Liberio (en latín, Liberius; ¿? - 24 de septiembre de 366)1 fue el 36.º papa de la Iglesia católica entre el 17 de mayo de 352 y el 24 de septiembre de 366.
Durante su mandato estaba en todo su apogeo la persecución del emperador Constancio II. El Emperador quería imponer el arrianismo en Occidente y como Liberio se oponía, manteniéndose firme y decidido, en 355 lo desterró a Berea de Tracia, donde Liberio sufrió durante dos años toda clase de vejaciones.
Muchos obispos se pusieron del lado del Emperador en contra del papa Liberio. Entonces los arrianos, dueños de la situación y en total control de Roma, nombraron al diácono Félix como nuevo papa en lugar de Liberio. Pero el pueblo rechazó a este antipapa y exigió al Emperador el regreso y la reinstauración de Liberio como legítimo obispo de Roma. Constancio II se dio cuenta que Félix no sería aceptado y permitió a Liberio regresar a Roma en 357. El Papa fue recibido con gran regocijo popular. Aparentemente, Constancio II pretendía que Liberio y Félix gobernaran la Iglesia en conjunto, pero esta fórmula de un doble episcopado no fue aceptada ni por el pueblo ni por el clero romano. Félix se retiró a su casa en Porto, donde vivió hasta su muerte.
Debido a la posición tomada por la mayoría de los obispos en su contra y por el trato que recibió durante su exilio, el papa Liberio se mostró después de su regreso a Roma débil e inseguro, presentando posiciones un tanto ambiguas con respecto al arrianismo.
En 359 se convocaron simultáneamente dos concilios de obispos, de Oriente y Occidente, celebrados en Seleucia y Rímini respectivamente. Bajo presión imperial, ambos concilios adoptaron sendas profesiones de fe semi-arrianas. Liberio no estuvo representado en ninguno de estos concilios. Cuando Constancio II murió en 361, Liberio anuló los decretos tomados en el concilio de Rímini.
Después del corto reinado del emperador Juliano, que restauró el paganismo como religión oficial del Imperio, subió al trono Valentiniano, monarca cristiano que devolvió la tranquilidad a la Iglesia nuevamente.
Liberio fundó una de las cuatro basílicas papales de Roma, la conocida inicialmente como Basílica Liberiana, pero que en el siglo siguiente se convertiría en Santa María La Mayor, la principal iglesia romana dedicada a la Virgen María.
En el 366 admitió el regreso a la Iglesia de los más moderados simpatizantes arrianos del Oriente. En ese mismo año murió y sus restos reposan en la catacumbas de Priscila.
En la historia eclesiástica, es el primer papa cuyo nombre no aparece en el santoral; sin embargo, es considerado confesor y santo por las iglesias ortodoxas.
Liberio | ||
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Papa de la Iglesia católica | ||
17 de mayo de 352-24 de septiembre de 366 | ||
Predecesor | Julio I | |
Sucesor | Dámaso I | |
Información personal | ||
Nombre | Liberio | |
Nacimiento | ¿? | |
Fallecimiento | 25 de septiembre de 366jul. valor desconocido |
Papa Liberio, enemigo del arrianismo y defensor de la Fe
Ciertos escritores, especialmente los lefebvristas, pretenden que el papa San Liberio (352 – 366) habría tomado el partido de los herejes arrianos y excomulgado al obispo católico San Atanasio.
Los lefebvrianos lo argumentan como pretexto para faltar a la obediencia y enfrentarse a los que consideran Papas legítimos pero herejes, especialmente a Pablo VI, Juan Pablo II y Benedicto XVI; y así no reconocer que se trata de impostores, brindando un beneficio a la Sinagoga aposentada en la Sede de Pedro.
Quienes argumentan que Liberio fue hereje, se “sustentan” en supuestos testimonios que como se verá carecen de toda autenticidad y contradicen la historia, los testimonios de varios contemporáneos, amigos y enemigos; igualmente los hechos y el sentido de la vida del santo Papa; así como el dogma de la Infalibilidad.
