Los llamados decretos de Chamartín fueron unos decretos firmados por Napoleón Bonaparte el 4 de diciembre de 1808 —nada más haber conseguido la rendición de Madrid— por los que abolía el Antiguo Régimen en España, incluyendo el feudalismo y la Inquisición española. Son llamados así por la localidad donde fueron sancionados por Napoleón, Chamartín de la Rosa, hoy un distrito de Madrid. Los decretos sólo tuvieron vigencia en la España "afrancesada", la que estaba bajo la autoridad de José I Bonaparte y del ejército francés, y no se aplicaron en la España "patriota" en la que las Cortes de Cádiz detentaban el poder en nombre de Fernando VII, cautivo en Francia, único rey al que reconocían.
Antecedentes
Véase también: España napoleónica
En virtud de las abdicaciones de Bayona los derechos de la Corona española pasaron a Napoleón Bonaparte y éste los cedió a su vez a su hermano José I Bonaparte. Sin embargo, el cambio de dinastía no fue aceptado por buena parte de los españoles. La revuelta antifrancesa iniciada en Madrid el 2 de mayo de 1808 se extendió por todo el país, formándose juntas que asumieron el poder en nombre del rey que consideraban legítimo, Fernando VII, y le declararon la guerra al Imperio napoleónico. Al mismo tiempo Bonaparte convocó en Bayona a un centenar de "notables" españoles para que elaboraran la Constitución de la nueva monarquía josefina.1
En la redacción final de la llamada "Constitución de Bayona" Napoleón aceptó algunas sugerencias de los "notables" que habían acudido dispuestos a apoyar a la nueva monarquía bonapartista, especialmente la de que no se incluyera en su articulado la abolición de la Inquisición española y de que se esperara a suprimirla a que José I hubiera ocupado el trono y hubiera alcanzado un acuerdo con la jerarquía eclesiástica española.2
Mientras tanto los españoles "patriotas" que no reconocían las abdicaciones de Bayona formaron un ejército e infligieron una severa derrota a las tropas francesas en la batalla de Bailén (19 de julio de 1808). Esta victoria "patriota" obligó al rey José I Bonaparte a abandonar Madrid, a donde había llegado justo un día después de la batalla. Entonces Napoleón decidió intervenir personalmente en España y al frente de un poderoso ejército cruzó la frontera en noviembre, consiguiendo ocupar Madrid al mes siguiente.3
Los decretos
Cuando se encontraba a las afueras de Madrid, en la localidad de Chamartín, Napoleón promulgó el 4 de diciembre de 1808 unos decretos que ponían fin de un plumazo al Antiguo Régimen en España. Declaró abolido el "feudalismo", redujo a un tercio el número de conventos de las órdenes religiosas, eliminó las aduanas interiores y suprimió el Consejo de Castilla y la Inquisición española.4
Pero los decretos planteaban un problema jurídico, porque iban firmados por Napoleón no por el rey José I, suprema autoridad, al menos en teoría, de la Monarquía que había surgido de las abdicaciones de Bayona. La interpretación que hacen los historiadores Emilio La Parra y María Ángeles Casado, es que "el 4 de diciembre de 1808 Napoleón no consideró que en ese momento su hermano fuera rey de España, si bien enseguida dio los pasos oportunos para «restablecerlo» en el trono". En todo caso, continúan diciendo, los decretos fueron publicados en la Gazeta de Madrid, "el periódico destinado a transmitir a la población las decisiones oficiales, y una vez restablecido en el trono, José I no lo[s] derogó". En conclusión, "lo que Napoleón decidió amparado en el derecho de conquista, su hermano lo asumió y convirtió en norma aplicable en su reino", como "ley del Estado", tal como se decía en el decreto de abolición de la Inquisición.5
En el decreto de abolición de la Inquisición, publicado en la Gaceta de Madrid el 11 de diciembre, se decía que el Tribunal quedaba suprimido "como atentatorio a la soberanía y a la autoridad civil" y se ordenaba que sus bienes pasaran a "la Corona de España para servir de garantía a los Vales y cualesquiera otros efectos de la Deuda de la Monarquía". Este cambio de actitud de Napoleón respecto de la Inquisición, según Emilio La Parra y María Ángeles Casado, se explica por razones propagandísticas –así se presentaba ante los franceses y ante toda Europa como el libertador de los pueblos oprimidos por el fanatismo religioso- y también porque ya no le servía "para sujetar a la población al soberano establecido, que según Napoleón solo podía ser su hermano [José I]".6
La reacción de los madrileños a los "decretos de Chamartín", según informó el embajador La Forest, fue de agrado respecto de la supresión de los derechos feudales y de las aduanas interiores e incluso la del Consejo de Castilla, pero la abolición de la Inquisición sólo fue bien acogida por la minoría de ilustrados —los que serán conocidos como los "afrancesados"— y con indiferencia por el pueblo, que sí rechazó la reducción de las órdenes religiosas.7
Según el hispanista francés Joseph Pérez, "esas medidas tan radicales cogen desprevenidas a las minorías españolas, que nunca pensaron que se llegaría tan lejos".
