Antecedentes
La inquisición pontificia en los reinos cristianos medievales peninsulares
Fiel al ejemplo de los reyes sus antepasados y obediente a los cánones de la Iglesia, que separaban al hereje de su gremio y del consorcio de los fieles, manda salir de su reino a todos los valdenses, vulgarmente llamados sabbatatos y pobres de Lyón, y a todos los demás de cualquiera secta o nombre, como enemigos del rey y del reino ( et nostros etiam regnique nostri publicos hostes). [...] Si alguno fuere hallado después de este término [el Domingo de Pasión], será quemado vivo y de su hacienda se harán tres partes: una para el denunciante y dos para el fisco. Los castellanos y señores de lugares arrojarán de igual modo a los herejes que haya en sus tierras, concediéndoles tres días para salir, pero sin ningún subsidio. Y si no quisieren obedecer, los hombres de las villas, iglesias, etc, dirigidos por los vegueros, bailes y merinos, podrán entrar en persecución del reo en los castillos y tierras de los señores, sin obligación de pechar el daño que hicieren al castellano o los demás fautores de los dichos nefandos herejes. Todo el que se negare a perseguirlos, incurrirá en la indignación del rey, y pagará veinte monedas de oro. Si alguno, desde la fecha de la publicación de este edicto, fuere osado de recibir en su casa a los valdenses, sabbatanos, etc., u oír sus funestas predicaciones, o darles alimento o algún otro beneficio, o defenderlos o prestarles ascenso en algo, caiga sobre él la ira de Dios omnipotente y la del señor rey, y sin apelación sea condenado como reo de lesa mejestad y confiscados sus bienes. Sépase que si alguna persona noble o plebeya descubre en nuestros reinos algún hereje y le causa males, deshonras y gravámenes, con tal de que no sea la muerte o el descoyuntamiento de miembros, que lo tendremos como grato y acepto, sin temer que pueda incurrir en pena alguna, antes bien, merecerá nuestra gracia; y después de expoliarles sus bienes y de la deshonra y gravamen que puedan inferirles, los han de traer a nuestros vicarios y bailes para que les apliquen la justicia.
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En los
reinos cristianos de la península ibérica existió durante la Edad Media la
inquisición episcopal, así llamada porque la jurisdicción sobre la
herejía, el "crimen" eclesiástico convertido en delito público más importante, correspondía a los obispos quienes condenaban a los herejes con la expulsión de la diócesis o con la
excomunión, aunque la Iglesia apeló constantemente a los tribunales seculares para que también la persiguiera, teniendo en cuenta la prohibición establecida por el
derecho canónico de que los tribunales eclesiásticos dictaran condenas que supusieran el derramamiento de sangre. En 1184 el papa
Lucio III extendió la inquisición episcopal a toda la
Cristiandad Latina, castigando a los herejes con el destierro y la confiscación de bienes, sin que se admitiera todavía la
pena de muerte.
Sin embargo, algunos príncipes cristianos fueron más lejos. Entre ellos sobresalió
Pedro II de Aragón que en 1197 promulgó en
Gerona una durísima ordenanza antiherética en la que mandaba quemar vivos a los herejes que se negaran a abandonar sus dominios.
En 1231 el papa
Gregorio IX creó la
Inquisición pontificia que se superpondría a la inquisición episcopal, pero aquella no llegó a establecerse en la
Corona de Castilla, donde la represión de la herejía corrió a cargo de los príncipes seculares basándose en una legislación también secular aunque reproducía en gran medida los estatutos de la inquisición pontificia. En
Las Partidas se admitió "la persecución de los herejes, pero conducirlos, ante todo, a la
abjuración; sólo en caso de que persistieran en sus creencias podían ser entregados al verdugo. Los condenados perdían sus bienes y eran desposeídos de toda dignidad y cargo público". En el reinado de
Fernando III de Castilla fue cuando se impusieron las penas más duras a los herejes. El propio rey ordenó marcarlos con hierros al rojo vivo, y una crónica habla de que «enforcó muchos home e coció en calderas».
En la
Corona de Aragón su implantación se produjo como resultado de la preocupación que tenían su soberano
Jaime I y los obispos de sus dominios por la llegada de herejes procedentes del otro lado de los Pirineos y que además estaban haciendo muchos adeptos. En principio se restableció la ordenanza antiherética de Pedro II
el Catolico de 1197 pero el papa Gregorio IX presionó para que se instaurara la Inquisición que acababa de crear, contando con la ayuda de
Raimundo de Peñafort. Al fin Jaime I cedió y el 7 de febrero de 1233 promulgó un edicto que establecía que «nadie pueda decidir en causas de herejía sino el obispo diocesano u otra persona eclesiástica que tenga potestad para ello», es decir, un
inquisidor. Entre otras prescripciones en el edicto se establecía que «nadie tenga en romance los libros del Antiguo y Nuevo Testamento, sino que en el término de ocho días los entregue al obispo de su diócesis para ser quemados».