Esta acusación es totalmente injusta, pues San Liberio se distingue al contrario por su lucha contra el arrianismo, lo que le valió ser exiliado de Roma por el emperador arriano. Lejos de excomulgar a Atanasio, le defendió por el contrario de sus adversarios.
El ataque contra Liberio tiene tan poco sustento que un antiinfalibilista de primer rango como Mons. Bossuet no pudo valerse de él. “En 1684, Bossuet recibió el encargo de Luis XIV de componer la defensa de la declaración de la Iglesia de Francia (defensa de la herejía galicana). Emprendió enseguida esta obra, que debía costarle tanto trabajo y darle tan poca satisfacción. En la investigación de todo lo que podía invalidar la infalibilidad de los papas, tropieza rápido con la caída de Liberio. ¿Cuál fue el resultado del largo examen que hizo de este hecho? Su secretario, el padre Ledieu nos lo cuenta: después de haber hecho y rehecho veinte veces el capítulo sobre Liberio, terminó por suprimirlo totalmente, porque no probaba lo que él quería (padre Benjamin Marcellin Constant: La historia de la infalibilidad de los papas o investigaciones críticas e históricas sobre los actos y las decisiones pontificales que diversos escritores han creído contrarias a la fe, segunda edición, Lyon y París 1869, t. 1, p. 357, apoyándose en Historia de Bossuet, Piezas justificativas, 5, 1, t. II).
CONCILIO DE Nicea (325) el cual condenó las herejías arrianas.
“Liberio asciende al trono pontificio el 22 de mayo de 352. Algunos meses después arribaban a Roma dos diputaciones: una, enviada por los obispos de Oriente, para entregar al papa una requisitoria contra el obispo de Alejandría (…); la otra venía a hacer, en nombre de todos los obispos de Egipto, la apología del mismo personaje. ¿Qué hace Liberio? Convoca un concilio en Roma, hace leer las cartas de los Obispos de Oriente y las de los obispos de Egipto, escucha los dichos de las dos partes, y, suficientemente edificado sobre la causa, clausura los debates y declara la acusación hecha contra Atanasio desprovista de todo fundamento.
En el concilio de Arles en 353, el legado Vincent de Capoue cree que el bien dela Iglesiaexige que se haga a la paz general el sacrificio de un hombre. La fe de Nicea es respetada, pero Atanasio es condenado. Liberio, ante esta noticia es penetrado de dolor; llama a su legado prevaricador, jura morir antes que abandonar al inocente. (…)
Un año después, (el emperador arriano) Constancio reprocha de nuevo a Liberio su adhesión al obispo de Alejandría (pero el papa resiste).
En 355, el oficial Eusebio al principio, el mismo emperador enseguida, presionan a Liberio para que condene a quién ellos ven como su enemigo personal. “¿Cómo, se los ruego”, responde Liberio, “actuar así para con Atanasio? ¿Cómo podemos Nos condenar al que dos concilios reunidos de toda la tierra han declarado puro e inocente, aquél que un concilio de Roma ha despedido en paz? ¿Quién nos persuadirá de separar de Nos, en su ausencia, a aquél que, en su presencia, Nos hemos admitido a la comunión y recibido con ternura? (…)” Ningún lugar para la excomunión; todo es pleno, al contrario, de pruebas de la más sincera adhesión” (Constant, t. 1, p. 329 – 331).
El emperador intenta hacer ceder a San Liberio por regalos y amenazas, pero en vano. El emperador ordena entonces relegarlo a Berea de Tracia e hizo nombrar un papa en Roma llamado “Félix II”.
Tras una petición de las damas romanas, el emperador llama a San Liberio. ¿San Liberio habría hecho concesiones doctrinales al arrianismo, con el fin de poder retornar de su exilio?
El antipapa “Félix II”, a pesar de adherir a la fe de Nicea, mantenía relaciones con los arrianos. Por esta razón era detestado por los fieles de Roma y su iglesia estaba vacía, Cuando San Liberio regresó, la recepción hecha por el pueblo fue triunfal. Si San Liberio hubiera hecho cualquier concesión a los arrianos, los parroquianos le hubieran manifestado la misma hostilidad que a “Félix II”.
