sábado, 20 de junio de 2015

Política

Sistemas políticos

Durante la última revolución de 1922 y 1923 el Paraguay, «esta tierra de leyendas, donde cada pedazo del suelo es una historia, cada valle, cada recodo, cada estero y cada paso tiene una página de epopeya que narrar, donde cada ráfaga que sopla, canta al pasar un heroísmo y cada torrente que corre entre las selvas solloza un sacrificio», fue objeto de parte de los diarios de los países vecinos de los ataques más crueles y punzantes. 

La anarquía, sus causas y efectos. 

Los títulos de estos artículos eran como éstos: 

El Paraguay una vez más chapotea en un charco de sangre, con escarnio de la civilización y de la humanidad. 

Una repúblicade vaudeville, que no hace sino escandalizar -y desacreditar a la América. 

Mi patriotismo, profundamente herido, ante ataques tan sangrientos y desconsiderados, me sugirió unos artículos que, bajo el acápite de morbo revolucionario, publiqué en «El Diario» de esta ciudad, tratando de demostrar, que la anarquía en el Paraguay, es, como lo ha sido en todos los demás países de América a su turno, nada más que una consecuencia lógica, fatal, del estado general de pobreza de la Nación. 

Siendo todavía de actualidad las consideraciones que aduje en aquella oportunidad, reproduzco a continuación aquellos artículos. 

«Los sociólogos, estudiando los caracteres de las dos razas principales forjadoras y constructoras de la civilización moderna, han señaladoen ellas, rasgos de mentalidad y sentimentalidad muy distintos, casi contrapuestos». 

Para los sociólogos, la raza anglosajona, se caracteriza por el predominio del cálculo frío, del egoísmo, la seriedad, la reserva, el apego al estudio delas ciencias físicas y naturales, al trabajo manual; al bienestar material y la circunstancia, la paciencia, la tenacidad, la quietud, la disciplina, la sumisión y el espíritu de asociación y de cooperación. La grecolatina, en cambio, se caracteriza por el predominio de la imaginación, la generosidad, la veleidad, el apego a la literatura y a las artes, el desprecio del trabajo manual y del bienestar material, la impaciencia, la indisciplina e independencia mental y política, la rivalidad, el amor a las aventuras y proezas, etc. 

La raza anglosajona busca la utilidad por el dominio de la naturaleza; la raza grecolatina, busca la gloria por el sojuzgamiento de los hombres. La raza anglosajona es materialista, la raza grecolatina es idealista. En la raza anglosajona el pueblo, es por instinto, conservador y gubernista; en la raza grecolatina es, instintivamente, revolucionario u oposicionista. 

Entre los pueblos de raza grecolatina, el español reúne en el más alto grado algunos de los rasgos prominentes de esa raza. Ningún pueblo más generoso, idealista, artista, valiente, inteligente y vehemente que el español, pero también ninguno, más turbulento, aventurero y anárquico. Y como «de casta le viene al galgo ser rabilargo» y las taras hereditarias crecen en progresión geométrica, los americanos españoles han venido al mundo con el instinto más desarrollado aún que el de sus padres, de rivalidad y de indisciplina que fatalmente produce la división en bandos, las querellas intestinas, las guerras civiles, el apasionamiento en las luchas, el odio y la intransigencia. 

De aquí que, la Historia de la América española, desde su aparición en el mundo hasta nuestros días y, desde el Golfo de Méjico hasta el Cabo de Hornos, no es sino la historia de la anarquía y de la demagogia, de las guerras intestinas, de las querellas agrias, porfiadas, interminables y estériles, si no escandalosas, en las que, sus protagonistas, arruinándose y demoliéndose sin piedad y sin tino, han malogrado y malgastado la inmensa energía, talento brillante y vivaz imaginación, con que la Providencia ha dotado a los pueblos hispanoamericanos, destinados a deslumbrar al mundo, cuando, traídos a la paz del cuerpo y del espíritu, dediquen por entero las poderosas fuerzas de sus brazos y de su talento, a cultivar los inmensos tesoros para la ciencia, industria y riqueza, que encierran en su seno estos países privilegiados. 

