lunes, 11 de mayo de 2015

edafología



Procesos del cambio de uso del suelo
De los diferentes procesos que determinan el cambio en el uso del suelo algunos han recibido especial atención. Tal es el caso de la deforestación, que es el cambio de una cubierta dominada por árboles hacia una que carece de ellos. La alteración (también llamada degradación) implica una modificación inducida por el hombre en la vegetación natural, pero no un reemplazo total de la misma, como en el caso de la deforestación. La fragmentación es la transformación del paisaje dejando pequeños parches de vegetación original rodeados de superficie alterada. El cambio de uso de suelo en matorrales no ha recibido un nombre específico, aunque a veces se le incluye bajo el rubro de desertificación en el sentido de que se trata de “degradación ambiental en zonas áridas (aunque la desertificación también incluye zonas subhúmedas)”. De acuerdo con la Ley General de Desarrollo Forestal Sustentable, los matorrales de las zonas áridas y semiáridas del país son también vegetación forestal, por lo que bien se podría aplicar también el término deforestación, aunque para diversos órganos internacionales la deforestación se restringe a zonas arboladas.
Deforestación
El principal motivo de preocupación mundial en torno a la deforestación se refiere al calentamiento global y a la pérdida de los servicios ambientales que prestan los bosques y selvas. Los bosques proporcionan servicios de gran importancia: forman y retienen los suelos en terrenos con declive evitando la erosión; favorecen la infiltración de agua al subsuelo alimentando los mantos freáticos y también purifican el agua y la atmósfera (ver Cambios de uso del suelo y servicios ecosistémicos en el Capítulo 5 Aprovechamientos de los recursos forestales, pesqueros y de la vida silvestre). Además, son fuente de bienes de consumo tales como madera, leña, alimentos y otros “productos forestales no maderables” (alimentos, fibras, medicinas), cuya importancia para la industria y para los campesinos es muy elevada en México (GEO 3, 2002; FAO, 2000). Las comunidades vegetales dominadas por formas de vida arbórea constituyen, además, enormes reservas de carbono en forma de materia orgánica. Estimaciones recientes muestran que los bosques del planeta almacenan unas 280 gigatoneladas de carbono en la biomasa de los árboles (FAO, 2005). Este mismo trabajo señala que la suma total del carbono retenido en la biomasa forestal, en los árboles muertos, la hojarasca y el suelo, supera en alrededor de 50% la cantidad total de carbono contenido en la atmósfera (FAO, 2005). Al emplear el fuego para eliminar la cubierta forestal, ese carbono es liberado a la atmósfera donde contribuye al efecto invernadero.

En 1996 se estimó que las emisiones de bióxido de carbono asociadas al cambio de uso del suelo representaban alrededor del 30% de las emisiones totales del país (según el inventario nacional de gases de efecto invernadero de 1996 que es el único en el que se han hecho estimaciones para el componente de cambio de uso del suelo). En el sentido inverso, la vegetación secuestra carbono de la atmósfera a través de la fotosíntesis, proceso que se reduce fuertemente cuando se retira la vegetación. El factor que más contribuye al fuerte “déficit ecológico” en la Huella Ecológica calculada para México (ver Capítulo I Población) es la carencia de superficie forestal suficiente para absorber nuestras emisiones de gases de efecto invernadero, lo que pone de manifiesto la importancia de la cobertura vegetal para el desarrollo sustentable.

Un segundo motivo de preocupación en torno a la deforestación es su impacto negativo sobre la diversidad biológica del planeta. Al retirarse la cubierta forestal no sólo se elimina directamente a varias especies, sino que las condiciones ambientales locales se modifican seriamente. Bajo esas nuevas condiciones muchos organismos son incapaces de sobrevivir ya sea porque sus límites de tolerancia son insuficientemente amplios, por que durante la deforestación se eliminan algunos de los recursos (e. g., alimenticios, refugios, sitios de anidación, etc.) que les son indispensables o bien, porque cambian las condiciones bajo las que interactúan con otras especies (e. g., a través de efectos de competencia especifica) y pueden entonces ser desplazadas. En el caso de México, como país megadiverso, esta situación es particularmente importante.

