Antecedentes: la Inquisición española en el siglo XVIII
¿Decadencia de la Inquisición?
Existen discrepancias entre los historiadores a la hora de valorar la actividad inquisitorial en el siglo
xviii ya que mientras algunos hablan de «declive» del Santo Oficio, sobre todo en su segunda mitad, otros prefieren utilizar términos como «acomodación» y «reconversión». Ciertamente en el siglo
xviii hubo una disminución de la actividad de la Inquisición y los privilegios de los
inquisidores fueron cuestionados y algunos suprimidos, como la exención de pagar impuestos o de alojar tropas. Asimismo con el paso del tiempo también dejaron de leerse los
edictos de fe y de celebrarse los
autos de fe generales (el último tuvo lugar en Sevilla en 1781 en el que fue
condenada a muerte una mujer por fingir revelaciones divinas y por mantener relaciones sexuales con sus confesores, uno de los cuales, el que la delató, fue condenado por el delito de
solicitación). Sin embargo, la Inquisición aún mantuvo a lo largo del siglo
xviii un notable nivel de actividad y sólo a partir de 1780 se produce una considerable caída del número de casos, aunque entre esa fecha y 1820 fueron denunciadas a la Inquisición unas 50.000 personas.
En lo que sí existe un cierto consenso entre los historiadores que han investigado el tema más recientemente es en el hecho de que en el siglo
xviii, sobre todo en su segunda mitad, se produjo un cambio en los delitos de los que se ocupó la Inquisición. Como casi habían desaparecido los «herejes» que habían sido su objetivo principal –
judaizantes,
protestantes y
moriscos—, el Santo Oficio se centró ahora en los defensores de las nuevas ideas
ilustradas y en los delitos considerados como «menores», como la
blasfemia, las
beatas, las supersticiones, el
curanderismo, la
bigamia, y otras prácticas contrarias a la moral católica, de manera muy especial la «solicitación». Así pues, «en el siglo
xviii la Inquisición se convirtió en vigilante de la moral católica y en enemiga de las nuevas ideas» –precisamente en la segunda mitad del siglo
xviii el delito más frecuente fue el de
proposiciones: «las afirmaciones, dichos o expresiones interpretables en sentido no católico o
heterodoxo»—.
Fueron objeto de especial vigilancia por la Inquisición los clérigos y laicos, tildados por sus oponentes de
jansenistas, que defendían la reforma «ilustrada» de la religión basada en una vivencia más interior de la fe, haciéndola más racional mediante la eliminación de las prácticas supersticiosas y de la pompa externa del culto, y que asimismo propugnaban cambios en la organización de la Iglesia, de acuerdo con los planteamientos
episcopalistas muy extendidos en la Europa de la época, lo que ponía en cuestión la existencia misma de la Inquisición, ya que se consideraba que eran los obispos quienes debían ocuparse de las cuestiones morales y de fe.
Primera página de la «Relación de los sanbenitos que se han puesto, y renovado este año de 1755, en el Claustro del Real Convento de Santo Domingo, de esta Ciudad de Palma, por el Santo Oficio de la Inquisición del Reyno de Mallorca, de reos
relajados y
reconciliados públicamente por el mismo Tribunal desde el año 1645».
En consecuencia muchos escritores, políticos, militares y clérigos fueron acusados por la Inquisición y pasaron por sus cárceles, aunque en la mayoría de los casos no se llegó a emitir sentencia. Para algunas personas el paso por los calabozos inquisitoriales les causó daños irreparables, como al agustino
Pedro Centeno que enloqueció y pasó el resto de sus días recluido en un convento, por lo que el problema «no consistió tanto en recibir una sentencia condenatoria como en vivir en un estado de permanente incertidumbre».
Prueba de ello fue el proceso al que fue sometido el ilustrado y funcionario de
Carlos III de EspañaPablo de Olavide condenado en 1778 a ocho años de reclusión en un convento, aunque a los dos años se escapó, por «hereje, infame y miembro podrido de la religión», lo que alimentó el descrédito de la Inquisición en España y en el resto de Europa.
La Inquisición «suavizó» algo sus métodos, intentándose adecuar a los nuevos tiempos. En 1748 suprimió la
pena de galeras y por esas mismas fechas se abandonó la costumbre de colgar los
sambenitos de los condenados en las iglesias para perpetuar la infamia de su pecado en sus descendientes. También se hizo menos riguroso el trato a los reos en las cárceles secretas aunque no se abandonó el uso de la
tortura para obtener las confesiones.
