El profeta Balaam y su burra es una obra de Rembrandt que data de su época de Leiden. Fue en 1625 cuando Rembrandt abrió un estudio allí y comenzó a pintar. La tabla está todavía bajo la influencia de la pintura de historia de su maestro Pieter Lastman, formado en Roma con los trabajos de Elsheimer y Caravaggio.
Precedentes iconográficos
El tema de Balaam y su burra fue más frecuente en las representaciones del inicio del cristianismo, en murales de las catacumbas, sarcófagos o, posteriormente, esculpido en los capiteles durante el románico, siendo menos habitual en la iconografía posterior al medievo.1
Descripción
Rembrandt representa el momento en el que Balaam, un profeta o adivino de Mesopotamia2 alquilado por los moabitas para maldecir al pueblo judío, es detenido por su burra ante la presencia invisible para el profeta, de un ángel, tal como se describe en la Biblia.
El retrato de El príncipe Baltasar Carlos a caballo fue pintado por Diego Velázquez en 1635 y se conserva en el Museo del Prado.
Velázquez había recibido el encargo de pintar una serie de retratos ecuestres que se destinarían al Salón de Reinos del palacio del Buen Retiro de Madrid. Allí se colgaron las obras con los retratos a caballo de Felipe IV y su esposa Isabel de Borbón. El hueco que quedaba entre medias de estas dos pinturas era la sobrepuerta del salón, para la cual pintó Velázquez el retrato del príncipe Baltasar Carlos, de un tamaño menor que los otros dos de sus padres.1 2
El príncipe, de seis años, monta una jaca vista desde abajo, al estar destinado el cuadro a un lugar elevado, lo que produce una evidente deformación en el animal. El cuadro fue pintado con muy poco pigmento, extendido en capas casi transparentes aplicadas directamente sobre la preparación blanca, que queda a la vista en las montañas todavía nevadas. El príncipe y el caballo fueron pintados antes que el paisaje, de modo que su figura se recorta con nitidez.
Descripción del cuadro
Esta pintura ofrece una brillantez de color muy superior a lo realizado por Velázquez hasta el momento. El príncipe aparenta en este retrato unos 5 ó 6 años. Está erguido sobre su silla, al estilo de la monta española, en actitud de nobleza; en la mano derecha lleva la bengala propia de general que se le concede por su rango de príncipe real. Viste un jubón tejido de oro, un coleto, un calzón verde oscuro y adornado con oro, botas de ante, valona de encaje y sombrero negro con una pluma. De la figura del niño lo más destacable es la cabeza, un trabajo extraordinario que indica la madurez en el oficio. Los críticos sostienen que esta cabeza es una de las cumbres de la pintura de todos los tiempos.3 El tono de la cara es pálido, el cabello es de un rubio que contrasta con el negro mate del chambergo. También destaca el gran sombrero de fieltro negro sobre la cabeza del Príncipe, que según estudios científicos de radiografía, se ha observado que es algo posterior a la primera idea de acabado del cuadro; algo muy propio en Velázquez, pero más que como un "arrepentimiento", se especula como un añadido solicitado por la Casa Real.1 Abundan los dorados con brillo: cabello del príncipe, correaje, silla de montar, mangas y flecos de la banda.4
El caballo tiene un gran y desmesurado vientre si se le observa a poca distancia, pero hay que tener en cuenta que está pintado con la deformación de perspectiva adecuada al lugar donde iba a ir emplazado, en alto, sobre una puerta. Está presentado en corveta de 3/4, de manera que el espectador pueda ver sin dificultad la cabeza del pequeño jinete. Tiene una larga cola y crines que agita el viento.1
El paisaje del fondo es clásico en Velázquez, sobre todo el cielo, que se ha dado en llamar cielo velazqueño. El pintor conocía bien esos parajes del Pardo y de la sierra de Madrid. En este caso, el caballo está situado en una altura para dar pie así a la perspectiva del paisaje. A la izquierda se ve la sierra del Hoyo. La montaña nevada que se ve al fondo a la derecha es el pico de La Maliciosa; a su lado Cabeza de Hierro, todo en la Sierra de Guadarrama, visto desde el extremo norte de los montes del Pardo. Parece primavera a juzgar por los tonos verdes suaves de la vegetación.
El retrato El Príncipe Baltasar Carlos cazador fue pintado por Velázquez en 1635 y se conserva en el Museo del Prado.
El tema de la caza
El rey Felipe IV encargó a Velázquez una serie de cuadros con el tema de la caza, destinados todos ellos a adornar el pabellón que para esta actividad se había construido en el monte del Pardo, cerca de Madrid, llamado "La Torre de la Parada". Este pabellón se convirtió en un valioso museo de pinturas donde fue a parar la larga serie sobre las Metamorfosis de Ovidio, pintada por Rubens y su taller. Este pabellón estaba reservado en exclusiva para la Corte, nadie más tenía acceso. Allí se recopiló el conjunto más importante sobre temas de mitología que podía verse en España, el cual incluía gran variedad de desnudos.
Velázquez pintó para este lugar otros dos cuadros con el tema de la caza: El cardenal infante don Fernando de Austria cazador y Felipe IV cazador. Las tres obras tienen algo en común: formato estrecho, figura presentada de tres cuartos, escopeta de caza en la mano y traje de caza en los protagonistas. Se sabe que el pintor trabajó sobre muchas más obras con este asunto pero ninguna de ellas se halla en España.
Descripción del cuadro
El príncipe va vestido con ropaje adecuado a este deporte. Tabardo oscuro con las mangas llamadas bobas, calzones anchos, jubón gris labrado, cuello de encaje, botas altas, gorrilla ladeada y en la mano derecha, escopeta de un tamaño propio para un niño.
En el cuadro vemos dos perros; el perro no falta nunca en una escena de caza. Uno de ellos es grande, tanto que el pintor decidió representarle acostado para que no molestara la figura menuda del príncipe; tiene largas orejas y su cabeza reposa en el suelo. El otro es un perrillo que se sale del encuadre, un galgo canela con ojos vivos, cuya cabeza llega a la altura de la mano del niño. Hay que precisar que originalmente el cuadro era más ancho en este lado, e incluía otro galgo. Esto se sabe porque subsisten copias que lo incluyen.
El paisaje está representado por la presencia de un roble que acompaña a la figura. Se puede apreciar el bosque del Pardo y al fondo la sierra azulada de Madrid, en la lejanía. El cielo es gris, como si fuera una tarde de otoño, y está cargado de nubes.
Los críticos coinciden en asegurar que la cabeza del príncipe es un ejemplo de destreza del pintor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario