domingo, 21 de junio de 2015

Política

Sistemas políticos

 democracia directa, llamada también democracia pura,1 es una forma dedemocracia en la cual el poder es ejercido directamente por el pueblo en unaasamblea. Dependiendo de las atribuciones de esta asamblea, la ciudadanía podría aprobar o derogar leyes, así como elegir a los funcionarios públicos. La democracia directa contrasta con la democracia representativa, pues en esta última, el poder lo ejerce un pequeño grupo de representantes, generalmente elegidos por el pueblo. La democracia deliberativa incorpora elementos de la democracia directa y la democracia representativa.- ..........................................................................:https://es.wikipedia.org/w/index.php?title=Especial:Libro&bookcmd=download&collection_id=a8f30aaab859e24e635d74be319ca703347d7565&writer=rdf2latex&return_to=Democracia+directa

democracia directa
Conceptualmente, democracia directa es aquella en que el pueblo ejerce el gobierno del Estado por sí mismo, esto es, sin intermediarios, en contraste con la democracia indirecta o representativa en que la sociedad está gobernada por personas elegidas por ella y a quienes confía el cumplimiento de funciones de mando de naturaleza y duración determinadas y sobre cuya gestión conserva el derecho a una fiscalización regular.
La democracia directa es un valor puramente conceptual. En rigor ella nunca existió ni puede existir. Ni aun la democracia ateniense, considerada tradicionalmente como modelo de gobierno ejercido por el pueblo, fue realmente directa, puesto que se limitó a la participación de la clase esclavista en las funciones directivas de la sociedad. La mayor parte de la población, constituida por esclavos, no tuvo la menor injerencia en ellas. Federico Engels, en su libro “El Origen de la Familia, la Propiedad Privada y del Estado”, afirma que, en el tiempo de su mayor prosperidad, el conjunto de los ciudadanos libres de Atenas, incluidos mujeres y niños, componíase de 90.000 personas al lado de las cuales había 365.000 esclavos y 45.000 metecos, o sea extranjeros y libertos.
La democracia directa es un imposible físico porque no hay manera de que el pueblo, masivamente, tome en sus manos la conducción de sus destinos. De ahí que todo gobierno, desde las épocas primitivas en que el hombre valiente asumía la conducción del grupo, ha estado confiado a la gestión de un pequeño núcleo de personas. Y conforme pasa el tiempo el gobierno directo es cada vez más difícil, ya por la extensión de los territorios y la creciente densidad de la población, ya porque la civilización científica conduce hacia la división del trabajo, de manera que, mientras el sabio está en su laboratorio, el artista en sus creaciones y el industrial no puede abandonar su fábrica, ciertas personas asumen la responsabilidad de desempeñar diaria y asiduamente las tareas especializadas en que el gobierno consiste.
En consecuencia, la democracia directa tiene un carácter y un interés fundamentalmente teóricos puesto que en la experiencia humana no hay un solo sistema político que pueda ser exhibido como modelo de esta forma de gobierno. Ella tiene más de hipótesis de laboratorio que de dato de la experiencia. Jamás, en parte alguna, la masa popular ha sido llamada a desempeñar las funciones gubernativas de la sociedad.
Convengamos en que las palabras de Abraham Lincoln en su célebre discurso Gettysburg, en el sentido de que la democracia es el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, que han trascendido en la historia como la más lúcida definición de democracia, no pasan de ser un acierto retórico.
Sin embargo, hay autores que piensan que la asamblea abierta, el >referéndum, el >plebiscito, la >iniciativa popular, la revocación o >recall y otras manifestaciones populares de este tipo son formas de democracia directa. Eso es de dudosa precisión. Entre otras razones, porque resulta muy forzado reducir toda la amplia y diversa gama de complejas gestiones de gobierno a unas cuantas operaciones de consulta al cuerpo de electores sobre temas de carácter general.
Por eso he dicho que la democracia directa, entendida como la activa e inmediata participación del pueblo en la dirección de los negocios públicos, es simplemente impracticable. ¿Cómo pudiera ser posible entenderse en una asamblea de varios millones de ciudadanos reunidos para aprobar una ley? ¿Dónde pudiera congregarse tanta gente? ¿Cómo sería posible reunir siquiera multitudes tan grandes?