Antes de tocar la América y sin tener en cuenta la solemnidad y el recogimiento que había de infundir a todo ser humano, aquel hecho inmenso, prodigioso, del alumbramiento de un Nuevo Mundo, el mismo Colón, tuvo que soportar más de una sublevación de sus indómitos compañeros, y después de su segundo viaje, fue ya llevado preso a España. 

Llegados a la América, los conquistadores españoles sin fijarse en lo diminuto de su número frente a la inmensidad de la tarea que acometían, dominados por su instinto de rivalidad, en todas las regiones donde, sucesivamente, pusieron sus plantas, se dividieron en bandos armados, se destrozaron en sangrientas batallas, se calumniaron delante del indio enemigo, sin escapar de estos horrores los jefes más célebres, Cortés, Balboa, Pizarro, etc. 

Durante la colonia, aquellas querellas prosiguieron indefinidamente. Promovida casi simultáneamente en todas las colonias hispanoamericanas la guerra de la independencia, los patriotas (el que hereda no lo hurta) como en otrora sus abuelos, se dividieron en bandos que disputaron y se destrozaron delante del enemigo común, el realista. Y la independencia de las colonias hispanoamericanas, no se hubiera llevado a cabo entonces, a no ser, porque, a su vez, la madre-patria se encontraba en esa época (1812 a 1825) desgarrada por la anarquía interna, tanto que un ejército extranjero tuvo que venir a imponerle el orden y la paz en nombre de la Europa coaligada (Santa Alianza). Obtenida la independencia de las nuevas naciones americanas de origen español, todas ellas menos el Paraguay presa de la anarquía, continuaron dividiéndose en bandos y destrozándose en sangrientas y escandalosas querellas intestinas. Con la Historia en la mano, sería fácil demostrar que, todas esas naciones, con excepción de Chile, han tenido en el mismo período de vida independiente, mayor número de erupciones anárquicas (guerras civiles, golpes de estado y cuartelazos) que el Paraguay. 

Alguien ha sostenido que los hechos históricos relatados, más que fruto de una tara racial, no fueron sino el resultado lógico y natural de los antecedentes personales de los hombres que intervinieron en ellos: rudos soldados, aventureros, presidiarios libertos y toscos caudillos, hijos de la barbarie silvestre, salidos de los bosques y pampas americanas. Pero la aserción está desmentida por la Historia. En aquellas disensiones luctuosas, han tomado parte nobles de ilustre cuna y elevada educación, abogados y médicos distinguidos, obispos, sacerdotes y hasta monjas. Las iglesias y conventos han sido teatro de escenas sangrientas, las procesiones han degenerado frecuentemente en batallas campales, y los religiosos han sido jefes de grupos y hasta de ejércitos en lucha en las guerras civiles de los pueblos hispanos americanos, antes y después de su independencia. Las raíces del mal eran pues, un poco más profundas. 

Ante esta demostración irrefragable de la existencia en el organismo psicológico de los pueblos hispanoamericanos del morbo revolucionario,manifestado en forma esporádica, hasta hoy mismo, ¿qué extraño ha de ser que el Paraguay, donde por su posición mediterránea, la cruza de su población con la de otros pueblos de otro espíritu, ha sido menos que en los otros países y donde, por lo mismo, se conserva más puro el siniestro legado de rebelión e independencia aludido, haya hecho crisis una vez más, como vicio morboso, que informa su idiosincrasia étnica? 

Pero se objeta que, mientras en la hora presente, la inmensa mayoría de los pueblos hispanoamericanos y especialmente los más vecinos al Paraguay-la Argentina y el Uruguay-parecen haberse aquietado definitivamente, ahogando en su seno la anarquía y proscrito de sus prácticas políticas las contiendas armadas, el Paraguay va a la zaga, todavía en lo más álgido de sus querellas violentas, abochornando ante el mundo civilizado a sus demás hermanas del continente. 

Estas aseveraciones merecen sin duda un comentario, que habrá de limitar a sus justos límites el alcance y veracidad de la acusación. 

