domingo, 12 de abril de 2015

Edad Media


alta edad media :
civilización islámica :
En palabras de Sourdel "la civilización islámica se ha elaborado a partir de datos religiosos y jurídicos explicitados progresivamente en un cuadro material variable... sometida, como cualquier otra, a progresos y decadencias". La singularidad religiosa define sus principales aspectos pero muchos de éstos no son nuevos sino fruto de múltiples herencias porque el Islam, escribe F. Braudel, creció "sobre el humus de la civilización abigarrada y dinámica que le ha precedido en el Medio Oriente... quizá la más antigua encrucijada de hombres y de pueblos que haya existido en el mundo". De todos modos, parece evidente que la dimensión religiosa organizaba aquella herencia en un ámbito histórico nuevo, complejo y múltiple, sin duda, pero común. Por eso, el conocimiento de la doctrina del Islam, de sus modificaciones, comentarios e influencias, y de los momentos e intensidades de conversión al Islam en cada territorio, hecho que parece haber culminado en el siglo X, son aspectos indispensables para comprender mejor los acontecimientos políticos, y previos para el estudio de las demás cuestiones que se refieren a la civilización y las sociedades musulmanas de aquellos tiempos.

Pórticos de la ciudad de Andjar (Líbano) Mezquita de Samarra (Iraq). Alminar Mezquita de Samarra. Vista de la fachada Cerámica musulmana



LA CIVILIZACIÓN ISLÁMICA
De las grandes religiones de la humanidad, el Islam fue la última en aparecer. Iniciada por un solo hombre, Mahoma, un poco más de un siglo, fue adoptada por la totalidad de la población árabe y por gran parte de los habitantes del inmenso imperio que conquistaron y que perduró más o menos unido hasta el siglo X. Desde ese momento, el Islam se transformó en la bandera de una serie de pueblos que, durante siglos, se han disputado la hegemonía en una amplia zona que ocupa el Próximo Oriente y el oeste de Asia con ramificaciones por el sudeste europeo y África.
Cuando en el siglo VII Mahoma comenzó a predicar su nueva religión, lo que estaba haciendo era poner las bases para el nacimiento de una civilización que en muchos aspectos aún hoy se mantiene.
El Islam fue el aglutinante religioso de unos grupos que estaban en el momento adecuado para formar un poder político unificado y fuerte que se extendió, de manera fulgurante, en poco más de cien años hasta formar un imperio de dimensiones gigantescas (desde la India hasta la península ibérica). La propia rapidez de la conquista, la complejidad de los pueblos conquistados, la falta de un poder político estable y el resurgimiento político y económico del Occidente europeo, hicieron que el Imperio musulmán comenzara a fragmentarse poco después de que alcanzara su máximo apogeo, pero eso no supuso el fin de la civilización islámica, que continuó su historia, aunque en muchos aspectos sin evolución de ningún tipo.
El marco geográfico y temporal en el que nació el Islam
La religión islámica nació en Arabia y su creador y primer difusor fue Mahoma, que se consideró a sí mismo un profeta.
A principios del siglo VII la península arábiga, casi toda ella desértica, estaba ocupada principalmente por tribus nómadas de beduinos que se dedicaban al comercio caravanero de camellos, al pastoreo de ovejas o a practicar cierta agricultura semisedentaria; había también algunas ciudades importantes que, situadas en las rutas caravaneras, eran centros comerciales. Esas ciudades se encontraban en el suroeste de la península y su florecimiento se debía a las relaciones mercantiles con África (Sudán, Nubia, etcétera) y Asia.
Arabia había tenido ya importantes centros comerciales en la zona del norte como el reino de Palmira y la ciudad de Petra, pero la expansión romana primero y la bizantina después habían terminado con estos enclaves, al arrebatarles sus monopolios comerciales. Por ello y por el creciente interés hacia los productos procedentes de África, el mundo árabe había desplazado sus rutas caravaneras hacia el sur.
Así surgió La Meca como ciudad comercial y como centro religioso del mundo árabe, cuya confusa y politeísta religión tenia, en la “Piedra Negra” del santuario de la Kaaba, un reciente lugar de peregrinaje.
Las tribus beduinas vivían en una constante rivalidad que se plasmaba en continuas luchas y enfrentamientos ; entre beduinos y habitantes de las ciudades la situación no era mejor y si se mantenían ciertas relaciones eran estrictamente comerciales, en las que unos y otros estaban interesados.
