Cimeras
Mikel Ramos Aguirre, en su estudio centrado en esta cimera, ha señalado que la elección de la cuba pudo responder a imposibilidad de reproducir el escudo de Navarra en bulto redondo, completándose con el penacho de plumas como adorno.
Según este autor la adopción de este adorno en Navarra, a mediados del
siglo XIII, se produjo antes que en otros reinos de la
península ibérica debido al origen francés los soberanos que reinaron en Navarra entre los siglos XIII y
XV. La Cimera Real de Navarra cayó en desuso a comienzos del
siglo XVI.
Ramos Aguirre también ha afirmado que las fuentes fundamentales para el estudio de la Cimera Real de Navarra son los
sellos pertenecientes a los reyes y otros miembros de la familia real, y los
armoriales (
Armorial de Gelre,
Armorial de Reynecky y el
Livro da Nobreza e Perfeiçam das Armas).
Los cambios que ha experimentado la Cimera Real de Navarra han sido los siguientes:
- Felipe III. En el reverso del sello ecuestre que usó entre 1329 y 1339 se mostró la figura de un león sentado situado entre un vuelo. En los sellos ecuestre y secreto de este monarca de 1340 ya incluyen la cimera de la cuba con el penacho de plumas. Tamto la cuba como el mantelete del yelmo ya se muestran decorados con el carbunclo de las armas navarras.
- Carlos II. En todos sus sellos aparece representado el yelmo coronado con la cuba, el penacho de plumas, ya de pavo real, y las armas reales (Navarra y Evreux) sobre la cuba y en el mantelete.
- Carlos III. Empleó una cimera muy semejate a la que perteneció a su padre, introduciéndola como adorno en la parte superior de latestera de su caballo.
- Juan II de Navarra y Aragón. En su sello ecuestre de 1435 está reproducida una cimera idéntica a la de sus antecerores aunque no se han conservado las armas situadas sobre la cuba. Las armas difieren de las anteriores ya que éstas se combinaron con un cuartelado en aspa de Aragón, Castillay León.
No existen fuentes que permitan conocer si los herederos del trono introdujeron o no su escudo
brisadoen la cimera, circunstancia que ha podido constatarse en otros miembros de la familia real e incluso en las líneas ilegítimas.
Felipe de Navarra, conde de Longeville, segundogénito de Felipe III, utilizó la cimera de la cuba y las plumas introduciendo en sus armas un
lambel de plata de tres pendientes como brisura o diferencia.
Luis de Navarra, conde de Beaumont-le-Roger, hermano menor de Carlos II, en la cimera que se muestra en sus sellos de 1355 y 1356 sustituyó la corona real por un
burelete, diferenciando sus armas de las reales con una
bordura de plata.
Pedro de Navarra, conde de Mortain, hijo de Carlos II, también llevó sus armas que fueron las reales diferenciadas con una bordura
angrelada (
llana desde 1377) problamente
de plata. En un sello atribuido a
Carlos, príncipe de Viana, la cimera coronada cuenta con partes del carbunco pero no se muestra el penacho de plunas.
En lo relativo a las líneas ilegítimas,
Leonel, hijo de Carlos II, utilizó una cimera con burelete (hasta 1410), la cuba con sus armas personales (
De Azur,
jefe de las armas de Navarra y Evreux
aumentadas de dos leones en 1407).
Gorrofredo, hijo de Carlos II, cuarteló en sus armas las de su padre con tres cabrios. En la cuba de su cimera redujo el cuartelado a la mitad en un
partido.
Carlos de Beaumont, hijo natural del infante Luis y nieto de
Juana II de Navarra y
Felipe, situó su escudo un cuartelado de Navarra-Evreux
losangeado de azur y de oro. El linaje de los Lacarra, descendientes del infante Enrique de Champaña, retiraron el penacho de plumas e introdujeron un león saliente y situaron sus armas (combinadas con las reales de Navarra) sobre la cuba.
Es fama bien merecida que María de Aldatz era en su tiempo la mejor herrera de Navarra, aunque su menuda figura sorprendiese a quienes desde muy lejos, incluso desde más allá de Tudela, llegaban a su fragua pensando en encontrarse con un rudo artesano, tan enorme y zakarro como el resto de los herreros que, en cada pueblo, trataban de doblegar los metales a base únicamente de torpes golpes de martillo.
