lunes, 20 de abril de 2015

apuntes de biología



¿Qué son los superantígenos?


En los últimos años, se ha producido un importante avance en la investigación acerca de un grupo de proteínas producidas por bacterias y que son conocidas como superantígenos. Estas moléculas han despertado un gran interés, ya que interaccionan con el sistema inmune del hospedador de una manera poco convencional, y pueden provocar enfermedades tales como shock tóxico, intoxicaciones alimentarias y enfermedades autoinmunes.
Cuando las bacterias que actúan como patógenos extracelulares son fagocitadas y degradadas por los macrófagos u otras células presentadoras de antígenos (CPAs), existen fragmentos de proteínas bacterianas que son transferidas a la superficie de estas CPAs, asociándolos a un complejo proteico denominado Complejo Principal de Histocompatibilidad (CPH) de clase II, que es producido sólo por un cierto número de células entre ellas los macrófagos. Este complejo actúa estimulando a una clase de células T, denominadas colaboradoras o CD4+. Estas células secretan un grupo de proteínas solubles, las citoquinas, muchas de las cuales actúan sobre otras poblaciones celulares implicadas en la defensa del hospedador. Entre las citoquinas liberadas por los linfocitos T se encuentran: el factor de necrosis tumoral (FNT) que activa a los neutrófilos y a las células endoteliales, la interleuquina-5 (IL-5) que activa a los eosinófilos, el interferón-gamma, que activa a los monocitos y la interleuquina-2 (IL-2), que autoestimula a los T y activa a los linfocitos B estimulando su proliferación, y la interleuquina 6 (IL-6) que provoca la diferenciación de las células B a plasmáticas que sintetizan los anticuerpos específicos frente al antígeno presentado.
Los superantígenos son moléculas bifuncionales que interactúan con al menos dos receptores expresados sobre diferentes células [Chatila & Gena, Curr. Opin. Immunol.4: 74-78 (1992)]. El receptor para los superantígenos en los linfocitos T, se encuentra en el mismo receptor con el que el linfocito interacciona con un antígeno convencional (RCT). Las moléculas del complejo principal de histocompatibilidad de tipo II (CPH-II) que se expresan primariamente en CPAs también son empleadas como receptores por los superantígenos. La unión del superantígeno a estos receptores ?dispara? una serie de procesos que conducen a la activación celular, diferenciación, proliferación, y a la liberación de citoquinas [Mourad et al., Semin. Immunol.5: 47-55 (1993)]. Una característica especial y única de los superantígenos, a diferencia de los antígenos convencionales, es que no requieren el procesamiento por una CPA, y además pueden interaccionar con un elevado número de células T.
Normalmente, los antígenos convencionales son procesados en pequeños péptidos en el endosoma de la CPA. Estos péptidos forman complejos con moléculas del complejo principal de histocompatibilidad tipo II (CPH-II), los cuales son transportados a la superficie celular de la CPA donde interaccionan con los receptores de los linfocitos T colaboradores (RCT), que reconocen este complejo, lo que se traduce en la producción de citoquinas.
En contraste, el superantígeno enlaza directamente al CPH-II presente en la superficie de la CPA y a una parte del receptor presente en el linfocito T, independientemente de la especificidad del RCT. De esta forma, en comparación con los antígenos tradicionales que pueden interactuar con una célula de cada 10.000-1.000.000 linfocitos T, los superantígenos son capaces de interactuar con 5-20 de cada 100 células T. La acción final del superantígeno se traduce en la producción y liberación por parte de los linfocitos, de niveles excesivamente altos de interleuquina 2 (IL-2), que normalmente actúa a nivel local, pero que cuando existen grandes cantidades, puede llegar al torrente circulatorio produciendo una variedad de síntomas como náuseas, vómitos y fiebre, además de un exceso en la producción de otras citoquinas, como el factor de necrosis tumoral alfa, lo que en casos extremos puede provocar un shock.