En la realidad no cabe otra forma de democracia que la indirecta o representativa, en la que el pueblo ejerce el poder político por medio de sus “representantes”. Esta es la única modalidad democrática compatible con la creciente especialización técnica de las funciones de gobierno en la sociedad del conocimiento contemporánea y con el incesante crecimiento demográfico. Pero el hecho de desechar la quimera del gobierno directo no nos debe llevar a promover el gobierno de uno solo, como en las monarquías absolutas de los siglos anteriores o en las modernas monocracias, o el gobierno de algunos autoelegidos en provecho propio, como en los regímenes oligárquicos. Si el gobierno de “todos” es imposible, el gobierno de “uno” o de “algunos” resulta inconveniente. Hay que buscar una solución que concilie el interés general con la especificidad de las tareas de gobierno. Esa solución, con todas sus imperfecciones y su alta dosis de ficción, es la teoría de la >representación que salva de alguna manera el escollo al crear un mecanismo de elección de gobernantes llamados a ejercer el poder “en nombre” del pueblo, esto es, en su representación u ocupando su lugar. Esta es la democracia indirecta o representativa.


 La evolución de la participación democrática
La democracia nació en las ciudades-estado de la Grecia clásica, en el siglo V antes de Cristo. Alcanzó su forma más acabada en la ciudad de Atenas, en la época de Pericles. Las características de la democracia griega son las que más se acercan al ideal de la democracia directa, en la cual el conjunto de los ciudadanos participa directa y continuamente en la toma de decisiones acerca de los asuntos de la comunidad. Sin embargo, desde una perspectiva institucional, es una construcción muy simple y primitiva.
En Atenas los ciudadanos se reunían varias veces al año, se estima que por lo menos unas 40, en la colina del Pnyx para discutir los asuntos de la comunidad. La agenda de discusiones era establecida por el "Comité de los 50", constituido por miembros de un "Comité de los 500", representantes, a su vez, del centenar de demes que conformaban la ciudad. El periodo de los cargos públicos era muy breve (menos de dos meses en el "Comité de los 50", un año en el "Comité de los 500") y la designación se hacía por métodos de sorteo en el primer caso y de rotación en el segundo. La discusión y la deliberación entre ciudadanos constituían la base de este sistema de participación democrática. Las decisiones eran tomadas, normalmente, por vía del consenso, y en la época del apogeo del sistema en Atenas se requería unquorum de 6,000 participantes para que las decisiones de la asamblea fueran válidas. Todo ello daba lugar a una especie de "democracia sin Estado".
La democracia directa, tal como era practicada en Atenas, requiere de condiciones muy especiales de desarrollo, las cuales no han vuelto a darse en la historia. La de ciudadano era una figura total, cuya identidad no admitía distinción entre los ámbitos público y privado: la vida política aparecía como una extensión natural del ser mismo. Los intereses de los ciudadanos eran armónicos, fenómeno propio de una sociedad homogénea que, además, tenía un tamaño reducido, lo que favorecía las relaciones directas entre todos. En la Grecia clásica la existencia de un amplio estrato de esclavos era una condición fundamental para el funcionamiento de la democracia directa. Así, los ciudadanos estaban en condiciones de reunirse con frecuencia para decidir directamente acerca de las leyes y medidas políticas.2
Como lo hace notar Giovanni Sartori, después del declive de la democracia griega la palabra democracia prácticamente desapareció por un periodo de 2,000 años.3 Se hablaba más bien de res pública. En Roma, por ejemplo, se introdujo la idea del gobierno mixto, el cual representaba a diversos intereses o grupos que constituían a la comunidad. El sistema adoptó rápidamente rasgos oligárquicos (gobierno de pocos), en donde el compromiso formal de participación popular se traducía en una capacidad muy limitada de control.
La expansión y consolidación del cristianismo en el mundo occidental desplazó a la reflexión política hacia el universo de la teología: el tema de la participación política dejó de ser una preocupación durante más de un milenio. En la Edad Media volvió a aparecer bajo una forma distinta que, en ese entonces, tenía poco que ver con la democracia. En varios países europeos, los monarcas, apremiados por necesidades económicas, llamaban a asambleas para tratar asuntos de Estado, fundamentalmente asociados al levantamiento de impuestos y a las empresas guerreras. Los integrantes de esas asambleas representaban muy laxamente a los estamentos que conformaban al reino: la nobleza, el clero y a la burguesía.