Cierto es que, desde hace ya cerca de cuatro lustros, los países que baña el Plata, no registran revoluciones análogas a la actual del Paraguay (1922-23); pero, no es menos cierto, que este cambio feliz, se deba casi totalmente, al factor económico, al incremento del trabajo y la riqueza, obra exclusiva de la inmigración, del obrero y del capital extranjeros, que allí han afluido con fuerza, no embargante sus convulsiones periódicas. Esto lo demostraremos con más extensión en otro artículo, bastándonos por el momento recordar en su comprobación que, en algunas provincias argentinas, en las que, por razón de la distancia o del clima, ese poderoso agente propulsor de la posteridad económica no ha llegado, la anarquía no está muerta y se manifiesta en forma aislada, pero no por eso menos violenta, como ocurrió últimamente en la provincia de San Juan que llenó de espanto al mundo. 

Y bien: el Paraguay se encuentra por causa de su posición mediterránea y de otras desventuras concomitantes, que le privan de la poderosa cooperación del capital y del brazo europeos, en análoga situación económica que las provincias argentinas lejanas: Salta, San Juan, Santiago del Estero, La Rioja, etc. Por otro lado, en materia de calaveradas políticas, parece que, habiendo sido el morbo revolucionario, producido por causas originarias o adquiridas, la edad poco importa y sucede en los pueblos como sucede en los hombres: «que quien no las corre de joven, las corre de viejo»; ejemplos la Rusia y la Irlanda. Eso sí: en medio de sus calaveradas insensatas, se ha conducido siempre el Paraguay en una forma, que no puede menos que merecer respeto del mundo entero: jamás en sus guerras civiles ha asomado su horrible espectro el crimen. «Si habría de juzgarse al Paraguay por la conducta noble y humanitaria de sus beligerantes en sus revoluciones, -ha dicho el diplomático norteamericano general O'Brien- sería la nación más culta y civilizada del universo». 

En Sociología se admite como un axioma, que el mejor antídoto contra la anarquía es el dinero. Los pueblos como los hombres son agresivos, inquietos y belicosos mientras no tienen dinero. Nada hay que agrie tanto el humor de los pueblos y de los hombres como la opresión constante del malestar físico, las tristezas y humillaciones morales que origina la pobreza. Y como un postulado de este axioma, los pueblos y los hombres, al cambiar de situación financiera, cambian de ánimo. El furibundo anarquista de ayer, propagador incansable de reacciones violentas, se convierte en el más manso y tolerante conservador. Los pueblos más turbulentos de ayer, cuando no tenían dinero, hoy se escandalizan de que hayan todavía pueblos que arreglen sus cuestiones internas a tiros. 

¿Quién había de reconocer en el suave, tranquilo y paciente obrero escocés de hoy, al descendiente de aquellos indómitos highlanders que, al primer retumbo del cuerno de sus jefes, rodeaban a éstos armados hasta los dientes y, sin más ni más, invadían a sangre y fuego el clan vecino por una fruslería v.gr. el hurto de un halcón de caza, la copla mal tomada de un trovador o los desaires de una mujer? 

De que el bienestar material es el mejor antídoto contra los impulsos bravíos, es también axioma aplicable hasta a los animales irracionales. El medio más seguro y eficaz para domesticar animales salvajes es el halago corporal. Entre las bestias ya domesticadas, sería vano pensar en disciplina, si el látigo y las lecciones no llevan como prefacio un buen plato. Las fieras más sanguinarias del desierto se vuelven mansos corderos a base de azúcar, leche y buena cama. ¿Quién había de reconocer en el shorthom inglés de hoy, pesado, pura carne, de andar majestuoso, de mirada dulce, seráfico de tan inofensivo, al descendiente de los temibles, ágiles y descarnados búfalos, que cuando la invasión romana, cruzaban veloces las praderas británicas y despanzurraban hombres y caballos con sus enormes pitones como si fueran de cartón? Milagros del buen forraje y del pesebre confortable. 

