viernes, 3 de abril de 2015

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historia de alemania :

La Primera Guerra Mundial



Solo en octubre de 1918, cuando la derrota militar de Alemania en la Primera Guerra Mundial era ya inapelable, se procedió a introducir en la Constitución una modificación esencial, que sometía al Canciller del Reich a la confianza del Reichstag. La parlamentarización tenía por objeto inclinar a las democracias victoriosas hacia una paz benigna y prevenir una revolución desde abajo. No se alcanzó ninguno de los dos objetivos, pero a los adversarios de la democracia a partir de entonces les resultó fácil tachar el sistema parlamentario de “occidental” y “antialemán”.

La revolución desde abajo estalló en noviembre de 1918, porque la reforma de octubre se quedó en papel mojado: la mayor parte del ejército no estaba dispuesta a someterse al poder político de un gobierno imperial responsable ante el Parlamento. La Revolución Alemana de 1918/19 no puede inscribirse entre las grandes o clásicas revoluciones de la historia universal: en torno a 1918 Alemania ya era demasiado “moderna” para una transformación política y social radical al modo de la Revolución Francesa de 1789 o la Revolución Rusa de octubre de 1917. En un país que desde hacía alrededor de diez lustros conocía el sufragio universal e igual de los varones la meta no podía ser el establecimiento de una dictadura “pedagógica” revolucionaria sino únicamente una consolidación democrática, lo cual concretamente significaba la implantación del sufragio femenino, la democratización del régimen electoral en los distintos Estados, distritos y municipios y la vigencia plena del principio del control parlamentario del gobierno.

La República de Weimar



La continuidad entre el Imperio Alemán y la República de Weimar, tal como resultó de la caída de la monarquía en noviembre de 1918 y las elecciones a la Asamblea Nacional constituyente de enero de 1919, efectivamente fue considerable. En cierto modo la institución del monarca incluso perduró adoptando una nueva fisonomía: El cargo de Presidente del Reich (Imperio) estaba dotado de facultades y prerrogativas tan amplias que ya por entonces los contemporáneos hablaban de un “cuasi emperador”.

Tampoco desde el punto de vista moral se produjo una ruptura con el Imperio. No se debatió seriamente la cuestión de la culpabilidad bélica, aunque (o porque) las actas y documentos alemanes hablaban por sí mismos: tras el asesinato del heredero del trono austro-húngaro en Sarajevo el 28 de junio de 1914, la cúpula del Reich provocó una escalada de la crisis internacional y fue la principal responsable del estallido de la Primera Guerra Mundial. La consecuencia de la ausencia de un debate sobre la culpabilidad de la guerra fue el nacimiento de una leyenda sobre la inocencia alemana respecto a las causas de la guerra. Junto con la leyenda de la “puñalada por la espalda” (según la cual la derrota de Alemania se debió a la traición interna), ello contribuyó a socavar la legitimidad de la primera democracia alemana.

El Tratado de Paz de Versalles, que Alemania se vio obligada a firmar el 28 de junio de 1919, fue percibido como una clamorosa injusticia por la mayor parte de los alemanes. Este sentimiento se nutría de las cesiones territoriales, las cargas materiales en forma de reparaciones, la pérdida de las colonias y las restricciones militares, justificadas todas ellas con la culpabilidad del Imperio Alemán y sus aliados como causantes de la guerra. También se tenía por injusta la prohibición de que Austria se unificara con Alemania. Tras desaparecer, a raíz del hundimiento de la monarquía de los Habsburgo, el principal obstáculo para la materialización de la solución de la “gran Alemania”, los gobiernos revolucionarios de Berlín y Viena se habían pronunciado por la unión inmediata de ambas repúblicas germanófonas. La popularidad de esta demanda podían darla por descontada en ambos países.