El Directorium Inquisitorum, también llamado Manual del inquisidor, es la obra más importante de Nicolás Aymerich, que escribió quizás tan temprano como en 1376. El Directorium Inquisitorum definía la brujería y describía los medios para descubrir a las brujas.
Aymerich había escrito anteriormente un tratado sobre brujería, posiblemente ya en 1359, que amplió para convertirlo en el Directorium Inquisitorum. Para escribirlo, empleó muchos textos de magia que había confiscado anteriormente de los acusados de brujos.
El Directorium Inquisitorum describe varias prácticas mágicas prohibidas, incluyendo el bautizo de imágenes, fumigar la cabeza de una persona muerta, echar sal al fuego, quemar cuerpos de animales, conjurar espíritus, invocar nombres, mezclar nombres de ángeles y demonios y quiromancia.
Aymerich considera en la obra la brujería como una forma de herejía, una definición importante, ya que la Inquisición tenía el mandato de suprimir la herejía. La idea no era exclusiva de Aymerich, había estado desarrollándose desde finales del siglo XIII, cuando el papa Alejandro IV dio por primera vez autoridad a los inquisidores sobre los brujos. Este hecho fue confirmado por los papas Bonifacio VIII y Juan XXII. Hacia 1320 era habitual que los manuales de los inquisidores tratasen la brujería. Escritos de Bernardo de Gui y Ugolino Zanchini contienen dos discusiones de ese tipo. La contribución de Aymerich fue dividir la brujería en tres categorías, con referencias a la Biblia y a los escritos de notables teólogos cristianos como Agustín de Hipona y Tomás de Aquino.
De acuerdo a Aymerich, la primera y más importante forma de brujería herética era la que ofrecía latría (la adoración debida únicamente a Dios) a los demonios. Esta forma incluía actividades como la realización de sacrificios, oraciones y la ofrenda de velas o incienso a los demonios. La segunda categoría estaba formada por los herejes que ofrecían dulía (la adoración dada a los santos). Estos incluían a los que mencionaban a demonios en las letanías (a menudo junto a los nombres de santos y ángeles) y a los que pedían de esta forma intercesión ante Dios. Se refiere específicamente a los musulmanes «sarracenos» como practicantes de esta herejía en su veneración de Mahoma. A la tercera categoría pertenecían aquellos que buscaban la ayuda de un demonio, como por ejemplo en el caso de la adivinación. Cita al papa Inocencio V diciendo que para recibir ayuda de un demonio, una persona debe entrar en alguna forma de pacto. Aymerich extrapola esta afirmación para demostrar que todo pacto con un demonio es una herejía y fue uno de los primeros en condenar cualquier tipo de conjura de un demonio como herejía. Anteriormente, se creía que incluso un santo podía hacer un pacto con el Demonio, como ejemplifica la historia de san Teófilo, quien realizó un pacto con el demonio para ganar un puesto eclesiástico.
Además de describir las prácticas comunes de la magia, Aymerich también describe las formas de extraer una confesión, incluyendo formas de manipulación psicológica primitivas, además de simple tortura. En cuanto a la tortura, afirma «Quaestiones sunt fallaces et inefficaces», es decir, «Las preguntas son engañosas e ineficaces». Sin embargo es el primer inquisidor que se salta la prohibición de la Iglesia Católica de torturar a una persona dos veces. Interpretó la directiva de forma laxa, permitiendo sesiones de tortura separadas para cargos distintos de herejía.
La primera edición impresa fue realizada en Barcelona en 1503.1 También se hizo una en Roma en 1578. El Directorium Inquisitorum fue uno de los precursores de más famoso Malleus Maleficarum.
El edicto de fe era una proclama solemne en la que, después de enunciar de forma exhaustiva las prácticas que se consideraban heréticas o contraria a la fe católica, se conminaba a los habitantes de una ciudad o de un pueblo "visitados" por los inquisidores, bajo pena de excomunión, a que denunciaran a aquellos vecinos que hubieran incurrido en herejía. Este primer paso en el procedimiento de la Inquisición española sustituyó a partir de principios del siglo XVI al edicto de gracia, en el que se invitaba a la denuncia de uno mismo como hereje en un plazo de entre treinta o cuarenta días, durante el cual no sería castigado con penas severas —llamado por eso "período de gracia"—.