Volviendo ahora a los pueblos hispanoamericanos, tomemos a los dos más quietos, por lo mismo que son los dos más ricos y prósperos: la Argentina y el Uruguay. Ningún pueblo de la América española ha sido más castigado y humillado por la anarquía que el argentino. En un mismo día de su historia de nación independiente, en el transcurso de 24 horas, se cambiaron en su gobierno tres situaciones políticas, y, en época en que alentaba el más ilustrede sus estadistas. -Rivadavia- los caudillos del interior, salidos de sus bosques y desiertos, tomaron por costumbre, traer a atar sus fletes o pingos (montados) a la misma estatua de la Libertad, en la plaza de Mayo de Buenos Aires (1820). El Uruguay desde su independencia (1825), hasta la última revolución blanca (1905) ha tenido en ochenta años, 57 revoluciones, es decir, a razón de una revolución por cada año y medio. Nunca ha tenido el Paraguay iguales excesos, por su calidad ni por su número. Sin embargo, la prensa de esos países se abochornan de los sucesos paraguayos actuales, porque el descrédito que sus revoluciones originan alcanza a sus vecinos, ya que en Europa y Norteamérica -dicen- no hay nociones muy exactas sobre la demarcación geográfica de estos países y todos están englobados bajo el nombre común de Sudamérica. 

El Paraguay por su situación geográfica y por un cúmulo de desventuras eventuales, tan inmerecidas como aquélla, se halla, respecto de sus hermanos del Plata, bajo el punto de vista económico, cincuenta años atrás; y como que, las mismas causas producen los mismos efectos, sufre hoy los mismos males que aquéllos hace medio siglo. Esto era fatal, irremediable. 

Todos los países pobres en donde la falta de capital barato, de utillaje industrial y de vías de comunicación condenan a sus habitantes a esperar poco del trabajo productivo, han sentido bullir en su seno esas dos pústulas malignas, productos lógicos del malestar económico llamados: el parasitismo político y el militarismo voraz. El Paraguay, víctima fatal de estos flagelos, en fuerza de su debilidad económica, se debate en una de tantas crisis, que todos los pueblos de América han sufrido, en sus luchas por extirpar estos males de su organismo. 

Gobierno 

Quiera Dios que sea la última, aunque no hay que hacerse ilusiones. En todo caso, se puede creer fundadamente que será de las últimas, porque esta vez se habrán convencido, los que pretenden someter a este pueblo por el dinero o por la fuerza, que ni el oro ni el sable podrán en adelante con el ejército ciudadano consciente y libre. La experiencia, esa rígida maestra, nunca se equivoca. 

Y si se quiere que sea la última, no habrá sino que buscar, después de pasada la tormenta, que el paraguayo pueda trabajar y gozar del fruto de su trabajo. Cuando este pueblo, bueno, frugal, sufrido y resistente, tenga en su casa algo positivo que defender y conservar, ya se verá cómo no ha de dejar, como por ahora, tan fácilmente su hogar, para seguir a cualquier aventurero, que venga a ofrecerle una mísera pitanza. 

El paraguayo provisto de un bienestar material, modesto si se quiere, será conservador y tranquilo y pronto será el primero en las lides de la paz y del trabajo, como ha llegado a ser en las lides de la guerra. Pero, mientras el paraguayo siga, como hoy, sin un pedazo de tierra y sin un centavo de ahorro, sin otros bienes, en su inmensa mayoría, que una remuda de lienzo americano y un mal machete, será siempre revolucionario y belicoso. La miseria es la madre de la inquietud y la deshonra. 

En todo caso, de esta nueva desgracia algún provecho ha de sacar el Paraguay. «La desventura, ha dicho Ferrero, es la gran escuela de los hombres y de los pueblos». 

Hasta aquí aquel artículo. 

Después de ocho años, nada encuentro que rectificar o modificar en él. De lo que acaba de leerse se ve que la anarquía y la pobreza, son, como los hermanos siameses, inseparables. Y, bajo tales conceptos, muerta una de ellas, no tardará en morir la otra. 

De ahí mi prédica constante, insistente de combatir la pobreza, como la madre de todos los males más graves que aquejan a los pueblos. Remediada o aliviada la pobreza, irá la anarquía desapareciendo y con ella, sus principales efectos, entre otros, la dislocación de valores y la crisis de autoridad. Tratando estos asuntos, ha dicho «La Nación»: 

«Todo trastorno o desorden social provoca consecuencias perniciosas. En particular, cuando tales irregularidades se hacen endémicas en un país, los efectos nocivos se hacen sentir en forma alarmante y terminan por convertirse en hábitos». 