El Papa confirmó el edicto y en 1235 envió al arzobispo de Tarragona un código de procedimiento inquisitorial redactado por Peñafort. En él se establecía la figura del
legado pontificio, con carácter de juez extraordinario o
inquisidor general, por lo que no presidía ningún tribunal permanente, a diferencia de su homónimo de la
Inquisición española de la
Edad Moderna. "Estos primeros legados suelen ser dominicos o franciscanos, los cuales, dada la exención de que gozaban respecto de los obispos, se convertían en instrumento apropiado de la administración pontificia y podían actuar de acuerdo con los príncipes, atendiéndose a una legislación universalmente establecida".
En el concilio de Tarragona de 1242 se aprobó un nuevo reglamento inquisitorial, que establecía que el hereje impenitente debía ser entregado al brazo secular, mientras que los simples afiliados habían de hacer penitencia todos los años de su vida en las fiestas que se señalaban, descalzos y en camisa, y siempre debían llevar dos cruces en el pecho, de distinto color que los vestidos. En algunos casos se llegaron a exhumar cadáveres de supuestos herejes para ser quemados.
La inquisición pontificia existió en la Corona de Aragón hasta que a principios del siglo XV dejó prácticamente de actuar. Durante ese tiempo se ocupó de casos aislados de herejía y de escaso arraigo popular como los procesos que se abrieron contra los
fraticelli o contra los
beguinos en diversos lugares de los Estados de la Corona. El más famoso de sus inquisidores fue el catalán
Nicholas Eymerich gracias al manual
Directorium Inquisitorum que escribió a mediados del siglo XIV.
El fin de la "tolerancia" a los judíos: las matanzas de 1391
Hasta el siglo XIV los
judíos de los reinos cristianos de la
península ibérica habían sido "tolerados", entendiendo esa palabra, en sentido negativo, de permitir lo ilícito porque se obtiene de ello alguna utilidad. Como ha señalado
Joseph Pérez, "hay que desechar la idea comúnmente admitida de una España donde las tres religiones del Libro —cristianos, musulmanes y judíos— habrían convivido pacíficamente durante los dos primeros siglos de la
dominación musulmana y, más tarde, en la España cristiana de los siglos XII y XIII. La tolerancia implica no discriminar a las minorías y respetar la diferencia. Y, entre los siglos VIII y XV, no hallamos en la península nada parecido a la tolerancia".
Henry Kamen, por su parte, afirma que "las comunidades de cristianos, judíos y musulmanes nunca habían vivido en pie de igualdad; la llamada convivencia fue siempre una relación entre desiguales" En los reinos cristianos, destaca Kamen, tanto judíos como musulmanes era tratados "con desprecio" y las tres comunidades "vivían existencias separadas".
En los siglos XII y XIII se recrudece el
antijudaísmo cristiano en el Occidente medieval lo que queda plasmado en las duras medidas antijudías acordadas en el
IV Concilio de Letrán celebrado en 1215 a instancias del papa
Inocencio III. Los reinos cristianos peninsulares no fueron en absoluto ajenos al crecimiento del antijudaísmo cada vez más beligerante —en el código castellano de
las Partidas se recordaba que los judíos vivían entre los cristianos
para que su presencia recuerde que descienden de aquellos que crucificaron a Nuestro Señor Jesucristo—, pero los reyes siguieron "protegiendo" a los judíos por el importante papel que desempeñaban en sus reinos.
En el siglo XIV se termina el periodo de "tolerancia" hacia los judíos pasándose a una fase de conflictos crecientes. Según Joseph Pérez, "lo que cambia no son las mentalidades, son las circunstancias. Los buenos tiempos de la España de las tres religiones había coincidido con una fase de expansión territorial, demográfica y económica; judíos y cristianos no competían en el mercado de trabajo: tanto unos como otros contribuían a la prosperidad general y compartían sus beneficios. El
antijudaísmo militante de la Iglesia y de los
frailes apenas hallaba eco. Los cambios sociales, económicos y políticos del siglo XIV, las guerras y las catástrofes naturales que preceden y siguen a la
Peste Negra crean una situación nueva. […] [La gente] se cree víctima de una maldición, castigada por pecados que habría cometido. El clero invita a los fieles a arrepentirse, a cambiar de conducta y regresar a Dios. Es entonces cuando la presencia del
pueblo deicida entre los cristianos se considera escandalosa".