Quizás el aspecto más interesante de los superantígenos es su potencial implicación en una cierta variedad de enfermedades agudas humanas (intoxicaciones alimentarias, síndrome de la muerte súbita, síndrome del shock tóxico por Staphylococcus aureus, etc) y enfermedades autoinmunes, por la respuesta inmune aberrante que se puede producir en respuesta a estas moléculas.
Desde el inicio de los años 90 se ha acrecentado el interés en los superantígenos debido al hecho de que se comprobó que la inclusión de un superantígeno producido por Staphylococcus aureus (SEA) en un ensayo de citotoxicidad por células T alteró la especificidad citotóxica de estas células. Estas investigaciones sirvieron para concluir que ciertos superantígenos pueden activar y dirigir a células T para eliminar células que expresan moléculas CPH-II [Dohlsten et al., Immunol. Today12: 147-150 (1991)]. Este fenómeno se denominó citotoxicidad celular dependiente de superantígeno (CCDS), e incluye únicamente a ciertos grupos de linfocitos T (CD4 y CD8). La estructura diana del fenómeno CCDS son las moléculas del CPH-II [Dohlsten et al., Eur. J. Immunol.21: 1229-1233 (1991)]. Por tanto, la destrucción preferencial de células que tienen en su superficie moléculas del CPH-II pueden implicar la destrucción de potenciales células presentadoras de antígeno, lo que implicaría una disminución de las reacciones inmunes, incluyendo aquellas que están dirigidas contra el patógeno.
En resumen, ¿qué ventajas puede reportar a los microorganismos la producción de estas moléculas?. Los superantígenos proporcionan a las bacterias que los producen una estrategia para contrarrestar al sistema inmune del hospedador por al menos tres maneras distintas: (a) la generación de una respuesta inespecífica por parte del superantígeno dispersa la atención de la que habría sido una respuesta específica hacía el patógeno productor del superantígeno; (b) la capacidad del superantígeno para provocar una sobreproducción de citoquinas puede inducir apoptosis específica en los linfocitos T que tengan los TCR sobre los que actúa el superantígeno; (c) la capacidad de inducir el CCDS podría eliminar células que puedan presentar antígeno, no permitiendo de este modo la adecuada coestimulación de las células T.
Esta última estrategia bacteriana ha despertado el interés de los investigadores para aprovechar este efecto de ciertos superantígenos, como estrategia terapéutica en el tratamiento de enfermedades autoinmunes y en la erradicación de tumores que expresan moléculas CPH-II [Kawamura et al., J. Immunol.151: 4362-4370 (1993); Kalland et al., Med. Oncol. Tumor Pharmacother.10: 37-47 (1991)].
El interés del uso de los superantígenos en el tratamiento del cáncer se ha visto aumentado por el descubrimiento de que la especificidad inicial sólo a células que manifiesten moléculas CPH-II, puede redirigirse por conjugación del superantígeno a un anticuerpo monoclonal con especificidad para un antígeno tumoral particular. Así, este conjugado puede estimular a las células T dirigiéndolas para mediar en la lisis específica del tumor. Este nuevo enfoque, denominado muerte celular por células T dirigidas por superantígeno, aunque actualmente plantea ciertos problemas en su aplicación puede proporcionar una de las líneas de investigación más interesantes desarrolladas en la inmunoterapia contra el cáncer.
En resumen, los superantígenos son un grupo fascinante de moléculas que interesan a científicos de muy diversos campos de la ciencia. La comprensión de su modo de acción y la relación estructura-función ayudará a revelar aquellos mecanismos que son la base de enfermedades que han permanecido desconocidas durante años, así como los posibles beneficios terapéuticos que se desprendan de su uso como agentes antitumorales.