De allí surgió la idea de responsabilidad del monarca ante algunos de sus súbditos; esto fue el inicio de lo que ahora se conoce como Parlamento. En Inglaterra, en el siglo XIV, el Parlamento obligó al rey a sacrificar ministros para otorgar subsidios y luego a presentar estados de cuenta; en Francia, España y Escandinavia sucedían fenómenos similares. Sin embargo, con el afianzamiento de las monarquías absolutistas, los parlamentos dejaron de ser convocados a partir de los siglos XVII y XVIII; Inglaterra fue la excepción.4 Aun así, la idea de representación política (efectiva o no) empezaba a penetrar el pensamiento político occidental. Su origen distaba de ser democrático, pero aportó una solución al problema de la participación en comunidades políticas complejas de gran tamaño.
A finales de la Edad Media y durante el Renacimiento se empezaron a gestar grandes transformaciones, las cuales poco a poco volverían a hacer de la participación política un importante tema de reflexión y una demanda popular que siglos después se haría más universal. En los ámbitos sociales, económicos y políticos se produjeron cambios que repercutirían en el mundo de los valores.
En el ámbito social, la reforma protestante contribuyó a difundir una nueva manera de pensar la actividad política, marcando una división más nítida entre el poder secular y el religioso. Además, su énfasis en el establecimiento de una relación directa entre el creyente y Dios sentó las bases para pensar la vida comunitaria como una relación entre individuos iguales. La expresión más clara y temprana de la influencia de la Reforma en la formulación de demandas de participación popular se dio en los movimientos de los Levellers y de los Diggers, en la Inglaterra del siglo XVII, que llevaron al terreno de la política la idea de igualdad de los hombres ante Dios.
En lo económico, el desarrollo del comercio contribuyó al surgimiento de una clase social independiente de las ataduras feudales, que se agrupaba en los burgos. Pronto, esos burgos autónomos innovaron métodos de gestión de los asuntos públicos, que incorporaban elementos de participación política con fuertes rasgos plutocráticos (gobierno de los ricos). Las ciudades-estado de la Italia renacentista constituyeron la expresión más acabada de este modelo, si bien comunidades similares florecieron en Francia, en Suiza y en las orillas del mar Báltico.
En lo político, recorriendo aquí la historia a pasos agigantados, las grandes revoluciones de los siglos XVII y XVIII —las revoluciones inglesas de 1640 y 1688, la guerra de independencia estadounidense de 1776 y la revolución francesa de 1789— nutrieron y a la vez se alimentaron de las ideas de los filósofos políticos de la época. Así, las ideas del iusnaturalismo (que suponen la existencia de un contrato social entre gobernados y gobernantes en sus distintas expresiones, de la representación política y de la soberanía popular, del vínculo de legitimidad y de la regla de mayoría, y de la ciudadanía como expresión de una comunidad política de iguales) encontraron allí grandes laboratorios.
Poco a poco, las presiones por ampliar la participación política pusieron a prueba la capacidad de diseño de instituciones adecuadas para dar forma a esa nueva realidad: Montesquieu, Hamilton y Madison en sus escritos publicados en El Federalista, Tocqueville en La democracia en América, los utilitaristas Bentham, Mill y Stuart Mill (en su defensa del gobierno representativo), entre otros, reflexionaron sobre la manera de canalizar y dar vida institucional a la participación popular. La idea de participación política se difundió rápidamente, pero aun así quedó limitada a segmentos muy restringidos de la población.
En ese sentido, el siglo XIX marcó el ingreso de las masas a la vida política. La revolución industrial, las transformaciones en el mundo rural y los subsecuentes procesos migratorios concentraron en las ciudades a amplios grupos de artesanos y asalariados que descubrieron la homogeneidad de sus condiciones de vida y que reivindicaron derechos políticos. Las revoluciones liberales de la primera mitad del siglo XIX en Europa fueron, esencialmente, fenómenos políticos que expresaban esa nueva realidad política urbana.
