martes, 21 de abril de 2015

apuntes de historia


Las Invasiones Germánicas de Europa

El nombre de Invasiones Germánicas designa en la historiografía contemporánea a los procesos de migración efectuados, entre los siglos III y XI, por diferentes pueblos europeos, germanos y no germanos, asentados en zonas limítrofes al Imperio Romano. Estas migraciones, cuya casuística es complicadísima pues obedece a muchos factores (unos conocidos y otros desconocidos), fueron un proceso de larga duración mediante el cual el espacio político, militar y cultural de Europa sufrió una brutal transformación. La primera consecuencia fue la desaparición del Imperio Romano de Occidente (no así el de Oriente); la segunda, la atomización del poder al dividirse Europa en pequeños (o grandes) reinos germánicos, dominados por los pueblos invasores que, a su vez, conforman el origen de muchos de los actuales estados continentales. La tercera fue la fusión y mezcla de poblaciones con distintos estratos socioculturales: latino (o romano) y germano, mezcolanza que acabaría por definir la gran parte de la identidad cultural de los habitantes de Europa durante los siglos venideros, incluida nuestra época actual.
A lo largo de las siguientes páginas se intentará describir el desarrollo de estas migraciones o invasiones, protagonizadas por pueblos bárbaros no estrictamente germánicos. De hecho, es más correcto denominar al fenómeno como “migraciones bárbaras” y no “invasiones germánicas”. Primero, poque los citados movimientos se aproximaron con bastante más fidelidad a una migración y no a una invasión. Los pueblos protagonistas carecían de un plan conjunto, sino que actuaron por generación espontánea aunque en muchos momentos las migraciones respondían a los mismos estímulos. Por otra parte, es más correcto denominar a los pueblos como “bárbaros” (del latín barbarus, esto es, ‘extranjero’), que “germánicos”, a pesar de que la raíz germana era mayoritaria en todos ellos. Pero además de pueblos germánicos también hubo turcomanos, iranios, ugrofineses y asiáticos. No obstante, se ha preferido mantener el término “invasiones germánicas” debido a ser más reconocible, pues su popularidad se ha mantenido a lo largo de la historiografía y se ha perpetuado como punto importante de los temarios académicos.
Antes de entrar en materia, se debe realizar una importante apreciación para la correcta comprensión de las migraciones que se van a describir. En algunos momentos, es bastante posible que el lector se encuentre algo desorientado por el relato, en el que abundan y son constantes los cambios de nomenclaturas, de regiones (es imprescindible consultar los mapas anexos) y, en general, lo descrito se aproxima bastantes veces a un laberinto. Aunque se intentará ser lo más conciso y preciso posible, el verdadero motivo de esta desorientación es la propia esencia de las invasiones. Hay que aceptar desde el principio que el tema a tratar se desarrolla en una época de la Historia altamente confusa, en la que las secuencias no son lineales sino que a momentos de invasión masiva siguen momentos de recuperación por parte romana. Asimismo, el mismo problema puede aplicarse a las zonas geográficas (invadidas, abandonadas, nuevamente invadidas, por distintos pueblos o por los mismos), y a los propios pueblos bárbaros, que protagonizaron continuas regresiones territoriales, cambios de asentamiento, pueblos que aparecen y desaparecen por épocas, y también aparecen en solitario o unidos en confederación con otros pueblos, otras tribus, otros linajes… Todo ello no hace sino complicar el panorama tanto en lo referente al estudio de las migraciones o invasiones bárbaras, así como la debida comprensión de este fenómeno. Es de esperar que estas dificultades puedan ser superadas por el lector a lo largo de las siguientes líneas.
Antecedentes de las invasiones
Las fronteras de Roma, extraordinariamente fuertes en época de la República y del Alto Imperio, no habían permanecido invioladas ni libres de algunas incursiones militares protagonizadas por bárbaros. Por ejemplo, algunos ejércitos celtas habían saquedo Etruria y Roma en el siglo III a.C., llegando incluso a destruir el oráculo de Delfos hacia el año 278 a.C. Por las Décadas de Tito Livio, se sabe que en el siglo I a.C. un contingente de cimbrios y teutones, empujado por hambrunas y cambios climáticos en el norte de Europa, entre la península de Jutlandia y la desembocadura del Elba, penetraron en las Galias y en Hispania antes de ser derrotados, en el 102 a.C., por las tropas romanas dirigidas por Mario en la batalla de Aquae Sextiae (cerca de la actual Aquisgrán). Con posterioridad, los famosos levantamientos de galos, celtas y germanos en la Galia, dirigidos primero por Ariovisto y después por Vercingétorix, obligaron a Julio César a emprender la llamada Guerra de las Galias. Los comentarios de César a De Bello Gallico suponen una de las fuentes más importantes para el conocimiento de los primitivos germanos y su evolución hasta la época de las invasiones. Las conquistas de Julio César delimitaron una primera frontera natural entre las zonas dominadas por Roma recientemente adquiridas (Aquitania, Lugdunense y Bélgica) y las zonas de la denominada Germania Libera. La frontera natural quedó establecida por los ríos Rin y Danubio, en la Europa continental, mientras que en Britania, después de la pacificación llevada a cabo por el emperador Claudio en el 43 d.C., la frontera quedó delimitada por la planicie existente entre Lincoln y Exeter, algo más al sur del lugar donde posteriormente se edificaría el Muro de Adriano.
El primer síntoma de pérdida de control imperial fue precisamente la construcción del Muro de Adriano en Britania, con el fin de proteger los territorios dominados por sus agentes de las incursiones de pueblos bárbaros. Los emperadores de la dinastía Flavia también construyeron empalizadas en Germania y en Retia, mientras que los miembros de la dinastía Severa se preocuparon de asentar los límites orientales y africanos. Así fue como nació el sistema de limes romanos: por vez primera, la otrora potencia militar romana tomaba medidas contra la amenaza exterior.
Crisis de las fronteras imperiales
Tradicionalmente, uno de los factores más señalados por los investigadores que se ocupan del estudio de las migraciones es la denominada ruptura de los limes romanos por parte de diferentes oleadas de pueblos bárbaros. Sin negar la certeza de esta afirmación, hay que tener en cuenta que la ruptura sólo fue la culminación de un proceso de larga duración en el que todo el trasfondo subyace alrededor de la pérdida de hegemonía militar de Roma. Ya en el 224, con la llegada al trono persa de la dinastía sasánida, las fronteras orientales comenzaron a sufrir con inusitada fuerza la presión de un invasor militarmente muy potente, que hacía de la caballería acorazada (es decir, jinetes provistos de estribo) su mejor arma para infligir severos castigos al enemigo. Sobre todo a partir del año 260, cuando los sasánidas dirigidos por Sapor I derrotaron a las tropas imperiales, haciendo prisionero al propio emperador Valeriano en la batalla de Edesa, la hegemonía militar de Roma se puso en entredicho. No en vano, durante el mandato de Aureliano, hacia el año 271, la ciudad del Tíber comenzó a amurallarse, acción que respondía bien a los temores de sus gobernantes.