«El Paraguay ha vivido los últimos veinticinco años transcurridos entre la incertidumbre, la intranquilidad, el temor y la desconfianza, víctima de los desórdenes intestinos, la revolución, el motín, el golpe de estado, la deslealtad, la traición y el desgobierno». 

«La demagogia y la anarquía han hincado en él sus garras, desnaturalizado sus instituciones, subvertido los conceptos, trastrocado los valores, y creado un estado mental y espiritual lamentable y peligroso». 

«Todo ha salido de quicio. Nada está en orden. Se ha perdido la noción de la regularidad, de la disciplina, de la normalidad institucional y del equilibrio espiritual». 

«Todo se mueve, todo vacila y se agita en un vaivén inestable, que amenaza por todos lados, como en una casa en ruinas, con desmoronamientos y derrumbes». 

«Se forman conceptos atrabiliarios, se sostienen ideas peregrinas, se procede con torpeza suicida, no se guarda decoro ni dignidad, ni se manifiesta respeto ni consideración a nada ni a nadie. 

«Tenemos la mente enferma y el juicio desequilibrado por veinte años de locura fratricida». 

«Después de cada revolución como después de una tempestad que ha sacudido la naturaleza, surge una miríada de insectos y sabandijas que infestan la atmósfera». 

«Toda revuelta armada lleva a la primera fila los elementos peores y más peligrosos de la sociedad: caudillos insignificantes y oscuros, gentes maleantes predispuestas al delito, sujetos de segundo o tercer orden, que han tomado un fusil en la contienda, todos se tornan personajes necesarios, influyentes y decisivos». 

«Los hombres de mérito, las personalidades auténticas, pasan a segundo término. La capacidad de matar regula la importancia del individuo. La autoridad pierde su dignidad y su prestigio. Al Presidente de la República se le mira sólo como a un favorecido a quien se sostiene y que puede caer de un momento a otro. Nadie respeta a la autoridad». 

«En los partidos, surgen caudillos grandes y pequeños, disidentes exaltados, que peligran la unidad y la disciplina de su organismo. A todos hay que complacer». 

«Dislocación de valores y crisis de autoridad, desorden institucional y desequilibrio espiritual, tales son los efectos de la anarquía, cuyas consecuencias soporta la Nación». 

En el año 1911, después del combate de «Bonete» y de la muerte del caudillo radical D. Adolfo Riquelme, ante el espectáculo que ofrecía el país destrozado por la anarquía más cruel y sangrienta, publiqué en el Diario «El Nacional», un artículo, llamando a los paraguayos todos, a una concordia política, sobre la base de la rotación de los partidos en el gobierno de la nación, poco más o menos en la forma a que se había arribado, en ese tiempo, en la provincia argentina de Corrientes, con la que se había dado fin, a la tenaz anarquía que había destrozado ese noble y valiente pedazo del país hermano, desde hacía medio siglo. 

Decía yo en ese artículo, que los paraguayos no debemos tratarnos en nuestras divergencias partidaristas como ahora, de enemigos políticos, encarnizados y a muerte, intransigentes y excluyentes, sino de simples adversarios, sin olvidar que somos hermanos y que la patria necesita del concurso de todos. 

Que la necesidad de contribuir todos al progreso y engrandecimiento de la patria, se acentuaba en razón de ser los paraguayos tan pocos en número y muy escasos los hombres preparados para gobernar la nación en estos tiempos. 

Que todos los partidos políticos, tenían en el país poco más o menos el mismo programa y a todos, por igual, debía brindárseles la oportunidad de ensayar en el gobierno su capacidad, su buena fe y su patriotismo. 

Que esto se podría conseguir a mi ver, con el siguiente arbitrio: 

Que se acuerde entre los partidos militantes en el país un convenio sobre las bases siguientes: 

El Poder Ejecutivo se compondrá, período por período, de una fórmula mixta, en la que se encuentran representados los dos partidos de mayor electorado, turnándose en cada período en la colocación de la fórmula. Por ejemplo: tomando a los dos partidos de mayor electorado en el país, el liberal y el republicano, si, en un período presidencial, el Presidente es liberal el Vice debe ser republicano y en el siguiente el presidente deberá ser republicano y el vice liberal.