Pastorcillos asaltando una ciudad.
La primera ola de violencia contra los judíos en la península ibérica se produjo en el reino de Navarra como consecuencia de la llegada en 1321 de la
cruzada de los pastorcillos desde el otro lado de los Pirineos. Las
juderías de Pamplona y de Estella son masacradas. Dos décadas más tarde el impacto la
Peste Negra de 1348 provoca asaltos a las juderías de varios lugares, especialmente las de Barcelona y de otras localidades del
Principado de Cataluña. En la Corona de Castilla la violencia antijudía se relaciona estrechamente con la
guerra civil del reinado de
Pedro I en la que el bando que apoya a
Enrique de Trastámara utiliza como arma de propaganda el antijudaísmo y éste acusa a su hermanastro el rey Pedro de favorecer a los judíos. Así la primera matanza de judíos, que tuvo lugar en Toledo en 1355, fue ejecutada por los partidarios de Enrique de Trastámara cuando entran en la ciudad. Lo mismo sucede once años más tarde cuando ocupan
Bibriesca. En Burgos, los judíos que no pueden pagar el cuantioso tributo que se les impone en 1366 son reducidos a esclavitud y vendidos. En Valladolid la judería es asaltada en 1367 al grito de "¡Viva el rey Enrique!". Aunque no hay víctimas, las sinagogas son incendiadas.
Pero la gran catástrofe para los judíos de la península ibérica tiene lugar en 1391 cuando las juderías de la Corona de Castilla y de la Corona de Aragón son masacradas. Los asaltos, los incendios, los saqueos y las matanzas se inician en junio en Sevilla, donde Fernando Martínez,
arcediano de Écija, aprovechando el vacío de poder que crea la muerte del arzobispo de Sevilla endurece sus predicaciones en contra de los judíos que había iniciado en 1378 y manda derribar las sinagogas y requisa los libros de oraciones. En enero de 1391 un primer intento de asalto a la judería puede ser evitado por las autoridades municipales, pero en junio cientos de judíos son asesinados, sus casas saqueadas y las sinagogas convertidas en iglesias. Algunos judíos logran escapar; otros, aterrorizados, piden ser bautizados.
Desde Sevilla la violencia antijudía se extiende por Andalucía y luego pasa a Castilla. En agosto alcanza a la Corona de Aragón. En todas partes se reproducen los asesinatos, los saqueos y los incendios. Los judíos que logran salvar la vida es porque huyen —muchos se refugian en el
reino de Navarra, en el
reino de Portugal o en el
reino de Francia; otros se marchan al norte de África— y sobre todo porque aceptan ser bautizados, bajo la amenaza de muerte. El número de víctimas es difícil de saber. En Barcelona fueron asesinados unos 400 judíos; en Valencia 250; en Lérida 68…
Tras la
revuelta de 1391 se recrudecen las medidas antijudías —en Castilla se ordena en 1412 que los judíos se dejen barba y lleven un distintivo rojo cosido a la ropa para poder ser reconocidos; en la Corona de Aragón se declara ilícita la posesión del
Talmud y se limita a una el número de sinagogas por aljama— y las órdenes mendicantes intensifican su campaña para que los judíos se conviertan, en la que destaca el valenciano
Vicente Ferrer, y que recibe el apoyo de los monarcas —en la Corona de Aragón se decreta que los judíos asistan obligatoriamente a tres sermones al año—. Como consecuencia de las masacres de 1391 y las medidas que le siguieron hacia 1415 más de la mitad de los judíos de Castilla y de Aragón habían renunciado a la
Ley Mosaica y se habían bautizado, entre ellos muchos
rabinos y personajes importantes. En la Corona de Aragón,
aljamas importantes como las de Barcelona, Valencia o Palma prácticamente desaparecieron —en 1424 el
call o judería de Barcelona fue abolido porque se consideró innecesario—, y sólo quedó intacta la de Zaragoza. En Castilla aljamas en otro tiempo florecientes como las de Sevilla, Toledo o Burgos perdieron gran parte de sus miembros —en Toledo la antigua judería en 1492 sólo tenía unas cuarenta casas—. En total apenas cien mil judíos de Castilla y de Aragón se mantuvieron fieles a su religión. Como ha señalado Joseph Pérez, "el judaísmo español nunca se repondrá de esta catástrofe, preludio de la
expulsión que tendrá lugar un siglo más tarde". En 1492, el año de su expulsión, en la Corona de Aragón tan sólo quedaba una cuarta parte de los judíos que había antes de 1391 —la famosa comunidad judía de
Gerona, por ejemplo, se quedó con sólo 24 familias—. En la Corona de Castilla no llegaban a ochenta mil —en Sevilla antes de las revueltas de 1391 había unas 500 familias judías; cincuenta años después sólo quedaban 50—.