El obispo Osius guarda la fe hasta la edad de 90 años, después suscribe una fórmula arriana bajo coacción. Su caída hizo gran ruido. Si San Liberio hubiera tenido una caída parecida, el escándalo hubiera sido todavía más grande y su memoria hubiera sido censurada para siempre. Ahora bien, este pontífice goza de un renombre excepcional, incompatible con una pretendida caída. “¿Hay que asombrarse de que Siricio lo vea como uno de sus más ilustres predecesores; que San Basilio lo llame “bienaventurado, muy bienaventurado”, San Epifanio “pontífice de feliz memoria”, Casiodoro “el gran Liberio, el muy santo obispo que sobrepasa a todos los otros en mérito y se lo encuentra en todo uno de los más célebres”; Teodoreto “el ilustre y victorioso atleta de la verdad”; Zócimo “hombre poco común bajo cualquier aspecto que se lo considere”; Lucius Dexter “San Liberio”; San Ambrosio “santo, muy santo obispo”?”.[1]
Se objetará que San Atanasio habla de la caída de Liberio, y en su Apología contra los arrianos, y en su Historia de los arrianos dirigida a los solitarios; pero todo el mundo conviene en que la Apología ha sido escrita como muy tarde en 350, es decir dos años antes que Liberio fuera papa. La parte en la que se habla de su caída, es pues evidentemente una adición posterior, hecha por una mano extraña y poco hábil, pues bien lejos de dar fuerza a la Apología, la vuelve inepta y ridícula. La historia de los arrianos ha sido escrita igualmente antes de la época en que se supone la caída de Liberio, o al menos antes de la época en que San Atanasio haya podido conocerla (la caída de Liberio), no más que la de Osius; pues allí se habla muchas veces de Leoncio de Antioquía como todavía vivo. Y hemos visto que se informa de su muerte en Roma, en la época en que las damas romanas suplicaron a Constancio autorizar el retorno del papa, que entonces ciertamente no había todavía prevaricado. El pasaje en que se habla de su caída es pues también una adición hecha después, y que no pega más con lo que precede que con lo que sigue, ¿Pero por quién pueden haber sido hechas estas interpolaciones? Hemos visto que durante su vida, los arrianos pergeñaron una carta de San Atanasio a Constancio,. Lo que ellos pudieron durante su vida, lo han podido todavía más fácilmente después de su muerte” (padre René François Rohrbacher: Historia universal de la Iglesia católica, 1842 – 1849, t. II, p. 167).
Se objetará todavía que San Hilario en muchos lugares de sus escritos, habría anatematizado a San Liberio como hereje. Pero allí todavía se trata de interpolaciones de copistas arrianos. El historiador Ruffin escribía en efecto cincuenta años después de la muerte de San Liberio: “Los libros tan instructivos compuestos por San Hilario para contribuir a la conversión de los signatarios de Rimini (conciliábulo arriano), han sido seguidamente tan falsificados por los herejes, que Hilario mismo no los reconocería” (in: Constant, t. 1, p. 328).
Los arrianos falsearon escritos de San Atanasio, de San Jerónimo, de San Hilario y de San Liberio mismo (análisis detallado en Constant, t. 1, p. 294 – 349).
Que San Liberio haya caído en la herejía arriana y que haya excomulgado a Atanasio es una invención forjada por los falsarios arrianos.”La historia de los arrianos presenta una colección de falsificaciones de todos los grados: Insertan subrepticiamente una letra en una palabra para alterar el sentido. (…) Tachan firmas (…) Agregan secretamente artículos a decisiones tomadas en público (…) Inventan cartas. Hemos visto las atribuidas a Liberio. Atanasio también se vio alcanzado por este género de prueba: “Cuando supe que los arrianos aseguraban que yo había escrito una carta al tirano Magnencio y que aun decían tener una copia, me puse fuera de mí; pasaba las noches sin dormir, atacaba a mis denunciadores presentes; daba fuertes gritos y rogaba a Dios con lágrimas y sollozos que vosotros quisierais escuchar favorablemente mi justificación” (San Atanasio: Apol. Ad Const.). Otras veces forjan peticiones y simulan firmas. (…) En fin, dan el nombre de concilio católico a sus reuniones, y bajo esta apariencia publican sus propias actas como si hubieran sido canónicamente redactadas y aprobadas, y este ardid tiene éxito al punto que San Agustín mismo confunde largo tiempo el concilio arriano de Filipolis con el concilio respetable de Sárdica. Nos parece, después de esto, que no se encontrará sorprendente que algunos de sus escritores hayan acusado a Liberio de haber repartido sus sentimientos, que algunos católicos hayan dado fe a sus calumnias tan astutamente fabricadas y tan audazmente sostenidas” (Constant, t. 1, p. 359 – 361).