La primera razón de la introducción de estos cambios fue el avance de las ideas
ilustradas que no dejó de afectar a la Inquisición —algunos inquisidores, como
Felipe Bertrán,
inquisidor general entre 1775 y 1783, compartieron las nuevas ideas, aunque la mayoría se opuso a ellas—. La segunda fue la política
regalista de la monarquía
borbónica que se propuso la reforma de la Inquisición, lo que dio lugar a bastantes conflictos entre el Santo Oficio y la Corona, aunque nunca se planteó su abolición. El objetivo de la monarquía lo resumió el
conde de Floridablanca, ministro de Carlos III, en su conocida
Instrucción reservada de 1787:
[La primera obligación del rey de España consiste en] proteger la religión católica en todos los dominios de esta vasta monarquía... combinando el respeto debido a la
Santa Sede con la defensa de la preeminencia y autoridad real.
La política borbónica respecto de la Inquisición
Felipe V recibió el apoyo total de la Inquisición durante la
Guerra de Sucesión española, pero al finalizar ésta encomendó a
Melchor de Macanaz, fiscal del
Consejo de Castilla, un informe para reforzar la autoridad del rey en el
Santo Oficio. El motivo del encargo fue la oposición del
inquisidor general Francesco del Giudice al informe presentado al rey por Macanaz en diciembre de 1713 en el que formulaba propuestas para limitar la influencia del
papa en la Iglesia católica española. La reacción de Felipe V fue destituir inmediatamente al inquisidor general y ordenar el informe a Macanaz.
En el informe sobre la Inquisición Macanaz advirtió al rey que el Santo Oficio había invadido prerrogativas que correspondían a la Corona y que había adquirido un grado de autonomía y de
inmunidad difícilmente tolerable para un monarca absoluto. Lo que propuso Macanaz no fue abolir la institución sino reforzar la autoridad del monarca en ella, reduciendo su ámbito de competencias a los asuntos estrictamente espirituales, y subordinándola a los tribunales reales a la hora de calificar los delitos, todo ello en el contexto de una política claramente
regalista.
Sin embargo, la propuesta de Macanaz no salió adelante porque la opinión de los consejeros de Felipe V estaba dividida sobre la cuestión de la Inquisición y porque Macanaz acabó cayendo en desgracia en la corte y fue desterrado del reino en 1715 –no se le autorizó a volver hasta dos años después de la muerte de Felipe V en 1746, permaneciendo en prisión hasta su fallecimiento en 1760—.
A partir de entonces, la actitud de los ministros borbónicos respecto de la Inquisición puede calificarse como ambigua pues se le pide que se siga ocupando de la defensa de la ortodoxia católica y al mismo tiempo que contribuya a erradicar determinadas prácticas «supersticiosas» que dificultan el avance de
las luces. Así se nombran prelados ilustrados para el cargo de
inquisidor general, como el caso de
Felipe Bertrán,
obispo de Salamanca, nombrado en 1764, mientras que los escalones inferiores de la institución sigue estando integrados por «clérigos ignorantes agarrados a su pobre pitanza y a sus privilegios».
Al mismo tiempo se va extendiendo lo que
Henry Kamen ha llamado «desengaño» ante la Inquisición causado, entre otras razones, por el contacto con el mundo exterior. Un farmacéutico detenido en 1707 por la Inquisición en
La Laguna (
Tenerife) declaró
que en Francia se podía vivir porque allí no abía ni ay la estrechez y sujeción que ay en España y en Portugal, porque en Francia no se procura saber ni se sabe quién es cada uno, de qué religión es y profesa, y que assí el que vive bien y sea hombre de bien sea lo que fuere.
Las primeras medidas efectivas para sujetar más firmemente la Inquisición a la Corona se tomaron durante el
reinado de Carlos III. La ocasión surgió cuando el inquisidor general
Manuel Quintano Bonifaz prohibió la circulación de la obra del francés Mesenguy
Exposición de la doctrina cristiana por considerarla
jansenista –así había sido declarada en un
breve pontificio—, a pesar de que el libro había obtenido la
licencia real. Cuando el rey le ordenó que levantara la prohibición, el inquisidor general se negó por lo que fue desterrado de la corte. Poco tiempo después el rey promulgó una
real cédula de 1768 en la que se limitaban las competencias de la Inquisición en la
censura de libros. Cuando el inquisidor reaccionó contra esa medida los fiscales del
Consejo de Castilla,
Pedro Rodríguez de Campomanes y
José Moñino, futuro conde de Floridablanca, le recordaron que su autoridad provenía del rey y dejaron entrever que la Inquisición podía ser suprimida «si lo pidiese la utilidad pública». Dos años después, otra real cédula de 1770 redujo la actuación de la Inquisición a los delitos de herejía contumaz y de
apostasía, pasando el resto a los tribunales reales, aunque la
blasfemia, la
sodomía y la
bigamia, quedaron repartidos entre ambos. En 1784 se prohibió a los inquisidores procesar a los nobles, a los ministros de la Corona, a los magistrados y a los oficiales del ejército, sin el permiso expreso del rey.