De acuerdo con la definición de la FAO (que considera que una zona forestal es aquella que tiene al menos un 10% de su superficie cubierta por árboles), durante la última década del siglo XX hubo una pérdida neta anual de 8.9 millones de hectáreas de bosques y selvas en el mundo (la estimación de 9.4 millones de hectáreas publicada por la misma FAO en su reporte previo fue revisada y corregida considerando la nueva información disponible). Como resultado, hacia el año 2000 quedaban aún 3 mil 968.6 millones de hectáreas de bosques, de las cuales aproximadamente el 1.6% se conservaba en México (Figura2.6).
A nivel mundial, la región de África es donde se registran las mayores tasas de deforestación, seguida por América del Sur. Por el contrario, en Europa y Asía las existencias de bosques se están incrementando lentamente (Figuras 2.7 y 2.8). México es el único de los países miembros de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) en el que los bosques siguen reduciéndose.
El tema de la deforestación en México se caracteriza por la gran disparidad en las estimaciones que diferentes fuentes arrojan sobre el tema. Tan sólo en la última década se han generado cifras que van desde 316 hasta cerca de 800 mil hectáreas al año (Figura 2.9). Las dos estimaciones más recientes de las tasas de cambio en el país son las obtenidas por el Instituto de Geografía de la UNAM (Universidad Nacional Autónoma de México) para el periodo 1993-2000 (Velázquez et al., 2002) y la elaborada recientemente por la Comisión Nacional Forestal (Conafor) para ser integrada a la FRA 2005 (FAO, 2005). La estimación de la UNAM se basó en comparar las existencias forestales hacia 1993 (de acuerdo con la Carta de Uso Actual del Suelo y Vegetación Serie II del INEGI) con las registradas en la Carta de vegetación del Inventario Nacional Forestal 2000, elaborada ex profeso por la misma UNAM con base en imágenes de satélite registradas en el año 2000. Por su parte, el reporte presentado por la Conafor a la FAO se basó en una comparación espacialmente explícita de las áreas con vegetación forestal registradas también en la Carta de Uso Actual del Suelo y Vegetación Serie II del INEGI y en una versión preliminar de la Carta de Uso Actual del Suelo y Vegetación Serie III elaborada también por el INEGI con base en imágenes de satélite registradas en el año 2002.
La estimación de la UNAM indica que, durante el periodo 1993-2000, la pérdida de bosques y selvas en nuestro país ocurrió a razón de 776 mil hectáreas por año (1.14% anual). En contraste, la estimación hecha por la Conafor es de 348 mil hectáreas anuales para el periodo 1990-2000. Una diferencia muy importante entre estas dos comparaciones es que la estimación de la Conafor se basó en el criterio de la FAO que considera a una superficie como deforestada sólo cuando ha sido transformada a otro uso del suelo tal como agricultura, pastura, reservorios de agua o áreas urbanas. Esta definición de deforestación es diferente a la utilizada en el estudio de la UNAM que se basa en la diferencia neta entre las superficies cubiertas por vegetación arbórea (e. g., bosques y selvas) en 1993 y el año 2000 (ver Inventarios forestales y tasas de deforestación). Dadas estas diferencias en las formas de estimación es importante considerar no sólo la cifra sino el contexto para interpretar adecuadamente la información. Las dos estimaciones anteriores indican que, a lo largo de la última década, en el país se perdieron entre 3.5 y 5.5 millones de hectáreas de bosques y selvas, siendo la vegetación primaria la que mostró las mayores pérdidas.

La deforestación depende de varios factores, pero uno muy importante es el económico, donde se favorecen las actividades que permiten la mayor ganancia a corto plazo. La explotación de madera para satisfacer el mercado impulsa la deforestación de bosques, principalmente los dominados por una sola especie, lo que hace rentable su explotación intensiva a pesar de que los precios sean relativamente bajos. Los modelos económicos predicen que los precios de la madera promueven el cambio de uso del suelo cuando son altos –pues entonces se deforesta para vender– o cuando son bajos –pues entonces no hay ningún incentivo para conservar el área forestal. Asimismo, el aumento de los precios de los productos agropecuarios provoca deforestación, pues entonces los usos no forestales del suelo son más redituables (Cemda-Céspedes, 2002).