Siguiendo el hilo de los persas, las primeras fronteras en soportar expediciones de rapiña por parte de invasores bárbaros fueron las orientales. Una gran alianza de suevos, hermunduros, cuados, marcomanos y otros pueblos, además de la confederación entre godos, gépidos y sármatas, se hicieron fuertes hacia los años centrales del siglo III en los límites del Danubio; a estos últimos las fuentes latinas posteriores los denominaron Confederación Gótica del Bajo Danubio. Los bárbaros arrasaron Dacia y Mesia, llegando a destruir por completo la ciudad de Fililópolis (actual Plovdiv, en Bulgaria), fundada por el emperador Filipo el Árabe. Su sucesor, Decio, se puso al mando de las tropas para combatir este peligro, pero fue nuevamente derrotado, hacia el año 251, en la batalla de Abrittus (Abtat Kalessi, en la actual Turquía) y su cadáver jamás fue recuperado, lo que no hizo sino aumentar el temor de la población gobernada por Roma ante la amenaza bárbara. A ello se le sumaron, también en los años centrales del siglo III, las constantes expediciones de los hérulos entre el mar de Azov, el Bósforo y Asia Menor. Bajo el gobierno del emperador Claudio el Gótico (268-270) tuvo lugar una ligera reacción romana, estabilizando las fronteras europeas y dejando todos los limes a salvo de más incursiones; pese a ello, dos antiguas provincias imperiales, los Agri Decumates y la Dacia, que habían sido ocupadas por alamanes y otrs tribus menores, jamás regresaron a la dominación romana.
Con independencia de otros factores de crisis, valga un dato sobrecogedor: desde el año 235, año de la muerte del último emperador de los Severos, Alejandro, hasta el año 284, en que el general dálmata Diocles fue coronado emperador con el nombre de Diocleciano, el cetro imperial había tenido hasta catorce dueños distintos en poco más de medio siglo. La inmensa mayoría de ellos había sido aupado al trono por las tropas, lo que da otra ligera idea de la importancia del espectro militar en la vida romana. Estos aspectos han provocado que algunos autores, como P. Brown, hablen de una verdadera revolución militar en el imperio, no sólo por el espectacular incremento de efectivos (de 300.000 soldados a comienzos del siglo III se llegó a los más de 600.000 de finales del siglo IV), sino por el importante peso en todas las acciones de gobierno del ejército. Y es que, con independencia de otros factores, uno de las claves del Bajo Imperio Romano se halla en las reformas militares y las consecuentes reformas fiscales, paso clave en el tránsito del Mundo Antiguo al Medieval.

Las reformas militares de los siglos III y IV
Desde la segunda mitad del siglo III, con los emperadores Galieno y Claudio el Gótico, la reforma del ejército fue un hecho. Las famosas legiones romanas tendieron a desaparecer paulatinamente, pues su coste era altísimo y, en sí, se trataban de cuerpos militares pensados para una guerra de conquista, no de defensa. En su lugar, el emperador Galieno creó nuevas unidades de caballería y, sobre todo, una especie de destacamentos móviles de reserva para las emergencias fronterizas, cuerpo que recibió el nombre de comitatenses. Claudio el Gótico y Diocleciano, por su parte, lograron derrotar a los germanos y estabilizar los limes, incrementando cada vez más el número de tropas comitatenses.
Pero la verdadera reforma la llevó a cabo el emperador Constantino, entre los años 324 y 337. Con la definitiva supresión de las legiones, las tropas militares romanas se dividieron en dos instituciones: los ya citados comitatenses, unidades móviles compuestas por infantería y caballería, y unos nuevos cuerpos de infantería destinados a defender los limes, razón por la que fueron llamados limitanei, aunque también reciben el nombre de ripenses. No menos importantes fueron las reformas en la jerarquía militar, ya que la desaparición de las legiones llevó aparejada la pérdida de importancia de los senadores en el mundo del ejército. Dejando aparte los comandantes en jefe de las tropas de infantería (magister peditum) y de caballería (magister equitum), los limitanei fueron puestos bajo el mando de un dux (duque), y no como anteriormente, que estaban controlados por el gobernador civil (praeses), mientras que al frente de los comitatenses se encontraba un comes (conde). En definitiva, autoridad militar y autoridad civil caminarían ya siempre separadas a partir de la reforma realizada por Constantino.
La mayor parte de información de esta reforma ha pasado a la posteridad gracias a la conservación de un texto romano llamado Notitia Dignitatum. La crítica actual lo considera un extenso borrador, datado hacia la segunda mitad del siglo IV, del proyecto de reforma militar imperial. Por esta razón, los datos que aporta la Notitia están incompletos y en algunos casos son muy improbables: que el imperio hubiese planeado, por ejemplo, enviar un número equis de tropas hacia un limes, tal como aparece en la Notitia, no implica que ese plan se haya cumplido al pie de la letra. En cualquier caso, se trata de una fuente valiosísima para el conocimiento de los primeros movimientos migratorios bárbaros y, sobre todo, para apreciar las soluciones mediante las que Roma creía poder salvar su dominio político y territorial.
Otros factores: las transformaciones sociales y económicas
De la reforma militar también se extraían importantes consecuencias sociales. Por ejemplo, el reclutamiento, que antaño había sido totalmente voluntario a partir de los 18 años y con un máximo de 25 años de servicio, en el siglo IV se hizo obligatorio e, incluso, hereditario, puesto que lo más habitual, sobre todo entre los soldados limitanei, era que se heredase la condición militar a través de los hijos. El principal factor para esta conversión hereditaria de la cualidad militar fue que, a partir de la reforma antes citada, quienes estaban destinados a la defensa de un limes eran recompensados con tierras para su sustento, convirtiéndose en una especie de soldados-campesinos. Téngase en cuenta que la necesidad de incrementar los efectivos militares se produjo en una época de regresión demográfica, lo que hizo posible que estos incentivos fueran acogidos con agrado por parte de un gran número de la población. Al hilo de estas concesiones territoriales llegó otro factor de gran calibre en cuanto a lo social: la cada vez mayor entrada en el ejército romano de bárbaros, principalmente germanos, a quienes se les reputaba como los más bravos soldados del continente. Esta germanización del Imperio Romano fue importante a nivel militar, ya que a partir de Constantino miembros de origen bárbaro tuvieron acceso a los cargos militares de mayor nivel.
Tan importante como la reforma militar fue la consiguiente reorganización fiscal iniciada por Constantino. A partir de ella, los prefectos del pretorio (praefecti praetorii) perdieron su antigua preeminencia política y militar como representantes máximos del poder imperial, pero quedaron encargados del cobro de un nuevo impuesto mixto, mezcla de las antiguos gravámenes sobre territorio (iugatio) y sobre la fuerza productiva (capitatio). Este nuevo impuesto, llamado anonna, llevaba aparejado el pago en especie, con el objeto de contribuir al sustento de las numerosas tropas de limitanei surgidas de la reforma militar. Por ello, a pesar de que con el tiempo más avanzado la anonna se pudo pagar en metálico, se trata de una tasa crucial en la evolución socioeconómica del Bajo Imperio romano, por su profundo impacto social.
El nuevo impuesto se tradujo en un alto incremento de la presión fiscal para la población del Imperio Romano. Mucho más importantes que estas consecuencias económicas fueron las sociales: como dice un texto coetáneo de Salviano de Marsella, los más desfavorecidos huían de las ciudades con tal de no pagar el impuesto, convirtiéndose en proscritos o en forajidos que engrosaron el movimiento de protesta social más extendido del Bajo Imperio: la bagauda. Las grietas sociales de un impuesto pensado para defender al Imperio de la amenaza exterior contribuyeron también, qué duda cabe, a que el impacto de las migraciones de los pueblos bárbaros fuera mayor del que en realidad fue. Como escribían los panegiristas de la época, realmente daba la impresión de que el mundo, al menos el mundo que la Romania había conocido hasta entonces, tocaba a su fin.