La inmunosupresión y los productos naturales


Como es sabido, la supresión de la función del sistema inmunitario conduce a graves trastornos orgánicos que acaban con la vida del individuo inexorablemente en un plazo no muy largo de tiempo. La infección con el virus VIH, causante del SIDA, constituye el ejemplo más palpable de las graves consecuencias que puede tener la pérdida de la capacidad de defensa inmunitaria en el hombre. La infección en sí no tendría consecuencias si no fuera porque la misma deja al organismo en la más absoluta indefensión frente a otras infecciones y neoplasias (procesos cancerosos) incompatibles con la vida del paciente.
Pero sin embargo, hay circunstancias en las que la supresión parcial (depresión) de la respuesta inmunitaria es la única forma terapéutica de lucha contra enfermedades, en las que las reacciones antígeno-anticuerpo ?fuera de control? son su principio y fundamento biológico. Entre estas, se encuentran dos grupos diferentes de dolencias, con parecida etiología pero con muy diversas consecuencias: el rechazo de injertos y las enfermedades autoinmunes. Las primeras son las que se desencadenan después de realizar un transplante de algún órgano o tejido como consecuencia de las diferencias antigénicas que quedan tras la tipificación tisular y las pruebas cruzadas donante-receptor. En este caso, el organismo reacciona contra los antígenos extraños produciendo anticuerpos que destruyen el órgano injertado. Las enfermedades autoinmunes por su parte, (lupus eritematoso, miastemia gravis, artritis reumatoide, dermatitis atópica, etc.) se producen como consecuencia del reconocimiento como extraños de antígenos propios, es decir, el organismo pierde la capacidad de distinguir entre lo propio y lo ajeno, produciendo autoanticuerpos que reaccionan contra los propios antígenos, provocando los síntomas de estas enfermedades: inflamaciones incontroladas, lesiones cutáneas o alteración de alguna función importante.
Para todos estos casos la administración de drogas inmunosupresoras es, hasta hoy, el único camino posible para mantener un riñón, corazón o hígado transplantado, o disminuir las indeseables consecuencias de una afección autoinmune.
Los agentes químicos con capacidad inmunosupresora que se utilizan en la actualidad, (prednisona, azatioprina, ciclofosfamida, ciclosporina, etc.), ejercen su acción por mecanismos diferentes y muchas veces desconocidos. Pero en todos los casos, la única ?obsesión farmacológica? es saber cuál es la dosis mínima capaz de producir efecto, y saber qué producto utilizar en esa lucha incesante por disminuir los efectos secundarios, a menudo tan peligrosos como la propia patología que se pretende frenar. La depresión general de la médula ósea, hepatitis, hemorragias, alopecia y, en general, pérdida importante de la capacidad de defensa frente a infecciones, sin descartar la aparición de procesos cancerosos malignos, son problemas que aparecen durante el tratamiento inmunosupresor, de suficiente entidad para preocupar considerablemente.
Si a todos estos problemas, añadimos el del coste de algunos de estos tratamientos, entenderemos que los estudios sobre inmunosupresión ocupen un lugar importante en la investigación biomédica actual. Baste decir, que el precio de uno de los fármacos más actuales, la ciclosporina, (un metabolito fúngico que parece bloquear a los linfocitos en el período Go ó G1 de su ciclo celular, así como inhibir la liberación de linfoquinas por los linfocitos T activados desencadenada por antígenos), eleva el coste del tratamiento de cualquiera de estos enfermos, por encima del millón de pesetas anuales.