El mundo árabe de esta época era, pues, un conjunto fragmentado compuesto de tribus nómadas, de ciudades aisladas y de una minoría de agricultores sedentarios instalados en los oasis. Las principales ocupaciones de nómadas y ciudadanos eran el transporte y el comercio, sin que el bandolerismo fuera ajeno a toda esa actividad.
En este ambiente, Mahoma comenzó a predicar una nueva religión monoteísta, bajo la cual debían unirse las diferentes tribus y familias del pueblo árabe. Mahoma predicaba una religión sencilla, en la que la promesa de salvación y un futuro paraíso arraigó pronto entre los grupos más humildes de La Meca. Los grupos dominantes de la ciudad sintieron que la nueva religión podía poner en peligro sus intereses y no apoyaron a Mahoma, que hubo de huir en el 622 a la ciudad de Medina. Allí, por razones de rivalidad con La Meca y porque Mahoma debió de suavizar el programa dogmático, el profeta consiguió rápidamente adeptos que le hicieron jefe religioso y político. Ocho años más tarde, en el 630, Mahoma entro militarmente en La Meca, donde, tras destruir todos los ídolos (respetó la “Piedra Negra” como símbolo de la piedad islámica), logró imponer la nueva religión.
El mundo árabe, hasta entonces desunido, encontró el monoteísmo islámico (Islam significa sumisión a Dios) un elemento capaz de vincular a todos los diferentes grupos, sin que ello significara el sometimiento de ninguno de ellos al poder de otro.
La religión de Mahoma ofreció algo nuevo que estaba por encima de ciudades y tribus que podía darle al mundo árabe unidad y fuerza. Tan sólo era necesario un objetivo y, consciente o no de ello, Mahoma también lo dio: la guerra santa. La difusión del Islam por medio de la guerras y la conquista supuso canalizar la violencia latente entre los árabes, dar una oportunidad a los desheredados, satisfacer los deseos de riqueza de la mayor parte de la población y sentar las bases para recuperar el predominio del tráfico comercial en el norte del país.
Con todo ello, los musulmanes (creyentes) no tardaron en crear un gran imperio.
El marco geográfico y temporal del Imperio musulmán
Partiendo de Medina y La Meca y aún en vida de Mahoma, el poder musulmán se extendió por el centro de Arabia y la costa del mar Rojo.
Tras la muerte del profeta, en el año 632, se abrió lo que puede considerarse un segundo periodo de la historia del Islam. Se denomina ese periodo “Califato perfecto” porque de la dirección de los musulmanes se encargaron familiares o amigos íntimos de Mahoma, que adoptaron el titulo de califa (sucesor del Profeta). Estos primeros califas fueron cuatro (Abu-Bakr, Omar, Otmán y Alí) y gobernaron hasta el año 661, teniendo como capital Medina.
En ese tiempo, el poder musulmán se extendió a toda la península de Arabia, a Siria y a parte del Imperio bizantino (por el norte), a Egipto y parte de Tripolitania (por el oeste) y a Irak y Persia (por el este).
El último de los “califas perfectos”, Alí, ya no realizó conquistas, lo que supuso que aparecieran los primeros conflictos internos, que hasta entonces habían permanecido ocultos, debido a que había de enfrentarse a un enemigo exterior del que además podía obtenerse un botín.
Alí fue asesinado y sustituido en el poder por una familia precedente de Siria, los Omeyas.
La dinastía de califas Omeyas conformó el tercer periodo del imperio musulmán, que se extendió durante casi cien años, hasta el 750. La nueva dinastía trasladó la capital a Damasco y reanudó la expansión musulmana. En su tiempo se conquistó por el oeste, tras un duro enfrentamiento con los beréberes, el norte de África y, con mucha más facilidad, casi toda la península ibérica. Hacia el este, en unas difíciles y conflictivas campañas, se llegó hasta el Indo y la ciudad de Samarcanda. Los Omeyas también intentaron la ocupación de Bizancio, pero en ese frente fracasaron.