En la actualidad, todos los expertos concuerdan en señalar a estas transformaciones sociales como factores desencadenantes (si se quiere, antecedentes) del nuevo sistema de organización social que triunfaría en la época historiográfica inmediatamente posterior: el feudalismo. La concesión de lotes de tierra a los limitanei, la hereditabilidad de estas concesiones y, en especial, el incremento de los vínculos de dependencia personal propiciados por la extensión del pago de la anonna, fueron los sustentos de origen latino para que el sistema feudal hallase el camino abonado para su establecimiento. Andando el tiempo, estos sustentos de origen latino se mezclarían con las estructuras de dependencia militar personal de origen bárbaro, el famoso comitatus, como lo llamaban las fuentes latinas. Pero para que todos los elementos aglutinantes del feudalismo se encontrasen, debía producirse el acontecimiento fundamental: la desaparición de un fuerte poder central, el Imperio Romano, que ayudase a la dispersión de esos vínculos personales como única forma de asegurar la convivencia pacífica. Por este motivo, la caída del yugo latino comenzó a fraguarse desde el mismo momento en que un nómada y belicoso pueblo estepario irrumpió en los márgenes del Danubio para reventar el precario equilibrio conseguido por los últimos emperadores de la ciudad del Tíber. Naturalmente, se trata de la entrada en escena de los hunos.
La chispa desbordante: los hunos
Hasta aquí se han analizado los factores estructurales, todos ellos de vital importancia. Pero no por ser un factor coyuntural tiene menos trascendencia la irrupción de los hunos en Europa. Es cierto que ya en los primeros años del siglo III, hacia el año 320, uno de los pueblos asentados en el limes del Danubio, los godos, había realizado algunas expediciones de rapiña y saqueo por la zona, con el consecuente peligro de que cualquier factor externo convirtiese tal bandidaje en una amenaza más seria. Por esta razón, el emperador Constantino, en el año 332, firmó con los caudillos del pueblo godo un pacto de federación (foedus), mediante el cual los godos suministrarían grano para el ejército imperial a cambio de que Roma les permitiese asentarse en el interior del limes del Danubio. Sin embargo, el foedus dejó de tener valor a la muerte de Juliano el Apóstata, último representante de la dinastía de Constantino, ya que los godos interpretaron el pacto fieles a sus costumbres: como un pacto entre familias. Así, el emperador Valente, en el 369, tuvo que llevar a cabo diversas campañas de pacificación en los limes, campañas que, pese a su éxito inicial, se vieron superadas por la irrupción de los hunos en el mismo año. Es importante tener en cuenta que esta primera presencia de los hunos no afectó a territorio imperial ni conllevó enfrentamientos contra tropas romanas; sin embargo, fue decisiva porque el potencial militar de los hunos derrotó a todos los pueblos bábaros limítrofes, obligándoles a emigrar hacia zonas controladas por los romanos.
Las dos ramas principales en que se dividieron los godos, ostrogodos y visigodos, fueron los primeros pueblos bárbaros en sufrir el empuje del belicoso pueblo estepario, cuyas razones para penetrar en la Europa continental son prácticamente desconocidas. Los hunos derrotaron a los ostrogodos, acaudillados por Hermenerico, en el año 371, obligando a este pueblo a iniciar una migración hacia Tracia, zona de asentamiento de los visigodos. Visigodos y ostrogodos, desplazados de sus lugares de asentamiento por los hunos, realizaron incursiones por toda la Tracia hasta el Peloponeso, hasta el punto de infligir una severa derrota a las tropas imperiales en la batalla de Adrianópolis (378), en la que falleció el propio emperador Valentiniano I. Los diversos desórdenes internos producidos entre esta fecha y la muerte de Teodosio (395) dieron el pistoletazo de salida para que todos los pueblos bárbaros presionados por los hunos, a modo de piezas de dominó que caen una detrás de otra, intentasen adentrarse en el interior de los antiguos limes imperiales. Las invasiones acababan de comenzar.
Primera oleada de invasiones (siglos IV-V)
Como fecha canónica de la primera invasión se suele citar la del año 398, en el que los visigodos, acaudillados por Alarico irrumpieron en Italia saqueando los territorios del valle del Po hasta llegar a Asti, donde sitiaron al propio emperador Honorio. Sólo la intervención de Estilicón, que ofreció a Alarico, en nombre del emperador oriental Arcadio, el cargo de magister militum per Ilyricum (gobernador militar de la provincia del Ilírico), pudo frenar la superioridad militar visigoda.
Una fecha mucho más emblemática con respecto a las invasiones bárbaras es la del 31 de diciembre del año 406, fecha de la ruptura del limes del Rin por suevos, vándalos, alanos, burgundios y alamanes. Esta última fecha es considerada por muchos como la primera en importancia, dado que estos pueblos no eran foederati, es decir, no habían firmado previamente ningún foedus con el Imperio para su asentamiento y después lo habían incumplido, como es el caso anterior de los visigodos. En el caso de la ruptura del limes renano, por vez primera los bárbaros perdían el respeto a los destacamentos imperiales para penetrar en territorio bajo jurisdicción romana. Las oleadas de invasores arrasaron toda Galia y llegaron a saquear la importante ciudad de Tréveris, antigua sede de la prefectura del pretorio, sede que debió ser trasladada a Arlés para evitar peligros mayores.
Al mismo tiempo, otra oleada de invasiones se produjo en las islas británicas, donde las tropas imperiales se vieron desbordadas por pueblos bárbaros procedentes del norte de Europa: en el 402, anglos, pictos, escotos, sajones y jutos comenzaron a hacerse con el control de Britania, lo que provocó, a su vez, la retirada en masa de las tropas romanas de la provincia. El ejército imperial se trasladó a Galia al mando de Flavio Claudio Constantino, el conocido usurpador imperial proclamado como Constantino III (por sus soldados, naturalmente) en el año 406. En este mismo año, aprovechando la confusión reinante, los ostrogodos, al mando de Radagaiso, invadieron el norte de Italia con mucha fuerza y violencia, aunque fueron frenados por el general Estilicón. Al concentrarse el grueso del ejército romano en Italia para combatir a los ostrogodos, entre el 407 y el 408 Constantino III ocupó Arlés, sede de la prefectura del pretorio, y gobernó a sus anchas la Galia, firmando pactos con suevos, vándalos y alanos para que estos pueblos pudiesen establecerse en la cuenca baja del Rin. El caos político en el Imperio fue aún mayor merced al asesinato de Estilicón a manos de sus enemigos en la corte de Rávena.
La muerte del bravo general imperial (de origen vándalo, recordémoslo) provocó la inmediata reacción de los pueblos bárbaros asentados cerca de Italia; libre de su antiguo enemigo, el visigodo Alarico protagonizó el archifamoso primer saqueo de Roma, entre el 24 y el 30 de agosto del 410. Este acontecimiento, además de corroborar la absoluta descomposición del antiguo poder imperial, produjo un impacto sociológico en toda la Europa de la época que difícilmente pueda ser comprendido hoy en toda su magnitud: Roma, la capital del mundo conocido y sede del gran imperio, había sido destruida por un pueblo bárbaro. De manera paralela, mientras que Roma asistía a lo que parecía ser el fin de los tiempos, un gran contingente bárbaro, formado por suevos, alanos y vándalos, cruzaba los Pirineos y se adentraba en Hispania. En Galia se había producido un cierto avance de la autoridad imperial, pues en el año 411 el augusto Constancio derrotó al usurpador Constantino III y restauró el poder del legítimo emperador Honorio. En esta misma línea, una vez fallecido Alarico, el nuevo rey visigodo, Ataúlfo, firmó en el 412 un pacto con Honorio para abandonar la península itálica y asentarse en el sur de Galia, con el fin de combatir a los burgundios en nombre del emperador. En el 418, con el rey Walia, este pacto se extendería también a Hispania, donde los visigodos, como federados (foederati) del Imperio, pelearían contra suevos, vándalos y alanos, además de reprimir la cada vez más importante revuelta bagáudica de la península ibérica.
