sábado, 13 de abril de 2019

POESÍAS

RUBEN DARÍO


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La cartuja
de Rubén Darío 

Este vetusto monasterio ha visto,
secos de orar y pálidos de ayuno,
con el brevario y con el Santo Cristo,
a los callados hijos de San Bruno.

A los que en su existencia solitaria,
con la locura de la cruz y el vuelo
místicamente azul de la plegaria,
fueron a Dios en busca de consuelo.

Mortificaron con las disciplinas
y los cilicios la carne mortal
y opusieron, orando, las divinas
ansias celestes al furor sexual.

La soledad que amaba Jeremías,
el misterioso profesor de llanto,
y el silencio, en que encuentran armonías
el soñador, el místico y el santo,

fueron para ellos minas de diamantes
que cavan los mineros serafines
a la luz de los cirios parpadeantes
y al són de las campanas de maitines.

Gustaron las harinas celestiales
en el maravilloso simulacro,
herido el cuerpo bajo los sayales,
el espíritu ardiente en amor sacro.

Vieron la nada amarga de este mundo,
pozos de horror y dolores extremos,
y hallaron el concepto más profundo
en el profundo De morir tenemos.

Y como a Pablo e Hilarión y Antonio,
a pesar de cilicios y oraciones,
les presento, con su hechizo, el demonio
sus mil visiones de fornicaciones.

Y fueron castos por dolor y fe
y fueron pobres por la santidad,
y fueron obedientes porque fue
su reina de pies blancos la humildad.

Vieron los belcebúes y satanes,
que esas almas humildes y apostólicas
triunfaban de maléficos afanes
y de tantas acedias melancólicas.

Que el Mortui estis del candente Pablo
les forjaba corazas arcangélicas
y que nada podría hacer el diablo
de halagos finos o añagazas bélicas.

¡Ah!, fuera yo de esos que Dios quería.
Y que Dios quiere cuando así le place,
dichosos ante el temeroso día
de losa fría y ¡Requiescat in pace!

Poder matar el orgullo perverso
y el palpitar de la carne maligna,
todo por Dios, delante el Universo,
con corazón que sufre y se resigna.

Sentir la unción de la divina mano,
ver florecer de eterna luz mi anhelo,
y oír como un Pitágoras cristiano
la música teológica del cielo.

Y al fauno que hay en mí, darle la ciencia,
que al Ángel hace estremecer las alas.
Por la oración y por la penitencia
poner en fuga a las diablesas malas.

Darme otros ojos, no estos ojos vivos
que gozan en mirar, como los ojos
de los sátiros locos medio-chivos,
redondeces de nieve y labios rojos.

Darme otra boca en que queden impresos
los ardientes carbones del asceta;
y no esta boca en que vinos y besos
aumentan gulas de hombre y de poeta.

Darme unas manos de disciplinante
que me dejen el lomo ensangrentado,
y no estas manos lúbricas de amante
que acarician las pomas del pecado.

Darme una sangre que me deje llenas
las venas de quietud y en paz los sesos,
y no esta sangre que hace arder las venas,
vibrar los nervios y crujir los huesos.

¡Y quedar libre de maldad y engaño
y sentir una mano que me empuja
a la cueva que acoge al ermitaño,
o al silencio y la paz de la Cartuja!










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ALBERTO, en el propíleo del tiempo soberano
Donde Renan rezaba, Verlaine cantado hubiera.
Primavera una rosa de amor tiene en la mano
Y cerca de la joven y dulce Primavera
 Término su sonrisa de piedra brinda en vano
A la desnuda náyade y a la ninfa hechicera
Que viene a la soberbia fiesta de la pradera
y del boscaje, en busca del lírico Sylvano.

 Sobre su altar de oro se levanta la Dea,—
Tal en su aspecto icónico la virgen bizantina—
Toda belleza humana ante su luz es fea;

 Toda visión humana, a su luz es divina:
Y esa es la virtud sacra de la divina Idea
Cuya alma es una sombra que todo lo ilumina.

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La espiga (Rubén Darío)
Esta poesía forma parte del libro Lira póstuma - Vol. XXI
LA ESPIGA

 Mira el signo sutil que los dedos del viento
hacen al agitar el tallo que se inclina
y se alza en una rítmica virtud de movimiento
con el áureo pincel de la flor de la harina.


 Trazan sobre la tela azul del firmamento
el misterio inmortal de la tierra divina
y el alma de las cosas que da su sacramento
en una interminable frescura matutina.

 Pues en la paz del campo la faz de Dios asoma.
De las floridas urnas místico incienso aroma
el vasto altar en donde triunfa la azul sonrisa;


 aún verde está y cubierto de flores el madero,
bajo sus ramas llenas de amor pace el cordero
y en la espiga de oro y luz duerme la misa.












La fuente
Esta poesía forma parte del libro Lira póstuma - Vol. XXI
LA FUENTE

 Joven, te ofrezco el don de esta copa de plata
para que un día puedas calmar la sed ardiente,
la sed que con su fuego más que la muerte mata.
Mas debes abrevarte tan sólo en una fuente,



 otra agua que la suya tendrá que serte ingrata,
busca su oculto origen en la gruta viviente
donde la interna música de su cristal desata,
junto al árbol que llora y la roca que siente.

 Guíete el misterioso eco de su murmullo,
asciende por los riscos ásperos del orgullo,
baja por la constancia y desciende al abismo


 cuya entrada sombría guardan siete panteras:
son los Siete Pecados, las siete bestias fieras.
Llena la copa y bebe: la fuente está en ti mismo.

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