Fue en tal contexto que se dio el encuentro entre democracia representativa y demandas de participación popular. El siglo XIX se caracterizó también por las luchas populares para incorporar el sufragio universal a la vida política. El movimiento de los cartistas, en Inglaterra, fue el primero que vinculó acceso a la ciudadanía y derecho de voto para los no propietarios. En ese proceso de lucha por la obtención de derechos políticos nacieron los primeros partidos políticos de masas. Y así, las nociones un tanto exclusivas de representación y la de participación ampliada convergieron con la paulatina consolidación de los sistemas de partidos y el desarrollo de elecciones con plazos más o menos regulares. La democracia representativa encontró, entonces, sus organizaciones, sus procedimientos y la manera de incorporar a amplios segmentos de la población.
Claro que la evolución de la idea de participación política no siguió un curso tan lineal como el que se presenta en esta breve síntesis. Si así fuera, los temas de la exclusión política o de la consolidación democrática ya no serían objeto de preocupación. Tampoco la historia de la ampliación de los derechos ciudadanos terminó con las luchas por el sufragio universal en el siglo XIX: solamente en materia electoral, hay que recordar que fue hasta entrado el siglo XX cuando, en las democracias consolidadas, la mujer logró el derecho al voto.
La participación política, como derecho, está sometida a los vaivenes de la historia de cada país. Es también un concepto que ha evolucionado con los cambios de valores que han marcado la vida de las sociedades. Sin embargo, a pesar de estas oscilaciones de la historia y de los cambios de valores, se puede afirmar que en nuestros días la legitimidad de los regímenes políticos está definida en función de la capacidad de participación política de su ciudadanía. Esa participación se da en el marco de las instituciones de la democracia representativa.

2. Dos formas de participación popular: democracia directa y democracia representativa
La larga evolución de las formas de participación política dio lugar a concepciones distintas de la ciudadanía y de las formas ideales de expresión de la soberanía popular. Ya entre los primeros teóricos modernos de la democracia se podía distinguir a los que abogaban en favor de la eliminación de estructuras de intermediación entre pueblo y responsables políticos, de los que defendían los méritos de la delegación de poder a las autoridades competentes. Si bien es cierto que en nuestros días las instituciones representativas dominan la vida política en las sociedades democráticas, todavía subsiste una división en la teoría política contemporánea donde, en un extremo, encontraríamos a los defensores de la democracia radical y, en el otro, a los abogados de la poliarquía. Vale la pena detenerse para examinar el contenido de ambas concepciones de la democracia, puesto que sus argumentos están en el trasfondo de las discusiones sobre la implantación de los mecanismos de la democracia directa.
Como bien lo indica Sartori, la definición etimológica de la democracia es "…el gobierno o el poder del pueblo".5 Sin embargo, en términos concretos, la palabra "pueblo" expresa realidades muy diversas. Sartori identifica seis referentes distintos de la palabra en el lenguaje político: todo el mundo; gran número de individuos; clase baja; totalidad orgánica; mayoría absoluta; mayoría limitada. Cada uno de ellos implica una definición distinta de la democracia como sistema de gobierno.
Como ya se mencionó, la filosofía política distingue entre "democracia directa" y "democracia representativa", y da a los dos términos connotaciones opuestas, pues se refieren a concepciones distintas de la soberanía popular.
La democracia directa se refiere a una forma de gobierno en la cual "…el pueblo participa de manera continua en el ejercicio directo del poder".6 Se trata de una democracia autogobernante. Esto significa que el pueblo, reunido en asamblea, delibera y decide en torno a los asuntos públicos. Ya se ha mencionado que el experimento histórico más acabado de democracia directa es el de la ateniense. En nuestros días ésta se sigue practicando en pequeñas comunidades, como en los cantones de Glaris, Appenzell y Unterwald en Suiza.
Este ejercicio de la democracia directa supone la existencia de una comunidad en la cual las relaciones entre los integrantes se dan "cara a cara", donde predomina una cultura oral de deliberación, el nivel de burocratización es bajo y el sentido del deber cívico es muy alto. En otras palabras, la "comunidad" y no la "sociedad" —en el sentido de oposición que confiere la sociología clásica a dichos vocablos— es la entidad política que más conviene al modelo de democracia directa.