Los distintos asentamientos bárbaros
El foedus, como se ha podido comprobar, fue la primera arma no militar a la que Roma acudió para paliar la amenaza invasora. Sin embargo, la evolución de estos pactos también fue una de las causas por las que los invasores acabaron por asentarse en territorio imperial. Los primeros foedus solían incluir el pago, por parte de Roma, de cierta cantidad de oro y grano para el sustento de las comitivias germánicas; pero desde el mismo momento en que un foedus implicaba que el pueblo bárbaro iba a asentarse en un territorio imperial para combatir a otro enemigo en nombre de Roma, la esencia del foedus cambiaba. Desde su fijación a finales del siglo IV en el Codex Theodosianus, la hospitalidad imperial implicaba que cuando los bárbaros llegaba a un territorio, las casas y posesiones de los habitantes de estas tierras debían ser divididas en tres partes: la primera era elegida por el dueño para sí, la segunda la elegía el bárbaro para él, y la tercera también para el dueño. Este sistema de hospitalitas romana acabó por convertirse en la base de los asentamientos de pueblos federados, sobre todo visigodos y ostrogodos, de tal modo que en el siglo V, tras la desaparición del imperio como poder, las diferentes legislaciones bárbaras también se hicieron eco de este sistema para dividirse las posesiones con la población romana. Sólo el freno legislativo a la celebración de matrimonios mixtos, y en algunos casos el paganismo o arrianismo de los invasores que contrastaba con el catolicismo romano, oponía una barrera a la mezcla entre los distintos pueblos. La hospitalitas romana controló las invasiones por una parte, pero acabó dando la llave de entrada a los bárbaros a todo el territorio imperial.
A finales del siglo V, cuando la decadencia del Imperio de Occidente propició la formación de los primeros reinos bárbaros, toda esa herencia institucional, legislativa y administrativa procedente de Roma influyó sobremanera en las incipientes construcciones que, con el paso del tiempo, habrían de convertirse en los reinos europeos de la Edad Media. En principio, los diferentes pueblos bárbaros se consideraron continuadores de poder romano, y también la mayoría de ellos reconocieron obediencia al emperador bizantino. Ostrogodos y visigodos, por ejemplo, fueron fuertemente romanizados y mantuvieron todos los cargos administrativos, a los que ampliaron con su concepción de la jefatura militar de raigambre germánica; ambas influencias, romanista y germanista, acabarían por conformar las monarquías altomedievales de Europa, favorecidas por la paulatina mezcla de población de origen romano y de origen germánico, muy frecuente ya en el siglo V. Tampoco se debe olvidar que la progresiva cristianización de los bárbaros ayudó también a formar la unidad institucional y poblacional.
La situación de Europa hasta la derrota de Atila
Los visigodos, claramente asentados en Hispania, derrotaron en el campo de batalla a los alanos y a una rama de los vándalos (los silingos). Por contra, los suevos se hicieron fuertes en la región hispana actual de Galicia, y el otro linaje de los vándalos, los asdingos, cruzaron el estrecho de Gibraltar y se asentaron en el norte de África al mando del famoso caudillo Genserico. Los vándalos asediaron Hipona (asedio en el que pereció San Agustín) y derrotaron a los ejércitos del comes Bonifacio de Tracia, leal al gobierno de Rávena en principio y, tras la rendición de Hipona en el 430, colaborador de Genserico. Inmediatamente, el precario gobierno imperial firmó un foedus con los vándalos, permitiéndoles su asentamiento norteafricano y concediendo diversos títulos honoríficos para Genserico a cambio de que continuasen llegando los envíos de grano a la península itálica. La riqueza agrícola del norte de África no debía perderse bajo ningún concepto, de ahí que Rávena se aprestase a negociar y a llegar a un acuerdo.
Por lo que respecta a los burgundios, que habían cruzado el Rin con suevos, vándalos, alanos y alamanes en el 406, se asentaron en el bajo Rin hacia el mismo año de 430, en la antigua provincia romana de Máxima Sequaniense. Para esta época, los burgundios ya habían comenzado a absorber a los alanos asentados en el valle del Loira, aunque ambos pueblos todavía eran distintos. Los asentamientos en esta zona fueron posibles gracias a la mediación del general romano Aecio. Éste, sustituto del papel preponderante en lo político que otro militar, Estilicón, había detentado tiempo atrás, prefirió tener a los burgundios como aliados debido a la mayor amenaza a la que se tuvo que enfrentar: la nueva presencia de los hunos en Europa. Precisamente fueron los burgundios, como narra una parte del Cantar de los Nibelungos, los primeros en ser derrotados por los hunos en el 421. Los jinetes esteparios, acaudillados por el famoso Atila y en compañía de otras tribus (como los gépidos), ya no se contentaron con ejercer presión a los pueblos del Danubio sino que invadieron la Europa continental en busca de dinero y, en el caso de su régulo, de prestigio y cargos imperiales.
La figura de Aecio fue crucial para la resolución de este nuevo conflicto. Muchos de los historiadores latinos posteriores siempre le reprocharon su origen huno, aunque para otros Aecio fue un romano que había sido capturado por las hordas de Atila y obligado a pasar en la corte bárbara su infancia. El general de Mesia tuvo la suficiente inteligencia como para darse cuenta de que las tropas romanas, limitanei y comitatenses, jamás podrían reducir a los hunos sin la ayuda de los bárbaros. Aecio también observó que, frenada la amenaza vándala en el norte de África, eran los hunos el verdadero problema para mantener el orden en el imperio, así que trazó un plan directo: pactar con el resto de pueblos bárbaros y presentar batalla conjunta a los hunos. Francos salios (es decir, merovingios), visigodos, burgundios y alanos, además del ejército romano dirigido por Aecio, acabaron encontrándose con la confederación de hunos (pero también gépidos, rugios y otros pueblos orientales, entre ellos los ostrogodos), en los Campos Cataláunicos o Campus Mauriacus, en las cercanías de la actual ciudad francesa de Chalons. Allí, el 20 de junio del año 451, se libró una batalla decisiva en el devenir de Europa, en la que los hunos salieron derrotados y el Imperio Romano, aparentemente, se había librado de su mayor enemigo. Realmente, quienes habían salido beneficiados eran los pueblos bárbaros, plenamente consciente de que, desaparecido Atila, el ejército imperial no era enemigo para ellos.
La decadencia de Roma y los primeros reinos bárbaros
Y mucho menos lo sería después de que, al igual que había sucedido con Estilicón, las envidias del emperador Valentiniano III deparasen en el año 454 el asesinato de Aecio de Mesia. A partir de la muerte del bravo vencedor de Atila, la descomposición imperial fue imparable: el 16 de marzo de 455, dos bucelarios de Aecio, Optila y Tharausila, asesinaron a Valentiniano III en venganza por la muerte de su señor. El fin de la dinastía teodosiana contribuyó a que todos los pueblos bárbaros que habían firmado foedus con Roma no se sintieran obligados a cumplirlos, factor decisivo al que se unió el caos político del Imperio de Occidente, que conoció en dos décadas un sinfín de emperadores-títere elevados por distintas facciones políticas que se repartían el poder. La aceleración progresiva del caos sólo tuvo fin en el año 476, en que Odoacro, régulo de los hérulos pero que se había acomodado en el ejército romano, depuso a Rómulo Augústulo, hijo del general Orestes (el verdadero gobernador de Roma). Tradicionalmente, la fecha de 476 es señalada como el final del Imperio Romano de Occidente. Y, desde luego, la tradición tiene algo de verdad: el proceso de barbarización o germanización imperial había llegado a su momento más álgido, pues Odoacro, en tanto que dominador de Italia, se enfrentó al resto de pueblos bárbaros limítrofes, principalmente a los ostrogodos, pero ya no en nombre del imperio, sino de su propio reino. Aunque las estructuras de poder se mantuvieron casi intactas, Roma había desaparecido para dar paso a los reinos bárbaros.