Historia
En las dos primeras décadas de existencia de la Inquisición española (1480-1500) se usó el "edicto de gracia". La diferencia fundamental entre el edicto de gracia y el posterior edicto de fe era que en el primero, tras enumerar una lista de herejías, se hacía un llamamiento a los que creyeran haber incurrido en herejía para que se denunciaran a sí mismos dentro de un "período de gracia", que solía ser de treinta a cuarenta días. Los que así lo hacían eran "reconciliados" con la Iglesia sin sufrir fuertes castigos.1
"Después de 1500 los edictos de gracia habían cumplido su propósito y fueron sustituidos normalmente por edictos de fe, que no tenían un período de gracia y que en su lugar invitaban a la denuncia de aquellos que eran culpables de los delitos que aparecían en una larga lista de ofensas".2 "La obligación de denunciar a todos los sospechosos de herejía se extendía a todos los fieles, bajo pena de excomunión".3
Cuando los inquisidores llegaban a una ciudad o a un pueblo lo primero que hacían era presentarse a las autoridades eclesiásticas y seculares locales. A continuación en una misa de domingo o de día festivo, al finalizar el sermón del párroco o el rezo del credo, el inquisidor sosteniendo un crucifijo se dirigía a los feligreses para que tras persignarse juraran levantando la mano derecha que ayudarían al Santo Oficio a perseguir la herejía. Inmediatamente después se leía el edicto de fe, que incluía una larguísima relación de todas las creencias y conductas heréticas.1 Con este "inventario detallado de todas las palabras y actitudes susceptibles de revelar opiniones heterodoxas" se trataba en defiitiva, según Joseph Pérez, "de explicar a los fieles cómo reconocer a un hereje".4 "Era costumbre leer el edicto de fe una vez al año, un domingo de Cuaresma, en el momento del ofertorio, lentamente y en voz alta".4
El edicto de fe no adquiere su forma definitiva hasta el siglo XVII y sólo a partir de 1630 se lee el mismo texto en todos los tribunales. Este comienza describiendo las palabras y prácticas más frecuentes entre los judaizantes —como abstenerse de comer determinados alimentos o no trabajar los sábados—, prestando especial atención a las prácticas funerarias —volver al difundo contra la pared, lavarlo con agua caliente o cortarle la barba y depilarle las axilas, colocarle en la boca una moneda o una perla, etc.—. A continuación se trataban los indicios que delataban a los moriscos que seguían perteneciendo a la «secta de Mahoma», como la de ayunar durante el Ramadán, abstenerse de beber vino y de comer cerdo, lavar a los muertos y colocar junto a ellos miel, leche y otros alimentos para el alma del difunto, etc. El tercer apartado se dedicaba a la «secta de Lutero» destacando como señales de la pertenencia a la misma, decir que bastaba confesar los pecados a Dios para salvarse, sin que los sacerdotes intervinieran, o que en la hostia consagrada no se encontraba el cuerpo de Cristo, o que no tenía ningún sentido el culto a los santos y poner imágenes en las iglesias, o que el purgatorio no existía, por lo que no era necesario rezar por los muertos, o que los clérigos y las monjas podían casarse, etc. Un cuarto apartado se ocupaba de la «secta de los alumbrados» cuyos miembros se reconocían, según el edicto de fe, cuando una persona ensalzaba la oración mental frente a la oración en voz alta o defendía que el matrimonio no era un sacramento o que había que dejarse guiar por el Espíritu Santo. Por último se ocupaba de herejías diversas —materialismo, blasfemias, brujería, solicitación, bigamia, etc.— y de los libros cuya posesión y lectura estaba prohibida —las obras de los autores protestantes, el Corán, la Biblia en lengua vulgar, y todos aquellos que figuraran en el Índice de Libros Prohibidos que publicaba el Santo Oficio—. En 1738 se añadió un párrafo sobre la masonería.5
Contra la lectura pública del edicto de fe se levantaron algunas voces, como la de Francisco de Borja, porque con su minuciosa descripción de las creencias y las conductas heréticas paradójicamente podían difundir la herejía allí donde nada se sabía de ella -un inquisidor del tribunal de Logroño escribió en 1611 al Consejo de la Suprema Inquisición que en su distrito no se conocía la brujería hasta que se empezó a hablar de ella—. Pero los edictos se siguieron leyendo hasta mediados del siglo XVII, por lo menos, aunque a partir de 1660 se fue abandonando paulatinamente la costumbre.6
Los edictos de fe, como sus antecesores, los edictos de gracia partían del principio en el que se sustentaba la existencia misma de la Inquisición: que la herejía no era tan sólo un pecado, sino también era un delito, por lo que los confesores no podía absolver a los herejes. Por eso el edicto de fe contenía una frase que aludía a este punto: los eclesiásticos que confesaban a un una persona que admitía haber cometido un pecado contra la fe —ser un hereje— tenían la obligación de denunciarlo a la Inquisición. Asimismo al considerarse un delito se debía infligir al culpable la humillación de un proceso público.7
El edicto de fe fue uno de los medios principales en los que se basó la acción inquisitorial en España, convirtiendo a los ciudadanos en agentes colaboradores del Santo Oficio. Sin embargo, también se propiciaron las delaciones falsas, por interés o venganza, si bien la Inquisición intentó que no se produjeran castigando a los falsarios.