Con este panorama como fondo, recientemente, un grupo de científicos de la Universidad de Florida, ha publicado en la revista Lancet un más que interesante estudio sobre los efectos beneficiosos que el zumo de pomelo tiene en los enfermos sometidos a tratamiento con ciclosporina: un sólo vaso diario de zumo de este cítrico, reduce considerablemente la dosis de droga necesaria para prevenir el rechazo de órganos transplantados. El estudio realizado en 14 voluntarios, manteniendo como control la ingestión de igual cantidad de zumo de naranja o agua, ha demostrado que la ingestión de pomelo incrementa la concentración de ciclosporina en sangre en un 40%, esto es, la incorporación de esta fruta a la dieta diaria del paciente, permitiría disminuir significativamente la dosis de medicamento necesaria para mantener controlado su proceso de inmuno-rechazo, con lo que eso puede significar para su economía o la de la Seguridad Social y, lo que es más importante para "el ahorro de efectos secundarios" que el organismo puede conseguir a lo largo de su vida, pues no debemos olvidar que estos tratamientos deben permanecer durante toda la vida del sujeto, al menos, mientras no se consiga otro procedimiento terapéutico diferente. Los estudios continúan en el sentido de conocer hasta cuando el aumento de la ingesta de zumo sigue incrementando la concentración de droga en sangre y, lógicamente, dirigidos a conocer el mecanismo molecular por el que las sustancias del pomelo interactúan con la ciclosporina. Los investigadores sospechan que probablemente los flavonoides, productos naturales que prestan el sabor amargo a esta y a otras frutas, podrían ser los responsables de la inhibición de la(s) enzima(s) que rompen la ciclosporina en la pared del tracto digestivo, antes de alcanzar el torrente circulatorio.
Cabe esperar también, intuyo, que aun siendo cierta la hipótesis contemplada, la interacción propuesta suponga un secuestro de la ciclosporina en el tubo digestivo y/o en la sangre, que impida su "disponibilidad terapéutica" para realizar su efecto en el control de la enfermedad, toda vez que el estudio nada dice sobre la evaluación del proceso patológico tras el uso del zumo de pomelo como coadyuvante de la ciclosporina, pues el ensayo se ha realizado sólo durante un mes, precipitando quizás, la publicación de unos resultados algo preliminares. Esta suspicacia se deriva de tres "maliciosas" observaciones realizadas por el que suscribe y de las que la ciencia moderna a veces no puede escapar: una, la presión que los científicos norteamericanos reciben para publicar continuamente resultados que justifiquen la subvención que reciben; dos, que el Estado de Florida es el mayor productor de pomelo de Estados Unidos; y tres, que el estudio está parcialmente costeado por el Departamento de Cítricos del Estado de Florida. Todo ello, no obstante, tiene el aval del National Institute of Health, de la Universidad de Florida y el prestigio de los propios científicos y de la revista que lo publica.



La endostatina: resultados esperanzadores en el tratamiento del cáncer


De entre todas las estrategias dirigidas en la actualidad hacia la lucha contra el cáncer, una en particular está generando expectativas que hubieran sido inimaginables hace tan sólo unos años. Lo que pretende esta estrategia es dirigir el tratamiento no hacia las células tumorales, sino hacia los vasos que proporcionan a estas el oxígeno y los nutrientes necesarios para su proliferación. No hace mucho nos referíamos a esta posibilidad de terapia desde estas mismas páginas [Encuentros en la Biología38, 1-2 (1997)], pero los más recientes resultados, publicados hace poco más de un mes, aconsejan volver sobre el tema.
Como decíamos en nuestro anterior artículo, el investigador estadounidense Judah Folkman propuso, en los años 70, que el crecimiento de los tumores sólidos dependía del suministro nutritivo proporcionado por el organismo por vía del sistema circulatorio [Folkman, N. Engl. J. Med. 285:1182-1186 (1971)]. De esta propuesta se derivaban dos hipótesis. En primer lugar, que el tumor debía producir algún tipo de factor que promoviera el crecimiento y desarrollo de vasos desde los tejidos circundantes hacia el propio tumor. En segundo lugar, que la inhibición o la regresión de este desarrollo vascular detendría el crecimiento tumoral por falta de nutrientes. Ambas hipótesis han recibido un amplio apoyo experimental, y en la actualidad existen varias substancias inhibidoras de angiogénesis (esto es, neoformación de vasos a partir de los preexistentes) que están siendo ensayadas como terapia antitumoral.