Asimismo, un bosque tiene poco valor económico cuando la extracción selectiva lo ha desprovisto de los árboles más cotizados. Aunque esta actividad no retira de manera inmediata la cubierta forestal, su secuela sí es la deforestación ya que los productores pueden obtener un mayor beneficio económico al eliminar los bosques empobrecidos y emprender otras actividades productivas en estos predios. Esta lógica permite explicar porqué los bosques y selvas perturbados son luego desmontados y convertidos a terrenos dedicados a actividades agropecuarios en mayor proporción que la vegetación primaria. La alteración seguida por la deforestación es la ruta de cambio de uso del suelo más frecuente en México, especialmente cuando se trata de selvas (Cemda-Céspedes, 2002).

Igual como sucede a nivel mundial, en México las actividades agropecuarias han sido identificadas como las mayores responsables de la deforestación, seguidas en importancia por los desmontes ilegales (aunque las cifras sobre esta actividad son necesariamente incompletas y con grandes diferencias dependiendo de la fuente que se consulte). Los incendios forestales también son una causa importante que promueve la deforestación; de éstos prácticamente la mitad se relacionan con actividades agropecuarias tales como la roza, tumba y quema o la renovación de pastizales por fuego. A menudo, una zona que ha sufrido un incendio no se recupera puesto que es inmediatamente ocupada para otros usos como el agropecuario o el urbano. Por esta razón, una fracción importante de los incendios son provocados clandestinamente para invadir zonas de bosques protegidas por la ley o por las instituciones locales. Los incendios accidentales que fogatas y fumadores provocan irresponsablemente generan un porcentaje importante de conflagraciones (Figura 2.10).
El número de incendios ocurridos en México y la superficie siniestrada por ellos han aumentado en forma sostenida a lo largo de los últimos treinta años (Cuadros D3_RFORESTA05_01 yD3_RFORESTA05_02, Figura 2.11). Del total de la superficie afectada cerca de una quinta parte es de bosques y selvas (Cuadro D3_RFORESTA05_03, Figura 2.12). La intensificación de los incendios se debe a una combinación de factores internos y externos. Por ejemplo, algunas prácticas de combate de incendios forestales buscan simplemente impedir la ocurrencia de toda clase de fuegos. Esto provoca que el material combustible (hojas, ramas secas, etc.) se acumule y, cuando finalmente se presenta un incendio no controlable, la conflagración adquiere dimensiones mayores. También se ha observado que algunos fenómenos meteorológicos pueden estar relacionados con los incendios. En Yucatán, los huracanes de gran magnitud generalmente van seguidos por grandes siniestros, como sucedió en Sian Ka’an en 1989 tras el huracán Gilberto (López-Portillo et al., 1990) o como podría ocurrir tras los huracanes Stan y Wilma que afectaron extensas zonas boscosas de la Península de Yucatán y de Chiapas en el año 2005. También de gran importancia es el fenómeno oceánico y meteorológico conocido como “El Niño”, que provoca sequías y aumento de la temperatura en México (ver El Niño promueve los incendios forestales).
Alteración de bosques y selvas
Un proceso menos visible pero tal vez igualmente importante por sus efectos ambientales y económicos es la degradación o alteración de los bosques y selvas. Aunque este proceso no implica la remoción total de la cubierta arbolada (como sucede en la deforestación), sí puede implicar cambios importantes tanto en la composición por específica como en la densidad de las especies que ahí habitan lo que, a su vez, afecta la estructura y funcionamiento de estas comunidades naturales. La alteración de los ecosistemas naturales tiene también efectos negativos directos sobre los servicios ambientales y con ello, sobre la posibilidad de un aprovechamiento sostenible por parte de las sociedades.