En otro sentido, la llegada al poder de los Omeyas significó una división religiosa entre los musulmanes, ya que algunos no aceptaron la sucesión de los Omeyas como califas ni la validez de la Sunna como texto de contenidos religiosos; eran los chiítas cuyo enfrentamiento con los sunnitas (partidarios de la Sunna) terminaría con el aniquilamiento de la familia Omeya. En efecto, el sentimiento purista de los chiítas que sólo aceptaban las enseñanzas del Corán, fue aprovechado en Persia, donde había un fuerte sentimiento nacionalista en contra de los califas Omeyas. De ese modo y tras el asesinato casi completo de la familia Omeya se hizo con el poder una nueva dinastía, la de los Abbasidas.
El califato abbasida supone el cuarto periodo del Imperio musulmán, pero, aunque se mantuvo hasta el 1258 y tuvo un periodo de notable esplendor, que duró hasta el siglo IX, los Abbasidas ya no fueron el único poder del mundo islamizado, pues de ellos se fueron independizando diferentes zonas. Después de trasladar la capital a Bagdad, el Califato abbasida pronto puso en evidencia la evidencia la influencia persa al adoptar las formas de gobierno y el ceremonial propia de las cortes persas.
Mientras tanto, los turcos selyúcidas, convertidos al Islam habían hecho su aparición y ganando poder hasta ser los protectores del Califato abbasida y los defensores de la tendencia sunnita, que llegaron a imponer.
El Califato abbasida terminó sus días como una simple monarquía, cuyo califa se siguió considerando, más en teoría que en la práctica, jefe religioso del Islam. Finalmente, en 1258, el último representante de esta dinastía fue asesinado por un nieto de Gengis Kan que capitaneaba los ejércitos mongoles que tomaron Bagdad. Se puso así fin al predominio árabe sobre el mundo islámico.
Al-Ándalus: un islote musulmán en Europa
La ocupación musulmana de la península ibérica se revistió de unas características muy particulares que hicieron de ese territorio, en el que se asentó la civilización islámica, un caso aparte con unos condicionantes y un desarrollo diferentes.
En primer lugar, la entrada de los musulmanes en la península se hizo a instancias de una petición de ayuda de un rival del rey visigodo Don Rodrigo. Tal vez los musulmanes hubieran llegado igualmente a tomar la decisión de cruzar el estrecho para continuar su expansión, pero quizá para entonces ya no se hubieran encontrado con un poder real debilitado y la conquista habría ido por otros caminos. Lo cierto es que, en el 711, el pequeño ejército de Tarik encontró poca resistencia y ello decidió a Muza a realizar la ocupación. Ahora bien, en la península, los musulmanes entraron en contacto con una compleja población, formada por hispano-romanos, por visigodos y por judíos en la que aún pervivía la huella de la cultura romana (Hispania fue la provincia más romanizada) y en la que, al arraigado cristianismo se habían sumado las rígidas comunidades judías.
Si a eso se le añade un diferente clima, en el que el desierto ya no es una constante como en todo el norte de África y un sistema de poblamiento rural y agrícola de cierta densidad (unos cuatro millones de habitantes), será fácil comprender que los musulmanes se encontraron con un panorama bastante diferente a todo lo que habían visto desde su salida de los desiertos arábigos. La entrada en la península fue, pues, entrar en contacto con el mundo occidental, pero a pesar de las grandes diferencias o quizá precisamente por ellas, ese contacto se caracterizó por la tolerancia que, durante años, hubo entre conquistadores y conquistados. Al conjunto de peculiaridades que encontraron en la península, se deben añadir las que trajeron consigo los propios musulmanes, como la variedad étnica de sus tropas de ocupación, compuestas por beréberes, árabes y sirios que, con el tiempo, condicionarían con sus diferentes comportamientos más de un aspecto (los beréberes, por ejemplo, prefirieron el asentamiento rural y la practica de la ganadería lanar).
Cincuenta años después de su ocupación, en el 756, y tras la llegada del Omeya, Abd-al-Rahmán, el mundo islámico de Al-Ándalus fue el primer territorio que se separó del Califato abbasida de Bagdad. Se reforzaba así la compleja personalidad del islamismo hispano, que, a partir de este momento, tuvo un desarrollo plenamente independiente y preocupado tan sólo de su propia dinámica interna.
Al-Ándalus fue, sin duda, el territorio islamizado más alejado del núcleo originario del Islam y por ello, cuando los califas abbasidas cedieron ante el poder de los turcos selyúcidas o cuando los mongoles invadieron Bagdad., ya hacía siglos que la España musulmana tenía su propia e independiente historia.
