martes, 21 de abril de 2015

Pseudohistoria



La «Alegre Inglaterra» o la «Vieja Alegre Inglaterra» (en inglés «Merry England», «Merry Old England» o con una ortografía más jocosa y arcaica «Merrie England» o «Merrie Olde England») es un autoestereotipo inglés, una concepción utópica de la sociedad y cultura de Inglaterra basada en un modo de vida idílico y pastoril, que supuestamente era frecuente en algún momento entre la Edad Media y el comienzo de la Revolución Industrial. De manera más general, denota una «inglesidad esencial» putativa, con tintesnostálgicos, que incorpora iconos culturales como los tejados de paja, las posadas campestres, la taza de  y el Sunday roast. Las connotaciones positivas de la Alegre Inglaterra revelan la nostalgia sobre aspectos de una sociedad anterior perdidos en los tiempos modernos. Los libros de cuentos de hadas escritos durante la Era Victoriana a menudo emplean la Alegre Inglaterra como escenario, a modo de utopía mítica poblada de criaturas mitológicas amantes de la naturaleza, como los elfos, las hadas, o el mítico Robin Hood. El estereotipo puede ser tratado y entendido como un simple producto de la imaginación, sentimental y nostálgico, o como una construcción ideológica y política (ya sea de izquierdas o de derechas).
La Alegre Inglaterra no es una visión totalmente coherente, sino más bien una «Inglaterra recreada», que el folklorista oxoniense Roy Judge describe como «un mundo que nunca ha existido, un paisaje visionario y mítico, donde es difícil tomar lineamientos históricos normales».1 Por el contrario, el estudioso de registros eclesiásticos Ronald Hutton data la creación de la Alegre Inglaterra entre 1350 y1520, con la reelaboración de los ciclos festivos del año litúrgico, con cirios y desfilesprocesiones y juegosobispillos y coros altosdecorados.2 Hutton descubrió que, lejos de ser pervivencias paganas, muchas de las actividades de religiosidad popular criticadas por los reformistas del siglo XVI eran, de hecho, creaciones de la Baja Edad Media y que la Alegre Inglaterra refleja aspectos históricos del folklore rural inglés perdidos durante la industrialización.

Robin y Marian o los héroes cansados de la Alegre Inglaterra

Robin and MarianSurgido en plena Edad Media en baladas y leyendas que contaron ya la historia del ladrón de ricos en beneficio de pobres, seguramente ha habido pocos personajes más amados por la imaginación popular que el de Robin Hood. Importan poco las bases más o menos reales (difusas, en cualquier caso) de donde surgió. Importa mucho la tenacidad con que su imaginería —ética, mítica, visual— ha arraigado en los hombres desde hace muchos siglos. Recuérdese que el venerable Walter Scott, inventor él casi solo de la novela histórica, ya lo convirtió en uno de los personajes centrales de su inolvidable Ivanhoe. Pero, sin duda, es el cine y no la literatura el medio en el que el personaje reina desde hace ya más de un siglo. Cada generación ha tenido su propio Robin Hood. Los espectadores del cine mudo lo tuvieron en el acrobático actor Douglas Fairbanks. Los del Hollywood clásico —que muchos compartimos, gracias a las innumerables sesiones televisivas de nuestra niñez— en el sonriente Errol Flynn. Los más jóvenes, en Kevin Costner o Russell Crowe.
Y este registro supone sólo la punta del iceberg. Ha habido Robin Hoods épicos, realistas, fantásticos, «históricos», románticos, guasones: normalmente, uno mismo encarnaba varios de estos matices a la vez. Pero sólo uno crepuscular: es decir, un Robin Hood maduro, rodeado de camaradas y enemigos no menos maduros, azotado por la decadencia física, por los achaques de la edad, con el rostro lleno de orgullosas arrugas, los cabellos ya escasos y la barba canosa. Un Robin Hood, sin embargo, capaz todavía de enarbolar el arco en defensa del débil, de congregar de nuevo a los desamparados en el acogedor bosque de Sherwood, de plantar cara al sheriff de Nottingham y al mezquino Juan sin Tierra. De amar a una Lady Marian tan madura como él, pero más lúcida aún que él, capaz de advertir que los héroes como Robin ya son un anacronismo sobre una Inglaterra ya poco mítica, capaz, pese a todo, de seguir sacrificándose por amor. Son la pareja de amantes del que, sin duda, no es el mejor film sobre el personaje de la historia, pero quizá sí el más emotivo: los protagonistas de Robin y Marian (1976), dirigida por Richard Lester.