De acuerdo con la evaluación global más reciente de los recursos forestales (FAO, 2005), sólo el 36% de los bosques remanentes en el mundo son primarios y se están perdiendo a una tasa de 6 millones de hectáreas anuales. El caso de México es también preocupante, ya que actualmente sólo el 44% de la superficie del país está cubierto por vegetación primaria o con poca perturbación apreciable (de acuerdo con la Carta de Uso Actual del Suelo y Vegetación Serie III), en tanto que la vegetación secundaria ha venido aumentando a ritmos superiores a las 170 mil hectáreas por año (durante el periodo 1993–2002), siendo los bosques templados los que han sufrido una degradación más intensa (superior a las 250 mil hectáreas anuales).

Tanto la deforestación como la alteración afectan negativamente a los bienes y servicios que proveen los ecosistemas naturales. El considerar de manera conjunta a la deforestación y la alteración permite obtener una evaluación aproximada del ritmo de “deterioro” global de la vegetación. De la década de los 1970’s al 2002, la tasa anual de deterioro (deforestación + degradación) de los bosques y selvas fue de 518 mil hectáreas por año, tres veces superior a la tasa de deforestación sensu stricto (158 mil hectáreas por año). Esta cifra pone de manifiesto el impacto que los procesos de alteración tienen sobre nuestro territorio y, a pesar de ello, generalmente no se les da la importancia debida. La vegetación secundaria que cubre actualmente grandes extensiones del territorio nacional es el resultado tanto de la regeneración de sitios que fueron previamente deforestados, como del deterioro (sin remoción completa de árboles) de la vegetación primaria. Sin embargo, no se cuenta con datos suficientes para cuantificar la importancia relativa de cada vía.

La forma de alteración más semejante a la deforestación es la extracción selectiva de maderas. A diferencia de los bosques templados, en cada hectárea de selva coexisten decenas de diferentes especies de árboles, la mayoría de las cuales carecen de mercado, por lo que su aprovechamiento no es redituable. Dispersas entre estos árboles crecen árboles de maderas preciosas como la caoba (Swietenia) y el cedro rojo (Cedrella), que son taladas sin aprovechar las plantas circundantes. Otra forma de explotación de la madera es la extracción de árboles o ramas para obtener leña. A pesar de que la prohibición local de cortar leña en pie es común en México, la práctica subsiste debido a la necesidad del combustible. Una quinta parte de los habitantes del país utilizan leña para cocinar y, aunque no se tiene una estimación precisa sobre la cantidad total de leña consumida, la superficie de la que ésta se extrae debe ser muy grande. Además del daño directo provocado por la extracción de leña y maderas preciosas, durante el proceso de tala de un árbol como la caoba se dañan entre el 30 y el 50% de los individuos adyacentes (Kartawinata, 1979 en Challenger, 1998), provocando su muerte o haciéndolos más susceptibles al ataque de plagas y enfermedades.