ECONOMÍA Y SOCIEDAD
La vida económica del mundo musulmán se asentó fundamentalmente sobre tres actividades que se condicionaron entre sí: la agropecuaria, la artesanía industrial y el comercio. Las producciones agrícolas fueron de un volumen tal que permitieron alimentar a la población no productora (artesanos y comerciantes) y dedicar parte de los excedentes al comercio. Mientras tanto, el desarrollo del artesanado industrial permitió una mayor actividad comercial y la implantación de una economía de mercado que también incidía sobre la agricultura. Y, por lo que respecta a la ganadería, basta señalar que la cría de camellos fue determinante para el comercio, tanto como medio de transporte, como propio objeto de comercio (mercado de camellos).
Agricultura y ganadería
Al comienzo de la historia del Islam, la población árabe, extendida por los desiertos de Arabia, practicaba una agricultura de oasis muy limitada y una gran parte de la población subsistía a base de una dieta de leche de camello y dátiles. Productos como el pan o el queso eran entonces auténticos artículos de lujo. Ahora bien, una vez que el mundo musulmán comenzó su expansión y fueron ocupadas tierras con más posibilidades agrícolas, las cosas fueron cambiando. De todos modos, el área de ocupación musulmana estaba formada, en su mayor parte, por tierras en las que el agua era escasa y por ello fue preciso recurrir al regadío. La agricultura de regadío no fue un invento de los árabes, pero sí fue una técnica que ellos difundieron notablemente.
De ese modo se puede distinguir entre una agricultura de regadío altamente productiva, que se desarrollo allí donde ya había existido (Egipto y Mesopotamia) o en donde las condiciones naturales lo permitían (Al-Ándalus) y una agricultura de secano, con frecuencia vinculada a la ganadería.
El uso del regadío difundió no sólo técnicas (canales subterráneos, pozos, norias, etcétera) sino también cultivos como la caña de azucar, el arroz, los cítricos, el algodón o la morera (como alimento de los gusanos de seda).
Ahora bien, la producción agrícola más importante siguió siendo la cerealística que, junto a los frutales y a las hortalizas, propios de cada país, constituyeron la base alimenticia.
El artesanado industrial
El desarrollo de las ciudades, con sus mercados permanentes (zocos), y del activo comercio a larga distancia, hizo que apareciera un variado artesanado, de corte industrial en muchos de los casos. Probablemente ninguna civilización anterior a la islámica generó tal variedad de oficios y de productos artesanales. Con frecuencia se produjo una cierta especialización, lo que hizo que determinadas ciudades o regiones hicieran famosos algunos de sus productos, como las espadas o la orfebrería (damasquinado) de Damasco, las alfombras y tapices de Bagdad, los trabajos de cuero repujado (cordobanes) de Córdoba, el papel de Samarcanda o de Játiva, los jabones de Siria, etcétera. Esos productos de prestigio estuvieron sujetos a un comercio internacional más intenso, pero cualquier zoco musulmán tenía la presencia de artesanos textiles (tejedores, tintoreros, sastres), del cuero (curtidores, repujadores), de la madera (carpinteros, torneros), del metal (cuchilleros, orfebres), drogueros, alfareros, libreros, cordeleros, etcétera.
Este notable desarrollo del artesanado es probable que se diera, al menos en parte, por la falta de tierras de cultivo. El mundo musulmán ocupó siempre tierras semidesérticas de difícil cultivo, por ello su vocación comercial fue temprana y es fácil entender que el artesanado industrial estaba directamente vinculado al comercio.
Por lo que a las técnicas artesanales se refiere, debe señalarse que los árabes, en su expansión, conocieron técnicas que pronto adaptaron a sus intereses y maneras de hacer; buenos ejemplos de ellos fueron el papel y la seda. De todos modos y, haciendo excepción del artesanado textil, no puede considerarse que los musulmanes introdujeran grandes novedades en las técnicas artesanales.
La actividad comercial
Siglos antes de que surgiera el Islam, la principal ocupación de los habitantes de Arabia era el comercio, fundamentado entonces en el transporte caravanero realizado a lomos de camellos. El proceso expansivo del mundo musulmán abrió las posibilidades del comercio de manera notable, ya que éste se hizo precisamente siguiendo la dirección de las principales rutas comerciales.