Las prohibiciones de anexión contenidas en los Tratados de Paz de Versalles y Saint Germain no lograron evitar el repunte del pensamiento pangermánico, asociado a un renacimiento de la vieja idea del Reich: Precisamente porque había sido derrotada en el terreno militar y sufría las consecuencias de la derrota, Alemania era receptiva a las sugestiones que partían de un pasado nimbado de gloria. El Sacro Imperio Romano Germánico de la Edad Media no fue un Estado nacional sino un conglomerado supranacional con pretensión universal. A este legado se remitieron a partir de 1918 sobre todo las fuerzas de la derecha política, que atribuían a Alemania una nueva misión, a saber, la misión de erigirse en potencia ordenadora en Europa y abanderar la lucha contra la democracia occidental y el bolchevismo oriental.

Como democracia parlamentaria la República de Weimar solo existió durante once años. A finales de marzo de 1930 el último gobierno mayoritario, encabezado por el socialdemócrata Hermann Müller, se desmoronó por causa de una disputa en torno al saneamiento del seguro de desempleo. La “gran coalición” gobernante fue reemplazada por un gobierno burgués en minoría liderado por Heinrich Brüning, del Partido Alemán de Centro, que gobernó desde el verano de 1930 con ayuda de los decretos de emergencia del Presidente del Reich, el anciano mariscal de campo Paul von Hindenburg. En las elecciones al Reichstag del 14 de septiembre de 1930 los nacionalsocialistas (NSDAP) liderados por Adolf Hitler se convirtieron en el segundo partido más votado, a raíz de lo cual la socialdemocracia (SPD), que seguía siendo la primera fuerza política, optó por tolerar el gabinete Brüning, tratando así de evitar una mayor deriva derechista del Reich.

A partir de la implantación del sistema presidencialista de los decretos de emergencia el Reichstag tuvo menos peso en cuanto órgano legislativo que en la monarquía constitucional del Imperio. La desparlamentarización significó una neutralización generalizada del electorado y fue precisamente eso lo que proporcionó renovados impulsos a las fuerzas antiparlamentarias de derechas e izquierdas. Los más beneficiados fueron los nacionalsocialistas. Desde el momento en que los socialdemócratas apoyaron a Brüning, Hitler pudo presentar a su movimiento como la única alternativa popular a todas las manifestaciones del “marxismo”. A partir de ahí estuvo en disposición de apelar tanto al extendido resentimiento contra la democracia parlamentaria, la cual entre tanto efectivamente había fracasado, como al derecho de participación del pueblo, reconocido desde los tiempos de Bismarck en forma de sufragio universal e igual, cuya eficacia política anularon los tres gobiernos “presidencialistas” de principios de los años treinta (Brüning, Papen y Schleicher) que, al no contar con una mayoría propia en el Parlamento, dependían por entero de la confianza del Presidente del Reich. De este modo Hitler fue el principal beneficiario de la asincrónica democratización de Alemania, es decir, la temprana implantación del derecho de sufragio democrático y la tardía parlamentarización del sistema de gobierno.

La época del nacionalsocialismo



Hitler no accedió al poder gracias a una gran victoria electoral, pero no habría llegado a ser Canciller del Reich si en enero de 1933 no hubiera estado al frente del partido más fuerte. En las últimas elecciones al Reichstag de la República de Weimar, celebradas el 6 de noviembre de 1932, los nacionalsocialistas habían perdido dos millones de votos con respecto a los comicios del 31 de julio del mismo año, en tanto que los comunistas sumaron 600.000 votos más, alcanzando la cifra mágica de los cien mandatos en el Reichstag. El éxito de los comunistas (KPD) atizó el miedo a una guerra civil, y ese miedo pasó a ser el aliado más poderoso de Hitler, sobre todo entre las élites del poder conservadoras. A su intercesión ante Hindenburg debió Hitler que el Presidente del Reich le designara, el 30 de enero de 1933, Canciller del Reich al frente de un gabinete mayoritariamente conservador.