En la filosofía política clásica, Jean Jacques Rousseau aparece como el gran defensor de la democracia directa. Para él, la soberanía del pueblo —que es la base del contrato social—no puede ser alienada, dado que el acto de delegación niega la esencia misma de la soberanía. El soberano no puede ser representado sino por sí mismo, so pena de perder el poder. El pueblo es libre en la medida en que no delega el ejercicio de su soberanía en asambleas legislativas. Más bien es el pueblo, reunido en asamblea, el que participa directamente en la ratificación de las leyes, las cuales, preferentemente, deben ser aprobadas por unanimidad. En ese modelo, los magistrados electos son meros agentes del pueblo y no pueden decidir por sí mismos: de allí la insistencia en su revocabilidad en cualquier momento. Como bien lo subraya Sartori, Rousseau "sustituye la idea de representación no electiva por la idea de elección sin representación".7
Si bien Rousseau logra identificar un aspecto problemático de la democracia representativa, su propuesta ha sido también ampliamente criticada. Se argumenta que su modelo de democracia sólo puede aplicarse a comunidades pequeñas y que, aun así, la práctica de esa democracia es excluyente. Se calcula que en su natal Ginebra —la que le sirvió de modelo— eran apenas unas 1,500 personas las que participaban como ciudadanos en la formulación de las leyes, de un total de 25,000.
En términos concretos, Sartori distingue entre dos tipos de democracia directa: la democracia directa observable, que corresponde al modelo presentado arriba, y la democracia directa de referéndum. En su manifestación extrema, la democracia de referéndum supondría la existencia de una comunidad política en la cual los individuos podrían ser consultados permanentemente sobre los asuntos públicos. Los progresos actuales de la cibernética hacen que esa posibilidad no sea tan fantasiosa como puede aparecer a primera vista. De esta manera, se superarían las limitaciones derivadas del tamaño y del espacio de la democracia directa, sin tener que recurrir a la representación política. El retrato futurista de una comunidad política vinculada por computadora es exagerado, pero tiene la virtud de resaltar algunos problemas de la democracia directa.
Aparte de los problemas técnicos, asociados al tamaño y a la complejidad de las sociedades, la democracia directa presenta otras deficiencias, las cuales son tratadas en la última sección de esta obra. Entre ellas, destaca la posibilidad de manipulación, que en la democracia de asambleas se expresa mediante el recurso a la demagogia y que en la democracia de referéndum se presenta al diseñar la agenda de las decisiones que habrán de tomarse. En el primer caso, además, siempre existe el peligro de que las decisiones respondan a las pasiones y al espontaneísmo de los asambleistas. En ambos casos, no existen límites al poder de la mayoría.
En contraste, se aprecian las virtudes de la democracia representativa. Sartori la define como una "democracia indirecta, en la que el pueblo no gobierna pero elige representantes que lo gobiernen".8
Como ya se ha mencionado, en sus orígenes la noción de representación política no estaba asociada a una forma de gobierno democrático. En la Edad Media la doctrina política pretendió establecer un puente entre poder nominal y ejercicio del poder, mediante la ficción de la representación. Cuando los monarcas reunían a los estamentos, sus miembros delegaban el ejercicio del poder a otra persona. En realidad se trataba de una presunción de delegación, con la que se evitaba que los representantes fueran realmente elegidos.
Thomas Hobbes, en el famoso capítulo XVI del Leviatán, hace el primer análisis profundo en torno al problema de la representación política, y distingue entre la persona natural (cuyas palabras y acciones son propias) y la persona artificial (que encarna palabras o acciones de otras personas). Sin embargo, no propone una discusión en términos de soberanía popular. Más bien usa el concepto de representación para justificar la obligación política de los súbditos hacia el soberano y legitimar, de hecho, la autoridad de este último.
Más tarde, con el desarrollo del pensamiento liberal, representación y participación política real se vinculan. James Madison, en El Federalista, señala que la representación política constituye un sustituto ideal de la democracia directa en países de gran extensión. Para él, las instituciones representativas son lugares de representación de personas, no de intereses. De hecho, considera que la existencia de intereses y de facciones constituye una amenaza para el bien común; sin embargo, es inevitable que se multipliquen en países de gran extensión. Por ello, las instituciones representativas sirven para anular a las facciones y producir un equilibrio. Como bien lo sintetiza Hanna Pitkin: "…Madison concibe la representación como una manera de concentrar un conflicto social peligroso en un foro central único, donde puede ser controlado por la vía del equilibrio y del bloqueo".9
El vínculo entre intereses y representación política es expresado, de manera más clara, en los escritos de los utilitaristas Bentham y Mill. Aunque en sus obras existe un problema de coherencia interna entre su noción de interés individual y la representación política de dichos intereses, para ellos la representación es la mejor manera de asegurar la congruencia de intereses entre la comunidad y el gobierno. Por ello, la elección frecuente de los representantes garantiza que éstos actúen acorde a los intereses de sus electores.