Así, ya en tiempos de Califas Perfectos, el Islam se había situado en Siria y Armenia teniendo en sus manos el control de las rutas que ponían en contacto Europa y Asia. Los Omeyas extendieron ese control al llegar por el este a las riberas del Indo y por el oeste hasta España. La ocupación de tales territorios, pronto supuso también el dominio de unos mares importantísimos para el trasiego de mercancías: el Mediterráneo, el mar Rojo y el mar Arábigo (golfo Pérsico incluido). De este modo, durante casi cuatro siglos, los musulmanes ejercieron un predominio indiscutible sobre lo que bien podría calificarse como el comercio mundial de la época.
Los árabes tenían buena experiencia en el transporte terrestre y llevaron sus caravanas de camellos por el centro de Asia, hasta China, atravesando los desiertos del Turkestán y del Gobi y por el sur hasta la India. De estos lugares llevaban hasta Occidente todo tipo de productos exóticos y de lujo (sedas, especias, papel, etcétera.). Internándose en el continente africano obtenían esos productos, como oro (del Sudán), maderas o marfiles.
Con frecuencia utilizaron Constantinopla como puerta de entrada al mercado europeo y, aunque intentaron repetidamente conquistar la ciudad, nunca lo lograron.
Cuando dominaron las técnicas de navegación prolongaron las rutas terrestres por vía marítima, sobre todo en el Mediterráneo, para introducir sus productos directamente sin pasar por Constantinopla.
Hábiles mercaderes, los musulmanes contaron desde la época Omeya con un sistema monetario propio, capaz de imponerse en los mercados internacionales. Sus monedas tuvieron distintos valores pero destacó sobre todo el dinar de oro. Junto a esa poderosa moneda, desarrollaron otros sistemas comerciales, como la letra de cambio, capaz de actuar como auténticos cheques y cuya principal ventaja residía en el menor riesgo que corría el comerciante al no tener que transportar consigo dinero en efectivo. Éstas y otras técnicas de tipo bancario tuvieron, no obstante, una repercusión limitada, ya que su uso no llegó a generalizarse.
La sociedad musulmana
Desde el punto de vista social, la civilización musulmana se caracterizó por haber generado grupos sociales entre los que existían grandes diferencias de situación
económica . No hubo diferentes grupos en base a privilegios de casta, pero sí enormes diferencias de riqueza. Así, junto a fastuosos modos de vida se daban profundas miserias para los menos favorecidos por la suerte.
La civilización islámica fue eminentemente urbana en todos sus territorios salvo Egipto, donde el Nilo seguía forzando a la población a un asentamiento de continuo arrabal a lo largo de sus orillas.
Los árabes construyeron, pues, docenas de ciudades a lo largo de sus rutas comerciales y en ellas vivía lo que podría considerarse una aristocracia urbana que, dedicada primordialmente al comercio, tenía un enorme peso en la vida política de las ciudades. Por debajo de esta aristocracia comercial y del dinero, existió una clase media constituida por artesanos, pequeños comerciantes o modestos propietarios de tierras, que vivían en la ciudad. No obstante, esta clase media estaba ya muy lejos de los grandes hombres de negocios. Por último, en el marco urbano, estaban los esclavos, que actuaban como servidumbre doméstica de los demás grupos.
Por lo que respecta al mundo rural, pude afirmarse que las condiciones de vida fueron, por lo general, peores que las del mundo urbano, tanto si se trataba de grandes latifundios como de pequeñas propiedades. El trabajador de los latifundios, que con frecuencia pertenecían a los ricos mercaderes de las ciudades, estuvo sometido a una condición semiservil de corte feudal. En el caso de los campesinos propietarios de pequeñas explotaciones, los impuestos fueron causa frecuente que no les permitía salir de una condición miserable.
