, ladrando entusiasmado, venía Pulquete, el cachorro abandonado que no quiso abandonar a su amigo y por eso había tratado de hacernos entender que debíamos esperarlo hasta que él lo fuera a buscar.
Y adivinen qué pasó cuando los dos perros estaban ya dentro de nuestro automóvil y todos llorábamos y reíamos de alegría: el motor arrancó apenas giré la llave. Fue como si algún ángel de Navidad, un ángel tal vez de los animales, ¿por qué no?, hubiera dicho con una dulce sonrisa: "Bueno, ahora sí se pueden ir todos a casa a celebrar la Nochebuena"
Una luz de esperanza
En diciembre de 1914, se acercaba un durísimo día de Navidad, y las tropas británicas y alemanas se enfrentaban a través de un angosto trecho de suelo europeo. Las condiciones imperantes en ambas trincheras eran espantosas, el tronar de los cañones incesante, y el ruido, ensordecedor.
La oficialidad británica había tomado escasas prevenciones para celebrar la Navidad. Tenía órdenes de tratar esa jornada como cualquier otra y seguir peleando. Lo poco que pudieron hacer las cansadas tropas, fue recoger unos restos de ramas secas como patético recordatorio de las festividades que con seguridad, se estarían celebrando en sus lejanos hogares.
Los alemanes estaban mucho mejor organizados. Para elevar la moral de sus tropas, habían hecho enviar canastas con comida y árboles de Navidad a las líneas del frente para estimularlos a pelear mejor.
Pero esta bien planeada estrategia tuvo precisamente un efecto contrario. En lugar de aumentar la agresiva lealtad de los soldados, detuvo por completo las hostilidades. La verdad es que el común de los soldados alemanes no odiaban a sus pares ingleses, y viceversa, y si procuraban matarse unos a otros era pura y exclusivamente por respeto a las órdenes de sus generales.
El espectáculo de todos esos arbolitos afectó muy hondo a los alemanes. Las congeladas tropas británicas escondidas en sus trincheras sintieron alarma y desconcierto ante el repentino y extraño silencio seguido por los acordes de un villancico.
Al asomarse comprobaron asombrados que los soldados alemanes había emergido de sus escondites y ocupaban en actitud pasiva la tierra de nadie. Con cierto temor los ingleses se les sumaron y tuvo lugar una improvisada tregua.
Los villancicos duraron toda la noche, los enemigos cantaron juntos, y a medida que pasaron las horas tuvo lugar un extraordinario intercambio de regalos. Enemigos mortales se estrecharon las manos, e incluso, se abrazaron y mostraron fotografías de sus respectivas familias y durante un breve interludio, la idea de matar se borró de sus mentes.
A la mañana siguiente, día de Navidad, ocurrió algo aún más insólito. Poniéndose de acuerdo sobre un punto intermedio entre ambas posiciones, ingleses y alemanes protagonizaron lo que debe ser el más raro partido de fútbol en la historia de ese deporte.
La oficialidad británica había tomado escasas prevenciones para celebrar la Navidad. Tenía órdenes de tratar esa jornada como cualquier otra y seguir peleando. Lo poco que pudieron hacer las cansadas tropas, fue recoger unos restos de ramas secas como patético recordatorio de las festividades que con seguridad, se estarían celebrando en sus lejanos hogares.
Los alemanes estaban mucho mejor organizados. Para elevar la moral de sus tropas, habían hecho enviar canastas con comida y árboles de Navidad a las líneas del frente para estimularlos a pelear mejor.
Pero esta bien planeada estrategia tuvo precisamente un efecto contrario. En lugar de aumentar la agresiva lealtad de los soldados, detuvo por completo las hostilidades. La verdad es que el común de los soldados alemanes no odiaban a sus pares ingleses, y viceversa, y si procuraban matarse unos a otros era pura y exclusivamente por respeto a las órdenes de sus generales.
El espectáculo de todos esos arbolitos afectó muy hondo a los alemanes. Las congeladas tropas británicas escondidas en sus trincheras sintieron alarma y desconcierto ante el repentino y extraño silencio seguido por los acordes de un villancico.
Al asomarse comprobaron asombrados que los soldados alemanes había emergido de sus escondites y ocupaban en actitud pasiva la tierra de nadie. Con cierto temor los ingleses se les sumaron y tuvo lugar una improvisada tregua.
Los villancicos duraron toda la noche, los enemigos cantaron juntos, y a medida que pasaron las horas tuvo lugar un extraordinario intercambio de regalos. Enemigos mortales se estrecharon las manos, e incluso, se abrazaron y mostraron fotografías de sus respectivas familias y durante un breve interludio, la idea de matar se borró de sus mentes.
A la mañana siguiente, día de Navidad, ocurrió algo aún más insólito. Poniéndose de acuerdo sobre un punto intermedio entre ambas posiciones, ingleses y alemanes protagonizaron lo que debe ser el más raro partido de fútbol en la historia de ese deporte.
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