El edicto de gracia era el primer paso de las "visitas" de la Inquisición Española a una ciudad o un área rural en el que se invitaba a la denuncia de uno mismo como hereje en un plazo de entre treinta o cuarenta días, durante el cual no sería castigado con penas severas. Este procedimiento fue sustituido a partir de principios del siglo XVI por el edicto de fe en el que el "período de gracia" fue suprimido.1Posteriormente sólo en algunas ocasiones determinadas volvió a ser utilizado.
Historia
Cuando los inquisidores llegaban a una ciudad o a un pueblo lo primero que hacían era presentarse a las autoridades eclesiásticas y seculares locales. A continuación en una misa de domingo o de día festivo, al finalizar el sermón del párroco o el rezo del credo, el inquisidor sosteniendo un crucifijo se dirigía a los feligreses para que tras persignarse juraran levantando la mano derecha que ayudarían al Santo Oficio a perseguir la herejía. Inmediatamente después se leía el edicto de fe, que era una larguísima relación de todas las creencias y conductas heréticas. Este fue el procedimiento habitual a partir de principios del siglo XVI.3
Pero en las dos primeras décadas de existencia de la Inquisición española (1480-1500) en lugar del que después se llamaría "edicto de fe", se usó el "edicto de gracia". La diferencia fundamental entre el edicto de gracia y el posterior edicto de fe era que en el primero, tras enumerar una lista de herejías, se hacía un llamamiento a los que creyeran haber incurrido en herejía para que se denunciaran a sí mismos dentro de un "período de gracia", que solía ser de treinta a cuarenta días. Los que así lo hacían eran "reconciliados" con la Iglesia sin sufrir fuertes castigos.3
Los edictos de gracia seguían el modelo de la inquisición papal medieval y constituyeron un medio eficaz para conseguir que los judeoconversos que seguían practicando ritos judíos, o simplemente costumbres judías, se delataran a sí mismos, debido a la benignidad de las condiciones que se ofrecían -en ocasiones la falta se saldaba con una simple penitencia y el pago de una multa, y no conllevaba la confiscación de sus bienes-. Así varios miles de conversos, convencidos de que en algún momento de su vida no habían observado alguno de los preceptos de su nueva fe católica, se presentaron voluntariamente ante la Inquisición. En Sevilla, cientos de conversos se apiñaban en la cárceles a la espera de ser interrogados. En Mallorca, unos 300 participaron en una ceremonia de arrepentimiento celebrada en 1488. En Toledo unas 4.300 personas, en su mayoría conversos, fueron "reconciliados" con la fe católica sólo en dos años (1.486-1487). Pero como ha señalado Henry Kamen, todo esto no significa que los conversos que se presentaban voluntariamente ante los inquisidores "fueran verdaderamente judaizantes o se inclinaran al judaísmo. Solo el miedo les aguijoneaba".4
A pesar de que las confesiones voluntarias en su mayoría estaban motivadas por el miedo —en 1491 un vecino de Cuenca exclamó: «Más quisiera ver entrar todos los moros de Granada en esta ciudad, que el Santo Oficio de la Inquisición, porque quitan la vida y la honra»—, los inquisidores se convencieron de que eran la prueba de que la herejía estaba extendida entre los conversos, cuando hasta aquellos momentos habían carecido de pruebas, y sólo se habían basado en rumores.5 En consecuencia se redobló la persecución de los conversos que no se habían acogido a los "períodos de gracia", iniciándose, según Henry Kamen, un "reino de terror" —por ejemplo, en Toledo 250 personas fueron quemadas vivas entre 1485 y 1501— que hizo que los conversos dejaran de admitir sus presuntos errores e incluso algunos volvieran a la fe judía de sus antepasados.6
Así pues, "después de 1500 los edictos de gracia habían cumplido su propósito y fueron sustituidos normalmente por edictos de fe, que no tenían un período de gracia y que en su lugar invitaban a la denuncia de aquellos que eran culpables de los delitos que aparecían en una larga lista de ofensas".7
Los edictos de gracia sólo se volvieron a utilizar a mediados del siglo XVI cuando la Inquisición se ocupó de los moriscos, que supuestamente seguían practicando a escondidas la fe musulmana. Así, por ejemplo, un edicto de gracia hecho público en Valencia en 1568 hizo que 2.689 moriscos se denunciaran a sí mismos.
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