Aunque la ganadería extensiva es más frecuente en matorrales, también tiene lugar en los bosques y selvas, afectando grandes superficies. El ganado ejerce un impacto directo a través del pisoteo y el consumo de plantas. Estas alteraciones perturban a su vez al ciclo hidrológico, al suelo y a la vegetación en su conjunto, trayendo como consecuencia mayor susceptibilidad a la erosión, pérdida de biodiversidad -o al menos cambios en la composición de las comunidades de plantas- y riesgo de incendios. La reducción de la cubierta vegetal provoca cambios en el microclima –que se vuelve más seco y caliente- debido al incremento en la radiación solar hacia el interior del bosque y a una mayor facilidad para el paso del viento. Si a esto se suma que actividades como la obtención de leña que incrementa la cantidad de materia combustible en el suelo, las condiciones están dadas para los incendios forestales. Durante el evento de El Niño de 1997-1998 en Indonesia se pudo corroborar que la vegetación alterada se incendió espontáneamente con mucha mayor frecuencia que las selvas primarias (Page et al., 2002). Lo mismo ocurrió en México. Las superficie estatal afectada por incendios durante el evento de El Niño de 1997-1998 está estrechamente correlacionada con la extensión de bosques secundarios existentes en la entidad; de hecho, este factor explica (en sentido estadístico) 46.5% de las diferencias entre los estados en cuanto a la superficie siniestrada por incendios. Aquellos estados que carecían de bosques secundarios prácticamente no sufrieron los efectos de El Niño (Figura 2.13).
La alteración o degradación de la vegetación se acelera con el tiempo, debido a que los procesos que intervienen interactúan unos con otros en forma sinérgica. Sus resultados pueden ser despreciables en un inicio, pero la sinergia acelera las tasas de cambio, hasta que se desencadenan procesos irreversibles de deterioro. La vegetación secundaria es deforestada a una tasa superior que la primaria; los accesos abiertos para la extracción de maderas preciosas sirven después a campesinos y ganaderos para colonizar nuevas zonas; la ganadería extensiva provoca erosión; la corta de leña promueve incendios; la vegetación perturbada es mucho más susceptible a las catástrofes naturales (como huracanes, sequías o incendios) que la vegetación primaria. Mientras que la deforestación es típicamente una forma de disturbio agudo, la alteración corresponde a la forma crónica, cuyos efectos son acumulativos, sinérgicos, y cada vez más veloces, hasta volverse irreversibles (verCambios catastróficos en ecosistemas).
Degradación de matorrales
Los matorrales, huizachales y mezquitales que caracterizan a las zonas áridas de México también han sido deteriorados por el hombre. Sin embargo, en muchos casos no se da la importancia debida a la degradación de estos tipos de vegetación ya que se les considera más un problema que un recurso. Es frecuente la concepción errónea de que los desiertos son un producto indeseable de las actividades humanas y a menudo se habla de “convertir el desierto en un vergel” a fin de remediar sus pobres condiciones. Por el contrario: los desiertos mexicanos son ecosistemas ricos en especies, muchas de ellas endémicas.

El ritmo con el que los matorrales desérticos son transformados a otros usos del suelo es aún más difícil de evaluar que la deforestación (Figura 2.14). De acuerdo con los inventarios nacionales, los matorrales constituyen el ecosistema que más lentamente está siendo transformado a otros usos y que se preserva, por tanto, en mayor proporción como vegetación primaria (92% en el año 2002, según la Carta de Uso Actual del Suelo y Vegetación Serie III). No obstante, en términos absolutos, este nivel de degradación no es despreciable ya que los matorrales secundarios ocupan 41 mil kilómetros cuadrados, una extensión similar a la de Yucatán o Quintana Roo.
El matorral adquiere una gran diversidad de formas aún dentro de un espacio reducido. La vegetación que es resultado de la alteración en un sitio puede ser perfectamente natural en otro. Por ello es sumamente difícil reconocer cómo debió ser la vegetación primaria de un sitio dado, o si se trata de una localidad con vegetación secundaria; la dificultad es aún mayor si las evaluaciones se hacen con base en métodos de percepción remota y no se cuenta con estudios directos en el campo. Considerando que la gran mayoría de los matorrales se emplean para la ganadería, un análisis realizado por el Instituto Nacional de Ecología (INE) utilizando técnicas alternativas para determinar la degradación, muestra que en muchos municipios del país el número de cabezas de ganado rebasa la capacidad máxima del ecosistema y que el 70% de los matorrales están sobreexplotados y, por tanto, en proceso de degradación. Esta cifra es muy diferente del 7% a 10% de matorrales secundarios que describen las Cartas de Uso Actual del Suelo y Vegetación serie I (para la década de los 1970’s), Serie II (para 1993) y Serie III (para 2002). Según el estudio del INE, sólo los matorrales del oriente de Coahuila, el Desierto de Altar y de la porción central de la península de Baja California no se encuentran sobrepastoreados. El sobrepastoreo afecta también al 95% de los pastizales naturales de México, que predominantemente crecen en el norte árido de la república (Mapa 2.6). La Semarnat con base al estudio de la degradación del suelo causada por el hombre (Semarnat-Colegio de Posgraduados, 2002) realizó una estimación del nivel de sobrepastoreo por entidad federativa del país (Mapa 2.7); el estudio señala que la superficie afectada por sobrepastoreo es de unas 47.6 millones de hectáreas ó 24% de la superficie nacional y aproximadamente 43% de la superficie dedicada a la ganadería en el país (ver Figura 3.18 en el Capítulo 3 Suelos).
Aunque el tema de los incendios generalmente evoca las imágenes de bosques en llamas que han difundido los medios, la mayor parte de la superficie afectada comúnmente corresponde a pastizales, matorrales y vegetación arbustiva. La superficie arbolada afectada no ha sobrepasado de 30% de la superficie total afectada por incendios en el país en los últimos años (Figura 2.15).
Los matorrales desérticos son ecosistemas sumamente frágiles. Los ritmos ecológicos de los desiertos son de los más lentos del mundo, razón por la que los efectos de las actividades humanas tardan mucho tiempo en ser borrados del ecosistema y van, por tanto, acumulándose a través del tiempo. Consecuentemente, la vegetación de las zonas secas es muy susceptible a los procesos de alteración y degradación, ya que los procesos de aceleración y sinergia típicos del disturbio crónico son muy intensos; de hecho reciben un nombre especial: desertificación.