Por encima de todas estas consideraciones de carácter general, debe tenerse presente que el mundo musulmán, en su rápido proceso expansivo, dominó territorios muy diversos en los que se encontró muy diferentes estructuras sociales o regímenes de propiedad que condicionaban éstas. Por lo general, los musulmanes invasores, cuyo número fue siempre notablemente inferior al de las poblaciones indígenas, respetaron el estado de cosas que encontraron a su paso. Así, con respecto a la propiedad agrícola, realizaron pocas modificaciones, limitándose a establecer un sistema de impuestos más gravoso para las poblaciones indígenas que no se acogían a la fe islámica. Inicialmente la conquista supuso también un aumento de la mano de obra esclava, pero la posibilidad de alcanzar la libertad tras la aceptación del islamismo, generalmente dio lugar a conversiones masivas. Con el paso del tiempo, la mano de obra esclava fue fundamentalmente importada de países lejanos a los del dominio musulmán. Fueron particularmente famosos los esclavos negros del Sudán.
La sociedad y la economía en la España musulmana
Inicialmente la llegada de los musulmanes a la península alteró poco la estructuración social del país. Los ricos propietarios y la nobleza de origen visigodo, en el deseo de conservar sus latifundios, no se opusieron al nuevo poder que, deseoso de riquezas y siendo numéricamente muy limitado, prefirió respetar las propiedades y exigir el pago de impuestos en moneda y en especie. En esa primera época, el buen trato e incluso el respeto a tradiciones, derechos y creencias, se aplicó a todos aquellos que aceptaban el gobierno musulmán y su sistema de impuestos. Ahora bien, a partir del asentamiento de los invasores, las cosas comenzaron a cambiar por dos causas fundamentales. Por un lado, los nuevos habitantes desarrollaron poderosamente el modo de vida urbano, creando ciudades e impulsando las ya existentes; y, por otro, pronto surgieron diferentes grupos sociales en función del grupo étnico al que pertenecían y de las creencias que practicaban.
Las ciudades estuvieron ocupadas, en un principio, por una población mayoritariamente musulmana (excepción hecha de los beréberes) mientras que los cristianos parecieron preferir el marco rural. Ahora bien, hacia el siglo IX, en ellas se reunía todo tipo de gentes independientemente de sus creencias o de su origen, pues hasta los beréberes, que durante algún tiempo practicaron una ganadería trashumante, terminaron aceptando la vida urbana. Este florecimiento de la vida ciudadana, auténtica excepción dentro del occidente europeo, supuso notables modificaciones en la economía y la sociedad de Al-Ándalus. Así, en el siglo IX, dentro del marco urbano comenzó a aparecer una clase media formada por pequeños comerciantes, artesanos, médicos, artistas, letrados, etcétera, que, aunque nunca llegaron a ejercer una influencia directa en la vida política, sí dieron una personalidad propia a la estructura social del mundo hispano musulmán.
El ejercicio del poder, al menos durante el periodo califal, estuvo en manos de la aristocracia árabe y ello generó más de un conflicto con los otros grupos étnicos que compartían la fe islámica.
Entre ellos siempre destacó el de los muladíes por ser el más numeroso. Éstos eran musulmanes de origen hispánico que, en muchos casos, habían optado por convertirse al islamismo para evitar el pago de los impuestos de contribución territorial a que estaban sometidos los cristianos, aunque también es cierto que la simplicidad del credo musulmán y su monoteísmo riguroso debieron resultar más fácilmente aceptables que la compleja idea de la trinidad, mantenida por los cristianos, que ya había sido puesta en cuestión por los visigodo-arrianos.
Otro grupo numeroso fue el de los mozárabes, es decir, cristianos que vivían en los territorios dominados por los musulmanes. Los mozárabes fueron una buena muestra de la tolerancia musulmana, y su total aceptación de las formas de vida y la estética de los invasores evidencian hasta qué punto los musulmanes fueron admirados y respetados por la comunidad cristiana.
Un tercer grupo merece ser destacado, el de los judíos. Éstos, aunque siempre vivieron totalmente al margen, aislados en sus propios barrios y ajenos a la vida política, llegarían a tener gran importancia cultural y económica.
A partir de este variado conjunto étnico y religioso y con la novedad de una intensa vida urbana, se organizó una estructura social en la que pueden destacarse cinco grupos: una aristocracia de poder y de riqueza, de origen árabe o norteafricano, unos antiguos latifundistas que mantenían cierto poder económico, una clase media urbana, una nutrida clase baja rural y urbana y cierto número de esclavos que actuaban como siervos de la población musulmana y que, con frecuencia, y tras aceptar el islamismo, pasaban a ser libres.