Los Ministros se repartirán tres para el partido que ocupa la Presidencia, a saber: los de Guerra y Marina, Interior y Relaciones Exteriores y dos, los de Hacienda e Instrucción Pública para el que ocupa la Vice Presidencia. 

En el Congreso, los partidos ocuparán la situación que elecciones libres le deparen. 

Otros partidos, que en algún departamento tuviesen mayoría, llevarán a las Cámaras sus representantes (entonces teníamos todavía la ley electoral por circunscripción). 

El Poder Judicial será inamovible mientras dure su buena conducta. Los empleados de la Administración Pública serán también respetados en sus puestos, mientras un sumario en forma, no acredite su incompetencia o inconducta. 

Con este temperamento se conseguirá el siguiente resultado: 

1°. La extirpación del odio político y por consiguiente de la guerra intestina crónica. 

2°. Una noble emulación entre los partidos políticos en el sentido de servir mejor al país. 

3°. La posibilidad de que cada partido, no necesitando más de caudillos, pueda llevar al gobierno a sus hombres más capacitados para gobernar. 

4°. De que, habiendo desaparecido la posibilidad de una guerra civil, los militares ya nada tendrán que hacer en política y dejarán de ser la piedra de escándalo y el Juez definidor en las contiendas cívicas. 

5°. La independencia del Poder Judicial. 

6°. La continuidad de la tradición en la gestión administrativa, y por último y lo más importante. 

7°. Que los partidos políticos, antepongan los intereses de la Nación a los intereses de círculo. 

La idea cayó en el más completo vacío. 

Entre las circunstancias enunciadas en el párrafo anterior, pareciera la de menor importancia la que se enuncia bajo el número 6°. Pero, prácticamente, su falta causa muy graves perjuicios en los países en donde, como en el Paraguay, reinan en política la intransigencia y el exclusivismo y por ende, a cada cambio de gobierno, cabe la posibilidad de una completa barrida de los empleados administrativos. 

La tarea de la administración pública necesita cierta estabilidad. Raros han de ser los ciudadanos, a quienes se encomienda una repartición importante de la administración pública, que, en muy corto tiempo, puedan adquirir la capacidad necesaria, para marcar y determinar en esa oficina, una orientación definitiva y estable, que sirva de jurisprudencia o tradición para los que le suceden. 

Anarquia 

En las reparticiones públicas sometidas a los vaivenes de la política, todo se reduce a un eterno y repetido comenzar, a un tejer y destejer continuo. Y en esta tarea, de la tela de Penélope, se pierde lastimosamente tiempo y fuerza. En países así gobernados, dice un escritor, «no existe, lo que en otros constituye el alma de las organizaciones burocráticas: el encauzamiento, el engranaje, la mecanización en cierto modo, del trabajo de oficina o sea la tradición administrativa. No hay, no puede haber, precedentes, que fijen normas, más o menos estables. En semejantes condiciones, no puede haber administración. La experiencia de nada sirve. No hay cauces hechos. Nunca se sabe de los balbuceos. Además, todos los hombres sirven para todos los puestos». 

Posteriormente, después de la segunda caída de Don Manuel Gondra, al ver que el Partido Radical, no obstante gobernar con las manos libres, sin oposición apreciable, hacía el papel de Saturno, que devoraba sus propios hijos porque, entre sí, los radicales se acechaban, se traicionaban, se derribaban y se aniquilaban escandalosamente, no siendo barridos del poder, únicamente por la inutilidad de los bandos contrarios, incapaces también de ponerse de acuerdo ni un día, llamé al orden a mis correligionarios, haciéndoles ver el peligro inminente que, para los pueblos republicanos democráticos, comporta la circunstancia de no poder entenderse, los hombres que mandan: la dictadura militar. 

Recordé a mis correligionarios que, en los países donde ésto ha pasado, no se ha encontrado otro remedio, que poner el gobierno en manos del mandatario del ejército, de modo que el gobierno civil y el mando militar, que en los países democráticamente bien organizados, se encuentran en manos distintas, se reúnan en una sola mano, de suerte que todas las energías del gobierno, con un frente único, puedan enfocarse hacia un solo punto de mira: la tranquilidad del país y el trabajo productivo. 