El primer reino, aunque efímero, fue el de los hérulos confederados. Al mando de Odoacro, el dominio hérulo llegó a extenderse por toda Italia (salvo el noroeste) y hasta Dalmacia y el Nórico por el noreste. Odoacro tuvo que luchar contra los ostrogodos (la otra rama de los godos) quienes, dirigidos por el linaje de los Amalos y después de haber peleado a favor de Atila en los Campos Cataláunicos, firmaron un foedus en el año 455 con el emperador de Oriente, Zenón. Se les permitió establecerse en Panonia, pero su expansión por el Ilírico, Tracia y Macedonia acabó por empujarles hacia la península itálica. Así, en el 493, Teodorico logró pactar el reparto de Italia con Odoacro, dos días antes de asesinarle para convertirse en dueño del país transalpino. De esta forma, los ostrogodos se convirtieron en los dominadores de toda la península itálica en el siglo V, incluida Sicilia, que había sido recuperada por Odoacro a los vándalos poco antes de fallecer.
Por lo que respecta a los vándalos, su dominio del norte de África era absoluto, de modo que se atrevieron a expandirse por el Mediterráneo hasta llegar a Córcega, Cerdeña y Sicilia. No obstante, nunca pretendieron otra cosa que no fuera el botín y la rapiña, conformándose en líneas generales con sus posesiones africanas. En este territorio, los descendientes de Genserico se enfrentarían por alcanzar el poder del reino hasta que en el 534, en plena operación de Renovatio Imperii Romanum del emperador bizantino Justiniano, el general Belisario acabó con el reino vándalo y restauró la autoridad imperial.
En las Galias y en Hispania la situación también estaba clara. Los francos, que en el siglo IV habían estado asentados en la cuenca del Rin, avanzaron hacia las Galias aprovechando el desconcierto imperial y lograron hacerse con el control de aproximadamente toda la actual Francia, salvo un pequeño núcleo de dominación romana en los alrededores de Soissons dirigido por el dux Siagrio, autoproclamado Rex Romanorum. En el 486, el rey de los francos Clodoveo, derrotó a Siagrio y el control franco de las Galias sólo era discutido por los visigodos. Pero la verdadera expansión franca se produjo entre los siglos VI y VII, no ya como pueblo invasor sino como reino que intentaba ampliar su dominio, de ahí que las operaciones francas de conquista no sean consideradas invasiones en sentido estricto (aunque alguno de los estudiosos de la época, como L. Musset, sí lo haga).
Los principales enemigos de estas campañas expansivas francas fueron los visigodos. Asentados en la Galia Narbonense y en Hispania desde los pactos del 412, continuarían dominando toda Aquitania hasta que en el 507 la victoria de Clodoveo sobre Alarico II en la batalla de Vouillé, acabó relegando a los visigodos a Hispania. El expansionismo franco continuaría con la absorción del otro reino creado a finales del siglo V, el de Burgundia (embrión del condado francés de Borgoña), que en esa misma época se expandió hasta llegar a Lyón y al sur del Ródano. En Hispania, incluyendo la incorporación del antiguo reino suevo de Galicia, los visigodos crearían uno de los más prósperos reinos bárbaros hasta que en el siglo VIII fueron barridos por el Islam.
Por último, en las Islas Británicas el dominio de los invasores fue total durante los siglos IV y V, en especial el de pictos y escotos sobre los territorios actuales de Escocia e Irlanda. En la actual Inglaterra resistían las incursiones la población romana y los autóctonos britanos, pero uno de los reyezuelos britanos, Vortingern, solicitó la ayuda de los sajones. Los miembros de este pueblo germano, oriundo de la península de Jutlandia, entraron a formar parte de comitivas guerreras dirigidas por Vortingern hasta que, en el 455, la aristocracia sajona se rebeló contra los britanos y conquistó rápidamente todo la antigua Britania romanizada. Como curiosidad, hay que decir que la archifamosa leyenda medieval británica sobre el rey Arturo nace en esta época, en la que está documentado un caudillo britano aproximadamente homónimo luchando contra los invasores sajones, anglos y jutos. Estos pueblos, para los que Beda el Venerable es la principal fuente de información escrita, formaron los últimos reinos bárbaros de Europa, la llamada Heptarquía Británica, que consistió en la división de las islas en siete reinos: Kent, Hampshire y Wigh (de predominio juto), Anglia Oriental y Northumbria (de predominio anglo) y Sussex, Wessex y Essex (de predominio sajón).
A su vez, y debido al dominio invasor de la isla, grandes contingentes de britanos cruzaron el mar con dirección a la Europa continental, hacia la península de Armórica, donde se establecieron sometiendo a las poblaciones celtas autóctonas y luchando contra el reino franco en el sur. Estos britanos establecidos en la Armórica, a la que dieron el nombre de Bretaña, protagonizaron la primera de las grandes migraciones o invasiones bárbaras del siglo VI. Como se verá a continuación, no fue la única.
Segunda oleada de invasiones (siglos VI-VII )
Es necesario decir, antes de comenzar el desglose de las llamadas “segundas invasiones”, que los movimientos de migración fueron constantes en Europa desde el siglo III, lo que, más allá de otras consideraciones, implica el hecho de que los asentamientos originarios de los primeros invasores fueron a su vez ocupados por otros pueblos bárbaros mientras aquellos cruzaban los distintos limes. Algunos de estos pueblos, como sus antecesores, se atrevieron a cruzar las nuevas fronteras y a poner en entredicho los nuevos reinos establecidos. También es preciso decir que durante el siglo VI se vivió cierto retroceso del poder bárbaro, debido a la agrevisa política expansionista del emperador bizantino Justiniano. Esta operación, denominada Renovatio Imperii Romanum, produjo una vuelta al control imperial, no de Occidente pero sí de Oriente, de muchas zonas que en la centuria anterior habían sido dominadas por invasores. Pese a ello, y como se ha dicho anteriormente, diversos pueblos protagonizaron nuevas invasiones en el transcurso de los siglos VII y VIIII.
Lombardos y ávaros
Los primeros, y más importantes, fueron los lombardos o longobardos, llamados así por su costumbre de tener largas barbas. De su primitiva Escandinavia habían pasado al curso del río Elba en tiempos del emperador Tiberio, y desde allí ocuparon el lugar en el limes del Danubio, esto es, entre Panonia y el Nórico, que dejaron visigodos y ostrogodos en el siglo V. Dirigidos por sus legendarios reyes Wacho y Waltari, a partir del 507 los lombardos se expandieron por la costa dálmata hasta llegar a Retia y Panonia, conquistando los territorios que corresponden a las actuales Croacia, Eslovenia, Hungría y Austria. Después de derrotar y asimilar a contingentes de otro pueblo bárbaro (los ávaros), el emperador Justiniano les concedió el estatuto de foederati (federados) para que controlasen las incursiones de los gépidos en Panonia. A lo largo del siglo VI, los lombardos ensancharon sus lazos con ávaros, gépidos e incluso bizantinos hasta llegar a plantearse una gran alternativa: la conquista del reino italiano de los ostrogodos. Guiados por su rey Alboino, en el 569 tomaron Mediolanum (la actual Milán) y comenzaron a dominar el valle del Po hasta acabar (o asimilar, en la mayoría de los casos) con los ostrogodos. A lo largo del siglo VII, con el famoso edicto de Rotario, los lombardos se cristianizaron y comenzaron a disputarse la influencia de Italia con los poderosos francos merovingios. Como en tantos otros casos, la llegada de Carlomagno al trono franco fue responsable de la asimilación del reino lombardo dentro del Imperio Carolingio, después de la rendición de Desiderio en el año 774.