Para afianzarse en el poder durante los doce años del Tercer Reich no le bastó con dirigir el terror contra cuantos defendían otras ideas. Hitler se ganó el apoyo de gran parte de los trabajadores porque, gracias fundamentalmente a la coyuntura armamentista, logró reducir el desempleo masivo en tan solo unos años. E incluso logró mantener ese apoyo también durante la Segunda Guerra Mundial, porque, debido a la explotación despiadada de la mano de obra y de los recursos de los territorios ocupados, consiguió que las masas alemanas no sufrieran carencias como las soportadas en la Primera Guerra Mundial. Los grandes éxitos de la política exterior durante los años previos a la guerra, empezando por la ocupación de la Renania desmilitarizada en marzo de 1936 y la “Anschluss” (anexión) de Austria en marzo de 1938, aumentaron la popularidad de Hitler en todos los estratos de la población hasta límites insospechados. El mito del Reich y su misión histórica, de lo cual Hitler supo servirse magistralmente, surtió efecto sobre todo entre las capas cultivadas. El “Führer” (caudillo) carismático necesitaba su colaboración para lograr su objetivo de que Alemania llegara a ser definitivamente una potencia ordenadora europea.

Hitler no había ocultado su antisemitismo en las campañas electorales de principios de la década de los treinta, pero tampoco lo había colocado en primer término. Entre los trabajadores, cuyo apoyo estaba muy disputado, tampoco se habrían obtenido muchos votos con semejantes consignas. Los prejuicios antijudíos estaban muy difundidos en las capas ilustradas y pudientes, así como entre los pequeños industriales y los campesinos, pero se repudiaba el “antisemitismo vocinglero”. La privación de derechos que sufrieron los judíos alemanes en virtud de las leyes racistas de Núremberg, de 1935, no suscitó oposición porque se respetó la legalidad. Los violentos disturbios de la llamada “Noche de los cristales rotos”, el 9 de noviembre de 1938, fueron impopulares; en cambio no lo fue en modo alguno la “arización” de propiedades judías, una enorme “redistribución” patrimonial. Sobre el Holocausto, el exterminio sistemático de los judíos europeos en la Segunda Guerra Mundial, trascendió más de lo que hubiera querido el régimen, pero el saber conlleva también el querer saber, y en la Alemania del Tercer Reich, por lo que se refiere a la suerte corrida por los judíos, faltó esa voluntad de quitarse la venda de los ojos.

El desmoronamiento del imperio pangermánico de Hitler en mayo de 1945 significa en la historia alemana una ruptura mucho más profunda que la caída del Imperio en noviembre de 1918. El Reich (Imperio) como tal siguió existiendo tras la Primera Guerra Mundial. Después de la capitulación incondicional al final de la Segunda Guerra Mundial la potestad de gobierno y con ella la facultad de decisión sobre el futuro de Alemania pasó a las cuatro potencias de ocupación, a saber, los Estados Unidos de América, la Unión Soviética, Gran Bretaña y Francia. A diferencia de lo ocurrido en 1918, en el año 1945 la cúpula política y militar fue derrocada y, en la medida en que permanecieron con vida, sus integrantes acabaron en el banquillo; los juicios se celebraron ante el Tribunal Militar Internacional de Núremberg (procesos de Núremberg). Los terratenientes de los territorios al Este del Elba, la élite del poder que más contribuyó a la destrucción de la República de Weimar y al advenimiento al poder de Hitler, perdieron sus propiedades por la cesión de los territorios orientales más allá del Odra y el Nisa, que quedaron bajo administración polaca o respectivamente, en el caso del Norte de Prusia Oriental, bajo administración soviética, y por la “reforma agraria” en la zona de ocupación soviética.