El cine norteamericano de los años 60-70, es decir, el cine que dejó atrás el Hollywood clásico —primero por meras razones de edad de sus principales figuras, delante y detrás de las cámaras, y después por la lógica evolución de los modos narrativos—, vio surgir una corriente dramática, que recibió el nombre de crepuscular. Surgió en primer lugar en el campo del western, a principios de la primera de esas dos décadas, gracias a films comoDuelo en la alta sierra (1962, Sam Peckinpah), El hombre que mató a Liberty Valance(1962, John Ford) o Los valientes andan solos (1962, David Miller). No por casualidad filmados todos el mismo año, en ellos el prototipo de héroe más específicamente norteamericano, el cow-boy, era mostrado como una figura ya en decadencia (los actores, todos ellos estrellas del género en las décadas anteriores, ya rondaban o superaban los cincuenta), como un ser desarraigado ante la llegada de una modernidad que no podía integrarlos. Figuras anacrónicas, admirables en cuanto comportaban una ética y unos valores ya en decadencia (sustituidos, y reconozco que esto es un tópico asumido por la corriente, por otros más materialistas, carentes de cualquier idealismo).
Robin Hood, ilustración de Louis Rheaad (1912)Aunque esos primeros films (sobre todo los de Ford y Peckinpah) son admirables, y aunque dieron lugar a otros también espléndidos, con el tiempo locrepuscular acabó convirtiéndose en una moda fácil, amiga de subrayar la decadencia, la descomposición (física, social y moral: cuantas más cosas se descomponían, mejor), las arrugas de sus protagonistas… Pues bien, de todas las posibilidades, al final más bien limitadas, que ofreció esta vertiente, confieso que, de entrada, la de centrarse sobre la figura del mítico Robin Hood siempre me pareció especialmente atractiva.
Y el guionista James Goldman tuvo la habilidad de hacerlo a partir de un cambio fundamental en la historia clásica del personaje. Se trata de que, al contrario que en las versiones «canónicas» del mito, el periplo de Robin como proscrito morador del bosque de Sherwood no tiene lugar a su vuelta de las Cruzadas, mientras su señor, el noble rey Ricardo Corazón de León, está en manos de su enemigo el duque Leopoldo de Austria y el hermano de aquél, el malvado Juan sin Tierra, se ha convertido en el gobernante de facto de Inglaterra, desencadenando el reinado de la injusticia sobre el pueblo inglés. Bien al contrario, Goldman hace que esa etapa justiciera tuviera lugar antes de esa partida hacia las Cruzadas en compañía del legendario Corazón de León.
El matiz es fundamental. Se trata de asociar la sustancia conocida del mito al momento de la dorada juventud, de la nobleza de unas acciones marcadas todavía por el profundo idealismo, cuyo mayor símbolo es el amor juvenil por Marian, y luego presentar al personaje convertido en un hombre maduro, desengañado, prematuramente envejecido por veinte años en los que no ha hecho otra cosa que combatir al servicio del rey Ricardo. Primero en las Cruzadas —de las que, por primera vez en la leyenda, se indica que fueron una profunda decepción, y se refiere la crudeza de sus actos más viles, como la matanza de Acre contra niños, mujeres y ancianos decretada por el noble Corazón de León— y después en Francia. Por tanto, el regreso a la Merry England, para descubrir que las cosas siguen igual de mal que cuando se fue, que los pobres siguen cubiertos de impuestos, que la injusticia reina por doquier, y el intento de volver a reconstruir la antigua hermandad de Sherwood, resultará no ser sino una cruel ilusión, pues la triste realidad es que aquellos que una vez lucharon contra ese estado de cosa ya no son, no pueden serlo, los mismos. Pues los años, los achaques, el tiempo, imponen su dura realidad… pese a que el regreso a los verdes paisajes de la juventud y el reencuentro con el amor a quien nunca se debió abandonar supongan un momentáneo, y revitalizador, espejismo.