Y es que tanto la pericia como el arte alcanzados en su complicado oficio, hacían de ella la más solicitada a la hora de componer las abolladas armaduras de los caballeros que intentaban desde hacía mucho tiempo mantener a raya a los bandidos que infestaban la frontera de malhechores. Por eso hasta su alteza Felipe III, en cuyo yelmo un atrevido tolosarra había logrado incrustar su maza, tuvo que rogarle que le desatrapase del amasijo de hierros en que se había convertido su casco, que naturalmente no era uno cualquiera, sino el más lujoso que poseía el rey, con la cimera real de Navarra en su cresta -que era un mazo de plumas de pavo real-, y muchos triples lazos y lebreles labrados alrededor de la visera y también en la barbera.
Y María no sólamente consiguió liberar al soberano de tan claustrofóbica prisión, sino que tras alisar con maestría las deformadas planchas, redobló las defensas del casco con una aleación secreta que sólo ella conocía, de tal suerte que desde entonces, ningún otro rey de Navarra volvió a necesitar nuevo yelmo, pues quedó el de don Felipe tan perfecto como recién salido de las manos de sus creadores, los mejores armureros de Milán. Y esto no es exageración ninguna, pues de todos los que se sucedieron en el trono, se sabe a ciencia cierta que tan sólo don Juan II, que no apreciaba en absoluto la etiqueta navarra, se negó a usarlo, lo cual permitió a su hijo el príncipe de Viana portarlo en la batalla de Aibar, donde si resultó derrotado no fue por haber sido herido en la cabeza, pues con tan magnífica defensa eso resultaba imposible. Y de él pasó al rey niño Francisco Febo, y después a Juan III de Labrit, que lo llevaba puesto cuando todos los campanarios del reino saludaron felices su retorno en la efímera reconquista de octubre de 1512.
Y aún lo llevó también su hijo Enrique II, aunque ya no pudo lucirlo en el territorio de sus antepasados. Pero sí que fue enterrado con él en la catedral de Lescar, donde es conocido que los taciturnos huogonotes que profanaron las tumbas regias a finales del siglo XVI, no pudieron destruirlo sino llamando a los maceros más recios y fanáticos del Bearne, a quienes aún les llevó un día entero destruirlo, por más que a cada golpe de sus mazas contra el casco, saltasen tan fieras chispas que muchos de los severísimos ministros protestantes que les rodeaban viesen en ellas reflejado el seguro Infierno al que tan inicua acción les condenaba...
Pero no es la historia del yelmo real la que venía a contar, que esa, si al paso viene, ya será descrita en otra ocasión más conveniente, sino la de María de Aldatz, que era la mujer capaz de elaborar tales maravillas. Y es que el rey quiso entonces llevársela a su palacio de Pamplona, con el ánimo de emplear su mucho saber en la forja de armaduras que hiciesen invulnerable al ejército navarro, pero ella no quiso moverse de su pueblo, pues según dijo esperaba el retorno de su prometido Iohannes, preso en alguno de los castillos de la lóbrega Gipuzkoa desde la última gran escaramuza contra los castellanos.
Y don Felipe III prometió interceder por él en la próxima tregua, y al preguntarle que cuando había sido esa última gran batalla, mucho se sorprendió de la respuesta de su benefactora, pues ésta le dijo que le acompañase a la puerta de la iglesia del pueblo, que ella estaba también realizando. Y al llegar delante de la bella portada, así habló al rey:
-Por cada mes completo que Iohannes lleva cautivo, yo añado una bisagra a las puertas, Majestad. Así nunca lo olvido.
Y ciertamente era para asombrarse, porque estaban aquellas hojas de madera cubiertas de tantos y tan bellos goznes y pernios, que según calculó el soberano, su prometido debía llevar prisionero cerca de cuatro años. Y eso no podía consentirse de ningún modo. Así que pidió el rey la lista de caballeros guipuzcoanos que yacían en las mazmorras navarras, y escogió entre ellos a quien mayor rescate mereciese para intercambiarlo por Iohannes, que tanto tiempo después pudo al fin retornar a Aldatz, más flaco pero también mucho más contento que cuando partió, pues no es lo mismo marchar a la guerra que volver a los brazos de la mujer amada.
Y aún les regaló el rey dos hermosas mulas para que no tuvieran que cansarse acarreando los pesados instrumentos laborales de María, que desde entonces triplicó su volumen de negocio, como suele ocurrir a quien trabaja bien, y además lo hace en honor de la mayor gloria de su rey y de su país.
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