El "problema converso"
El término
converso se aplicó a los judíos que se habían
bautizado y a sus descendientes. Como muchos de ellos lo había hecho a la fuerza siempre fueron mirados con desconfianza por los que se llamarán a sí mismos
cristianos viejos
En el siglo XV las posiciones abandonadas por los judíos son ocupadas en su mayoría por los conversos, que se concentran allí donde habían florecido las comunidades judías antes de 1391. Se ocupan de las actividades que antes desempeñaban los judíos: el comercio, el préstamo, el artesanado. Por ejemplo, en Burgos son los conversos los que dominan el gran comercio internacional de la lana. Además los conversos al ser cristianos pueden acceder a oficios y profesiones que antes estaban prohibidas a los judíos, y son bastantes los que ocupan cargos públicos —en ciudades como Burgos, Toledo, Segovia, Cuenca o Guadalajara los conversos eran muy influyentes en los consejos municipales— y algunos ingresan en el clero llegando a ser
canónigos o
priores. E incluso obispos.
El ascenso social de los conversos fue visto con recelo por los cristianos "viejos". En Palencia una crónica habla de que en 1465
entre los cristianos viejos e los conversos abía abido grandes bandos. El cronista converso
Diego de Valera cuenta que en el concejo de Córdoba
avía grandes enemistades e grande envidia, como los cristianos nuevos de aquella cibdad estoviesen muy ricos y les viesen de continuo comprar oficios, de los cuales usaban soberbiosamente, de tal manera que los cristianos viejos no la an comportar
Otro factor que contribuyó a acentuar el prejuicio contra los conversos fue la conciencia por parte éstos de que poseían una identidad diferenciada, orgullosos de ser cristianos y de tener ascendencia judía, que era el linaje de Cristo. Un converso solía terminar el
Ave María con las palabras,
Virgen María, Madre de Dios y pariente nuestra, ruega por nosotros. En la Corona de Aragón se llamaban a sí mismos
cristianos de Israel.
Alonso de Palencia recoge las quejas de los cristianos "viejos" que afirmaban que los conversos actuaban
como nación aparte, en ningún territorio aceptaban consorcio con los cristianos viejos, antes, cual pueblo de ideas completamente opuestas, favorecía a las claras y con la mayor osadía cuanto les era contrario, como demostraban las semillas de amarguísimos frutos extendidos por tantas ciudades del reino. "Semejantes actitudes por parte de los conversos nacieron seguramente más como un gesto de defensa que de arrogancia, pero contribuyeron a erigir un muro de desconfianza entre los cristianos viejos y los nuevos. En particular la idea de que formaban una
nación conversa, que arraigó de manera irrevocable en la mentalidad de los cristianos de origen judío, les hizo aparecer como una entidad aparte, ajena y enemiga de la comunidad. Y ello tuvo consecuencias fatales".
En Castilla entre 1449 y 1474, un período de dificultades económicas y de crisis política provocada por la
guerra civil del reinado de
Enrique IV, estallan revueltas populares contra los conversos. La primera tuvo lugar en 1449 en Toledo donde
Pedro Sarmiento, dueño de la ciudad durante varios meses, adopta una serie de medidas anticonversas, como que no se aceptara su testimonio contra los cristianos "viejos" en los tribunales o prohibir mediante la
Sentencia-Estatuto el acceso a los cargos municipales de
nigún confesso del linaje de los judíos por lo que quedarían reservados a los cristianos "viejos" —un antecedente de los
estatutos de limpieza de sangre del siglo siguiente— e incita a la violencia contra ellos —sus casas son saqueadas—. Las autoridades eclesiásticas rechazaron esta discriminación entre cristianos "nuevos" y "viejos" por ser contraria a la fe cristiana —el obispo de Cuenca llegó considerarlo una proposición herética—. El papa
Nicolás V intervino promulgando una bula el 24 de septiembre de 1449 con el significativo título de
Humanis generis inimicus en la que declaraba
que todos los católicos forman un cuerpo con Cristo, de acuerdo con las enseñanzas de nuestra fe. Otra bula de la misma fecha
excomulgaba a Sarmiento y a sus seguidores. En cambio el rey
Juan II de Castilla pidió al papa que revocara la excomunión y confirmó la
Sentencia-Estatuto. En 1467 su sucesor Enrique IV extendió a Ciudad Real el privilegio de Toledo de excluir a los conversos de los cargos municipales. Un año después el arzobispo de Toledo
Alonso Carrillo denunciaba de nuevo la distinción entre cristianos "viejos" y "nuevos" porque
inducen gran escándalo é cisma é dividen la túnica inconsubtile de Christo.