Después de 1945 las leyendas de la inocencia de Alemania y la puñalada por la espalda apenas tuvieron eco. Demasiado evidente resultaba que la Alemania nacionalsocialista había desatado la Segunda Guerra Mundial y solo pudo ser vencida desde fuera. Tanto en la Primera como en la Segunda Guerra Mundial la propaganda alemana había presentado a las potencias democráticas occidentales como plutocracias imperialistas y el orden propio, por el contrario, como máxima expresión de la justicia social. Después de 1945 hubiera resultado totalmente absurdo reanudar los ataques contra la democracia occidental: el precio que se había pagado por despreciar las ideas políticas de Occidente era demasiado elevado como para que una vuelta a las consignas del pasado tuviera visos de éxito.

La “biestatalidad” de Alemania



A partir de 1945 solo una parte de Alemania recibió una segunda oportunidad democrática: la occidental. El Consejo Parlamentario de Bonn, integrado por representantes de los Parlamentos libremente elegidos de los Estados agrupados en las zonas de ocupación estadounidense, británica y francesa, elaboró en 1948/49 una constitución que sacó las consecuencias sistemáticas de las carencias y disfunciones de la Constitución Imperial de 1919 y del fracaso de la República de Weimar: la Ley Fundamental para la República Federal de Alemania. La segunda democracia alemana se diseñó como democracia parlamentaria funcional, con un Canciller Federal (jefe de gobierno) fuerte, que solo podía ser desbancado mediante el denominado “voto de censura constructivo”, y un Presidente Federal con competencias reducidas. Contra los enemigos declarados de la democracia la Ley Fundamental estableció preventivamente unos mecanismos de respuesta que incluían la privación de derechos fundamentales y la prohibición de los partidos anticonstitucionales, funciones éstas que fueron atribuidas a la Corte Constitucional Federal. Los fundamentos del Estado se fijaron de tal modo que quedaban a salvo incluso de una mayoría favorable a alterar el orden constitucional, resultando por tanto imposible abolir la democracia por vía “legal”, como en 1933.

Mientras que la parte occidental de Alemania sacaba las lecciones “antitotalitarias” del reciente pasado alemán, el Este, la zona de ocupación soviética (y posterior RDA), tuvo que conformarse con consecuencias “antifascistas”, que fueron utilizadas para legitimar una dictadura de partido único de signo marxista-leninista. La ruptura con los fundamentos o resortes del poder nacionalsocialista habría de producirse básicamente por la vía de la política de clases, a través de la expropiación de los terratenientes e industriales. En cambio, los antiguos “simpatizantes” o “comparsas” del nacionalsocialismo tuvieron la oportunidad de hacer méritos en la “construcción del socialismo”. También en la RDA hubo ex “correligionarios” del NSDAP que alcanzaron posiciones dirigentes una vez concluido el proceso de “desnazificación”.

Retrospectivamente sería muy difícil hablar de una “historia de éxito de la República Federal” si no se hubiera producido el llamado Milagro económico de los años cincuenta y sesenta, el período de auge económico más largo del siglo XX. La bonanza coyuntural proporcionó a la economía social de mercado impulsada por Ludwig Erhard, el primer Ministro Federal de Economía, la legitimación a través del éxito. Permitió integrar rápidamente a los casi ocho millones de expatriados de los antiguos territorios orientales del Imperio Alemán, los Sudetes y otras partes de Europa Centrooriental y Sudoriental. Contribuyó decisivamente a atenuar los antagonismos de clase y confesión religiosa, evitar que aumentara la fuerza de atracción de los partidos radicales y transformar en partidos populares (de masas) a los grandes partidos democráticos, en un primer momento la Unión Cristiano-demócrata (CDU) y la Unión Cristiano-social (CSU), y posteriormente también la socialdemocracia (SPD). Obviamente, la prosperidad también tuvo su reverso político y moral: a muchos ciudadanos federales les resultó así más fácil evitar atormentarse con preguntas hirientes sobre su propio papel en los años 1933 a 1945 y también que se las hicieran otros. El filósofo Hermann Lübbe ha definido esta manera de enfrentar el pasado reciente como “silenciamiento comunicativo” (y lo ha valorado como necesario para la estabilización de la democracia alemana occidental).