John Stuart Mill, en sus Consideraciones sobre el gobierno representativo, aboga también en favor de ese modelo de democracia y unifica los argumentos de Madison, Bentham y Mill. Para él, "un gobierno representativo, cuya extensión y poder están limitados por el principio de libertad (…), constituye una condición fundamental para la existencia de comunidades libres y de una prosperidad deslumbrante".10 Stuart Mill retoma el argumento de Madison en cuanto a la función de equilibrio de intereses que desempeñan las instituciones representativas. A su juicio, el interés colectivo es mejor servido por el encuentro de los intereses particulares. Por ello, se manifiesta por la libre expresión de todos esos intereses, así como por una regla de mayoría que suponga el respeto a los intereses de la minoría, del sufragio universal y de la representación proporcional. En nuestros días, los argumentos que más se utilizan en defensa de la democracia representativa destacan que, en ella, la toma de decisiones cuenta con suficiente información en la medida en que se desarrolla a través de diversas etapas y de una serie de filtros. Así, las limitaciones a la participación, asociadas al tamaño y a la complejidad de las sociedades, pueden ser superadas. A diferencia de la democracia directa, la representación permite una política positiva que evita la polarización en la sociedad. Así, las minorías tienen voz y sus derechos están mejor protegidos.
Es cierto que en el momento de legislar o de participar en la toma de decisiones públicas, el representante no siempre sirve de manera pura a los intereses de sus representados. Sus lealtades están divididas entre éstos, su partido político y sus valores e ideales personales. Sin embargo, en los sistemas políticos modernos la representación no puede y no debe concebirse como un acto directo e inmediato. Como bien lo resalta Hanna Pitkin: "Cuando hablamos de representación política nos referimos a individuos que actúan en un sistema representativo institucionalizado y es en ese contexto que sus acciones se vuelven representativas".11
En el mundo moderno, son esas instituciones representativas las que constituyen el marco de la vida democrática. Los mecanismos de la democracia directa, tales como el plebiscito, la iniciativa popular o la revocación de representantes, tienen que ser estudiados dentro de ese marco. En términos institucionales, la relación entre ambas formas de democracia tiende a ser más complementaria que antagónica. Como lo señala el politólogo Maurice Duverger, los mecanismos mencionados anteriormente expresan más bien una forma de democracia semidirecta, dado que funcionan más como correctivos que como pilares de la vida democrática moderna. Examinemos ahora la historia y los diferentes tipos de mecanismos de consulta directa. Veremos cómo sus características institucionales producen efectos diferenciados.

3. Los instrumentos de la democracia directa
Si los griegos fueron los primeros en practicar la democracia directa, los romanos fueron los que le dieron usos más amplios. A partir del siglo IV antes de Cristo, las autoridades romanas recurrieron alplebescitum para legitimar sus decisiones ante la asamblea de los plebeyos. Luego, la práctica del plebiscito fue utilizada para definir problemas de soberanía. En 1420, los ciudadanos de Ginebra rechazaron, en asamblea, la anexión de la ciudad al condado del mismo nombre, el cual acababa de ser comprado por el duque de Saboya. En 1552, Francia recurrió al mismo procedimiento para legitimar su anexión de la ciudad de Metz.
Con la Revolución Francesa y la lenta consolidación de las formas de gobierno democrático, su aplicación se volvió más común. La renuncia formal de los revolucionarios franceses a la conquista de otros pueblos los obligó a buscar un mecanismo de legitimación de sus avances militares en el continente: el plebiscito apareció como la forma más "democrática" de justificar la anexión de territorios ajenos a Francia. Napoleón Bonaparte utilizó mucho este mecanismo para justificar sus campañas militares en suelo europeo, pero también lo usó tres veces en la política interna para la aprobación de modificaciones a la Constitución que consagraron, poco a poco, la concentración del poder en sus manos.