La violencia anticonversa se volvió a reproducir durante la guerra civil castellana del reinado de Enrique IV, desarrollándose prácticamente en los mismos lugares que la
revuelta antijudía de 1391, aunque esta vez será Córdoba, y no Sevilla, la ciudad donde se inicien en 1473 las matanzas de conversos y el saqueo e incendio de sus casas —en Jaén "una de las víctimas fue el
condestable de Castilla, el converso
Miguel Lucas de Iranzo, degollado ante el
altar mayor de la
catedral mientras trataba de defender a los conversos"—. El origen de las revueltas era económico —en Andalucía especialmente se vive una situación de hambre, agravada por una epidemia de peste— y en principio "no van dirigidas especialmente contra los conversos. Son los partidos y los demagogos los que se aprovechan de la exasperación del pueblo y la dirigen contra los conversos".
Para justificar los ataques a los conversos se afirma que éstos son falsos cristianos y que en realidad siguen practicando a escondidas la religión judía. Según Joseph Pérez, "es un hecho probado que, entre los que se convirtieron para escapar al furor ciego de las masas en 1391, o por la presión de las campañas de proselitismo de comienzos del siglo XV, algunos regresaron clandestinamente a su antigua fe cuando pareció que había pasado el peligro; de éstos se dice que
judaízan ". La acusación de criptojudaísmo se hace más verosímil cuando se conocen algunos casos de destacados conversos que siguieron observando los ritos judaicos después de su conversión. Es el caso del patriarca de la poderosa familia de la Caballería de Zaragoza, quien nunca dejó de rezar las plegarias judías ni de cumplir con el
Sabbat. Aún más grave fue el caso del padre
García Zapata, prior del monasterio
jerónimo de
Sisla, cerca de Toledo, que en la
eucaristía pronunciaba en voz baja blasfemias y frases irreverentes —será una de las primeras víctimas de la Inquisición y morirá en la hoguera—. Pero los conversos que judaizaban, según Joseph Pérez, fueron una minoría aunque relativamente importante. Lo mismo afirma
Henry Kamen cuando dice que "puede afirmarse que a finales de la década de 1470 no había ningún movimiento judaizante destacado o probado entre los conversos". Además señala que cuando se acusaba a un converso de judaizar, en muchas ocasiones las "pruebas" que se aportaban eran en realidad elementos culturales propios de su ascendencia judía —como considerar el sábado, no el domingo, como el día de descanso—, o la falta de conocimiento de la nueva fe —como no saber el credo o comer carne en Cuaresma—. "La cosecha de herejías recogida por la primera Inquisición debió su éxito a la falsificación deliberada o a la forma completamente indiscriminada en la que los vestigios de costumbres judías se interpretaron como herejías. […] No hubo una
religión conversa sistemática en la década de 1480 que justificara la creación de la Inquisición".
Así es como nace el "problema converso". El bautizado no puede renunciar a su fe según la doctrina
canónica de la Iglesia por lo que el
criptojudaísmo es asimilado a la
herejía, y como tal debe ser castigada. Así lo empiezan a reclamar diversas voces incluidas las de algunos conversos que no quieren que se ponga en duda la sinceridad de su bautismo por culpa de esos "falsos" cristianos que empiezan a ser llamados
marranos. Precisamente a mediados del siglo XV aparecen en Castilla dos obras escritas por dos conversos —aunque del primero Henry Kamen duda de que lo fuera— en las que se ataca muy duramente al judaísmo y se denuncia a los conversos que judaízan. La primera es
Fortalitium fidei (1459) del franciscano
Alonso de Espina, confesor del rey Enrique IV, en la que se pide el castigo a los
marranos y en la que se afirma que la presencia de los judíos entre los cristianos es lo que invita a los conversos a seguir practicando la
Ley de Moisés —lo que anticipa la razón que se aducirá para expulsar a los judíos en 1492—. La segunda es
Lumen ad revelationem gentium (1465) del
jerónimo Alonso de Oropesa, en la que también se propugna el máximo rigor con los judaizantes y asimismo se culpa a la presencia de los judíos del fenómeno del
marranismo.
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