Uno de los primeros en manifestarse a favor de la supresión de la Inquisición fue el
conde de Aranda quien en 1761 escribió una carta al ministro
Ricardo Wall desde
Varsovia, donde se encontraba como embajador, en la que le decía que no «es menester la Inquisición, basta seguir al
sumo pontífice en sus creencias y es quanto un príncipe y pueblo hijo de su iglesia puede hacer». En la carta se refería al rechazo que suscitaba el Santo Oficio en toda Europa, y a que sólo servía «a la clerecía y frailería», para intimidar a los laicos y «prohibir quanto pueda abriles los ojos». Aranda se ganó la fama de enemigo de la Inquisición y fue felicitado por ello por
Voltaire.
Las críticas arreciaron, tanto dentro como fuera de España, con motivo del proceso del ilustrado y funcionario real
Pablo de Olavide que fue detenido en 1776 y condenado por la Inquisición en 1778 a ocho años de reclusión en un convento por «hereje» –aunque a los dos años consiguió escapar y se exilió en Francia—. Hasta el rey
Federico II de Prusia se enfureció con lo sucedido y en una carta enviada al filósofo francés
D'Alembert, uno de los dos editores de
L'Encyclopédie, le dijo:
Se estremece uno de indignación al ver la Inquisición restablecida en España.
Pero en ningún momento Carlos III se planteó suprimir el Santo Oficio. La posición oficial la expuso el conde de Floridablanca en la
Instrucción reservada de 1787 en la que se manifestó partidario de «favorecer y proteger» la Inquisición «mientras no se desviare de su instituto, que es perseguir la herejía, apostasía y superstición e iluminar caritativamente a los fieles sobre ellos». De hecho una de las medidas que tomó durante el llamado
pánico de Floridablanca con motivo del estallido de la
Revolución Francesa fue «reforzar» el papel de la Inquisición para impedir la propagación de las ideas y principios revolucionarios, por lo que entre 1789 y 1792 la Inquisición vivió un momento de esplendor.
El intento de reforma de Godoy
A los pocos meses de ser nombrado en noviembre de 1792 por
Carlos IV secretario de Estado y del Despacho,
Manuel Godoy hizo que el rey nombrara como nuevo
inquisidor general a
Manuel Abad y Lasierra, un fraile de ideas religiosas avanzadas y que los sectores conservadores tildaban de
jansenista, por lo que su designación no fue bien acogida por los inquisidores. Poco después, en julio de 1793, Godoy le pidió un informe sobre la Inquisición con «las observaciones que tuviera por conveniente hacer». Abad y Lasierra, con la ayuda del secretario del tribunal de la Inquisición de Corte (el tribunal de Madrid)
Juan Antonio Llorente, presentó a las pocas semanas un
Plan de reforma del estilo del Santo Oficio en cuanto al nombramiento y ejercicio de calificadores que iba acompañado de una carta en la que se sugería la abolición de la Inquisición. Sin embargo, la propuesta fue ignorada, entre otras razones, porque en aquel momento la
Monarquía de Carlos IV estaba en plena
guerra de la Convención contra la
Primera República Francesa que algunos predicadores antiilustrados como
fray Diego de Cádiz habían declarado «guerra de religión contra la impía Francia».
Los sectores eclesiásticos conservadores, mayoritarios en la Iglesia católica, y el
Consejo de la Suprema Inquisición presionaron para que Abad y Lasierra fuera destituido y en junio de 1794 lo consiguieron, siendo sustituido por el
arzobispo de Toledo,
Francisco Antonio de Lorenzana, un clérigo con fama de ilustrado pero firme defensor del mantenimiento de la Inquisición, quien recibió la orden de Godoy de que se dedicara a atajar «los daños que la lectura de libros prohibidos, el estudio de los
derechos del hombre, el poco respeto a las Supremas Potestades, la petulancia de los escritores modernos» estaban ocasionando.
Las dificultades que tenía la monarquía para controlar la Inquisición se pusieron de manifiesto con el proceso de
Ramón de Salas y Cortés catedrático de la
Universidad de Salamanca, que en enero de 1792 fue denunciado a la
Inquisición española por conducta viciosa y libertina y por leer libros prohibidos, acusación a la que se añadió después proferir «muchas proposiciones mal sonantes, satíricas e injuriosas» y mantener doctrinas contrarias al
dogma católico. Salas pasó quince meses incomunicado en la cárcel de la Inquisición en Madrid y después de ese tiempo fue absuelto, pero el presidente del
Consejo de Castilla, el
obispo de Salamanca,
Fernández Villarejo, consiguió mediante subterfugios que fuera juzgado de nuevo. A finales de 1796 el tribunal de Madrid, en contra del parecer del
Consejo de la Suprema Inquisición, le impuso una pena leve, la
abjuración de levi más cuatro años de destierro de Madrid, los
Sitios Reales,
Salamanca y
Belchite, su lugar de nacimiento. Los propios jueces del tribunal de Madrid reconocieron que Salas había sido denunciado falsamente, pero Salas vio quebrantada su salud y truncada su carrera profesional y su honor. «El “caso Salas” dejó patente que al margen de la sentencia final, y aun en el caso de que esta fuera muy benévola, a finales del siglo
xviii era enorme el sufrimiento físico y moral de quien tuviera la desgracia de caer en las redes inquisitoriales, y graves sus consecuencias».