San Liberio condena los conciliábulos herejes de Tiro, de Arlés, de Milán y de Rimini. Nueva prueba de su ortodoxia.
Otra prueba:
No fue invitado al conciliábulo de Rimini organizado por los arrianos. En 359, el emperador arriano Constancio convoca al conciliábulo de Rimini, pero se guarda bien de invitar a San Liberio, Atanasio y a los cincuenta obispos exiliados de Egipto.
San Jerónimo comenta los efectos del conciliábulo de Rimini por una frase célebre: “El universo gime y se sorprende de ser arriano”. SOLO San Liberio tuvo el mérito de enderezar la situación: anula el conciliábulo de Rimini y anima a los obispos signatarios a rechazar la interpretación herética. “Los términos “hypostase” y “consubstancial” son como un fuerte inexpugnable, que desafiará siempre los esfuerzos de los arrianos. Es en vano que en Rimini hayan tenido la habilidad de reunir a los obispos para obligarlos por ardides o amenazas a condenar las palabras insertadas prudentemente en el símbolo; este artificio no ha servido de nada (…). Nos, recibimos a nuestra comunión a los obispos engañados en Rimini, con tal que renuncien públicamente a sus errores y condenen a Arrio” (in: Constant, t. 1, p. 401 – 403).
La situación se vuelve más dramática el año siguiente. En el conciliábulo de Constantinopla (359 ó 360), los acacianos y los arrianos retoman la fórmula de Rimini y la herejía del concilio arriano de Nice en Tracia (359), que rechazaba la palabra “substancia” (siempre con el fin de socavar la fe definida en el concilio católico de Nicea de 325). “El concilio hizo firmar esta fórmula a todos los obispos, y la envía a todas las provincias del imperio, con una orden del emperador de exiliar a todos los que rehusaran firmarla. El gran número de obispos firma” (Paul Guérin: Los concilios generales y particulares, Bar-le-Duc 1872, t.1, p. 141). Entre los rarísimos defensores de la fe que rehusaron firmar, se cuenta el papa San Liberio.
Es entristecedor leer, bajo ciertas plumas, que San Liberio habría sido arriano. Él tuvo el inmenso mérito de salvar, él solo, el universo católico entero. Que se había ensombrecido durante el arrianismo, cuando centenas de obispos reunidos en el conciliábulo de Rimini firmaron los textos susceptibles de una interpretación arriana. Él anima a los obispos de Rimini a retractarse. Cuando estos obispos lo hicieron, San Liberio informa a los obispos de Macedonia. Su carta merece ser citada, pues, leyéndola, no se ve cómo este papa canonizado podría ser tachado de arriano. Bien por el contrario, es de una santidad intransigente, lo que es todo a su honor y al honor del papado.
“Nos os señalamos a fin de que vosotros no lo ignoréis, que todos los blasfemos de Rimini han sido anatematizados por aquéllos que han sido engañados por el fraude”, a saber, los obispos embaucados por algunos arrianos durante la tenida del conciliábulo, pero que se habían reintegrado gracias al papa. “Pero vosotros debéis indicar esto a todos, a fin de que aquéllos que, por la fuerza o por el fraude, han sufrido un daño en su fe, puedan ahora salir de la trampa herética para acceder a la luz divina de la libertad católica. Si alguno rehúsa expulsar el virus de la doctrina perversa, rechazar todas las blasfemias de Arrio y de condenarlas por el anatema: que sepa que – todo como Arrio, sus discípulos y otras serpientes, a saber los sabelianos, los patropasianos, o no importa cuáles otros herejes – es extranjero y fuera de la comunión de la Iglesia, que no admite los hijos adúlteros” (San Liberio: carta Optatissimum nobis. 366).