La muerte del rey RicardoPara mejor situar al espectador ante las nuevas coordenadas «históricas», la película arranca justo con el episodio real que le costó la vida a Ricardo, el asalto al castillo (en Chaluz, Francia) de un vasallo rebelde, un suceso muy menor para haber tenido como precio la muerte de un rey. Goldman, con rigor, aprovecha el episodio para hacer un buen dibujo de la mediocridad en que han caído las vidas del rey y de su mejor vasallo. Ricardo ha enviado allí a Robin (y a su fiel Little John) porque ha escuchado que el dueño del castillo encontró una estatua de oro; pero lo que encuentra es una fortaleza medio derruida, donde sólo hay mujeres y niños y un viejo con un ojo vacío que les dice la verdad: la estatua era de piedra y quedó en el mismo campo de nabos donde se halló. Sin embargo, Ricardo, aparecido justo cuando Robin, divertido por la chusca resolución de la demanda, se disponía a dejar todo en paz, ordena que prosiga el asalto y hace detener a su amigo cuando éste protesta ante la injusta locura del acto. Y, en efecto, el castillo acabará ardiendo por los cuatro costados, sólo para descubrir que sus moradores habían dicho la verdad. El castigo es que el anciano, enfurecido, arroja el dardo con sus propias manos y éste se clava al borde del cuello del rey —no resulta tan inverosímil la fuerza del viejo si la entendemos en términos simbólicos: es más la mano de Dios que la del hombre la que guía su pulso—, lo cual acabará costándole la vida al soberano, víctima de una infección gangrenosa. Otra buena idea de este prólogo (espléndido) es que el papel de Ricardo lo interpreta un actor emblemático dentro del género histórico como Richard Harris, el primero en resultar completamente decadente, no en vano sus días de gloria, tanto en ese marco cinematográfico como en cualquier otro, estaban ya empezando a quedar atrás.
Muerto el rey en los brazos del único hombre que se consideró igual a él, que, subraya, lo juzgó siempre, Robin y su fiel Little John deciden volver a esa tierra que abandonaron veinte años atrás. Y con el regreso a la Merry England entra también en escena el tema principal de la película, memorable, ensoñador, un tanto elegíaco pero al mismo tiempo revitalizador, obra de uno de los mejores autores de melodías memorables del cine, John Barry. Con los verdes campos, con la aparición de Sherwood, con la música de Barry y con el contagioso galopar de Robin Hood y Little John, el espectador se deja llevar también por la esperanza, por la alegría, por la vida, y la película consigue uno de sus mejores momentos, en cuanto que también supone un efímero espejismo a lo que luego será su triste y pesimista sustancia.
En Sherwood, encontrado el claro donde los hombres de los calzones verdes tenían su campamento, los dos amigos encuentran a otros dos camaradas de antaño, cuyos meros nombres también bastan para llenar de nostálgica evocación al espectador: nada menos que Fray Tuck y Will Scarlett, el juglar de la compañía. Y con ellos la información de que la Dama Marian, tras la marcha de su amado Robin, se encerró en un convento donde ha pasado todo este tiempo y del que se ha convertido en su madre superiora. La aventura, de hecho, comenzará cuando Robin descubre que el sheriff de Nottingham va a llevársela prisionera, en cumplimiento del mandato del nuevo rey Juan de expulsar a todos los clérigos del reino, en respuesta al interdicto, histórico, del papa, contra él, su enemigo. El rescate de Marian servirá para reiniciar las hostilidades con el viejo enemigo… aunque éste, ciertamente, también esté cansado y en absoluto parezca ser el villano absoluto que todos teníamos en mente.