Ni
Carlos IV ni
Manuel Godoy, su «primer ministro», se atrevieron a hacer frente a los que apoyaban a la Inquisición a pesar de que Godoy reprobaba los métodos usados por la Inquisición, tal como lo manifestó en una carta a
Eugenio Llaguno y Amirola:
El tribunal de la Inquisición procede violentamente y sin reconocer autoridad, esto es malo, y las leyes del Reyno sufren una alteración enorme por la complicación de sus Providencias. [...] El más qauto [sic] servidor del rey está expuesto a ser sorprendido e infamado por la manía de alguien cuando pueden conducir a un miembro de este tribunal. El Rey no sabe las causas que se forman en él ni las penas que se imponen por Reos, quiere pues que esta mala costumbre y abusos que va contra su soberanía se corte de una vez y se dé cuenta cada semana de las operaciones del tribunal.
En 1796, cuando el proceso contra Ramón de Salas estaba a punto de concluir, el mismísimo Manuel Godoy fue denunciado por tres frailes a la Inquisición por llevar una vida licenciosa y por ser sospechoso de
ateísmo, con lo que se cumplía su aseveración de que «el más cauto servidor del rey está expuesto a ser sorprendido e infamado». La denuncia no prosperó a pesar de las presiones del arzobispo de Sevilla
Antonio Despuig y Dameto y del confesor de la reina
Rafael de Múzquiz. La reacción de Godoy fue enviar a Roma a estos clérigos junto con el inquisidor general, cuyo puesto fue ocupado por
Ramón José de Arce, un hombre que estaba dispuesto a obedecer al secretario de Estado. Además Godoy retomó la idea de reformar la Inquisición.
Godoy recurrió de nuevo a Juan Antonio Llorente quien presentó una memoria titulada
Discursos sobre el orden de procesar en los tribunales de la Inquisición en el que proponía una reforma a fondo de la institución y además de limitar sus competencias a las materias de fe y a los casos de herejía en sentido estricto, pasando el resto a la jurisdicción real o
episcopal –según Llorente, en la línea del
episcopalismo y del
regalismo defendido por la mayoría de los
ilustrados españoles, los obispos estaban mejor preparados para ocuparse de las cuestiones de fe que unos monjes ignorantes que introducen la «esclavitud en los espíritus para desgracia de la humanidad» y además eran nombrados por el poder político cosa que no ocurría con los inquisidores—. Pero Godoy no llevó adelante el proyecto, y ello a pesar de la oposición radical de la élite ilustrada española a la Inquisición y de las presiones exteriores para que fuera abolida, sobre todo por parte de la
República Francesa, nueva aliada de la Monarquía de Carlos IV desde la firma del
Tratado de San Ildefonso (1796). «¿Le faltó valor [a Godoy] o careció de fuerza? Tal vez las dos cosas», afirman La Parra y Casado.
Nicolás de Azara, embajador en Roma, le escribió a Godoy en el verano de 1797:
¿Por qué no acaba V.E. con un tribunal que nos deshonra a la faz de todas las naciones, y restituye su jurisdicción a los obispos, pues, al fin, son inquisidores establecidos por Jesucristo, y los nuestros por el Papa?
Por esas mismas fechas circuló por España la
Noticia razonada a la religión y al clero del abate
constitucional francés
Henri Grégoire, uno de los principales impulsores europeos de la renovación de Iglesia, en la que invitaba a Godoy a suprimir la Inquisición, una propuesta que volvió a formular en febrero del año siguiente con la
Carta del ciudadano Grégoire, obispo de Blois, a don Ramón José de Arce, arzobispo de Burgos, Inquisidor General de España, inmediatamente prohibida por el Santo Oficio, y en la que argumentaba que la existencia de la Inquisición constituía «una calumnia habitual contra la Iglesia Católica», que en lugar de la violencia debía practicar la caridad. «Cuando veo cristianos que persiguen tengo la sensación de creer que no han leído el
Evangelio», afirmaba Grégoire en la
Carta. La «Carta» fue refutada, entre otros, por el
canónigo y consultor del Santo Oficio
Joaquín Lorenzo Villanueva, a pesar de que era tenido por jansenista y partidario de la reforma de la Iglesia.
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