El papa san Marcelo I (en latín, Marcellus; 308-309), fue elegido como Papa N.º 30 de la Iglesia Católica, después de cuatro años de la muerte del papa san Marcelino debido a la persecución del emperador Diocleciano (303 al 305). Le tocó hacerle frente a la crisis dejada entre los cristianos por dicha persecución y que por miedo al martirio habían apostatado de su fe o simplemente abandonado las prácticas religiosas, pero ahora querían regresar a la Iglesia. Decretó que aquellos que deseaban volver a la Iglesia tenían que hacer penitencia por haber renegado de la fe durante la persecución. Los que estaban en contra de esta decisión consiguieron que el emperador Majencio lo desterrara. Murió en el exilio el 16 de enero de 309. Su cuerpo fue devuelto a Roma y sepultado en el cementerio de Priscila.
Durante su pontificado se dedicó a volver a edificar los templos destruidos en la persecución. Dividió Roma en veinticinco sectores con un presbítero o párroco al frente de cada uno de ellos. De carácter enérgico, ordenó que los obispos no se pudieran reunir en concilio sin su autorización explícita.
San Marcelo I | ||
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Papa de la Iglesia católica | ||
mayo o junio de 308-16 de enero de 309 | ||
Predecesor | Marcelino | |
Sucesor | Eusebio | |
Culto público | ||
Festividad | 16 de enero | |
Información personal | ||
Nombre | Marcelo | |
Nacimiento | ¿? | |
Fallecimiento | 309 Roma, Italia |
16 Enero
San Marcelo I, Papa y Mártir(† 308)
En la serie de los romanos Pontífices, San Marcelo hace el número treinta. Su pontificado es de muy escasa duración, un año nada más, que transcurre del 308 al 309. Todavía no era la suya una época muy apta para los pontificados largos, aun cuando la salud personal lo hubiera permitido. Si cualquier simple cristiano corría continuos peligros de perder la vida, mucho más los que por imperativo del deber tenían que actuar como jefes de la perseguida comunidad, en este caso con el carácter supremo y forzosamente visible a que su jerarquía le obligaba.
La Iglesia era ya una verdadera potencia en este tiempo. La fuerza avasalladora de su espíritu había ido superando todas las dificultades que, a lo largo del siglo II se levantaron contra ella. Las persecuciones de Decio y Valeriano sirvieron para robustecería. Y cuando el último de éstos murió, prisionero de los persas, su hijo y sucesor, Galieno, optó por abrir una era de tolerancia, como quien está convencido de que era imposible, e incluso injusto, destruir aquella religión que tan firmes raíces había logrado echar en el alma de sus seguidores.
¿Progresaría este convencimiento en sus inmediatos sucesores? La Providencia tenía dispuesto que no fuera así. Todavía habían de tardar en aparecer en el horizonte los días de la paz y la victoria definitivas. Durante los años 284 al 305 tiene lugar el largo reinado de Diocleciano, el cual, respetuoso para con los cristianos, sólo al final se desató en una implacable persecución que había de ser la última, pero también la más violenta y general de cuantas se habían decretado. En los años 303 al 305, cediendo a las instigaciones de Valerio, firmó el emperador sucesivos edictos persecutorios, y en todas las regiones del Imperio, excepto en las Galias y Gran Bretaña, innumerables mártires sellaron con su vida la fe que proclamaban. El papa San Marcelino fue una de sus víctimas en el año 304.