Inolvidables Sean Connery y Audrey HepburnBaste todo lo dicho ya para indicar que Robin y Marian es una película tremendamente atractiva y, que provoca verdadera adhesión, que es imposible no recordarla sin esbozar una sonrisa, y que mientras se la contempla hay más de un momento en que uno se emociona con justicia. Pero hay que reconocer que, en buena parte, y después de reconocer la brillantez del punto de partida de Goldman, ya comentada, la película vive, ante todo, del eco que despiertan en nuestra memoria esos personajes entrañables y, en especial, de la inolvidable química que despiertan esos dos grandes actores que son Sean Connery y Audrey Hepburn, absolutamente entregados a la composición de dos personajes con los que, sin duda, se vieron plenamente identificados en ese punto, antitético pero en el fondo coincidente, de sus respectivas carreras.
Connery ya dejaba atrás el personaje que lo había hecho famoso, el agente James Bond, demostrando, precisamente, que sus cualidades iban más allá de la mera máscara de omnipotencia viril que le requería el espía con licencia para matar, y para ello buscaba personajes que, sin dejar de lado su condición activa, mostraran claramente su condición humana. En cuanto a Audrey Hepburn, su carrera ya finalizaba, quizá por la injusticia de que casi todas las actrices, al llegar a determinada edad (y al contrario que los hombres), ven muy limitada su panoplia de personajes, cuando menos estelares. Hepburn otorga a su Marian esa mezcla de vulnerabilidad y fortaleza que siempre fue su sello, su inolvidable sello, componiendo un personaje de admirable lucidez, desde luego mucho más lúcido que ese hombre al que, veinte años después de que lo abandonara, no puede sino seguir amando.
No son los únicos actores memorables del film: todo el reparto está espléndido. Robert Shaw compone un sheriff de Nottingham nada unidimensional, también lúcido (tanto, al menos, como Marian), también viejo y cansado, plenamente consciente de que el retorno de Robin a Inglaterra para reiniciar su perpetuo duelo tiene mucho de presagio mortuorio, de toque de campanas. De ahí que, aunque en el plano argumental sea más bien absurdo, la decisión de ese combate personal con Robin encierre mucho de fatalista viaje hacia la muerte. De Harris (actor que nunca me ha gustado mucho) ya he hablado bien, y también compone un magnífico soberano un todavía desconocido Ian Holm (el robot encubierto del primer Alien), que sabe dar con facilidad el aire medroso y mezquino que todosidentificamos en el villano Juan sin Tierra. Por cierto que encarnando a su reina-niña, la cual parece mantenerlo en un perpetuo estado de celo, se reconoce a una jovencísima Victoria Abril, tan joven que ni siquiera firma con el nombre artístico que luego la hará famosa, sino con el suyo verdadero: Victoria Mérida Rojas. Y es que tanto el bosque de Sherwood y la Merry England como el árido paraje francés donde se inicia la película, están situados en España, país de rodaje.
Nicol Williamson como Little JohnPero el personaje que deja un recuerdo imborrable, después de los dos protagonistas, es el del eterno segundón Little JohnRobin y Mariantambién es la historia de una lealtad hasta la muerte, que encierra a un hombre de psicología más compleja de lo que parece. Buena muestra de ello es esa bonita escena nocturna, previa al combate entre los dos archienemigos, en que Marian busca a Little John en su puesto de vigilancia para convencerlo de que impida que Robin cometa la locura que pretende. Marian le dice que sabe que ella nunca le gustó a él: se sugiere algo así como que la mujer piensa que, a ojos del amigo íntimo de su amado, siempre fue un obstáculo, casi un objeto de celo (sugiriendo, así, cierto toque homosexual en la relación entre ambos: un detalle muy propio de la época desmitificadora en que se rodó la película). Sin embargo, y de modo desarmante, Little John le responde que, si él hubiera sido amado por ella, nunca la habría abandonado. El gesto, sencillo y al mismo tiempo muy humano, de Nicol Williamson —que tiene en su haber otro estupendo personaje mítico de la Edad Media soñada, el mago Merlín de Excalibur (1981)—, delata a un actor estupendo, capaz, como los grandes de verdad, de expresar mucho sin parecerlo.