Como ya se citado anteriormente, los principales enemigos de los lombardos en su primigienia expansión balcánica fueron los ávaros, un pueblo de origen caucásico que, desde la meseta del Turquestán, fue obligado a emigrar a Europa continental por la presión del Imperio chino, sobre todo después de la desaparición del reino asiático de los hunos. Los ávaros, expertos jinetes esteparios, llegaron al Volga hacia el año 530 (no sin antes haber sitiado Constantinopla en el 526), y desde ese río se lanzaron a la conquista de los Balcanes, donde lucharon contra lombardos y búlgaros. Su dominio entre el margen izquierdo del Danubio y el río Tisza llegó a su culminación en el año 582, con la conquista de las ciudades de Sirmium y Singidinum (la actual Belgrado yugoslava). A lo largo del siglo VII, los ávaros, aliados con contingentes alanos, atacaron tanto a Constantinopla como a los francos, con quienes eran fronterizos en el noroeste de la actual Bulgaria. Sólo la rebelión búlgara del caudillo Kubrat, y la llegada de Carlomagno al poder franco (ya en el siglo VIII), acabaron con las temibles correrías de los jinetes ávaros, que asolaron la Europa de su tiempo. Estas cabalgadas se pueden dar por finalizadas a partir del año 796, cuando las tropas de Carlomagno destruyeron el centro neurálgico (ring) de los ávaros.
Alamanes y bávaros
Habíamos dejado a los alamanes en el siglo V, cuando cruzaron el limes del Rin en compañía de suevos, burgundios, vándalos y alanos. Un grupo numeroso de ellos, posiblemente aliado con los turingios, no se alejó demasiado del limes renano, estableciéndose entre los Agri Decumates y Retia, y al norte de los ríos Néckar y Main, llegando hasta el lago Constanza por el este. Estos territorios conforman la parte central de la actual Alemania, la Germania clásica de la Antigüedad. En el siglo VI los alamanes cayeron bajo control de los francos y fueron paulatinamente absorbidos por ellos, salvo un pequeño grupo establecido en la antigua provincia romana de Retia (sur de Alemania), que se mezcló con un nuevo pueblo germano protagonista de migraciones en el siglo VI: los bávaros.
También llamados bajuwaros o baioras, sus orígenes son realmente inciertos. Se sospecha que los bávaros estaban formados por tribus autóctonas de origen celta, fuertemente romanizadas, que sufrieron aportes de población germana entre los siglos III y VI, principalmente de alamanes, marcomanos y cuados (estos dos últimos procedentes de Bohemia y Moravia, respectivamente). Hacia finales del siglo V ya habían peleado contra godos y lombardos, pero fue en el 551 cuando saltaron de la antigua provincia de Retia y se expandieron entre los ríos Iller, Danubio y Lech, llegando a dominar prácticamente todo el actual estado alemán de Baviera (que les debe su nombre). Su principal caudillo, Garibaldo, estaba emparentado por matrimonio con Wacho, el caudillo ávaro, y tomó el título de dux (duque). Durante los siglos VII y VIII, los bávaros formaron un sólido estado que protegió a la Europa continental de las temibles correrías de ávaros y otros pueblos eslavos. Merced a ello, los francos merovingios mantuvieron una sólida amistad con ellos, hasta el punto de que sus aristocracias dirigentes emparentaron en época de Pipino el Breve. En el siglo VIII se produjo una rebelión de Tasilo o Tasilón III, duque de Baviera, contra su primo Carlomagno, pues se negó a reconocer el pacto de vasallaje firmado por sus antecesores y mediante el cual se admitía la primacía de los francos sobre los bávaros. De esta lucha, al igual que en otros casos similares, salió victorioso el futuro emperador, que, en el 788, con la prestación de homenaje por parte de Tasilón, acabó con el gobierno independiente de los bávaros y provocó la integración de Baviera en el próximo imperio carolingio.
Turingios y sajones
Los turingios, en principio, presentan muchos rasgos comunes con los suevos, por lo que en muchas ocasiones se tiende a identificarles como el mismo pueblo. No obstante, los turingios descendían de los antiguos hermunduros y, por tal razón, establecieron su zona de influencia en la amplia zona comprendida entre los ríos Saale y Danubio, con el macizo del Harz como posesión más preciada. En los primeros años del siglo VI, los turingios, encabezados por su rey Bisino, emprendieron una campaña de conquistas en las regiones de Moravia y Franconia, convirtiendo la actual ciudad de Weimar en la capital de un próspero reino enriquecido por contactos comerciales. Durante casi un siglo, lombardos y francos pactaron mediante acuerdos y compromisos matrimoniales una amistad con los turingios, pues ambos poderosos reinos ansiaban el control de la zona de tránsito controlada por los primeros. No obstante, la decadencia de los turingios comenzó casi inmediatamente después de la muerte de Bisino, tal como recoge de nuevo el Cantar de los Nibelungos. La mayor parte del reino fue convertido en un protectorado de los francos hacia finales del siglo VI, pero otro pueblo también se aprovechó de esta decadencia para incorporar parte de sus territorios a su dominio: los sajones.
La migración sajona hacia las islas británicas a principios del siglo V no fue total, sino que una parte bastante amplia de sajones no abandonó su primitivo asentamiento en la península de Jutlandia, lugar desde el cual, en el siglo VI, llevaron a cabo diversas expediciones de rapiña y saqueo por el litoral de las Galias, dada la pericia navegante de este pueblo. En principio, se aliaron con los francos merovingios para repartirse el territorio dominando por los turingios, pero hacia principios del siglo VII las invasiones sajones en el norte del reino franco obtuvieron una violenta respuesta. Bien avanzado el siglo VIII, Carlomagno obtendría el vasallaje de Widukin, caudillo sajón, poniendo freno a las migraciones de este pueblo e incorporando el dominio territorial de Sajonia al imperio carolingio, el poder que, a la postre, acabó engullendo a gran parte de los pequeños reinos bárbaros de la Europa continental.
Pueblos bárbaros en las fronteras orientales
La desintegración del reino de los hunos después de las luchas internas desatadas a la muerte de Atila provocaron que, como en la Europa continental, otros pueblos ocupasen su lugar en la Europa del Este, en la amplísima zona comprendida entre los Urales y la cuenca panónica. Los primeros fueron los sabiros, pueblo estepario que emigró desde Siberia al norte del Cáucaso y que, durante el siglo VI, protagonizó diversos enfrentamientos con el imperio bizantino en la orilla este del mar Negro. A su vez, la migración de los sabiros provocó que otro pueblo de las estepas, los uguros o ugros, abandonasen los Urales y, siguiendo el curso del río Volga, penetrasen con fuerza en los Balcanes durante los años finales del siglo VI. Posteriormente, durante los siglos VII y VIII, los ugros serían absorbidos por búlgaros y húngaros, contribuyendo decisivamente a la formación de estos principados medievales.
Contrariamente a lo que pudiera pensarse, el origen de los búlgaros no es eslavo sino asiático, a pesar de que su profunda eslavización posterior acabó por asimilarles completamente, incluida la lengua. El pueblo búlgaro abandonó su primitivo asentamiento en la actual Ucrania a finales del siglo VI para, al hilo de los nuevos movimientos migratorios, cruzar el Danubio y ocupar la antigua provincia de Mesia hacia el año 680, bajo el mando de su caudillo Asparuch. Los búlgaros formaron un reino más o menos estable hasta el siglo XII, lo que da buena cuenta de su potencial; durante estos años, sus competidores más habituales fueron los jázaros, un pueblo escita procedente de la meseta irania, que irrumpió entre el mar de Azov, el río Don y el curso medio del Volga para presionar fuertemente al imperio bizantino entre los siglos VII y VIII. Los jinetes jázaros, muy avezados en las expediciones de saqueo y rapiña, fueron tan temibles para los bizantinos como los ávaros lo habían sido en la Europa continental. Además de todos estos pueblos citados en esta parte, un sinfín de pequeños grupúsculos de origen paleoturco se asentó durante los siglos VI y VII en las fronteras orientales de Bizancio, mostrándose siempre dispuestos a penetrar en territorio imperial cuando las condiciones fueses propicias.