Por lo que se respecta a la economía, debe hacerse una profunda distinción entre la época en la que las ciudades aún no se habían desarrollado y la que supone el esplendor de la vida urbana. Así, durante el siglo VIII, predominó la economía agropecuaria, autosuficiente, de corte latifundista.
Ese sistema fue compartido por los primeros propietarios invasores, pero a medida que las ciudades fueron creciendo, las producciones agropecuarias pronto fueron tomando una orientación comercial que permitía el abastecimiento urbano. Esa nueva orientación exigió que se aumentaran los niveles de rendimiento y para ello los árabes ampliaron y mejoraron el regadío con técnicas procedentes de Oriente. Así, entre los siglos X y XI, junto a esas mejoras de los sistemas de riego, aparecieron también nuevos cultivos como el arroz, la caña de azúcar, el algodón y numerosos frutales, o se extendieron otros, como el vid y el olivo.
Esas mejoras agrícolas fueron las que hicieron posible que ciudades como Córdoba, que llegó a superar los cien mil habitantes, tuvieran garantizado su abastecimiento y que un intenso comercio marítimo distribuyera por el Mediterráneo productos agrarios como el aceite o los vinos.
Si las ciudades marcaron la orientación de la agricultura, mucho mayor fue su influencia sobre el comercio o la artesanía. La interrelación entre la producción artesanal y la actividad comercial fue constante y ambas se vieron favorecidas por el nivel de consumo, que fue de los más altos, si no el más alto, de Europa.
En la variada producción artesanal destacaron los trabajos textiles, los de cueros repujados (cordobanes), la orfebrería (demasquinados), la cerámica de azulejos y los muebles y objetos de madera con incrustaciones de marfil y nácar (taraceados).
El comercio apoyado en una economía monetaria (dinar de oro y dirhem de plata) fue intenso, tanto en el mercado interior como en el exterior. El trasiego de mercancías interiores continuó haciéndose, principalmente, siguiendo la antigua red viaria romana; mientras que el comercio exterior hubo de recurrir, casi de manera obligada al transporte por mar.
El mundo musulmán hispánico exportó tanto objetos manufacturados (telas de seda, cueros y pieles y, en general, productos de lujo) como materias primas (aceite, estaño o maderas para barcos). Las importaciones fueron primordialmente de materias primas (oro, especias, esclavos, etcétera). Este comercio internacional tuvo su época de máxima actividad durante el periodo del Califato de Córdoba.
MENTALIDAD Y PENSAMIENTO
La expansión del Islam se produjo a partir del núcleo árabe, pero en el corto espacio de tiempo de un siglo, el mundo musulmán se extendió por un vasto territorio en el que habitaban muy distintos pueblos y al que llegaban diferentes influencias de otras civilizaciones. No puede por ello identificarse mundo musulmán con mundo árabe, ni tampoco entenderse que la cultura y mentalidad árabes fueron las que predominaron en todo el mundo musulmán.
En este sentido, la civilización islámica supo aceptar, no sólo todo aquello que de bueno encontró en los pueblos que aglutinó bajo una misma fe, sino también todos los contenidos culturales que del legado de la antigüedad llegaron hasta sus manos y fueron muchos.
Esta actitud sincrética fue la que permitió un constante enriquecimiento de la cultura islámica, hasta el punto de llegar a ser admirada por el occidente cristiano.
Por otro lado, el proceso expansivo iniciado en las ciudades de Medina y La Meca se orientó tanto hacia el este como hacia el oeste, por una amplia zona de carácter desértico, más propia para el asentamiento concentrado que para el disperso. Si a eso se añade que los contingentes invasores, por razones de seguridad, debidas a la inferioridad numérica, siempre tendieron a permanecer unidos y que algunos de los territorios ocupados ya tenían una fuerte tradición urbana (Mesopotamia, por ejemplo) será fácil entender que el mundo musulmán se sintiera particularmente atraído por el modo de vida urbano.
De todo lo dicho pueden desprenderse dos características de la civilización islámica: su sincretismo cultural y su carácter urbano.
Ahora bien, sin duda alguna fue la religión islámica la que más poderosamente conformó la mentalidad musulmana y la que determinó todo un modo de entender la vida, ya que la religión coránica trascendía al mundo de las creencias para convertirse en una auténtica reglamentadora del modelo de vida.