En la República de Weimar la derecha era nacionalista y la izquierda internacionalista. En la República Federal la situación sería distinta: Las fuerzas de centro-derecha en torno al primer Canciller Federal, Konrad Adenauer (1876–1967), propugnaban una política de incardinación occidental de Alemania e integración supranacional de Europa Occidental; la izquierda moderada, la socialdemocracia liderada por su primer presidente posbélico, Kurt Schumacher, y su sucesor, Erich Ollenhauer, se dotó de un perfil acusadamente nacional al anteponer la reunificación del país a la integración occidental. Solo a partir del año 1960 el SPD asumió los tratados con Occidente que habían permitido la adhesión de la República Federal de Alemania a la OTAN en 1955. Los socialdemócratas tuvieron que dar ese paso porque querían asumir responsabilidades de gobierno en la República Federal. Solo sobre la base de los tratados con Occidente les fue posible incorporarse en 1966 como socio menor a un gobierno de coalición con los cristianodemócratas (“gran coalición”) e iniciar tres años después, bajo el primer Canciller Federal socialdemócrata, Willy Brandt, aquella “nueva Ostpolitik” que le permitiría a la República Federal realizar un aporte propio a la distensión entre el Este y el Oeste, dotar de una nueva base a las relaciones con Polonia a través del reconocimiento (aunque de iure no sin reservas) de la frontera Odra-Nisa y establecer relaciones convencionales con la RDA. Tampoco el Acuerdo Cuatripartito sobre Berlín (1971), que de hecho solo afectaba a Berlín-Oeste y su relación con la República Federal, hubiera sido posible sin la firme integración occidental del mayor de los dos Estados alemanes.

Los tratados firmados por el gobierno social-liberal Brandt-Scheel con distintos países del bloque oriental entre 1970 y 1973 fueron ante todo una respuesta a la consolidación de la división alemana como consecuencia de la construcción del Muro de Berlín el 13 de agosto de 1961. A medida que la reunificación del país iba posponiéndose ad calendas graecas, la República Federal tuvo que concentrarse en mitigar las consecuencias de la división y asegurar así la cohesión de la nación. El restablecimiento de la unidad alemana se mantuvo como objetivo oficial del Estado republicano federal. Pero la expectativa de que algún día volvería a existir un Estado nacional alemán fue difuminándose permanentemente a partir de la conclusión de los tratados con los países del Este, y ello de modo mucho más acusado entre los alemanes occidentales más jóvenes que entre los mayores.

Sin embargo, en los años ochenta el orden posbélico empezó a tambalearse. La crisis del bloque oriental comenzó en 1980 a raíz de la fundación del sindicato independiente “Solidarnosc” (Solidaridad) en Polonia, seguida de la implantación de la ley marcial a finales de 1981. Habrían de pasar tres años y medio hasta que, en marzo de 1985, Mijaíl Gorbachov llegara al poder en la Unión Soviética. En enero de 1987 el nuevo Secretario General del Partido Comunista de la Unión Soviética puso de manifiesto una percepción auténticamente revolucionaria: “Necesitamos la democracia como el aire para respirar.” Este mensaje dio alas a los defensores de los derechos civiles en Polonia y Hungría, en Checoslovaquia y la RDA. En el otoño de 1989 la presión de las protestas en el Estado alemán oriental se hizo tan intensa que el régimen comunista, si acaso, ya solo podría haberse salvado por una intervención militar de la Unión Soviética. Sin embargo, Gorbachov no estaba dispuesto a dar ese paso. La consecuencia fue la capitulación de la cúpula del partido de Berlín-Este ante la Revolución pacífica en la RDA: El 9 de noviembre de 1989 cayó el Muro de Berlín, un símbolo de la opresión como lo había sido dos siglos antes, en 1789, la prisión parisina de La Bastilla.