Sucedió a este Pontífice en la silla de Pedro, el presbítero romano Marcelo, que había sido, en los días de la persecución, uno de aquellos héroes tan frecuentes en la Iglesia de entonces, firmes puntales de la comunidad combativa, a la que, superando dificultades sin cuento, había tratado de sostener con su intrépida caridad y arrojado celo. De él la historia nos dice poco, y la leyenda no mucho. Empezando por la fecha misma de su elección, nos encontramos con que ésta no pudo hacerse hasta mayo o junio del 308, según el catálogo liberiano, o en el 307, según otras fuentes, lo cual significa que hubo un paréntesis de tres o cuatro años, desde la muerte del papa anterior, en que la Iglesia estuvo privada de su jefe visible. Al dolor de la sangre derramada por tantos hijos suyos se unió también el de orfandad y el de desamparo.
No hace falta esforzarse mucho para comprender que la única explicación de este hecho se halla en lo inseguro y turbulento de la situación político - religiosa de la época. Era imposible, mientras duraba la tempestad, que se reunieran los obispos que habían de intervenir en la elección. Es cierto que Diocleciano abdicó en el 305, y la persecución cesó. Pero no fue así en el Oriente, y aun en la misma Roma aparecieron intermitentes brotes de la misma aun después de que Majencio quedó como único dueño de esta parte del Imperio.
Elegido, por fin, Marcelo, su tarea principal fue restaurar la disciplina eclesiástica, harto quebrantada como consecuencia de la anterior situación, y reorganizar la jerarquía en los diversos grados entonces existentes Era un hombre de carácter enérgico, aunque templado y sereno; enemigo de estridencias, pero muy tenaz en sus propósitos y valeroso en el mantenimiento de las resoluciones adoptadas. Los que le eligieron conocían sus dotes, y sabían muy bien que era el hombre que las circunstancias reclamaban.
La persecución, sabiamente dirigida mientras duró, había atacado ante todo la organización misma de la vida de la Iglesia. Sus principales objetivos fueron arrasar los templos y lugares de reunión de los cristianos, quemar los libros sagrados y documentos de los archivos, y llevar a la apostasía o a la muerte a los sacerdotes, con preferencia a los simples fieles.
El nuevo Papa se dedicó ardorosamente a habilitar nuevas iglesias, restableció o elevó a veinticinco los títulos presbiterales de la ciudad de Roma, equivalentes a otras tantas parroquias, consagró nuevos obispos y sacerdotes, estableció un nuevo cementerio, que llegó a hacerse famoso, en la Vía Salaria, y abrió las puertas de la reconciliación, no sin exigir la debida penitencia, a quienes, más débiles que apóstatas, se habían separado de la Iglesia en los días amargos y buscaban ahora el abrazo del perdón. Eran los "lapsi" famosos que, con su presencia, tantas veces dieron ocasión en la Iglesia primitiva a conflictos de diversa índole y a doctrinas encontradas, bien por su intolerable rigorismo, bien por su indulgencia inadmisible. De esto último se resentía ahora la tendencia que trataba de prevalecer en Roma. Querían muchos que los que habían sido apóstatas fuesen de nuevo admitidos en la Iglesia sin hacer penitencia. A ello se opuso terminantemente el papa Marcelo.
Con tal motivo, la situación se hizo demasiado tensa entre los partidarios de una y otra tendencia, y llegaron a producirse disturbios y revueltas callejeras en Roma, incluso con derramamiento de sangre. Tachaban al Pontífice de demasiado riguroso, siendo así que él no hacía otra cosa más que mantener la necesaria disciplina penitencial. Esto es lo que dio origen a los llamados cismas romanos. semejantes en algún sentido a los que, por razones de la misma índole, surgirían poco después en Egipto con Melecio y en Africa con los donatistas.
Majencio, que a la sazón gobernaba en Roma, hizo responsable de todo al papa Marcelo y le condenó al destierro, brutal atropello equivalente a un acto de auténtica persecución. No sólo se trataba de la usurpación de funciones en materia religiosa, que en, modo alguno le correspondía. sino de odio manifiesto a la firme actitud que el Pontífice mantenía en defensa de la pureza de la fe y la moral cristiana, y como restaurador de la jerarquía y sus derechos. Poco tiempo después. en enero del 309, según el citado, catálogo, o del 308 según otros, moría el santo Pontífice en su destierro, consumido de dolor y privaciones.