La religión islámica
Cuando Mahoma diseñó la doctrina del Islam, lo hizo desde una actitud de claro eclecticismo. Perteneciente a una familia de mercaderes de La Meca, Mahoma entró en contacto con grupos judíos y cristianos y conoció así más de una tradición religiosa, cuyos fundamentos también enlazaban con la religión de los árabes, ya que la “Piedra Negra” de la Kaaba se asociaba al patriarca Abraham. De ese modo, Mahoma conoció y adoptó el monoteísmo judaico.
Según la tradición, el arcángel Gabriel se le apareció para comunicarle, como profeta elegido por Dios, la religión que debía predicar. Mahoma se anunció como el último profeta de una lista en la que se encontraba con Moisés, Abraham y el propio Jesús y su misión era la de transmitir el mensaje de Alá, el único Dios al que todos debían someterse (Islam significa Sumisión).
Introducir una nueva fe entre un pueblo compuesto en su mayoría por una población inculta debía ser una tarea difícil y Mahoma, que así debió entenderlo, optó por un dogma sencillo, con un mensaje de esperanza y con una práctica fácil de asumir. Tampoco debía negar del todo algunas de las tradiciones religiosas de los árabes si deseaba tener éxito. Así, partiendo del monoteísmo absoluto de Alá, creador y juez de los hombres, anunció un mensaje de salvación en el que se prometía un paraíso de goces terrenales, estableció unas pocas y claras obligaciones y dio a todo su credo una serie de principios éticos a partir de los cuales podía regularse la vida social.
La totalidad de los dogmas y de lo preceptos que debían observar los musulmanes quedó recogida en el Corán. Este libro, realizado por los discípulos de Mahoma tras su muerte, fue la base principal del saber religioso islámico y el punto de partida y la referencia obligada de todo derecho musulmán. Según el Corán, las principales obligaciones religiosas y sociales de los creyentes son:
La oración cinco veces al día (se hace mirando a La Meca y después de haber realizado la ablución o lavado purificador con agua).
El ayuno durante el mes de Ramadán (prohibición de comer y beber durante el día).
La peregrinación a La Meca al menos una vez en la vida (siempre que la salud y la fortuna los permitieran).
La limosna o impuesto religioso (dedicado a fines de beneficencia).
A estas obligaciones, pronto se sumó la de la Guerra Santa como medio de expandir el Islam y cuyo mayor atractivo fue la promesa del paraíso.
Otros preceptos de carácter secundario fueron la prohibición del consumo de bebidas alcohólicas, de carne de cerdo y de animales cuya sangre no se hubiera vertido (es decir, muertos por enfermedad).
Por lo demás, el Corán contempla otras muchas cuestiones referentes a la institución familiar y comentarios precisos sobre el derecho civil, penal y comercial, entre los que cabe destacarse la condena de la práctica de la usura.
El Islam fue pues una religión enormemente sencilla y carente de culto, por lo que no precisó de sacerdotes que la interpretaran, ni que se encargaran de práctica litúrgica alguna. Así, la única actividad religiosa que se realizaba en comunidad era la oración en la mezquita cada viernes; pero el muecín, que con sus cánticos desde el alminar convocaba a los fieles y el imán, que dirigía la oración, eran simplemente funcionarios civiles, sin carácter religioso alguno que los diferenciara de los demás creyentes.
A pesar de que en la religión islámica, por la sencillez de su dogma, no parecía posible que apareciera un cisma, éste se produjo tras la aparición de un segundo libro, la Sunna (la tradición), que recogía todo tipo de comentarios referentes a Mahoma (sus dichos, costumbres, actitudes, etcétera) y que también tuvo gran peso en la concepción del derecho musulmán.
A la llegada de la dinastía Omeya, los grupos puristas que sólo aceptaban como califas a los descendientes de Alí (el último Califa Perfecto) también renegaron de la Sunna, por entender que tan sólo el Corán era el libro sagrado. Surgieron así dos grupos religiosos y políticos, los sunnitas, partidarios de la Sunna y de los Omeyas, y los chiítas, defensores tan sólo del Corán y de los Abbasidas.
En resumen, puede decirse que la sencillez del islamismo, alejado de dogmas mistéricos, su carencia de culto y de clero y la profesión de fe como principal obligación del creyente, fue lo que hizo posible que cada musulmán se sintiera portador de una idea religiosa que era a la vez creencia y modo de entender la vida.

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