Cuando se altera la cubierta vegetal de un desierto, las condiciones ambientales se vuelven aún más secas y las temperaturas máximas se tornan más altas. Las plantas y animales que pueden medrar en estos ambientes modificados corresponden a zonas aún más áridas, por lo que el sitio parece aún más desértico que antes. De ahí el término desertificar, “hacer desiertos”. Este modelo se ha tratado de aplicar a otros ecosistemas. Por ejemplo, se ha propuesto que en buena medida los eriales libaneses son resultado de la desertificación. Es difícil saber hasta qué punto los proverbiales bosques de cedro del Líbano desaparecieron como producto de la actividad humana o bien debido a tendencias históricas naturales. La definición más aceptada de desertificación incluye estas posibilidades y señala que “la desertificación es la degradación ambiental en zonas áridas, semiáridas y sub-húmedas secas como resultado de diferentes factores, incluyendo las variaciones climáticas y las actividades humanas” (Conferencia de las Naciones Unidas para el Combate a la Desertificación). La degradación implica tanto a la cubierta vegetal como a los suelos que la soportan; el tema de degradación del suelo se analiza en el Capítulo 3 Suelos.
Fragmentación
Cuando se elimina la vegetación original de una zona, con frecuencia quedan pequeños manchones intactos inmersos en una matriz sumamente degradada. Las barrancas y las cúspides de cerros y montañas constituyen los únicos remanentes de vegetación que quedan en muchas regiones de México. Cada una de estas “islas” de vegetación generalmente alberga a un número menor de sus especies nativas que una superficie equivalente embebida dentro de una gran extensión de vegetación ininterrumpida. Esto se debe a que varias de las especies nativas son incapaces de vivir en los fragmentos pequeños y a que numerosos procesos de degradación tienen lugar en los bordes (ver La amenaza de la fragmentación). Por estas razones, cuando se busca conservar la vida silvestre no basta conocer la superficie que abarca la vegetación. No es lo mismo contar con una gran masa selvática de 100 mil hectáreas que con cien fragmentos de mil hectáreas cada uno. Sin embargo, pocos esfuerzos se han hecho para reconocer la magnitud del problema. Un trabajo pionero ha elaborado las primeras estimaciones para selvas y bosques a nivel mundial. Las cifras son alarmantes: apenas el 35% de la superficie arbolada no está fragmentada (formando zonas continuas de más de 80 kilómetros cuadrados) ni sufre efectos de borde (se encuentra a más de 4.5 kilómetros de un borde). Si bien en Norte y Centroamérica la proporción es mayor (45%), tomando sólo los datos para los tipos de vegetación que hay en México, la cifra desciende a 33%. Las selvas constituyen los ecosistemas más fragmentados (Ritters et al., 2000) (Figura 2.16).
Los datos más detallados sobre fragmentación para el caso de México proceden del Inventario Forestal Nacional Periódico de 1994. De acuerdo con dicha fuente, el 18% de las masas forestales mexicanas están fragmentadas (Mapa 2.8), y nuevamente son las selvas las más afectadas.

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