A estos datos, de los que claramente se hace eco San Dámaso en el epitafio que medio siglo después redactó para honrar la memoria de Marcelo, se añaden algunos otros que sólo se encuentran en actas compuestas varios siglos más tarde, en las cuales resulta difícil distinguir lo verdaderamente histórico de lo que la piadosa leyenda pudo haber añadido. Se nos dice que fue condenado a cuidar, como mozo de establo, las bestias de las caballerizas públicas de Roma, hasta que una piadosa matrona cristiana, Lucila, le brindó refugio oculto en su propia mansión. Transformada ésta más tarde en iglesia, a ella acudían los cristianos y desde allí seguía ejerciendo su acción pastoral el perseguido Pontífice. Incluso se habla de unas cartas que escribió a los obispos de Antioquía recomendándoles encarecidamente la unión con la sede de Roma. Hasta que por fin, de nuevo descubierto, el perseguidor llevó su ensañamiento al extremo de trasladar los animales a la casa de Lucila, que, de iglesia, se transformó nuevamente, ahora en un inmundo establo, en el cual se extinguió el valeroso Pontífice en un silencioso y lento martirio, nunca rendido su espíritu indomable. Su cuerpo fue sepultado en el cementerio de Priscila.
Marcelo González.
San Marcelo I, Papa
Ha de ser un fenómeno inexplicable, para los que no crean o no conozcan las promesas de Jesús, la permanencia ininterrumpida de los sucesores de San Pedro, al frente de la Iglesia. En el caso de San Marcelo hubo un intervalo, debido a las crueles persecuciones romanas que sufrió la Iglesia, pero la barca de Pedro salió de nuevo a flote.
San Marcelo I, es el número treinta de la serie de los Papas. Su pontificado fue muy corto, del año 308 al 309. Pero más largo que el de Marcelo II, en tiempos de San Ignacio de Loyola, que duró apenas tres semanas.
La Iglesia había salido robustecida de las persecuciones del siglo III. Hubo después de Decio y Valeriano un tiempo de tolerancia que no duró mucho. Diocleciano, en su largo reinado, del año 284 al 305, fue respetuoso al principio.
Pero al final, del año 303 al 305, se desató una violenta persecución, la más fuerte de las habidas hasta entonces. El emperador publicó varios edictos persecutorios, y en las diversas regiones del Imperio hubo muchos mártires, entre ellos el Papa San Marcelino en el año 304.
Marcelo, que había querido acompañar al Papa en el martirio, fue en las persecuciones el gran animador de la vida cristiana por su caridad y su celo apostólico. Su elección como Papa no pudo hacerse hasta el año 308, según las fuentes más verosímiles, cuatro años después del martirio del Papa San Marcelino. La triste situación de la época obstaculizaba la reunión de los Obispos que habían de elegirle, pues aunque Diocleciano abdicó el año 305, las dificultades siguieron con su sucesor Majencio.
Los Obispos comprendieron que Marcelo era el hombre que las circunstancias requerían. La persecución había atacado principalmente la organización de la vida de la Iglesia. Habían destruido los templos, quemado los libros sagrados, habían llevado a la apostasía o a la muerte preferentemente a Sacerdotes. Hacía falta, pues, un hombre de temple, suave y fuerte, que restaurara sobre todo la disciplina y la jerarquía.
El nuevo Papa construyó nuevos templos, consagró Obispos y Sacerdotes, colocó 25 Sacerdotes muy elegidos en otras tantas iglesias de Roma, estratégicamente situadas, y estableció un nuevo cementerio, en la Vía Salaria, con la ayuda de una noble y rica matrona romana, Santa Priscila, que se dedicaba a socorrer a los mártires, a los que luego sepultaba.
Un problema espinoso tenía que afrontar el Papa. Eran los famosos "lapsi", que por debilidad se habían apartado de la Iglesia en la persecución. Unos exigían un rigorismo intransigente, otros una indulgencia demasiado blanda. El Papa impuso su autoridad. Abrió a todos las puertas de la reconciliación, pero a todos se exigiría la debida penitencia.