La reunificación



Tras la apertura del Muro en 1989 hubieron de transcurrir todavía once meses hasta la reunificación de Alemania. La reunificación respondió a un anhelo de la población de ambos Estados alemanes. En las primeras (y últimas) elecciones libres a la Asamblea Popular, celebradas el 18 de marzo de 1990, los alemanes orientales votaron por gran mayoría a favor de los partidos que reclamaban una rápida adhesión de la RDA a la República Federal. Al igual que la previa Unión Monetaria intraalemana, la adhesión fue concertada por los dos Estados alemanes mediante tratado, en el verano del mismo año 1990. Paralelamente la República Federal y la RDA convinieron con las cuatro potencias investidas de responsabilidades “con respecto a Berlín y a Alemania en su conjunto”, a saber, los Estados Unidos de América, la Unión Soviética, Gran Bretaña y Francia, las condiciones de la unidad alemana en el plano de la política exterior y de seguridad en el Tratado sobre el acuerdo definitivo con respecto a Alemania, más conocido como Tratado 2 + 4. En 1990 la cuestión alemana se resolvió en consonancia con la vieja demanda de la “unidad en libertad”. Solo podía resolverse de común acuerdo con todos los países vecinos, lo cual implicaba igualmente que debía resolverse a la vez que otro problema secular, la cuestión polaca. El reconocimiento internacional definitivo de la frontera occidental polaca en el Odra y el Nisa fue una condición previa para la reunificación de Alemania dentro de las fronteras de 1945.

Conforme a su autopercepción la Alemania reunificada no es una “democracia postnacional entre Estados nacionales” (Karl Dietrich Bracher), sino un Estado nacional democrático postclásico entre otros, firmemente inserto en la agrupación supranacional de Estados que es la Unión Europea (UE). Mucho es lo que separa al primer del segundo Estado nacional alemán, a saber, todo aquello que convirtió al imperio bismarckiano en un Estado militar y autoritario. No obstante, también hay continuidades entre el primer y el segundo Estado nacional alemán. Como Estado constitucional, federal y social de Derecho, la Alemania reunificada sigue tradiciones que se remontan al siglo XIX. Otro tanto puede afirmarse del sufragio universal e igual y la estructura parlamentaria, desarrollada ya en los tiempos del Reichstag, la Dieta del Imperio. También es ostensible una continuidad espacial: El Tratado 2 + 4, acta fundacional internacional de la Alemania reunificada, reafirmó nuevamente la solución de la “pequeña Alemania”, es decir, la estatalidad disociada para Alemania y Austria.

La cuestión alemana está resuelta desde 1990 pero la cuestión europea sigue abierta. Desde las ampliaciones de 2004 y 2007 la Unión Europea abarca otros doce Estados, de los cuales diez tuvieron gobiernos comunistas hasta el viraje de 1989/91. Todos ellos son Estados pertenecientes al viejo Occidente, marcado por una tradición jurídica básicamente común, por la temprana separación del poder tanto religioso y secular como regio y estamental, pero también por la experiencia de las mortíferas consecuencias de los enfrentamientos religiosos y nacionales y del odio racista. La convergencia de las partes escindidas de Europa requiere tiempo. Solo se logrará si la profundización de la integración europea marcha pareja con la ampliación de la Unión. La profundización requiere algo más que reformas institucionales. Exige una reflexión conjunta sobre la historia europea y las conclusiones que de ella se derivan. La conclusión que prevalece sobre todas las demás es el reconocimiento de la vigencia universal de los valores occidentales, ejemplificados por los derechos humanos inalienables. Son los valores conjuntamente engendrados y acrisolados por Europa y América, los valores que profesan y proclaman y por los cuales han de medirse permanentemente en su devenir histórico. 

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