Que, si en otros tiempos, los países de América tenían recelos en entregar el poder a los militares, fue porque éstos, salidos de los bajos fondos sociales, formados en guerras civiles, no eran sino militarotes arrastra-sables, sin instrucción ni moralidad. Que actualmente han cambiado mucho las cosas: los militares son salidos del pueblo, de hogares respetables, están preparados en institutos científicos en largos años de estudios y educados en la escuela del honor, del sacrificio por la patria; y nadie puede alegar mejores títulos que ellos para pretender el gobierno del país, cuando los hombres de derecho, por sus modalidades perniciosas se muestran incapaces o indignos de asumir el gobierno de la Nación. Que ya hay en el país algunos jefes militares de suficiente preparación intelectual, de profundo patriotismo, de reconocido valor moral y de intachable honestidad, muy capaces y dignos de tomar las riendas del gobierno de la República y organizar un frente único de ofensiva contra la pobreza, la corrupción y la anarquía. 

Les recordé que esta opinión compartían cabezas pensantes de las más altas de América. En efecto, en esos días había leído un artículo de Lugones sobre la dictadura de Leguía en el Perú, en el que sostenía, que la mayor parte de los países de la América del Sur, en los que reina la pobreza, el mando unipersonal y dictatorial, es más conforme con las conveniencias del país. De ese artículo entresaco los párrafos que siguen: 

«La democracia es Gobierno de pueblos ricos, porque constituye una administración cara y despilfarradora, según lo enseña la experiencia en todas partes. Exige una paz sin preocupaciones y una sólida disciplina social. Por esto no existe más democracia lograda en país grande, que la de Estados Unidos; y por esto, también la gran guerra obligó a suspender el régimen democrático, prácticamente inadecuado para la defensa nacional. En cambio, todas las empresas de traición y derrotismo fueron, colectiva o personalmente, democráticas. La democracia pobre engendra la guerra civil que a su vez engendra la dictadura. Por donde se ve, que la pobreza en toda Nación es la calamidad original». 

«En este concepto se basa la dictadura progresista del Perú, que, como gobierno fuerte, es uno de los tantos conocidos allá, desde la propia administración inicial de los dos libertadores; pero que, como expresión personal, hállase desempeñada por un verdadero estadista». 

«No es aquél, sin duda, un Gobierno cómodo para la libertad, y ya se verá que tampoco lo pretende el señor Leguía. No lo es ninguno que se ve obligado a desterrar opositores y a trabar la prensa. Bajo este aspecto, el Gobierno del Perú es democráticamente malo, pero puede ser patrióticamente bueno. Pues una cosa es la democracia y otra es la patria. La patria puede ser o no Monarquía, República, Estado absolutista o constitucional. Estas son sus formas de gobierno. Francia, por ejemplo, ha conocido todos esos regímenes, sin dejar de ser la patria francesa». 

«Los pueblos suelen pasar por momentos históricos de conflicto entre la libertad y el orden, que compartan opciones decisivas entre el ideal político y la prosperidad nacional. La política realista o positiva es la que, basándose en la determinación de aquél por ésta, prefiere el orden. El bienestar es, para ella, la condición precedente de la libertad». 

Todavía es de actualidad esta advertencia. 

A más de los perjuicios materiales se atribuyen a la anarquía graves males morales. 

Por la influencia preponderante del ambiente y la fuerza de la costumbre, un mal o un vicio que perdura mucho tiempo, termina por amoldar, a su imagen o influjo, el pensamiento y acción de quienes lo sufren. 

Y así, donde la anarquía es endémica, donde las revueltas y trastornos intestinos constituyen el estado habitual del país, la mente se amolda a mirar todas las cosas bajo ese prisma y a considerar, que no hay otra solución para los conflictos ciudadanos que las revoluciones. Y esta sugestión producida por la costumbre y el medio ambiente se convierte en una verdadera obsesión, una enfermedad mental. 