En América, algunas de las trece colonias de la Nueva Inglaterra (Massachussets, Connecticut, New Hampshire y Rhode Island) sometieron sus nuevas constituciones a la aprobación popular por la misma vía, a partir de 1778.
En el siglo XIX, el procedimiento empezó a ser parte de la vida política interna de algunos países. En Suiza, por ejemplo, esta práctica, difundida a nivel de los cantones, fue incorporada a las dinámicas de reforma constitucional y de elaboración de las leyes a nivel federal. En Francia, Luis Napoleón Bonaparte la utilizó para justificar su golpe de Estado constitucional en 1851-1852. Luego, volvió a echar mano de este recurso para legitimar la anexión a Francia de Niza y de la Saboya, así como para hacer aprobar sus reformas liberales de fin de régimen. En Italia, los piamonteses utilizaron el plebiscito para afianzar su control sobre el proceso de liberación y de unificación del país. En Estados Unidos, algunos estados secesionistas sometieron a la aprobación de sus votantes su separación de la Unión Americana.
De una manera u otra, la consulta popular directa sigue vinculada al concepto de soberanía ejercido hacia adentro (cambio constitucional) o hacia afuera (declaración de independencia). Por ello, a partir de la Primera Guerra Mundial, organizaciones internacionales como la Liga de las Naciones y, después, las Naciones Unidas, la usaron para resolver problemas de límites territoriales y de soberanía.
Por otra parte, el impulso de movimientos de carácter populista en las democracias anglosajonas de finales del siglo XIX contribuyó a que los métodos de democracia directa fueran aplicados para resolver cuestiones de índole ética, que iban más allá de las identidades partidistas (la prohibición del consumo de alcohol, por ejemplo), así como problemas de dimensión local o regional. Actualmente, la crisis de gobernabilidad de las democracias consolidadas propicia el retorno de esas corrientes populistas, y también de los reclamos para un uso más extendido de los instrumentos de la democracia directa.
Hasta 1978 el referéndum, como procedimiento de consulta nacional, había sido utilizado más de 500 veces, 217 de ellas sólo en el caso de Suiza.12
La mayor parte de los especialistas clasifica a los instrumentos de la democracia directa en tres categorías: el referéndum, la iniciativa popular y la revocación de mandato.
Farley distingue entre el referéndum, en el cual los ciudadanos son convocados para aceptar o rechazar una propuesta del gobierno; el plebiscito, que sirve para que los ciudadanos decidan entre aceptar o rechazar una propuesta que concierne a la soberanía, y la iniciativa popular, procedimiento mediante el cual los ciudadanos aceptan o rechazan una propuesta emanada del mismo pueblo.13
Por su parte, Butler y Ranney alegan que la distinción entre "plebiscito" y "referéndum" no es muy clara. El uso del primer término es más antiguo y deriva directamente de las prácticas romanas de legislar por vía de consulta a las tribus de la plebe de Roma. La noción de "referéndum" aparece más tarde (finales del siglo XIX), aunque ya se utilizaba en Suiza unos 200 años atrás; proviene de la locución latina ad referendum,que alude a la práctica de referir ciertas cuestiones de gobierno al pueblo. En español la palabra plebiscito es de uso más común, si bien referéndum aparece como un término más genérico.
Estos mismos autores identifican tres instrumentos de la democracia directa. La revocación de mandato, que es la menos utilizada, es una variante invertida de la elección de representantes: a partir de una petición popular que debe reunir ciertos requisitos (un número determinado de firmas, por ejemplo), se somete a la aprobación de los votantes la permanencia en su cargo o la remoción de un representante electo antes del plazo determinado por la ley. El referéndum implica la participación del pueblo en el proceso legislativo, por medio de la consulta directa. Y la iniciativa popular es una subcategoría del referéndum, en la cual la propuesta sometida a votación tiene su origen en el electorado: la república de Weimar, Italia y Suiza han empleado esta fórmula a nivel nacional.14
Thomas Cronin propone una clasificación similar de los mecanismos de la democracia directa. La iniciativa popular es el procedimiento que permite a los votantes proponer una modificación legislativa o una enmienda constitucional, al formular peticiones que tienen que satisfacer requisitos predeterminados. El referéndum somete una ley propuesta o existente a la aprobación o al rechazo de los ciudadanos; en algunos casos el veredicto popular conlleva una noción de obligatoriedad y en otros tiene fines consultivos. El referéndum popular o de petición es aquél en el cual hay que someter una nueva ley o enmienda constitucional al electorado, como parte del mecanismo de ratificación. Finalmente, la revocación de mandato permite a los votantes separar a un representante de su cargo público mediante una petición que debe satisfacer ciertos requisitos; se distingue del proceso de impeachment, en que se trata únicamente de un juicio político sin implicaciones legales.15
De los tres o cuatro mecanismos mencionados con mayor frecuencia por los especialistas, las distintas modalidades del plebiscito o referéndum son las de mayor interés.