Los eslavos
La primera mención a los pueblos eslavos procede del texto de Jordanes, hacia mediados del siglo VI; para esta época, los eslavos (sclavones o sclavi en los textos latinos) aparecen situados entre el Danubio marítimo y las cuencas de los ríos Dniéster y Vístula. Cerrados por los pueblos turcos en el mar Negro, la gran expansión eslava comenzó a finales del siglo VI en dirección a la llanura germanopolaca y, en especial, hacia el sur, hacia los Balcanes. Los eslavos carecían de una estructura unitaria, y las tribus se agrupaban según el esquema clásico de la gentilitas germánica, alrededor de un caudillo (knyaz) y con intenciones sobre todo de botín militar. Por ello, bajo la etiqueta de eslavos se agrupaban diferentes tribus que protagonizaron una imparable expansión por Europa: eslovenos (asentados entre Rusia y los Alpes orientales), wendos (entre Bohemia y el mar Báltico), croatas (entre Iliria y Silesia, y también en Bohemia), servios (en el centro de los Balcanes), sorabos (en la antigua región de Lusacia) y narentanos (asentados a lo largo de la costa dálmata). En los primeros años del siglo VII, los eslavos habían llegado a Macedonia y sitiaron Tesalónica en época del emperador Heraclio. La Iliria interior fue su siguiente zona de expansión, hacia el 641, intentando llegar a Italia a través de Apulia. Algunas tribus se establecieron en el valle del río Neretva, donde saqueron constantemente los convoyes comerciales que cruzaban los estrechos asiáticos entre Grecia y el Imperio Bizantino. Finalmente, en el 688, el emperador bizantino Justiniano II firmó varios acuerdos con las tribus eslavas, mediante los que reconocía sus asentamientos a cambio de que se declarasen vasallos del emperador. A partir del siglo VIII, los eslavos comenzaron a solidificar sus estados en los Balcanes (pero también en Rusia y en Polonia) gracias a la paz firmada con Justiniano II.
Últimas invasiones (siglos VIII-XI)
Hacia finales del siglo VIII, el período de grandes invasiones en masa puede darse por finalizado, debido, sobre todo, a la consolidación de dos fuertes poderes: el imperio carolingio, en Occidente, y el imperio bizantino, en Oriente. También habría que contar, en Asia y en el norte de Africa, con la expansión del Islam, que llegó incluso a poner en aprietos a los francos después de que los musulmanes conquistasen el reino visigido de Hispania y cruzasen los Pirineos. Por otra parte, después de siglos de mezcla entre población bárbara y población romana, los pequeños reinos y territorios europeos también comenzaban a dar muestras de suficiente solidez. Todo estos factores, evidentemente, propiciaron el fin de las migraciones en masa, pero no el fin de las invasiones, que se siguieron produciendo, con menor importancia y mayor espectro temporal, durante casi toda la Edad Media, especialmente en aquellas zonas donde la dominación de carolingios y bizantinos era menor.
Nuevas migraciones de jinetes nómadas
Los magiares, un pueblo de origen ugrofinés, irrumpieron con fuerza durante el siglo VIII y protagonizaron diversos asentamientos en los Balcanes y en Hungría, donde se mezclaron con los ugros para dar lugar al actual pueblo húngaro. En el año 889 su dominio de la zona de Ucrania se vio puesto en entredicho por los pechenegos, por lo que los magiares, dirigidos por el caudillo Arpad, se dirigieron hacia Panonia a través de los Cárpatos, lo que se convertiría en su asentamiento definitivo. En las primeras décadas del siglo X, los magiares llevaron a cabo operaciones de pillaje por toda Europa continental, llegando a saquear Pavía (901), Borgoña (911) y Lorena (917), de donde pasaron a las regiones alemanas de Baviera y Sajonia. En el año 955 se produjo un acontecimiento decisivo en la historia europea altomedieval: el incipiente imperio germánico, al frente del cual se encontraba Otón I, derrotó a los magiares en la batalla de Lechfeld. Con esta victoria, el imperio alemán tomaba el relevo del carolingio como potencia política y militar de Europa, mientras que la última gran amenaza invasora continental, la representada por los magiares, quedaba reducida a la actual zona de Hungría, donde encontrarían competencia en los búlgaros.
Los magiares, durante los años finales del siglo IX, se vieron desplazados de la actual Ucrania, es decir, de la zona comprendida entre los ríos Ural y Volga, por culpa de la llegada de nuevos pueblos nómadas de origen turco: pechenegos y cumanos. Después de empujar a los magiares hacia Panonia, los pechenegos tuvieron una importantísima presencia en el territorio comprendido entre la desembocadura del Danubio y el curso inferior del Volga, donde protagonizaron frecuentes expediciones de rapiña contra los principados rusos de Kiev y Novgórod. Su presencia amenazante hizo que el imperio bizantino intentase sin éxito lograr su cristianización, previo paso a la dominación de sus estados; a partir del siglo XI, en época del emperador bizantino Alejo Comneno, la amenaza pechenega se desbarató al disgregarse sus miembros en bandas autónomas más fácilmente controlables.
Por lo que respecta a los cumanos, sus orígenes parecen situarse en Siberia, pero a su llegada a Europa la mezcla entre sus miembros era amplísima, arrastrando con ellos a pequeños elementos de otras tribus iranias y ugrofinesas. Hacia el año 1080 recorrieron todo el curso del río Dniéper, saqueando y arrasando cuantas poblaciones se encontraron a su paso, incluidos a rusos, pechenegos y magiares. Las incursiones de los cumanos en la Tracia fueron un peligro constante para el imperio bizantino, muy mermado militarmente después de la derrota sufrida en la batalla de Manzinkert (1071) ante los turcos selyuquíes. El centro neurálgico del estado cumano parece haber sido la zona comprendida entre los Cárpatos y el lago Baljach, donde establecieron su cuartel general y desde donde procedían sus expediciones de rapiña. Allí les sorprendió, hacia el año 1239, una fuerza mucho más poderosa que les aniquiló por completo: los mongoles.
Varegos y eslavos en Rusia
Hacia el siglo VIII, otro gran contingente eslavo, desde su primitivo asentamiento, avanzó por la taiga siguiendo el curso del río Don hasta llegar al mar de Azov, donde a lo largo del siglo X fundaron el principado de Tmutorakán, uno de los primeros reinos rusos independientes. En esta fase de construcción de lo que sería la futura Rusia medieval también tuvieron una importante presencia los varegos, un pueblo de origen escandinavo, protagonista de uno de los últimos coletazos invasores de Europa. Desde su primitiva Escandinavia, los varegos demostraron ser tan avezados mercaderes como expertos guerreros, lo que les llevó a penetrar en Kiev y Novgórod al mando de sus primeros caudillos conocidos: Oleg Rurikovich, que en el 882 conquistó el principado de Kiev, y Piotr Rogvolod, príncipe de Polotsk, un extenso territorio forjado en torno al alto curso del río Dvina. Ambos linajes de príncipes varegos, Rurikovich y Rogvolod, protagonizaron gran parte de la historia de Rusia hasta el siglo XVI, una Rusia que tiene su origen precisamente en esta migración de varegos acontecida a finales del siglo IX. Varegos y eslavos acabaron por fundirse con otros elementos autóctonos (como jázaros y búlgaros) para dominar toda la actual Rusia, aprovechando también la decadencia bizantina tras la derrota de Manzinkert (1071).