Los ciudadanos quieren la paz, pero no están pensando sino en la guerra. Un escritor del diario «La Nación» ha descrito las manifestaciones de esta curiosa enfermedad mental colectiva de los pueblos aquejados por las revoluciones frecuentes, en los siguientes términos: 

«Un individuo cualquiera sufre o cree sufrir un agravio de un representante de la autoridad: su primer pensamiento es vengarlo en la próxima revolución». «Se comete un abuso, una injusticia, una arbitrariedad, en los Tribunales, en la política, en cualquiera repartición de la administración pública y el perjudicado piensa y afirma que el único remedio para el mal es una revolución». 

«Se dicta una ley injusta, inapropiada, inconstitucional o inoportuna, que molesta, perjudica o irrita y nadie piensa en una solución pacífica dentro de las formas legales. Se quiere una revolución para derogar o reformar esa ley». 

«No se cree en el poder de la opinión pública, en la sensatez y buen juicio de los hombres, en una reacción posible sin violencia, ni se tiene la abnegación suficiente, de sacrificar intereses menores; en presencia de los más altos y sagrados del país». 

«En todas partes, aun en las naciones más civilizadas, cometen abusos e injusticias, por funcionarios arbitrarios, odiosos y detestables, que con su presencia y sus actos, perjudican y desacreditan a la población y al gobierno de que hacen parte; pero no se remedian esos males con motines y guerras civiles». 

«Como consecuencia de esta mentalidad enferma hemos perdido la noción exacta y ecuánime de las cosas». 

nacionalismo 

«Todos queremos la paz, pero todos conspiramos contra ella». 

«El gobierno quiere la paz, pero comete injusticias, que es la causa principal de la guerra». 

«La oposición quiere la paz, pero a condición de que se le conceda todo lo que pida». 

«El ejército también quiere la paz, pero hasta una injusticia cometida contra o por uno de sus jefes, para que el espíritu de subversión se pronuncie y siga latente en su seno y se amenace en privado y en público con una revuelta». 

«Se olvida que la existencia de una sociedad civilizada, particularmente de vida política, es de luchas, de sacrificios, de abnegación, de esfuerzos y cíe conquistas paulatinas y graduales» 

«Total: que todos cantamos a la paz en bellas tiradas literarias, pero en realidad andamos con ella como en los matrimonios mal avenidos; la queremos en público, pero la aporreamos en secreto». 

Recapacitando, diremos: 

La anarquía es uno de los más terribles males que aquejan al Paraguay. No se conocen en el país, el espíritu de unión, de cooperación, de confianza, de respeto, de ayuda y asistencia mutua, la unión espiritual, laconcordia nacional, que tanto engrandecen a la patria, por medio de la labor común. 

En el gobierno, en los partidos, entre los intelectuales, los capitalistas, los militares, los obreros, no hay dos hombres que se entiendan. Todo lo contrario, impera en el país como sistema permanente, la desconfianza y hostilidad mutua, la falta de respeto a la ley, a la moral y a las opiniones ajenas, el desdén por los méritos legítimos y comprobados, la audacia como título, la vulgaridad como blasón, en una palabra, los factores más conocidos de la discordia, la corrupción, la guerra civil intestina, el caos. 

¿Cómo curar este cáncer que roe el cuerpo y el alma de este país desgraciado? 

Yo no veo otro remedio que el de una operación quirúrgica espectacular, de extirpación total del mal, un sacudón cívico como el del 6 de setiembre último de Buenos Aires, en que el pueblo hecho ejército y el ejército hecho pueblo, marchando de brazo, proceden a una barrida ejemplar, gubernamental y política, que permita sin reatos la edificación de una nueva patria de estructura ideológica y moral nuevas, digna de llevar el nombre de nación civilizada. 

El ejército se pondría a la cabeza de este movimiento, como en la Argentina y haciéndose él garante de la paz pública, llamaría a los hombres más capaces de todos los partidos a que procedan, en perfecta comunión de ideas y propósitos, a echar las bases de la nueva patria, sobre los escombros de la vieja, bamboleante, podrida, carcomida, por los vicios y errores del pasado. 

La experiencia abona que la intransigencia, el exclusivismo político son fatales a la democracia y conducen a la disgregación, a la violencia y la guerra. Para matar la anarquía no habrá sino que conciliarse fraternalmente, dice el Dr. Rivarola, en el amor a la patria. 

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