Algunos aún trataron al Papa de demasiado riguroso, lo que originó disturbios y revueltas en Roma, y los llamados "cismas romanos". Con el pretexto de las citadas revueltas, Majencio el ursurpador, que ya que se encontraba seguro, se revolvió contra el Papa. San Marcelo fue primero cruelmente azotado y después condenado a cuidar bestias en las caballerizas romanas.
En enero del año 309 moría San Marcelo en silencioso martirio. Sus restos descansan bajo el altar mayor de la Iglesia, levantada en su honor, en la ciudad de Roma, en la Vía del Corso, en el lugar donde antes se levantara el establo público al que fue conducido Marcelo.
Ha de ser un fenómeno inexplicable, para los que no crean o no conozcan las promesas de Jesús, la permanencia ininterrumpida de los sucesores de San Pedro, al frente de la Iglesia. En el caso de San Marcelo hubo un intervalo, debido a las crueles persecuciones romanas que sufrió la Iglesia, pero la barca de Pedro salió de nuevo a flote.
San Marcelo I, es el número treinta de la serie de los Papas. Su pontificado fue muy corto, del año 308 al 309. Pero más largo que el de Marcelo II, en tiempos de San Ignacio de Loyola, que duró apenas tres semanas.
La Iglesia había salido robustecida de las persecuciones del siglo III. Hubo después de Decio y Valeriano un tiempo de tolerancia que no duró mucho. Diocleciano, en su largo reinado, del año 284 al 305, fue respetuoso al principio.
Pero al final, del año 303 al 305, se desató una violenta persecución, la más fuerte de las habidas hasta entonces. El emperador publicó varios edictos persecutorios, y en las diversas regiones del Imperio hubo muchos mártires, entre ellos el Papa San Marcelino en el año 304.
Marcelo, que había querido acompañar al Papa en el martirio, fue en las persecuciones el gran animador de la vida cristiana por su caridad y su celo apostólico. Su elección como Papa no pudo hacerse hasta el año 308, según las fuentes más verosímiles, cuatro años después del martirio del Papa San Marcelino. La triste situación de la época obstaculizaba la reunión de los Obispos que habían de elegirle, pues aunque Diocleciano abdicó el año 305, las dificultades siguieron con su sucesor Majencio.
Los Obispos comprendieron que Marcelo era el hombre que las circunstancias requerían. La persecución había atacado principalmente la organización de la vida de la Iglesia. Habían destruido los templos, quemado los libros sagrados, habían llevado a la apostasía o a la muerte preferentemente a Sacerdotes. Hacía falta, pues, un hombre de temple, suave y fuerte, que restaurara sobre todo la disciplina y la jerarquía.
El nuevo Papa construyó nuevos templos, consagró Obispos y Sacerdotes, colocó 25 Sacerdotes muy elegidos en otras tantas iglesias de Roma, estratégicamente situadas, y estableció un nuevo cementerio, en la Vía Salaria, con la ayuda de una noble y rica matrona romana, Santa Priscila, que se dedicaba a socorrer a los mártires, a los que luego sepultaba.
Un problema espinoso tenía que afrontar el Papa. Eran los famosos "lapsi", que por debilidad se habían apartado de la Iglesia en la persecución. Unos exigían un rigorismo intransigente, otros una indulgencia demasiado blanda. El Papa impuso su autoridad. Abrió a todos las puertas de la reconciliación, pero a todos se exigiría la debida penitencia.
Algunos aún trataron al Papa de demasiado riguroso, lo que originó disturbios y revueltas en Roma, y los llamados "cismas romanos". Con el pretexto de las citadas revueltas, Majencio el ursurpador, que ya que se encontraba seguro, se revolvió contra el Papa. San Marcelo fue primero cruelmente azotado y después condenado a cuidar bestias en las caballerizas romanas.
En enero del año 309 moría San Marcelo en silencioso martirio. Sus restos descansan bajo el altar mayor de la Iglesia, levantada en su honor, en la ciudad de Roma, en la Vía del Corso, en el lugar donde antes se levantara el establo público al que fue conducido Marcelo.
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