Un caso atípico: los vikingos
Los pueblos del mar del Norte, asentados en las actuales Noruega, Suecia y Finlandia, habían permanecido un tanto ajenos a los movimientos migratorios continentales, salvo algunos choques a principios del siglo VI contra frisones y jutos. La explosión demográfica, la riqueza de sus vecinos y la pericia en el arte de navegar de los escandinavos fueron las razones que les llevaron a protagonizar diversas campañas de saqueo y rapiña. Las expediciones vikingas conforman una doble vertiente: por mar, la única pretensión era la del botín; por tierra, o por cursos fluviales continentales, la pretensión era hallar tierras donde asentarse.
Es mucho más conocida la primera vertiente, la que hizo de la amenaza vikinga una de las más temibles en la Europa altomedieval: los vikingos saquearon las costas de Inglaterra (786-796), Irlanda (797), Galia (799) e Hispania (802-813), llegando incluso hasta el Mediterráneo. Por lo que respecta a la expansión continental, los vikingos ocuparon Schleswig hacia el 810, entrando en dura pugna contra los francos que acabaron por utilizar Sajonia como una frontera entre ellos y los temidos vikingos. La ferocidad vikinga, los suplicios a que sometían a sus víctimas y toda una amalgama de leyendas creadas a su alrededor imprimeron en la conciencia colectiva europa una imagen terrorífica de los vikingos. Las incursiones continuaron asolando Europa hasta el siglo X; Alfredo el Grande, rey de Inglaterra, les detuvo en las islas británicas, así como Carlos el Calvo lo hizo en Galia. En el caso de las expediciones orientales, los vikingos acabaron por mezclarse con varegos y eslavos para formar los principados rusos.
A finales del siglo X y principios del XI, una nueva oleada de incursiones de piratas vikingos arrasó Europa: Southamton (980), Londres (994), Santiago de Compostela (968), Sevilla (971) y Asturias (1013). Pero para esta época, los reinos altomedievales ya estaban plenamente establecidos en Europa y no había ningún asentamiento violento. La época de las invasiones se puede dar prudentemente por finalizada hacia el siglo XI. La última excepción tuvo lugar en plena Edad Moderna, en el siglo XVII, cuando un nuevo pueblo mongol, los calmucos, invadió los límites del imperio otomano, estableciendo su zona de control en la estepa oeste del curso bajo del Volga.
Consideraciones finales
La Historia de Europa durante un milenio y medio se aproxima con bastante fidelidad a las palabras de uno de los máximos estudiosos de esta época, L. Musset (Las oleadas germánicas, p. 17):
“En la región de las estepas aparecen pueblos, que vienen de alguna parte que no se conoce demasiado, situada hacia el Oriente. Insignificantes primero, enseguida forman una bola de nieve y penetran en dirección al oeste. Forman un Estado más o menos sólido, alcanzan cierta prosperidad, que crea envidiosos; éstos acuden del este para destruirlo todo, y el pueblo ayer potente se desvanece aún más aprisa que había aparecido”.
Las invasiones germánicas cambiaron por completo la faz del Viejo Continente en diversas etapas. La primera oleada hundió para siempre el poder alcanzado por el Imperio Romano de Occidente; en lugar de un fuerte poder central autoritario, surgieron unos pequeños núcleos que con el paso del tiempo conformarían los primeros reinos de la Alta Edad Media. La segunda oleada de invasiones decretó, por un lado, la recuperación del Imperio Romano de Oriente como una fuerza política de importancia en Europa, a la vez que encumbró a uno de los primitivos invasores, los francos, como representantes de ese centralismo anterior. El Imperio Carolingio acabó admitiendo en su seno a la gran mayoría de pueblos y territorios formados por la eclosión de la segunda oleada de migraciones en la Europa continental. Por lo que respecta a la tercera, fue defenestrada por el embrión de lo que más tarde sería el Imperio Germánico, heredero a su vez del Imperio Carolingio. Pero, después de casi un milenio de movimientos migratorios, prácticamente en el noventa por ciento de los casos la población germánica se había mezclado con la de origen romano, dando lugar a unas entidades territoriales que, grosso modo, son bastante similares a las existentes en la Europa de principios del siglo XXI, en cuanto a su extensión territorial y características étnicas de la población.
En cuanto al aspecto socioeconómico, la descentralización del poder caminó pareja a la extensión de vínculos de fidelidad personal entre un estamento que ostentaba la preeminencia política y militar (potentiores en las fuentes romanas bajoimperiales, es decir, los bellatores de la sociedad feudal clásica) y las capas de población menos favorecidas (humiliores, esto es, los laboratores). Como también los invasores germánicos contaban con una institución, llamada por los latinos comitatus, basada en la fidelidad de unos guerreros a su jefe, ambas cuestiones mezcladas dieron lugar al feudalismo como sistema de articulación social preponderante en la Edad Media, la época historiográfica subsiguiente. Se trata, por supuesto, de la otra gran novedad introducida en Europa después de las migraciones germánicas.
A pesar de todos estos cambios, todas los reinos, imperios o principados formados después de la caída del Imperio Romano se consideraron a sí mismos como continuadores de él. Teniendo en cuenta siempre la llegada de elementos nuevos (germánicos), la cultura, el arte y la religión siguieron siendo eminentemente latinos, como puede apreciarse en la labor legislativa de los pueblos bárbaros. Muchos de estos aportes conforman la base de los sistemas legislativos actuales de Occidente.
Por último, tampoco debemos olvidar el papel desempeñado por el cristianismo en la época de las invasiones. Para ciertas corrientes de la historiografía en los siglos XVIII y XIX, en especial las de ideología liberal-burguesa y ferozmente anticlericales, la sustitución del panteón politeísta romano clásico por el culto monoteísta del cristianismo fue uno de los factores destacados de la crisis del Bajo Imperio. A lo largo del siglo XX, la coincidencia temporal de estos procesos (extensión del cristianismo, crisis imperial e invasiones bárbaras), ha tenido una explicación contraria, destacando que, desaparecido el Imperio como institución universalmente aceptada, precisamente fue el cristianismo, al que muy pronto se convirtieron todos los pueblos invasores (sea en la ortodoxia católica o en distintas herejías), el único factor de cohesión de la Antigüedad Tardía y la Edad Media. En un primer momento, cabe destacar que la cristianización de los pueblos bárbaros fue primordial para la fusión de elementos latinos y germanos. Posteriormente, también el cristianismo, como factor de cohesión entre la herencia latina y la novedad germánica, sería el germen de la gran importancia que el Papado tendría en la Edad Media, como heredero de la tradición imperial romana, en dura pugna con el Sacro Imperio Romano Germánico. Naturalmente, tampoco hay que olvidar que la cristianización fue paralela a la alfabetización de los europeos, y que en gran parte fueron religiosos quienes mantuvieron viva la llama de la cultura latina para que pasase a la posteridad.
En definitiva, la Edad Media, tal como la conocemos hoy día, tiene su embrión global en los siglos III-V, con las distintas evoluciones de los siglos inmediatamente posteriores. Y, evidentemente, son las invasiones o migraciones bárbaras el elemento más destacado de ese complejo binomio ruptura-continuidad entre la Edad Antigua y la Edad Media en la historia del Viejo Continente. Más que una época, las invasiones germánicas comprenden un concepto historiográfico que ha sido estudiado desde la propia Edad Media, y es de esperar que así siga siendo por una razón principal: todavía quedan muchas incógnitas que resolver en una época fascinante por aunar tradición y modernidad a cantidades iguales, época o concepto que fundamenta gran parte de las estructuras actuales de Europa.

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