Una de estas sustancias es la endostatina, descubierta por el equipo de Folkman en la Escuela Médica de Harvard. Se trata de un fragmento C-terminal, de 20 Kd, del colágeno XVIII [O¹Reilly et al., Cell88: 277 (1997)]. La endostatina inhibe la proliferación de células endoteliales, pero no tiene efecto aparente sobre el endotelio quiescente de los vasos. En nuestro anterior artículo anunciábamos ya los primeros resultados obtenidos con esta proteína, unos resultados que acaban de ser publicados [Boehm et al., Nature390: 404 (1997)], y que han supuesto una cierta sorpresa. Como modelo experimental se utilizaron ratones a los que se habían implantado diversos tumores (carcinoma pulmonar de Lewis, fibrosarcoma y melanoma). En ratones no tratados, estos tumores crecieron rápidamente, alcanzando un volumen de unos 10 cm3 en 27 días, y provocaron la muerte del animal. En cambio, en los ratones tratados con endostatina después de que los tumores alcanzaran un volumen de 200-300 mm3, se produjo una rápida reducción del volumen tumoral, hasta alcanzar un tamaño microscópico. Cuando se suspendió el tratamiento con endostatina, los tumores volvieron a crecer, pero se redujeron de nuevo cuando se reinició la administración de endostatina. Estos ciclos de crecimiento y reducción de los tumores se repitieron seis (carcinoma de Lewis), cuatro (fibrosarcoma) y dos veces (melanoma), sin que aparecieran síntomas de resistencia. Y lo que es más importante e inesperado, después de estos ciclos, los tumores no volvieron a crecer, y permanecieron con un tamaño microscópico hasta que se dió por terminada la experiencia, entre 100 y 160 días después de la retirada del tratamiento.
El desarrollo de resistencia a la quimioterapia clásica es uno de los motivos más frecuentes del fracaso de la terapia anticancerosa. Las células tumorales se caracterizan por una fuerte inestabilidad genética, lo que propicia la selección de líneas celulares resistentes a los tratamientos. En cambio, las células endoteliales que forman los vasos del tumor son células normales, genéticamente estables y, por lo tanto, menos capacitadas para desarrollar resistencia contra los factores que inhiben su proliferación. No puede sorprender, por tanto, que puedan sucederse hasta seis ciclos de tratamiento antiangiogénico sin que aparezcan signos de resistencia.
Lo que sí ha sorprendido es el estado (conocido como ³dormancia²) que adquieren los tumores después de los ciclos de tratamiento antiangiogénico. En la experiencia del grupo de Folkman, todos los tumores, independientemente de su naturaleza, acabaron por formar nódulos subcutáneos de un tamaño casi microscópico, que persistieron hasta que la vejez del animal marcó el final de la experiencia. En estos tumores parece establecerse un equilibrio entre proliferación y apoptosis (muerte celular). Se trata de una característica intrínseca del tumor, adquirida en el curso del tratamiento antiangiogénico. La dormancia no puede achacarse al desarrollo de defensas por parte del ratón, puesto que si se implantan nuevos tumores en los ratones tratados, aquellos proliferan rápidamente. Los mecanismos que causan el estado de dormancia son, por tanto, desconocidos.
El resultado es importante, pero no debería generar un optimismo excesivo. La endostatina es una proteína, y como tal, no puede ser administrada por vía oral (en los ratones de la experiencia fue inyectada por vía subcutánea). No se sabe si estos resultados podrían ser extrapolables fácilmente al organismo humano. Tampoco se conocen los efectos secundarios a largo plazo de un tratamiento antiangiogénico, aunque la angiogénesis en el organismo adulto parece ser muy escasa en condiciones normales (formación del cuerpo lúteo, placentación, cicatrización...). Dado que ya han comenzado los ensayos clínicos de algunos agentes antiangiogénicos, como el TNP-470, habrá que esperar sus resultados para seguir alimentando la esperanza.

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