Robin y Marian no es, ni mucho menos, la obra maestra que merecía ser, y en mi opinión ello se debe a la escasa chispa de quien, a la postre, casi siempre es el responsable de que un film sea mejor o peor de lo que puede ser: el director. Por desgracia, ni la carrera anterior de Richard Lester (su famosa etapa pop en el cine británico, por ejemplo al servicio de los Beatles) ni la posterior (como orquestador de grandes producciones internacionales, tales como el segundo y tercer Superman de Christopher Reeve) parecían indicar a un hombre con la sensibilidad especial que requería este proyecto. Y a Robin y Marian le falta alguien con capacidad para crear imágenes a la altura del lirismo, o del pesimismo, o de la sordidez, o del dinamismo, que van pidiendo los distintos segmentos de la película.
El Robin Hood joven de Errol FlynnBien al contrario, Lester considera que el crepúsculo debía subrayarse cuantas más veces mejor, y es lo que hace, con un entusiasmo digno de mejor causa, empezando desde el plano de apertura del film, una fácil imagen de unas frutas podridas. En especial, Lester hace que Robin Hood y sus antiguos camaradas insistan cada dos por tres en lo enmohecidas que tienen las articulaciones, en lo que les pesan las espadas, en el trabajo que cuesta trepar a un árbol o en lo que tardan en recuperarse de los esfuerzos. Lo malo de los subrayados es que olvidan que la mejor cualidad de una obra densa de verdad es dejar que sea el espectador quien vaya advirtiendo por sí mismo los matices necesarios para la completa comprensión de la obra. Por otro lado, tampoco Lester parecía el mejor director para expresar el espíritu aventurero, incluso en su crepúsculo, ni el humor interno que siempre ha de tener la aventura de verdad: no hay sino que recordar su horrenda adaptación, en dos partes, de Los tres mosqueteros (1973-74). Así, conforme avanza la película —su primer tercio, tanto en Francia como en el inicio inglés, son lo mejor de ella—, ésta se va haciendo más monótona, las escenas de acción más pesadas (por ejemplo, la del rescate de las monjas de la fortaleza de Nottingham al viejo estilo Errol Flynn, donde falla todo: la conducción de la escena, la sensación de que los héroes ya no están para muchas batallitas, el intento de recrear una Edad Media realista, etcétera) y el ritmo más cansino.
[Quien desee conocer el final de esta película por sí mismo, debe dejar de leer en este punto]
Pese a todo, repito, la película es adorable, pues, por fortuna, siempre están presentes esos intérpretes estupendos otorgando la humanidad necesaria a sus entrañables personajes. Y además posee un final estupendo. Mientras el bosque de Sherwood es pacificado por los hombres del rey —en un acertadísimo off: no se llega a conocer el final de la batalla, pero se intuye ante la desproporción de hombres—, un Robin malherido tras su lucha con el sheriff es conducido por Marian y Little John a la abadía donde profesaba aquélla. Y allí Marian, a quien sabemos desde su primera aparición en la película, como una experta en el uso de hierbas y medicinas, consciente de que la hora de ambos ha pasado y sólo les espera la desesperación y el dolor, prepara una bebida envenenada que hace ingerir a su amado. Cuando por fin Robin lo advierte, en un hermoso gesto, no sólo comprende a su amor de toda la vida, sino que, ante el abatido Little John, coge el símbolo de su libertad, una flecha, y la dispara a los cielos indicando a su fiel amigo que los entierre juntos a él y a Marian allá donde caiga la saeta.
Lester realiza un magnífico movimiento de cámara siguiendo la flecha desde que sale del arco, y dejándola que se pierda en el cielo azul, creando por fin un momento de genuino e incontenible lirismo… que él mismo estropea, por desgracia, haciendo que el plano acabe descendiendo a las frutas (podridas, cómo no) que descansan sobre el pretil de la ventana. Pese a ello, supone un colofón maravilloso a una película que emociona de verdad y que supone un bello epitafio a la leyenda de unos héroes que aquí fueron convertidos, con encomiable ternura, en seres terrenales, en hombres cuyas heridas duelen y cuyas penas de amor dejan cicatrices que sólo una caricia a tiempo puede restañar. Ese es quizá el mejor recuerdo que deja Robin y Marian: la mera imagen de sus dos inolvidables protagonistas abrazados, dejándose mecer por la mera proximidad del otro… aunque ésta vaya a ser efímera.

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