Butler y Ranney establecen la tipología siguiente:
a) El referéndum controlado por el gobierno: En este caso, los gobiernos tienen un control casi total de las modalidades de aplicación de la consulta popular. De esta manera, deciden si se debe realizar el referéndum, la temática de la consulta y su fecha. También tienen la responsabilidad de formular la pregunta. Asimismo, ejercen la facultad de decidir cuál es la proporción necesaria de votos para que la mayoría sea suficiente y si el resultado ha de ser considerado como obligatorio o indicativo.
b) El referéndum exigido por la Constitución: En algunos países la Constitución exige que ciertas medidas adoptadas por los gobiernos sean sometidas a consulta popular antes de promulgarse: por lo general, dichas medidas son enmiendas constitucionales. Los gobiernos tienen la libertad de decidir si las nuevas leyes son elevadas al rango de enmienda constitucional y, por supuesto, determinan su contenido. Pero el referéndum obligatorio decide si se incorporan o no a la Constitución.
c) El referéndum por vía de petición popular: En este caso, los votantes pueden formular una petición exigiendo que ciertas leyes adoptadas por el gobierno sean sometidas a la aprobación de los electores. Cuando la petición reúne ciertos requisitos (determinado número de firmas, por ejemplo), la o las leyes tienen que someterse a referéndum. Si resultan rechazadas no pueden ser promulgadas, cualquiera que fuese la voluntad del gobierno al respecto.
d) La iniciativa popular: Los votantes pueden formular una petición para obligar a que ciertas medidas no contempladas en la agenda legislativa del gobierno sean sometidas a la aprobación directa del electorado. En el caso de que la medida sea aprobada en referéndum tendrá fuerza de ley, aunque el gobierno se oponga.16
Cada tipo de referéndum tiende a determinar el margen de maniobra del gobierno y los distintos grados de obligatoriedad de la decisión popular. El primer tipo de ellos es el más común. La ventaja para el gobierno reside, en este caso, en que puede fijar las reglas del juego y, por lo general, sus resultados son indicativos, lo que les permite ampliar sus límites de actuación política. Por ejemplo, la mayoría necesaria para la aprobación de una propuesta puede diferir de una estricta interpretación de la mayoría absoluta; esto es importante en el caso de decisiones significativas que dividen a la opinión pública nacional, cuando los gobiernos buscan mayorías mucho más amplias para su actuación.
Los otros tipos de referéndum involucran más a los ciudadanos en el proceso de elaboración de las leyes; confieren un aspecto de obligatoriedad en la interpretación de la decisión pública y hacen de la consulta ciudadana un paso más en la ratificación de las leyes. De cierta manera, la existencia de estas modalidades obliga a la instancia legislativa a buscar consensos más sólidos en las etapas previas de elaboración de las leyes.
Hay aspectos técnicos que influyen sobre los tipos de referéndum. En el caso de los tres últimos tipos, la mayoría que se establezca puede agilizar o entorpecer el proceso legislativo. Del mismo modo, cuando la consulta se origina en una petición popular, el número de firmas necesarias y el plazo permitido para su recolección afectan las posibilidades de utilización de este mecanismo.
Las condiciones de competencia resultan también importantes y varían de un país a otro: la organización de los partidarios de las distintas opciones, las condiciones de financiamiento de las campañas, la participación del gobierno en ellas, el acceso a los medios de comunicación, la duración de la actividad proselitista y los requisitos de inscripción de los votantes, son todos elementos que hay que considerar en la evaluación de los referendums. En la siguiente sección, a través del estudio de diferentes casos, veremos cómo estas variaciones repercuten en el funcionamiento global de los sistemas políticos.

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